Leyendo a JJL vuelve a mí
la vieja sensación que no se escapa de habitar en la frontera, lejos del fuego
de la llama que tanto bienestar me procuraba no hace tantos años.
Y ahora mismo no sé
siquiera si estoy a un lado u otro de la muralla. Apenas llega hasta donde
estoy el temblor de ese fuego. La oscuridad y el frío me rodean, y sin embargo
no se puede decir —sin mentira— que esté a disgusto del todo, porque, aún
siendo cierto lo del helor y la negrura externas, por dentro no me siento del
mismo modo. A pesar de los pesares, sobre todo de mí mismo, hay algo en mi
interior que me impide sentir el desamparo o el vértigo que provoca el vacío.
Y aún así, mientras
leo a JJL, me doy cuenta que la libertad personal, aún cuajada de algún error o
alguna rebeldía, provoca, junto a cierta satisfacción personal, la penosa
sensación de un día de invierno a la intemperie. Y a uno, alguna vez, acaso más
cansado que de ordinario, le gustaría extender las manos y sentir que las yemas
de los dedos entran en calor gracias a esa llama que crepita en el hogar común.
Pero a pesar de
todo, esa sensación es fugaz, porque sé que cada uno tiene su propio camino, y
algunos de ellos —al menos parte de su extensión— hay que recorrerlos en
soledad, aún a riesgo de perderse, aún a riesgo de caer herido o morir incluso
por el ataque de las fieras, tan hambrientas, tan deseosas siempre de alimento…
Ya están las fotos donde
deben. Otro paso más. Faltan meses aún, pero empiezan a oírse los acordes a lo
lejos. Están ya más cerca de emprender su vuelo libre esos versos que desde el
principio brotaron por el aire, primero como humo tocado por sus pinceles
sabio, y luego como esos andamios de pájaros donde se instalan las miradas de
los hombres.
Al regresar de la oficina, con
el nuevo horario otra vez en curso, a punto de salirse del buzón, como si
quisieran huir de allí, acaso pensando que han sido metidos en una celda, me
esperan dos poemarios que edita La Isla de Siltolá, Condición de extraño de la extremeña afincada en Barcelona Efi
Cubero y Una copa de Haendel de José
María Jurado.
Me he puesto, cuando
he bajado de casa de mis padres, con el libro de Efi Cubero, pero no estoy en
condiciones de atrapar el sentido de los versos.
Dicen tantos que
saben muchísimo más que uno, y dicen bien, que el poema no termina de ser
escrito hasta que no es leído. Así que de algún modo siempre está por nacer, o
siempre está renaciendo. Acaso el primer lector sea el propio poeta, no lo
discuto, pero cada vez que se lee por ojos ajenos, también se reescribe
nuevamente. Y semejante tarea precisa de respeto por parte de quien va a
completar —otra vez— la escritura de los versos.
Hoy no es el día, el
sueño y otras circunstancias que no vienen al caso, hacen de mi lectura un
intento baldío, una estéril artimaña que acaso sirva con la prosa, pero no con
la poesía. Porque la narrativa, al menos cierta narrativa, permite al lector un
punto de distracción o de preocupación que, si no es excesiva, no impide asimilar
la lectura.
Pero la poesía es
más exclusiva y celosa, no permite semejantes componendas.
Hoy no es el día.
Efi Cubero y José María Jurado se merecen un mínimo respeto por mi parte… Yo
mismo me merezco gozar de su lectura y no pasar por ella como quien transita
por una calle anodina, como cualquier calle moderna de nuestras ciudades
perfectamente transplantables de un lugar a otro y sin prácticamente nada que
permita hacerlas un hueco en el corazón.
Mejor cerrar los
libros y buscar la reparadora ducha… Por suerte suena el teléfono.
A medida que pasan los días,
las semanas, los meses, los años… uno se va dando cuenta con más y más pena,
con más y más precisión que lo desconoce casi todo de todo… y que ya no queda
tanto tiempo como para acercarse a tanto como le queda por apreder.
Este lamento no es
afán de avaro por poseer muchos conocimientos, como se almacenan otras
posesiones. En el fondo es tan pernicioso un afán como otro.
Mi lamento, más bien
tiene que ver con que me pierdo muchas formas de comprender el sentimiento y la
comprensión del corazón humano. Y de eso nunca se tiene bastante.
Una de mis carencias
más tremenda y menos explicable, pues no soy sueco o islandés —por decir algo—,
sino español, es mi absoluto desconocimiento del flamenco. Más aún, lo torcido
que tengo mi concepto de este arte.
Por suerte para mí
hace unos meses Manuel López Azorín me envió su Romancero Flamenco, un poemario breve que como hoy he descubierto
es delicioso y probablemente un primer paso para acercarme un poco más a esta
manifestación de arte, fundida su expresión en música, ritmo y poesía.
Esencial, desgarrado mundo, que por algo admiraron y admiran, por ejemplo,
Falla, Lorca, Alberti, Félix Grande…
Comienza su poemario
con esta soleá:
Yo no entiendo de
flamenco,
pero conozco el dolor
y sé de los sufrimientos.
Sólo esto es
argumento más que suficiente para asomarme a este arte.
Creo que en alguna otra
ocasión ya he reflexionado sobre la traducción. Hablar con cierta hondura sobre
la cuestión es imposible para mí, pues sería incapaz de verter al español ni un
cuento inglés (el único idioma ajeno al español en el que chapurreo algo) de
cinco líneas.
El otro día llegué a
una traducción de La tierra baldía de
T. S. Eliot que me dejó perplejo. Tras leer el poema no entendí prácticamente
nada, y si no hubiera sido porque no puede haber tantas personas equivocadas,
hubiera llegado a la conclusión de que este poema no merece el unánime juicio
de admiración que despierta…
Por suerte, he
seguido indagando. Por suerte he encontrado otra versión española, una versión
que —por si las dudas— es un espejo del poema en inglés al que puedo acudir,
con un simple gesto de los ojos. Y en efecto, a pesar de que muchas cuestiones
se me escapan, La tierra baldía es un
poema que merece lo que se ha escrito de él.
¿Y esta noche que llevo más
de dos horas solo, sin ruido, sin aparentes distracciones a quién echo la culpa
de mis distracciones, de mi dispersión, de mi ausencia de ideas, de mi falta de
ganas? ¿A quién?
Un café solo puede servir
como perfecta excusa para comprobar que algunas relaciones que se fraguan
durante años, si están basadas en la sinceridad y no en el interés, arraigan
con fuerza, y es difícil que se esfumen, así por las buenas.
Además compruebo que
no soy el único ser humano tan extraño que siente que sus horas pasan con
absoluta satisfacción entre libros, cuadernos y utensilios de escritura.