Cómplices

Lunes 23 a lunes 30 de septiembre de 2013

Cuando uno se encuentra con una amiga que sólo ve en persona un par de días al año, en el caso más optimista, a pesar de que se mantenga un contacto casi diario a través del milagro o la magia de internet, nunca hay tiempo suficiente para decirnos o contarnos o preguntarnos. Todo es poco.
Nos quitábamos la palabra dándonos novedades, interpelándonos sobre esto o aquello, compartiendo, en fin, unas horas de una tarde de otoño que en realidad es la prolongación de un verano que se resiste a dejarnos, y que a pesar de los tres meses transcurridos no demuestra ningún cansancio, y sigue mostrándose vigoroso.
El paseo por la Alameda enseñándole los caminos por los que transitaba más de lo que ahora lo hago ha sido hermoso. El oscuro Eresma —tan limpio, tan transparente su azogue como de bronce— viene ya muy bajo, pero aún así suficiente para que su rumor acompañe nuestros pasos. Es un espacio que invita a dejarse llevar o a dejarse elevar hasta la cima de sus arquivoltas verdes, como himnos esmeralda, y más cuando de fondo se escucha el canto del campanil del convento jerónimo que llama a vísperas.
Anadean sin miedo y con curiosidad una nutrida bandada de patos, todos machos ataviados con su gorro color cedro, supongo que jóvenes, supongo que de las últimas nidadas, acaso en busca del alimento que les ofrecen los paseantes ávidos de sonidos de naturaleza, hastiados de la batahola urbana —por más que en esta ciudad no sea abrumadora—, sobre todo aquellos que vienen acompañados a sus retoños, encantados y excitados antes la cercanía de las aves que navegan el cauce del río sin prisa y sin desmayo.
Sin darnos cuenta es la hora de emprender el regreso, porque los transportes públicos suelen tener la costumbre de no esperar a quien se retrasa.
Han pasado cinco horas y uno no sabe muy bien cómo y por qué en determinadas situaciones, el discurrir de un minuto es tal que medio…

Se podría decir que la rutina ya acampa con plenitud en el respirar de la ciudad. A pesar de que todavía los calores propios del estío tengan un poco engañados a los cuerpos, hay demasiadas señales inconfundibles.
Ya recibo el inicio de la aurora en plena calle. Cuando me quiera dar cuenta, ni siquiera seré testigo presencial, pues ya estaré entre las paredes de la oficina. Anochece antes y mucho más deprisa. Como si el sol tuviera que cumplir encargos muy urgentes en otras partes, se despide apresurado, atolondrado.
El tráfago de los vehículos ha aumentado ya desde las primeras horas y decae después. Las horas de la madrugada son más silenciosas y frías y solitarias…
Apenas disminuyen las filas de madres —siguen siendo madres la mayoría— a las puertas de las librerías para comprar los libros de texto y el material escolar de sus hijos que después de haber vaciado sus monederos, cargarán las espaldas de sus pequeños con un peso desmesurado y que demuestra bien a las claras que la opinión de los docentes es la que menos cuenta en el proceso educativo. (¿A qué tantos libros? ¿A qué tanto material? ¿Después de todos los estudios psicológicos, pedagógicos y didácticos seguimos cifrando la calidad de la enseñanza en la cantidad de material escolar que se acumula espléndido en las casas estos primeros días de curso?)
Se adensa el trasiego vespertino de un porcentaje no pequeño de ciudadanos camino de la catedral para participar del novenario de nuestra patrona. Siempre he sostenido que el curso en Segovia se inicia justo cuando concluye la Novena (y no es falta de ortografía ni errata la mayúscula, pues aquí es un nombre propio), por más que los calendarios y las previsiones de los boletines oficiales sostengan otras fechas y establezcan otros ritmos.
Pero de todos los síntomas o señales, el más evidente es la presencia de la chiquillería, como si hubiera brotado de pronto. ¿Dónde estaban estos meses de atrás? Uno tiene la impresión de que han crecido por generación espontánea. Y no sólo es que nos crucemos con ellos en algún momento de su ida o venida a sus clases. Es que a cualquier hora del día, se ven muchos más niños por la ciudad, como revoloteando en continuas carreras y algaradas. Esta nota es el allegro de la sinfonía de la cotidianidad, como si la rutina necesitara de esos compases abiertos hacia el futuro y la esperanza que danzan en las risas de sus labios y en la luz de esos ojos que no nos ven, porque sólo ven lo hermoso.
Quizá por todo eso es por lo que en estos días decida moverme un poco más por las zonas más concurridas y céntricas, para que mi interior capture algo de esa vitalidad y de ese optimismo.

¿Disponemos de tiempo?
A veces se me clava esta pregunta o alguna similar, y no estoy seguro de la respuesta. Nunca estoy seguro de esta respuesta. Y me sucede como cuando una pequeña astilla —apenas ínfima— se cuela entre la uña y la carne. Es imposible pensar en otra cosa y cuando brevemente se logra, cualquier golpecito o simple roce es en ese punto concreto y no en otro… Y mientras se piensa se pierde el tiempo.
A veces creo que pierdo los minutos y las horas de modo lastimoso. Por ejemplo llega un partido de fútbol y allí estoy ante el televisor, como si fuera algo tan necesario, cuando sé positivamente que salvo contadas excepciones a la media hora se habrá escapado por el sumidero de la memoria todas las imágenes que me han distraído durante casi dos horas.
Sin embargo también me pregunto, ¿es que cualquier otra cosa que hiciera en este rato sería mejor, le serviría a alguien, incluso a mí mismo? Y con todo, no es lo peor. Lo peor es que cuando llego a los arrabales de la cuestión, una tenaza crece en mi interior; mejor dicho, un muro se levanta como por arte de magia, ¿qué habría hecho en este tiempo? ¿Leer más o leer mejor? ¿Escribir qué?
Y eso que el partido de esta noche no será de los que se olvide fácilmente, al menos tres o cuatro jugadas clave. Lances que abochornan, porque son jugadas que definen la impunidad con que los poderosos —hoy ha sido el Real Madrid, como hace unas semanas fue el Barça— acampan en el subconsciente de los trencillas. No creo que haya conspiraciones arbitrales urdidas a favor o en contra de cualquiera de ellos, pero no porque crea en la honradez de los unos o de los otros, sino porque estoy plenamente convencido de que no es necesaria. Y si las mismas jugadas y el mismo partido se hubiera jugado en una competición internacional, no es que el Real Madrid no hubiese vencido este partido. En realidad lo habría perdido, pues desde muy pronto hubiera tenido que jugar con diez.
Las soluciones serían sencillísimas, pero no interesan, porque en el fondo todos creen —también los que hoy o hace unas semanas fueron perjudicados— que en más de una ocasión lo que hoy son cañas, mañana serán lanzas. Es decir, en el fondo, se juega al engaño, a la pifia, a que los puntos perdidos hoy tan injustamente, mañana sean devueltos de otra manera, acaso en el encuentro en que peor se jugó.

Las noticias no me han parecido buenas cuando las he escuchado esta mañana. La primera reacción ha sido como de vértigo. Pero apenas ha durado unas décimas de segundo, pues ha seguido hablando y con su explicaciones ha tornado la calma, que no había tenido tiempo de abandonarme.
No es que esté muy tranquilo del todo, mas he de fiarme de la opinión especialista; por otra parte lo contrario sería inútil, pero siento que, en el fondo, seguimos muy cerca del borde de la sima. Sin embargo, hay que estar felices y satisfechos, pues probablemente no hace tantos años, ante una situación similar difícilmente habríamos podido transitar por este espacio.
Los avances médicos —aunque en ocasiones parezcan escasos— son de proporciones increíbles a poca perspectiva que tomemos; a veces muy poca. Son como esas tremendas obras de ingeniería que permiten a una ciudad ganarle varios cientos de metros al mar, o acortar un buen puñado de kilómetros construyendo este túnel o elevando aquel puente que une dos puntos antes separados por una sima.
La guerra está perdida de antemano, todos los sabemos: el ser humano, cada individuo de esta especie, muere. No hay evidencia más absoluta ni destino más seguro. Sin embargo nos empeñamos —y acaso éste sea nuestro verdadero don y nuestra verdadera riqueza— en avanzar posiciones, en alargar el momento, en situar un poco más allá nuestro apeadero, el fin de nuestro trayecto.
Por eso se hace tan triste el daño que se está haciendo a quienes dedican su esfuerzo y su inteligencia y su creatividad a investigar y avanzar. Cuando un político entiende que el dinero empleado en investigación no es inversión, sino gasto y, en consecuencia —ante la escasez que provoca esta crisis—, hay que cercenar gastos, demuestra bien a las claras la ceguera incurable que padece, pues con estos hachazos, en realidad se puede provocar el acercamiento de nuestra estación Termini… Lo malo del asunto es que los políticos llegan al poder avalados por nuestros votos. Y argüir engaño como argumento cada vez que se habla del asunto, ya empieza a fastidiar un poco. ¿Es que somos tan necios?
Aunque quizá uno sea muy optimista pensando como piensa, pues las dificultades económicas que ahora atravesamos, lo mismo son la excusa perfecta para hacer lo que pretenden sin tener que explicar nada o muy poco.

Hasta ahora en que no sabía a ciencia cierta cuándo me iba a tomar unos días de vacaciones, no se me ha hecho muy cuesta arriba acudir a la oficina todos y cada uno de los días laborales del verano.
Sin embargo, desde que he tomado la decisión de tomarme un par de semanas, se me ha hecho muy cuesta arriba cada mañana. Como si de pronto el cansancio de un año se hubiera aposentado en cada músculo o en cada neurona. La conclusión, pues, es evidente.

Empezaba la tromba de agua vespertina, cuando llegaba a casa cargado con compras de última hora. En ese momento, a pocos metros del portal, mientras uno pensaba que en menos de una semana hemos dejado atrás el verano y hemos entrado en el corazón del otoño sin transición, ha sonado el móvil.
Era mi padre para advertirme que en el canal local de la televisión regional, emitían en directo la conversación que se producía en esos momentos en el Teatro Juan Bravo entre Mario Vargas Llosa y Juanjo Armas Marcelo, en el marco de la VIII edición del Hay Festival de Segovia. Este ‘festival’ se ahorma alrededor del tirón de la mayoría de escritores españoles y británicos de renombre que han publicado durante el año. A nadie se le escapa, pues, la razón y las consecuencias de su presencia en este acontecimiento, en el que Segovia pone la logística y las infraestructuras, que no es poco y es una sembradura que con el tiempo dará sus resultados. Pero este no disimulado aspecto comercial, tampoco es malo en sí mismo, ni siquiera censurable. Quizá sea criticable que a la sombra de los insignes no se traigan propuestas editoriales más humildes y menos escogidas por el favor del público; pero, ¿cómo culpar a quien no elige porque desconoce y por tanto no sabe que también podría decantarse por otras alternativas?
Desengáñate, Amando, la realidad es muy tozuda: quien paga, manda.
[Este año no he asistido a ninguna de las conversaciones o recitales que se han celebrado en este festival. En total, y contando con la lectura inicial de la última novela de Lorenzo Silva, creo que han sido ciento cuarenta. ¿Razones…? Muchas y ninguna: no me apetecía elegir actos, aventurándome a no poder asistir, es más, a no tener ganas de asistir aun pudiendo. Es decir, no me apetecía.]
Me ha costado dar con la cadena al menos cinco minutos. (Peajes que uno paga por recibir la señal televisiva a través de una compañía que aglutina en una sola oferta televisión, teléfono, Wiffi y ADSL: primero hay que recorrer todos los canales que entran por su sistema, hasta llegar al TDT normal). El caso es que con algo de retraso, y gracias a la denostada tele he escuchado a M. V. Ll. quien, cuando es entrevistado con algo de profundidad, suele aportar ideas interesantes sobre narrativa, no sólo sobre la suya. El escritor peruano tiene la facultad de ser muy didáctico cuando responde a las preguntas, es decir, es muy claro y no usa un lenguaje ampuloso o lleno de tecnicismos, más allá de los imprescindibles.

De su intervención de esta tarde, ante un teatro abarrotado —como hace dos o tres años, cuando le escuchamos por vez primera—, me quedo con su himno a la necesidad imperecedera de la literatura. Ha sido al final del acto, y ha sido respondiendo a una pregunta de un espectador —aunque en realidad no ha respondido a lo que él le preguntaba—. Han sido tres minutos, más o menos, en que ha proclamado con pasión y orgullo la esencia de la literatura que es más que un puro entretenimiento —aunque también lo sea—, y por ser más que un entretenimiento no se limita a hacer que pase el tiempo para quien lee, sino que enfrenta al lector, porque primero ha enfrentado al autor, a aspectos de la realidad que no son precisamente divertidos; y no sólo se enfrenta a ellos, sino que a través de la imaginación, acaba por encontrarles solución, o al menos un atisbo de solución. Y por tanto, y a pesar de la dura competencia que supone con otras actividades que pueden llenar nuestro ocio, la literatura debe permanecer incluso en su aspecto formal: la pura palabra, es decir, los signos que permiten que la imaginación del lector se ponga en marcha y desarrolle y recree lo que el escritor previamente plasmó de un modo determinado. La literatura no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta: son las palabras escritas y estructuradas de un modo determinado, son las palabras que intenta llegar y partir de lo más hondo del ser humano, aunque parezca una anécdota baladí y previsible. Ésta es su esencia inalterable desde que el hombre es hombre, desde que los más primitivos de nuestros ancestros se reunían entorno al fuego y escuchaban historias, los primeros relatos, la más esencial literatura oral; esas narraciones que les defendían de los miedos y los abismos que sin duda también atenazaban sus corazones por más que se vistieran con taparrabos, viviesen apenas treinta años y tuviesen como mayor confort el abrigo de una cueva…