Cómplices

Lunes 16 a domingo 22 de septiembre de 2013

Parece que retorna cierta calma, que la intensidad de los días pasados concluye, lo sé porque llega la sensación de cansancio. Inevitable.
Nunca la revisión de un libro me había dejado esta huella tan honda. Casi como si lo hubiera vuelto a escribir. Sin haber entrado a rozar siquiera su estructura o su contenido o el tono de sus páginas, he tenido sentimientos cuya semejanza con los instantes de la creación han sido muy similares.
Al final, como escribía esta semana en su Trópico de la Mancha Tomás Rodríguez Reyes, el lenguaje debiera ser el protagonista absoluto del libro, al menos para quien lo escribe, al menos para quien tiene que pensar cada detalle, e incluso cuenta con la inestimable ayuda de amigos que son capaces, con lapicero rojo o rotulador fluorescente, subrayar el error, señalar el tropiezo, dudar de una expresión…
Quizá uno de los problemas de lo literario, es que el lenguaje ha pasado a un plano secundario, tal que si importara menos que otras cuestiones. Como a veces ocurre con los restaurantes en donde la materia prima, o sea la comida, se prima menos que la presentación, la decoración del local, las inversiones en publicidad, etcétera.

Esta tarde me ha recordado aquellas lejanísimas tardes de la infancia en las que por cualquier nonada, era o éramos regañados con su vitalidad encendida.
Ciertamente el asunto no lleva a risa, ni siquiera a la sonrisa, pues es bien triste, pero, mirándolo desde un ángulo optimista, tiene su lectura positiva ya que demuestra las ansias por continuar hacia delante, por luchar, por no ser vencido. Y además, o primero de todo, es que estaba a gusto, estaba donde quería estar… y con quien quería estar.

Me ha llegado el discurso que Javier Marías pronunció en agosto pasado en Fomentor, con motivo de la entrega del premio literario internacional que lleva su mismo nombre. El autor reflexiona sobre el trabajo del escritor, en esta época en que los escritores a la antigua usanza son seres en proceso de extinción.
Reivindicaba la importancia del laboreo tenaz, lento y original del escritor frente a esta época en que todo parece que es rápido y está hecho en serie, sin el más mínimo cuidado. Lo que en el fondo —esto no sé si él lo apunta— es un soberano desprecio a los lectores, a su inteligencia.
En épocas en que prima la producción industrial sobre la artesanal, también las tradicionales manifestaciones llamadas artísticas parecen haber sucumbido a la presión de la mercadotecnia que se caracteriza por producir sin pausa, engullir con voracidad, digerir a toda prisa y expulsar pronto, para que el organismo recupere el espacio libre y que otro artefacto igual, similar o equiparable sea masticado, engullido, digerido y defecado… Ni la literatura ni el teatro ni la pintura ni la escultura ni, muchos menos, la arquitectura, el cine o la música son ajenos a este declive de nuestra civilización. Acaso, pero tampoco conviene echar las campanas al vuelo, la poesía y el ensayo todavía escapan del modo en que las artes han sucumbido al sistema. Lo quiere decir que apenas interesan, y mucho menos a quien maneja el engranaje de los dividendos, réditos o plusvalías de la autodenominada industria cultural.
Después de la lectura del discurso me pregunto, ¿cuánto tiempo tardará la especie humana en lamentar la desaparición de los últimos representantes de un modo de entender el arte completamente ajeno a modas, mercados, tendencias…?

Leer las palabras del papa Francisco y sentir que algo empieza a cambiar, con la velocidad de un amanecer es posible.
Él mismo admite que los grandes cambios llevan tiempo y que es necesario empezar por lo más fácil, por lo urgente, por lo necesario. Y leer que lo importante son actitudes como la de salir a buscar, lo de sentir a Dios en la brisa, como le sucedió al profeta Elías, me llena de una emoción interior muy honda, porque son algunas cuestiones sobre las que había meditado en más de una ocasión.
Pero sobre todo, aquello de que el ser humano tiene que dejar un espacio para la incertidumbre, para la acción de Dios. Las certezas absolutas, las certidumbres inamovibles le hacen desconfiar.
Acaso sea que lo importante de la criatura es reconocerse como tal, lo que implica, además, abrir un lugar para la incertidumbre; es decir, y en palabras de Francisco, un espacio en el que se permita la acción de Dios, un espacio que dé lugar a la sorpresa y que, probablemente, también se convertirá en el espacio que podamos compartir con quienes no piensen o no crean del mismo modo.
Y saboreo la guinda del pastel. Algunas de sus piezas musicales favoritas son las pasiones de Bach; de ellas destaca el aria basada en el texto evangélico de Mateo que se corresponde al momento en que Pedro llora tras haber renegado de Jesús, mientras el gallo canta. Al finalizar estas líneas, algo parecido a la esperanza se estremece como un niño en mi interior.

Para que no me ocurra lo del mes pasado, en que tras el despiste y otras circunstancias, no me dio tiempo a leer la novela elegida en el Club de los 1001 lectores, he decidido no esperar más. El tiempo empieza a ir en mi contra. Así que me he acercado a la Biblioteca para sacar La playa de los ahogados del vigués Domingo Villar. Y me he enfrascado en su lectura sin pensarlo ni un solo minuto más.
Hacía algún tiempo que no volvía sobre narrativa policiaca. Supongo que es todo cuestión de épocas, de momentos o de necesidades. Recuerdo que el verano en que estuve enfrascado en la redacción de mi única novela de este género, leí mucho, pero cometí varios errores. El más importante fue hacerlo sin bolígrafo y papel a mano para ir anotando y así aprehender un poco mejor los mecanismos que cada autor va usando a la hora de ir reconstruyendo el puzzle que finaliza con la resolución del caso. Escribir una novela policiaca es más difícil que hacer un rompecabezas con miríadas de piezas diminutas. Quizá acabara saturado. El caso es que no había vuelto al género que tantas horas de satisfacción me había dado.
Aunque poco a poco uno va entrando en la intriga que se propone, ahora me interesan más otros aspectos.
A veces se piensan que los libros de género (histórico, biográfico, erótico, romántico, negro, policiaco…) son literatura menor, algo así como la serie B de la literatura. Probablemente así es cuando uno de ellos se pone moda y aumentan las ventas y se produce una avalancha de novelas que giran entorno a lo mismo. Pero, por mi parte siempre he sostenido que existen buenos y malos libros, y que la clasificación o división en géneros, sólo debería servir para entender de lo que hablamos, para resumir en poco más de una palabra el tono, el objeto fundamental de la historia… ¿No es el Quijote una novela de género, en este caso de caballería? ¿No es el Lazarillo una novela picaresca?
Domingo Villar se mantiene en las coordenadas de la novela policiaca y cumple con las expectativas de cualquier lector de este género demanda, pero no por ello deja de activar otros recursos literarios y construye una novela que siendo de género, es una novela algo más que estimable.

A él no le gusta reconocerlo, pero es justo decir que su iniciativa hace ahora tres años va a ser más trascendental de lo que hubiera podido parecer entonces, que entonces ya lo fue.
Lo comentábamos sobre el estruendo de la música. Él se empeñaba en contradecirme, pero sabe que no tiene razón, y sabe que sigo pensando exactamente lo mismo. Es verdad que desde hace años había un deseo casi unánime de que se hiciera algo así; sin embargo, cuando hay que movilizar a más de ochenta personas, el deseo no basta. Es imprescindible que haya alguien que dé el paso, es decir, se arremangue, se vista con el uniforme de faena y ponga en marcha todo el engranaje.
Después de tres años, en el cuarto encuentro anual, uno tiene la sensación de que todo está más rodado y desea que se acerque el final del verano o el principio del otoño para que llegue este instante.
Hemos asegurado otro año más una buena dosis de adherente afectivo y emocional. Cada uno de nosotros tiene clara conciencia de que en caso de que sea menester, sólo hay que silbar y a nuestro lado alguien va a acudir en nuestro apoyo.
Y eso hoy por hoy es impagable.

De pronto, mientras remataba unas notas, suena el teléfono. Al otro lado una voz que no reconozco, aunque me suena vagamente familiar. En cuanto brota el nombre de sus labios, aflora en mi memoria su rostro.
Han decidido aprovechar el viaje a Madrid desde Lérida, para pasar la jornada de hoy en Segovia, y no han querido marcharse sin saludarme. Ha sido una sorpresa fantástica, de esas cosas que parecen milagrosas y que suceden gracias a estas relaciones que nacen en Internet.
Lo conocí en Zaragoza. Nos reencontramos en Lérida, donde recuerdo un precioso paseo con otros poetas, mientras él nos explicaba algunos detalles de la capital ilerdense. Después volvimos a vernos en Zaragoza, allí vino con su esposa. Y siempre que hemos coincidido —aunque haya sido menos de lo deseable— ha habido una honda especial que ha hecho posible el breve encuentro de esta mañana, el vino tranquilo, y la conversación sobre lo uno y lo otro, incluso sobre aquello que algunos pretenden se convierta en abismo, en vez de puente.
Compruebo una vez más, otro caso en que la llamada crisis se ha encarnado en alguien con nombre y apellidos, con vida propia, con unas expectativas que han truncado de algún modo.
Con una mezcla extraña de alivio y miedo compruebo que los políticos viven en un mundo de fantasía, pero por desgracia su mundo irreal y sólo pensado para mantenerse en el poder, aunque sea a través del engaño y la mentira, nos afecta, nos daña, nos lleva al sufrimiento, incluso al borde de la misma enfermedad.
Pero mejor disfrutemos de la amistad y de los versos.