Tienen razón quienes opinan
que hablar de cuanto sucede más lejos de la calle que uno vive se acerca a la
demagogia. ¿Cómo arreglar el mundo, si cuesta tanto trabajo resolver un pequeño
problema en tu propia casa?
Sin embargo, cuando
los acontecimientos se repiten tal que las réplicas de un sismo tras un temblor
muy poderoso, cómo evitar siquiera un recuerdo hacia estas personas que están a
unos ciento veinte kilómetros de la llegada a su tierra prometida y, sin embargo,
acaban por entrar en el inmenso ataúd del Mediterráneo.
Algo habrá que hacer
para evitar esta sangría, salvo que sea esto lo que pretenda la opulenta Europa.
Uno va teniendo claro que da lo mismo la cantidad de naufragios o de muertos
mientras África continúe en una situación tan lastimosa. Quienes nada tienen
que perder, salvo la vida, usan argumentos muy simples. Alcanzar Lampedusa
significa una millonésima posibilidad de optar a vivir con algo de dignidad, lo
que es infinitamente más que permanecer en sus países, donde lo único seguro es
una vida inhumana, antes de llegar a la muerte segura. Entretanto en la mayoría
de los casos las clases o familias o clanes en el poder se enriquecen sin que
por ello les tiemble lo más mínimo el pulso.
Quizá el único esfuerzo
serio y decisivo, además de garantizar la vida de quienes arriben a la frontera
europea, sea conseguir que su horizonte vital en su tierra sea apetecible, como
lo es el nuestro para nosotros, a pesar de las dificultades.
Creo que hoy he terminado
con el trasiego de libros. Es difícil de entender —así que no intentaré
explicarlo— cómo de la idea inicial de cambiar una mesilla de un dormitorio,
uno acabe dando la vuelta a varios muebles de la casa, principalmente a las
estanterías donde reposan varios centenares de libros.
A veces pienso que
debería venderlos o donarlos o, simplemente, hacer un feroz escrutinio como el
cura y el bachiller del Quijote, o más modernamente el detective privado
Carvalho. Lo malo es que no tengo chimenea donde arrojar aquéllos que bajo mi
criterio, probablemente errado, merecerían convertirse en cenizas, quizá
empezando por muchas páginas por mí emborronadas.
Pero luego, cuando
paso un volumen a otro lugar, al leer el título, unas veces me llegan vagos
recuerdos o fragancias del tiempo en que los leí y en otras ocasiones me
sorprende el tiempo que llevan conmigo sin haberles abierto siquiera, por no
hablar, obviamente —estos son sagrados— aquellos que fueron dedicados por tal o
cual escritor o escritora, por tal o cual amigo o amiga.
Después de tres días
de hacerles hueco a un centenar más o menos en el trastero —lo que casi con
toda seguridad significará que no los volveré a leer nunca— y de arrumbar los
otros por diferentes rincones de la casa a la espera de que los muebles estén
listos para cumplir con su función, confirmo con melancolía y resignación que
debería olvidarme de mi escritura, convertirla en recuerdo, y dedicarme a la
lectura, durante el poco tiempo libre del que disponga.
Total, aunque
viviera otras siete vidas, no podría leer cuanto me queda por leer. Y si algo
importa, no es lo que uno anote, sino leer lo que otros han escrito.
Ha sido una jornada
especialmente dura. Cuando me he puesto a hilvanar algunas frases, como la
joven costurera que en sus ratos libres no se olvida de la aguja y el hilo y se
dedica a su ajuar, me he dado cuenta que no tenía fuerzas para nada.
Al final he sido
vencido por la tentación que casi cada noche se ancla a mis espaldas. He girado
la silla y me he puesto a ver, con mis hijas, el concurso televisivo La Voz.
Supongo que no
volveré a verlo, pero he sacado la conclusión de que este país está repleto de
ilusiones y esperanzas, que los sueños son insaciables, que a pesar de los
fracasos o de los reveses, no se ceja en el empeño. Cuando alguien siente con
potencia que su lugar debe ser uno diferente al que ocupa, lo intenta con todas
sus fuerzas una y otra vez.
Parece dudoso que
quien gane este concurso —el día que sea— pueda hacerse un hueco en el panorama
de la música y de la discografía. Si los cantantes y artistas conocidos y
consagrados tienen tremendas dificultades para vender sus trabajos, no digamos
quienes se inician en este viaje. Sin embargo, a la mayoría poco o nada le
arredra este pequeño escollo.
Hace falta mucha
confianza en sí mismo, mucha autoestima y, también, mucho apoyo desde el
entorno más próximo. No me refiero a la cantidad de apoyos, sino a la
intensidad de los que uno más necesita.
Leyendo Diario de un artista Jaime Gil de Biedma
entiendo por qué no quiso que se publicara completo hasta su muerte. Que yo
sepa —aunque no estoy muy seguro—, en 1974 se publicó lo que hoy es tercera
parte, la titulada en su día Diario de un
artista seriamente enfermo, que abarca desde su regreso de Manila en mayo
de 1956 hasta finales del mismo año, durante el periodo de tiempo en que estuvo
aquejado de tuberculosis, de la que se recuperó en la casona familiar que
disponían en Nava de la Asunción, Segovia. La Nava como es conocido por los
segovianos y el propio GB.
Más allá de las consideraciones
morales o éticas que puedan merecer sus andanzas eróticas en Filipinas
—anotadas sin pudor en su diario—, uno descubre en este texto a un joven (si
las cuentas no me fallan, en noviembre de 1956 JGB cumplió veintisiete años)
seguro de sí, decidido y hastiado de la sociedad española que le tocó vivir,
que cincuenta y siete años más tarde, es bien distinta en lo formal, aunque
quizá no tanto en su esencia.
Pero lo que más me
interesa es el tremendo proceso de reflexión previo y posterior a la escritura
de un poema. A veces, al sumergirse en un poema, que se lee en unos pocos
minutos, se pierde de vista el esfuerzo y el tiempo que ha llevado a cabo su
escritura. Se lee y se pasa una hoja con la misma tranquilidad con la que se
bebe un vaso de agua. Cuántas veces se olvida que tras cada verso quizá haya un
puñado de horas —incluso anteriores a la escritura propiamente dicha— en que
los versos han ido germinando a veces con dolor.
En concreto, en esta
parte de su diario, JGB viene y va machaconamente sobre el final de su poema
—un poema largo, dividido en doce secciones en la edición que leo— A las afueras que, por lo que anota, le
supuso muchas horas, muchas tardes de desesperanza, pues el modo de concretar
sus ideas no llegaba, a pesar de sus esfuerzos.
Me anima comprobar
que algunas de sus sensaciones son las mismas que las mías, sobre todo en lo
que respecta a la falta de tiempo para la escritura, que tiene que compartir
con el trabajo —laboraba para la compañía tabaquera que su padre tenía en el archipiélago—
y con la lectura. Y llega a afirmar, poco más o menos, que es muy doloroso
tener que dejar de leer por escribir y viceversa.
Al final, a pesar de que no
tenía previsto hacerlo, me he bajado, tras la correspondiente compra, Personas
como yo de John Irving. No sé si
me dará tiempo de leer antes de que acabe el plazo de lectura del Club de los
1001 lectores, pero no he podido remediarlo.
Soy de un modo de
ser que a veces me indispone conmigo mismo. Este libro no está en la biblioteca
de Segovia. Tampoco está en las librerías de la ciudad, con lo que habría que
pedirlo a la editorial. No tengo ánimos ni espacio para gastarme mucho dinero
en libros: lo tengo reservado para los que editen algunos amigos, sobre todo
ahora que acabamos de afrontar el pago de la matrícula universitaria y se
aproximan —digo yo— los nuevos muebles. Los precios de los ebook de Tusquets, sinceramente,
me parecen abusivos.
Quizá un ejemplo lo
aclare. Hace un par de semanas me hice con la última novela de V. Ll.
—recomendable, por cierto—, y su precio en libro electrónico era la mitad que
en papel; sin embargo en este caso es apenas un cuarto más barato.
Sin embargo, por esta vez, ha podido más la fidelidad al club que todas las otras consideraciones.
Así que ya estoy embarcándome en la aventura vital de Billy Marshall o Billy Abbot, el escritor
bisexual protagonista y narrador de la novela que, casualidad o no, empieza en 1956 el mismo año en que JGB escribió el diario, al menos el diario que se conoce.
Fuego frente a mí. Fuego
de nubes candentes por el reflejo del ocaso, que acentúan más su intensidad al
estar enmarcadas entre nubes tupidas de gris oscurísimo, casi negro. Puede
decirse sin temor al error, que hoy es el primer día verdaderamente de otoño,
aunque el frío todavía respeta nuestras calles.
Cuando he subido
hasta casa de mis padres también me he percatada que, de pronto, los colores
del arbolado del parque del Cementerio, han cambiado, como si lo hubieran hecho
de la noche a la mañana, como si un pintor imprevisto, hubiera decidido esta
misma noche retocar su paisaje, introduciendo variedades de ocres, amarillos
casi de oro, todos parduscos y terrosos y como cuentas naranjas de collares que
se cuelgan del cuerpo los espinos.
Anochece entre nubes
de fuego, como ascuas amable, como pétalos gigantes de esperanza.
Casi nunca recuerdo mis
sueños, por eso digo que no sueño, aunque la ciencia diga lo contrario.
Esta noche sin
embargo, me han despertado dos sueños a diferentes horas de la madrugada
—bastante distanciadas— y muy distintos. Sin embargo en ambos había una pieza
común, un elemento que se repetía.
Y yo, que no creo en
significados esotéricos o proféticos de los sueños, ni siquiera en sus posibles
interpretaciones psicoanalíticas, me quedo con dos dudas, con la sensación de
que quizá esta vez sí, haya algo en el trasfondo, no de su ‘argumento’ —totalmente deslavazado e inextricable para mí, salvo
tres o cuatro imágenes—, sino en su
permanencia en mi recuerdo y en esa extraña coincidencia del viaje en avión a un país extranjero.