Parece que retorna cierta
calma, que la intensidad de los días pasados concluye, lo sé porque llega la
sensación de cansancio. Inevitable.
Nunca la revisión de
un libro me había dejado esta huella tan honda. Casi como si lo hubiera vuelto
a escribir. Sin haber entrado a rozar siquiera su estructura o su contenido o
el tono de sus páginas, he tenido sentimientos cuya semejanza con los instantes
de la creación han sido muy similares.
Al final, como
escribía esta semana en su Trópico de la
Mancha Tomás Rodríguez Reyes, el lenguaje debiera ser el protagonista
absoluto del libro, al menos para quien lo escribe, al menos para quien tiene
que pensar cada detalle, e incluso cuenta con la inestimable ayuda de amigos
que son capaces, con lapicero rojo o rotulador fluorescente, subrayar el error,
señalar el tropiezo, dudar de una expresión…
Quizá uno de los
problemas de lo literario, es que el lenguaje ha pasado a un plano secundario,
tal que si importara menos que otras cuestiones. Como a veces ocurre con los
restaurantes en donde la materia prima, o sea la comida, se prima menos que la
presentación, la decoración del local, las inversiones en publicidad, etcétera.
Esta tarde me ha
recordado aquellas lejanísimas tardes de la infancia en las que por cualquier
nonada, era o éramos regañados con su vitalidad encendida.
Ciertamente el
asunto no lleva a risa, ni siquiera a la sonrisa, pues es bien triste, pero, mirándolo
desde un ángulo optimista, tiene su lectura positiva ya que demuestra las
ansias por continuar hacia delante, por luchar, por no ser vencido. Y además, o
primero de todo, es que estaba a gusto, estaba donde quería estar… y con quien
quería estar.
Me ha llegado el discurso que
Javier Marías pronunció en agosto pasado en Fomentor, con motivo de la entrega
del premio literario internacional que lleva su mismo nombre. El autor
reflexiona sobre el trabajo del escritor, en esta época en que los escritores a
la antigua usanza son seres en proceso de extinción.
Reivindicaba la
importancia del laboreo tenaz, lento y original del escritor frente a esta
época en que todo parece que es rápido y está hecho en serie, sin el más mínimo
cuidado. Lo que en el fondo —esto no sé si él lo apunta— es un soberano
desprecio a los lectores, a su inteligencia.
En épocas en que
prima la producción industrial sobre la artesanal, también las tradicionales
manifestaciones llamadas artísticas parecen haber sucumbido a la presión de la
mercadotecnia que se caracteriza por producir sin pausa, engullir con
voracidad, digerir a toda prisa y expulsar pronto, para que el organismo
recupere el espacio libre y que otro artefacto igual, similar o equiparable sea
masticado, engullido, digerido y defecado… Ni la literatura ni el teatro ni la
pintura ni la escultura ni, muchos menos, la arquitectura, el cine o la música
son ajenos a este declive de nuestra civilización. Acaso, pero tampoco conviene
echar las campanas al vuelo, la poesía y el ensayo todavía escapan del modo en
que las artes han sucumbido al sistema. Lo quiere decir que apenas interesan, y
mucho menos a quien maneja el engranaje de los dividendos, réditos o plusvalías
de la autodenominada industria cultural.
Después de la
lectura del discurso me pregunto, ¿cuánto tiempo tardará la especie humana en
lamentar la desaparición de los últimos representantes de un modo de entender
el arte completamente ajeno a modas, mercados, tendencias…?
Leer las palabras del
papa Francisco y sentir que algo empieza a cambiar, con la velocidad de un
amanecer es posible.
Él mismo admite que
los grandes cambios llevan tiempo y que es necesario empezar por lo más fácil,
por lo urgente, por lo necesario. Y leer que lo importante son actitudes como
la de salir a buscar, lo de sentir a Dios en la brisa, como le sucedió al
profeta Elías, me llena de una emoción interior muy honda, porque son algunas
cuestiones sobre las que había meditado en más de una ocasión.
Pero sobre todo,
aquello de que el ser humano tiene que dejar un espacio para la incertidumbre,
para la acción de Dios. Las certezas absolutas, las certidumbres inamovibles le
hacen desconfiar.
Acaso sea que lo
importante de la criatura es reconocerse como tal, lo que implica, además, abrir
un lugar para la incertidumbre; es decir, y en palabras de Francisco, un espacio
en el que se permita la acción de Dios, un espacio que dé lugar a la sorpresa y
que, probablemente, también se convertirá en el espacio que podamos compartir
con quienes no piensen o no crean del mismo modo.
Y saboreo la guinda
del pastel. Algunas de sus piezas musicales favoritas son las pasiones de
Bach; de ellas destaca el aria basada en el texto evangélico de Mateo que se
corresponde al momento en que Pedro llora tras haber renegado de Jesús, mientras el gallo canta. Al finalizar estas líneas, algo parecido a la esperanza se estremece como un niño en mi
interior.
Para que no me ocurra lo del
mes pasado, en que tras el despiste y otras circunstancias, no me dio tiempo a
leer la novela elegida en el Club de los
1001 lectores, he decidido no esperar más. El tiempo empieza a ir en mi
contra. Así que me he acercado a la Biblioteca para sacar La playa de los ahogados del vigués Domingo Villar. Y me he
enfrascado en su lectura sin pensarlo ni un solo minuto más.
Hacía algún tiempo
que no volvía sobre narrativa policiaca. Supongo que es todo cuestión de
épocas, de momentos o de necesidades. Recuerdo que el verano en que estuve
enfrascado en la redacción de mi única novela de este género, leí mucho, pero
cometí varios errores. El más importante fue hacerlo sin bolígrafo y papel
a mano para ir anotando y así aprehender un poco mejor los mecanismos que cada
autor va usando a la hora de ir reconstruyendo el puzzle que finaliza con la
resolución del caso. Escribir una novela policiaca es más difícil que hacer un
rompecabezas con miríadas de piezas diminutas. Quizá acabara
saturado. El caso es que no había vuelto al género que tantas horas de
satisfacción me había dado.
Aunque poco a poco
uno va entrando en la intriga que se propone, ahora me interesan más otros aspectos.
A veces se piensan
que los libros de género (histórico, biográfico, erótico, romántico, negro,
policiaco…) son literatura menor, algo así como la serie B de la literatura. Probablemente
así es cuando uno de ellos se pone moda y aumentan las ventas y se produce una avalancha
de novelas que giran entorno a lo mismo. Pero, por mi parte siempre he
sostenido que existen buenos y malos libros, y que la clasificación o división
en géneros, sólo debería servir para entender de lo que hablamos, para resumir
en poco más de una palabra el tono, el objeto fundamental de la historia… ¿No
es el Quijote una novela de género, en este caso de caballería? ¿No es el
Lazarillo una novela picaresca?
Domingo Villar se
mantiene en las coordenadas de la novela policiaca y cumple con las
expectativas de cualquier lector de este género demanda, pero no por ello deja de
activar otros recursos literarios y construye una novela que siendo de género,
es una novela algo más que estimable.
A él no le gusta
reconocerlo, pero es justo decir que su iniciativa hace ahora tres años va a
ser más trascendental de lo que hubiera podido parecer entonces, que entonces
ya lo fue.
Lo comentábamos
sobre el estruendo de la música. Él se empeñaba en contradecirme, pero sabe que
no tiene razón, y sabe que sigo pensando exactamente lo mismo. Es verdad que
desde hace años había un deseo casi unánime de que se hiciera algo así; sin
embargo, cuando hay que movilizar a más de ochenta personas, el deseo no basta.
Es imprescindible que haya alguien que dé el paso, es decir, se arremangue, se
vista con el uniforme de faena y ponga en marcha todo el engranaje.
Después de tres
años, en el cuarto encuentro anual, uno tiene la sensación de que todo está más
rodado y desea que se acerque el final del verano o el principio del otoño para
que llegue este instante.
Hemos asegurado otro
año más una buena dosis de adherente afectivo y emocional. Cada uno de nosotros
tiene clara conciencia de que en caso de que sea menester, sólo hay que silbar
y a nuestro lado alguien va a acudir en nuestro apoyo.
Y eso hoy por hoy es
impagable.
De pronto, mientras remataba
unas notas, suena el teléfono. Al otro lado una voz que no reconozco, aunque me
suena vagamente familiar. En cuanto brota el nombre de sus labios, aflora en mi
memoria su rostro.
Han decidido
aprovechar el viaje a Madrid desde Lérida, para pasar la jornada de hoy en
Segovia, y no han querido marcharse sin saludarme. Ha sido una sorpresa
fantástica, de esas cosas que parecen milagrosas y que suceden gracias a estas
relaciones que nacen en Internet.
Lo conocí en
Zaragoza. Nos reencontramos en Lérida, donde recuerdo un precioso paseo con
otros poetas, mientras él nos explicaba algunos detalles de la capital
ilerdense. Después volvimos a vernos en Zaragoza, allí vino con su esposa. Y
siempre que hemos coincidido —aunque haya sido menos de lo deseable— ha habido
una honda especial que ha hecho posible el breve encuentro de esta mañana, el
vino tranquilo, y la conversación sobre lo uno y lo otro, incluso sobre aquello
que algunos pretenden se convierta en abismo, en vez de puente.
Compruebo una vez
más, otro caso en que la llamada crisis se ha encarnado en alguien con nombre y
apellidos, con vida propia, con unas expectativas que han truncado de algún
modo.
Con una mezcla
extraña de alivio y miedo compruebo que los políticos viven en un mundo de
fantasía, pero por desgracia su mundo irreal y sólo pensado para mantenerse en
el poder, aunque sea a través del engaño y la mentira, nos afecta, nos daña, nos
lleva al sufrimiento, incluso al borde de la misma enfermedad.
Pero mejor
disfrutemos de la amistad y de los versos.