Cómplices

Lunes 21 a domingo 27 de octubre de 2013

Con retraso he podido dar la enhorabuena al pintor Francisco Lorenzo Tardón, por su nombramiento como nuevo miembro de la Academia de Historia y Arte de San Quirce.
Desconozco casi en su totalidad las funciones que tiene encomendada esta institución que, como otras similares, podría parecer anacrónica para estos tiempos que corren; por el contrario, conozco a algunos de sus miembros, y según mi entender lo que hacen en esta institución, que es la prolongación de lo que un día fue la Universidad Popular fundada por intelectuales de la República (como Juan Zambrano, el padre de la escritora, Mariano Quintanilla o Antonio Machado), lo hacen por verdadero convencimiento, con la ilusión de que su tarea no será vana y algo quedará de la misma, sobre todo para que esta tierra que parece estar siempre agonizando, pero nunca termina de morir, no olvide cuanto fue y sea capaz de llegar a nuestros sucesores en las mejores condiciones posibles.
Es ardua tarea, porque lidiar con las corrientes que entienden el progreso con la pisada destructiva de un elefante dentro de una cristalería no es posible, y menos cuando el árbol de la urgencia tapa el bosque de lo importante; sin embargo, a veces la pobreza es salvaguarda y garantía para evitar que la destrucción sea el sinónimo del avance.
Hemos charlado apenas cuatro o cinco minutos. Suficiente para comprobar, nuevamente, que su mirada sobre el mundo sigue impregnada de melancolía y de cierto tono pesimista, desconfía de la eficacia real de su tarea, pero sin embargo, y por otra parte, le brilla un azogue de ilusión en la mirada.

A pesar de tener el día libre, a pesar de haber desconectado la alarma del despertador, a pesar de que el primer constipado de la temporada esta noche no me ha impedido descansar, me he levantado casi a la misma hora del final de la madrugada. (Ya el amanecer está a más de una hora de distancia respecto de la hora en que suele sonar la melodía con la que levanto).
La pretensión era avanzar en la lectura, revisar algunas notas, ver el correo electrónico, no sé, algo por el estilo, antes de fuera con el taxi en busca de mis padres. No ha sido posible.
Hoy no quería levantarse. Hoy, precisamente, quería continuar en la cama.
Y debía estar muy cansada, es cierto, porque apenas a la media hora de iniciar la prueba, su mano apretaba la mía cada vez más débilmente. Cuando nos acercábamos al final, yo tenía que discernir por intuición cuando era la señal convenida, o cuando era simplemente un movimiento acaso reflejo o que, en todo caso, nada tuviera que ver con la percepción de sus oídos.
No me ha preocupado excesivamente no haber abierto el ordenador en toda la mañana, pensaba que durante la tarde podría tomarme la revancha. Sin embargo, he debido sustituir la tarea por otra, sin duda en esta ocasión más necesaria y urgente.
I y su hermano han colocado las estanterías que desmonté hace unos diez días. Después de ajustar las medidas de la madera al nuevo espacio disponible, vuelven a erguirse sobre la pared, en este caso la del salón.
Así que he pasado un par de horas o tres de lo más entretenido, colocando —aunque sé que es provisionalmente— los libros que se apiñaban en la terraza cerrada y acristalada, o sea que los libros no corrían ningún peligro.
Mientras lo hacía siguiendo un orden extraño, subjetivo y de difícil explicación —si es que tiene alguna—, he sentido el mordisco de la melancolía en más de una ocasión y en muchas otras un intenso sentimiento de culpa que se concretaba, como una acusación, en una pregunta: ¿Para qué compro tantos libros si al final no los leo, o demoro tanto su lectura que cuando lo hago podría haberlos encontrado en librerías de viejo?
Me he propuesto una vez más, y sé que no lo haré, que debo reducir mucho más el tiempo de ocio que dedico a cualquier ocupación y ampliar y el de la lectura, pues ésta, y no otra, es la sustancia nutritiva por antonomasia de quien dice pretender escribir, aunque sea como entusiasta aficionado.

Otra vez F me hace un regalo especialísimo, y a todas luces impagable. Otra vez se ocupa de mí como si las letras de uno tuvieran importancia. Me ha llegado vía correos un ejemplar de Alas rotas que, como dice en su página de créditos, es una edición exclusiva y artesanal editada por La Esfera Cultural en octubre de 2013. Es una edición en tapa dura, cosida a mano. Al tacto se observa que las páginas han sido guillotinadas manualmente. Es sencillísimo, al menos para mí, percibir las manos hacendosas de mi amigo laborando sobre cada una de sus páginas. Como me dice en la dedicatoria —tan entrañable, tan hermosa—: «cada página ha sido manipulada, cada letra ha pasado por mi vista y mis manos».
Este libro, una década después de su primera redacción, me está proporcionando unas satisfacciones tan íntimas, unas muestras tales de amistad, que pronto olvidaré lo dolorosa que fue su escritura, a pesar de ser tan necesaria, tan curativa.
He contado con los ojos de MJ avisándome de errores, repeticiones, aliteraciones, erratas varias… He contado con la voz de JF para convertir la novela en audiolibro de libre descarga. Y ahora F que me imprime y edita un ejemplar cuidadísimo, mimadísimo, en buen papel…
Estoy desbordado por la emoción.

Han llegado a la oficina los cuatro ejemplares de los últimos libros de la colección Álogos de Isla del Siltolá. Una colección que según me cuentan apenas se vende y ha entrado en la fase de ‘moribundia’ si es que no ha muerto ya.
Es una pena. Son libros, como todos los de esta editorial hechos con primor. Se recogen en ellos textos de muy diversa índole, una miscelánea de diario y de entradas de sus blogs. Junto a mí, ahora mismo descansan de su viaje desde Híspalis los ejemplares debidos a Elías Moro (Manga por hombro), José María Cumbreño (La temperatura de las palabras), Olga Bernad (Algunos cisnes negros) y Sergio Fernández Salvador (Mitos y flautas).
Es una pena me digo, y le he dicho a JSM, que estos libros no se vendan, es una pena que muchas palabras escritas en los blogs, sin desaparecer del todo —pues la red es algo así como el mar infinito—, tampoco terminen de estar en ninguna parte. Somos aún más efímeros de lo que decimos, a pesar de lo que deseamos. Su respuesta ha sido tan lacónica, pero tan expresiva, como siempre: «Es una pena tantas cosas»

A colación de uno de los últimos artículos de Antonio Muñoz Molina en que reflexionaba sobre su descubrimiento de Thomas Bernhard, a pesar de llevar sus libros más de veinte años en las estanterías de su biblioteca, se ha levantado una pequeña polvareda en determinados ámbitos literarios, que también ha tenido su eco en ciertos sectores súper contemporáneos de la literatura cibernética.
He conocido el asunto casualmente. Me he dado de bruces con él. Hacía mucho que no visitaba cierto blog, y el día que lo hice, me topé con el alegato de su autor contra el jienense, por haber confesado su desconocimiento del autor austriaco nacido en los Países Bajos. Venía a sostener este autor que alguien que desconoce a TB, no puede dedicarse a pontificar sobre literatura como, según él, hace el de Úbeda desde hace veinte años… Ni menos aún haber recibido el Príncipe de Asturias.
Pocos días después —y gracias a La Esfera Cultural y a una de sus secciones semanales— he llegado a otro blog en que se contesta a este autor sobre este asunto, defendiendo a AMM y resaltando una de las reflexiones que introduce en el artículo causante del pequeño —y para mí desagradable— debate. Viene a decir el escritor andaluz en esta reflexión que a veces los libros llegan a los lectores de forma rara, como si esperaran sin prisa, dando el tiempo que acaso quien lee no sabe que necesita. AMM veía los libros de TB a diario, estaban próximos a él, le atraían, pero no se decidía a leerlos. Y concluye con estas líneas: «No sé si lamentar o agradecer que una influencia tan poderosa no me afectara cuando era mucho más joven. Pero a veces da la impresión de que un azar benévolo nos impone los libros en el momento justo en que necesitábamos leerlos».
Uno, que no se puede comparar con ninguno de los protagonistas de esta historia, a saber: AMM, TB, el escritor que arguye contra AMM y el autor o autora del blog que le responde, sin embargo, siente que la sinceridad de Muñoz Molina es el pivote sobre el que debiera girar todo el asunto. Me parece que le honra haberlo escrito y le torna más humano, más real.
Podría, simplemente, haberse callado, pues ¿quién podría afirmar que no conocía al austriaco si en los estantes de su biblioteca están sus libros?
Y es que, además, estoy convencido por propia experiencia y desde hace muchísimos años que los libros llegan al lector justo en el minuto en que han de hacerlo, por más que lleven décadas saludándonos desde su sitio en las estanterías de nuestras casas.

CUANDO he visto la alineación, antes de empezar el partido, he pensado, como si un rayo me hubiese caído: "Luego decíamos del portugués".
Al acabar, penalti de por medio incluido, he vuelto a pensar: "Cambiarlo todo para que todo siga igual".

Cuatro urracas están enzarzadas en una pelea o en un juego. Se ve que para ellas también es domingo. A veces parece que dirimen cuestiones nutricias, a veces que juegan al escondite, a veces que se trata de un duelo por un asunto de faldas (o pantalones). Saltan, alean a toda velocidad, graznan sobre el alfeizar del penúltimo piso de la comisaría. Una de ellas, como si jugara al Cielo o la Rayuela, salta de los barrotes hacia dentro y luego vuelve a salir. Otra, se ve que cansada del escenario, vuela hasta el árbol que está entre esta ventana y el edificio. Las otras tres acuden hasta allí. Las pierdo de vista. Cuando pienso que ya he acabado la escena, una sale rauda del árbol, regresa al edificio y otra —en sentido contrario— se encarama sobre la coronilla de la farola que tengo ante mí. Se ve que la discusión (o el almuerzo tempranero) ha concluido y cada una regresa a sus asuntos por su lado y a su ritmo.