Cuando uno se encuentra
con una amiga que sólo ve en persona un par de días al año, en el caso más
optimista, a pesar de que se mantenga un contacto casi diario a través del
milagro o la magia de internet, nunca hay tiempo suficiente para decirnos o
contarnos o preguntarnos. Todo es poco.
Nos quitábamos la
palabra dándonos novedades, interpelándonos sobre esto o aquello, compartiendo,
en fin, unas horas de una tarde de otoño que en realidad es la prolongación de
un verano que se resiste a dejarnos, y que a pesar de los tres meses
transcurridos no demuestra ningún cansancio, y sigue mostrándose vigoroso.
El paseo por la
Alameda enseñándole los caminos por los que transitaba más de lo que ahora lo
hago ha sido hermoso. El oscuro Eresma —tan limpio, tan transparente su azogue
como de bronce— viene ya muy bajo, pero aún así suficiente para que su rumor acompañe
nuestros pasos. Es un espacio que invita a dejarse llevar o a dejarse elevar
hasta la cima de sus arquivoltas verdes, como himnos esmeralda, y más cuando de
fondo se escucha el canto del campanil del convento jerónimo que llama a
vísperas.
Anadean sin miedo y
con curiosidad una nutrida bandada de patos, todos machos ataviados con su
gorro color cedro, supongo que jóvenes, supongo que de las últimas nidadas, acaso
en busca del alimento que les ofrecen los paseantes ávidos de sonidos de
naturaleza, hastiados de la batahola urbana —por más que en esta ciudad no sea abrumadora—,
sobre todo aquellos que vienen acompañados a sus retoños, encantados y
excitados antes la cercanía de las aves que navegan el cauce del río sin prisa
y sin desmayo.
Sin darnos cuenta es
la hora de emprender el regreso, porque los transportes públicos suelen tener
la costumbre de no esperar a quien se retrasa.
Han pasado cinco
horas y uno no sabe muy bien cómo y por qué en determinadas situaciones, el
discurrir de un minuto es tal que medio…
Se podría decir que la rutina
ya acampa con plenitud en el respirar de la ciudad. A pesar de que todavía los
calores propios del estío tengan un poco engañados a los cuerpos, hay
demasiadas señales inconfundibles.
Ya recibo el inicio
de la aurora en plena calle. Cuando me quiera dar cuenta, ni siquiera seré
testigo presencial, pues ya estaré entre las paredes de la oficina. Anochece
antes y mucho más deprisa. Como si el sol tuviera que cumplir encargos muy
urgentes en otras partes, se despide apresurado, atolondrado.
El tráfago de los
vehículos ha aumentado ya desde las primeras horas y decae después. Las horas
de la madrugada son más silenciosas y frías y solitarias…
Apenas disminuyen las
filas de madres —siguen siendo madres la mayoría— a las puertas de las
librerías para comprar los libros de texto y el material escolar de sus hijos
que después de haber vaciado sus monederos, cargarán las espaldas de sus
pequeños con un peso desmesurado y que demuestra bien a las claras que la
opinión de los docentes es la que menos cuenta en el proceso educativo. (¿A qué
tantos libros? ¿A qué tanto material? ¿Después de todos los estudios
psicológicos, pedagógicos y didácticos seguimos cifrando la calidad de la enseñanza
en la cantidad de material escolar que se acumula espléndido en las casas estos
primeros días de curso?)
Se adensa el
trasiego vespertino de un porcentaje no pequeño de ciudadanos camino de la
catedral para participar del novenario de nuestra patrona. Siempre he sostenido
que el curso en Segovia se inicia justo cuando concluye la Novena (y no es
falta de ortografía ni errata la mayúscula, pues aquí es un nombre propio), por
más que los calendarios y las previsiones de los boletines oficiales sostengan
otras fechas y establezcan otros ritmos.
Pero de todos los
síntomas o señales, el más evidente es la presencia de la chiquillería, como si
hubiera brotado de pronto. ¿Dónde estaban estos meses de atrás? Uno tiene la
impresión de que han crecido por generación espontánea. Y no sólo es que nos
crucemos con ellos en algún momento de su ida o venida a sus clases. Es que a
cualquier hora del día, se ven muchos más niños por la ciudad, como
revoloteando en continuas carreras y algaradas. Esta nota es el allegro de la
sinfonía de la cotidianidad, como si la rutina necesitara de esos compases
abiertos hacia el futuro y la esperanza que danzan en las risas de sus labios y
en la luz de esos ojos que no nos ven, porque sólo ven lo hermoso.
Quizá por todo eso
es por lo que en estos días decida moverme un poco más por las zonas más
concurridas y céntricas, para que mi interior capture algo de esa vitalidad y
de ese optimismo.
¿Disponemos de tiempo?
A veces se me clava
esta pregunta o alguna similar, y no estoy seguro de la respuesta. Nunca estoy
seguro de esta respuesta. Y me sucede como cuando una pequeña astilla —apenas
ínfima— se cuela entre la uña y la carne. Es imposible pensar en otra cosa y
cuando brevemente se logra, cualquier golpecito o simple roce es en ese punto
concreto y no en otro… Y mientras se piensa se pierde el tiempo.
A veces creo que
pierdo los minutos y las horas de modo lastimoso. Por ejemplo llega un partido
de fútbol y allí estoy ante el televisor, como si fuera algo tan necesario,
cuando sé positivamente que salvo contadas excepciones a la media hora se habrá
escapado por el sumidero de la memoria todas las imágenes que me han distraído
durante casi dos horas.
Sin embargo también
me pregunto, ¿es que cualquier otra cosa que hiciera en este rato sería mejor,
le serviría a alguien, incluso a mí mismo? Y con todo, no es lo peor. Lo peor
es que cuando llego a los arrabales de la cuestión, una tenaza crece en mi
interior; mejor dicho, un muro se levanta como por arte de magia, ¿qué habría
hecho en este tiempo? ¿Leer más o leer mejor? ¿Escribir qué?
Y eso que el partido
de esta noche no será de los que se olvide fácilmente, al menos tres o cuatro
jugadas clave. Lances que abochornan, porque son jugadas que definen la
impunidad con que los poderosos —hoy ha sido el Real Madrid, como hace unas
semanas fue el Barça— acampan en el subconsciente de los trencillas. No creo
que haya conspiraciones arbitrales urdidas a favor o en contra de cualquiera de
ellos, pero no porque crea en la honradez de los unos o de los otros, sino
porque estoy plenamente convencido de que no es necesaria. Y si las mismas
jugadas y el mismo partido se hubiera jugado en una competición internacional,
no es que el Real Madrid no hubiese vencido este partido. En realidad lo habría
perdido, pues desde muy pronto hubiera tenido que jugar con diez.
Las soluciones
serían sencillísimas, pero no interesan, porque en el fondo todos creen
—también los que hoy o hace unas semanas fueron perjudicados— que en más de una
ocasión lo que hoy son cañas, mañana serán lanzas. Es decir, en el fondo, se
juega al engaño, a la pifia, a que los puntos perdidos hoy tan injustamente,
mañana sean devueltos de otra manera, acaso en el encuentro en que peor se
jugó.
Las noticias no me han parecido
buenas cuando las he escuchado esta mañana. La primera reacción ha sido como de
vértigo. Pero apenas ha durado unas décimas de segundo, pues ha seguido
hablando y con su explicaciones ha tornado la calma, que no había tenido tiempo
de abandonarme.
No es que esté muy
tranquilo del todo, mas he de fiarme de la opinión especialista; por otra parte
lo contrario sería inútil, pero siento que, en el fondo, seguimos muy cerca del
borde de la sima. Sin embargo, hay que estar felices y satisfechos, pues
probablemente no hace tantos años, ante una situación similar difícilmente habríamos
podido transitar por este espacio.
Los avances médicos
—aunque en ocasiones parezcan escasos— son de proporciones increíbles a poca
perspectiva que tomemos; a veces muy poca. Son como esas tremendas obras de
ingeniería que permiten a una ciudad ganarle varios cientos de metros al mar, o
acortar un buen puñado de kilómetros construyendo este túnel o elevando aquel
puente que une dos puntos antes separados por una sima.
La guerra está
perdida de antemano, todos los sabemos: el ser humano, cada individuo de esta
especie, muere. No hay evidencia más absoluta ni destino más seguro. Sin
embargo nos empeñamos —y acaso éste sea nuestro verdadero don y nuestra
verdadera riqueza— en avanzar posiciones, en alargar el momento, en situar un
poco más allá nuestro apeadero, el fin de nuestro trayecto.
Por eso se hace tan
triste el daño que se está haciendo a quienes dedican su esfuerzo y su
inteligencia y su creatividad a investigar y avanzar. Cuando un político
entiende que el dinero empleado en investigación no es inversión, sino gasto y,
en consecuencia —ante la escasez que provoca esta crisis—, hay que cercenar
gastos, demuestra bien a las claras la ceguera incurable que padece, pues con
estos hachazos, en realidad se puede provocar el acercamiento de nuestra
estación Termini… Lo malo del asunto es que los políticos llegan al poder
avalados por nuestros votos. Y argüir engaño como argumento cada vez que se
habla del asunto, ya empieza a fastidiar un poco. ¿Es que somos tan necios?
Aunque quizá uno sea
muy optimista pensando como piensa, pues las dificultades económicas que ahora
atravesamos, lo mismo son la excusa perfecta para hacer lo que pretenden sin
tener que explicar nada o muy poco.
Hasta ahora en que no sabía a
ciencia cierta cuándo me iba a tomar unos días de vacaciones, no se me ha hecho
muy cuesta arriba acudir a la oficina todos y cada uno de los días laborales
del verano.
Sin embargo, desde
que he tomado la decisión de tomarme un par de semanas, se me ha hecho muy
cuesta arriba cada mañana. Como si de pronto el cansancio de un año se hubiera
aposentado en cada músculo o en cada neurona. La conclusión, pues, es evidente.
Empezaba la tromba de agua
vespertina, cuando llegaba a casa cargado con compras de última hora. En ese
momento, a pocos metros del portal, mientras uno pensaba que en menos de una
semana hemos dejado atrás el verano y hemos entrado en el corazón del otoño sin
transición, ha sonado el móvil.
Era mi padre para
advertirme que en el canal local de la televisión regional, emitían en directo
la conversación que se producía en esos momentos en el Teatro Juan Bravo entre
Mario Vargas Llosa y Juanjo Armas Marcelo, en el marco de la VIII edición del Hay Festival de Segovia. Este ‘festival’
se ahorma alrededor del tirón de la mayoría de escritores españoles y
británicos de renombre que han publicado durante el año. A nadie se le escapa,
pues, la razón y las consecuencias de su presencia en este acontecimiento, en
el que Segovia pone la logística y las infraestructuras, que no es poco y es
una sembradura que con el tiempo dará sus resultados. Pero este no disimulado
aspecto comercial, tampoco es malo en sí mismo, ni siquiera censurable. Quizá
sea criticable que a la sombra de los insignes no se traigan propuestas
editoriales más humildes y menos escogidas por el favor del público; pero,
¿cómo culpar a quien no elige porque desconoce y por tanto no sabe que también
podría decantarse por otras alternativas?
Desengáñate, Amando,
la realidad es muy tozuda: quien paga, manda.
[Este año no he
asistido a ninguna de las conversaciones o recitales que se han celebrado en
este festival. En total, y contando con la lectura inicial de la última novela
de Lorenzo Silva, creo que han sido ciento cuarenta. ¿Razones…? Muchas y
ninguna: no me apetecía elegir actos, aventurándome a no poder asistir, es más,
a no tener ganas de asistir aun pudiendo. Es decir, no me apetecía.]
Me ha costado dar
con la cadena al menos cinco minutos. (Peajes que uno paga por recibir la señal
televisiva a través de una compañía que aglutina en una sola oferta televisión,
teléfono, Wiffi y ADSL: primero hay que recorrer todos los canales que entran
por su sistema, hasta llegar al TDT normal). El caso es que con algo de
retraso, y gracias a la denostada tele he escuchado a M. V. Ll. quien, cuando
es entrevistado con algo de profundidad, suele aportar ideas interesantes sobre
narrativa, no sólo sobre la suya. El escritor peruano tiene la facultad de ser
muy didáctico cuando responde a las preguntas, es decir, es muy claro y no usa
un lenguaje ampuloso o lleno de tecnicismos, más allá de los imprescindibles.
De su intervención
de esta tarde, ante un teatro abarrotado —como hace dos o tres años, cuando le escuchamos
por vez primera—, me quedo con su himno a la necesidad imperecedera de la
literatura. Ha sido al final del acto, y ha sido respondiendo a una pregunta de
un espectador —aunque en realidad no ha respondido a lo que él le preguntaba—.
Han sido tres minutos, más o menos, en que ha proclamado con pasión y orgullo
la esencia de la literatura que es más que un puro entretenimiento —aunque
también lo sea—, y por ser más que un entretenimiento no se limita a hacer que
pase el tiempo para quien lee, sino que enfrenta al lector, porque primero ha
enfrentado al autor, a aspectos de la realidad que no son precisamente
divertidos; y no sólo se enfrenta a ellos, sino que a través de la imaginación,
acaba por encontrarles solución, o al menos un atisbo de solución. Y por tanto,
y a pesar de la dura competencia que supone con otras actividades que pueden
llenar nuestro ocio, la literatura debe permanecer incluso en su aspecto
formal: la pura palabra, es decir, los signos que permiten que la imaginación
del lector se ponga en marcha y desarrolle y recree lo que el escritor
previamente plasmó de un modo determinado. La literatura no es lo que se
cuenta, sino cómo se cuenta: son las palabras escritas y estructuradas de un
modo determinado, son las palabras que intenta llegar y partir de lo más hondo
del ser humano, aunque parezca una anécdota baladí y previsible. Ésta es su
esencia inalterable desde que el hombre es hombre, desde que los más primitivos
de nuestros ancestros se reunían entorno al fuego y escuchaban historias, los
primeros relatos, la más esencial literatura oral; esas narraciones que les
defendían de los miedos y los abismos que sin duda también atenazaban sus
corazones por más que se vistieran con taparrabos, viviesen apenas treinta años
y tuviesen como mayor confort el abrigo de una cueva…