Con retraso he podido dar la
enhorabuena al pintor Francisco Lorenzo Tardón, por su nombramiento como nuevo
miembro de la Academia de Historia y Arte de San Quirce.
Desconozco casi en
su totalidad las funciones que tiene encomendada esta institución que, como
otras similares, podría parecer anacrónica para estos tiempos que corren; por
el contrario, conozco a algunos de sus miembros, y según mi entender lo que
hacen en esta institución, que es la prolongación de lo que un día fue la
Universidad Popular fundada por intelectuales de la República (como Juan
Zambrano, el padre de la escritora, Mariano Quintanilla o Antonio Machado), lo
hacen por verdadero convencimiento, con la ilusión de que su tarea no será vana
y algo quedará de la misma, sobre todo para que esta tierra que parece estar
siempre agonizando, pero nunca termina de morir, no olvide cuanto fue y sea
capaz de llegar a nuestros sucesores en las mejores condiciones posibles.
Es ardua tarea,
porque lidiar con las corrientes que entienden el progreso con la pisada
destructiva de un elefante dentro de una cristalería no es posible, y menos
cuando el árbol de la urgencia tapa el bosque de lo importante; sin embargo, a
veces la pobreza es salvaguarda y garantía para evitar que la destrucción sea
el sinónimo del avance.
Hemos charlado
apenas cuatro o cinco minutos. Suficiente para comprobar, nuevamente, que su
mirada sobre el mundo sigue impregnada de melancolía y de cierto tono
pesimista, desconfía de la eficacia real de su tarea, pero sin embargo, y por
otra parte, le brilla un azogue de ilusión en la mirada.
A pesar de tener el día
libre, a pesar de haber desconectado la alarma del despertador, a pesar de que
el primer constipado de la temporada esta noche no me ha impedido descansar, me
he levantado casi a la misma hora del final de la madrugada. (Ya el amanecer
está a más de una hora de distancia respecto de la hora en que suele sonar la melodía
con la que levanto).
La pretensión era
avanzar en la lectura, revisar algunas notas, ver el correo electrónico, no sé,
algo por el estilo, antes de fuera con el taxi en busca de mis padres. No ha
sido posible.
Hoy no quería
levantarse. Hoy, precisamente, quería continuar en la cama.
Y debía estar muy
cansada, es cierto, porque apenas a la media hora de iniciar la prueba, su mano
apretaba la mía cada vez más débilmente. Cuando nos acercábamos al final, yo
tenía que discernir por intuición cuando era la señal convenida, o cuando era
simplemente un movimiento acaso reflejo o que, en todo caso, nada tuviera que
ver con la percepción de sus oídos.
No me ha preocupado
excesivamente no haber abierto el ordenador en toda la mañana, pensaba que durante
la tarde podría tomarme la revancha. Sin embargo, he debido sustituir la tarea
por otra, sin duda en esta ocasión más necesaria y urgente.
I y su hermano han
colocado las estanterías que desmonté hace unos diez días. Después de ajustar
las medidas de la madera al nuevo espacio disponible, vuelven a erguirse sobre
la pared, en este caso la del salón.
Así que he pasado un
par de horas o tres de lo más entretenido, colocando —aunque sé que es
provisionalmente— los libros que se apiñaban en la terraza cerrada y
acristalada, o sea que los libros no corrían ningún peligro.
Mientras lo hacía
siguiendo un orden extraño, subjetivo y de difícil explicación —si es que tiene
alguna—, he sentido el mordisco de la melancolía en más de una ocasión y en
muchas otras un intenso sentimiento de culpa que se concretaba, como una
acusación, en una pregunta: ¿Para qué compro tantos libros si al final no los
leo, o demoro tanto su lectura que cuando lo hago podría haberlos encontrado en
librerías de viejo?
Me he propuesto una
vez más, y sé que no lo haré, que debo reducir mucho más el tiempo de ocio que
dedico a cualquier ocupación y ampliar y el de la lectura, pues ésta, y no
otra, es la sustancia nutritiva por antonomasia de quien dice pretender
escribir, aunque sea como entusiasta aficionado.
Otra vez F me hace un
regalo especialísimo, y a todas luces impagable. Otra vez se ocupa de mí como si las letras de uno
tuvieran importancia. Me ha llegado vía correos un ejemplar de Alas rotas que, como dice en su página
de créditos, es una edición exclusiva y
artesanal editada por La Esfera Cultural en octubre de 2013. Es una edición
en tapa dura, cosida a mano. Al tacto se observa que las páginas han sido
guillotinadas manualmente. Es sencillísimo, al menos para mí, percibir las
manos hacendosas de mi amigo laborando sobre cada una de sus páginas. Como me
dice en la dedicatoria —tan entrañable, tan hermosa—: «cada página ha sido manipulada, cada letra ha pasado por
mi vista y mis manos».
Este libro, una
década después de su primera redacción, me está proporcionando unas
satisfacciones tan íntimas, unas muestras tales de amistad, que pronto olvidaré
lo dolorosa que fue su escritura, a pesar de ser tan necesaria, tan curativa.
He contado con los
ojos de MJ avisándome de errores, repeticiones, aliteraciones, erratas varias…
He contado con la voz de JF para convertir la novela en audiolibro de libre
descarga. Y ahora F que me imprime y edita un ejemplar cuidadísimo, mimadísimo,
en buen papel…
Estoy desbordado por
la emoción.
Han llegado a la oficina los
cuatro ejemplares de los últimos libros de la colección Álogos de Isla del Siltolá. Una colección
que según me cuentan apenas se vende y ha entrado en la fase de ‘moribundia’ si es que no ha muerto ya.
Es una pena. Son
libros, como todos los de esta editorial hechos con primor. Se recogen en ellos
textos de muy diversa índole, una miscelánea de diario y de entradas de sus
blogs. Junto a mí, ahora mismo descansan de su viaje desde Híspalis los
ejemplares debidos a Elías Moro (Manga
por hombro), José María Cumbreño (La temperatura
de las palabras), Olga Bernad (Algunos
cisnes negros) y Sergio Fernández Salvador (Mitos y flautas).
Es una pena me digo,
y le he dicho a JSM, que estos libros no se vendan, es una pena que muchas palabras
escritas en los blogs, sin desaparecer del todo —pues la red es algo así como
el mar infinito—, tampoco terminen de estar en ninguna parte. Somos aún más
efímeros de lo que decimos, a pesar de lo que deseamos. Su respuesta ha sido
tan lacónica, pero tan expresiva, como siempre: «Es una pena tantas
cosas»
A colación de uno de los
últimos artículos de Antonio Muñoz Molina en que reflexionaba sobre su
descubrimiento de Thomas Bernhard, a pesar de llevar sus libros más de veinte
años en las estanterías de su biblioteca, se ha levantado una pequeña polvareda
en determinados ámbitos literarios, que también ha tenido su eco en ciertos
sectores súper contemporáneos de la literatura cibernética.
He conocido el
asunto casualmente. Me he dado de bruces con él. Hacía mucho que no visitaba
cierto blog, y el día que lo hice, me topé con el alegato de su autor contra el
jienense, por haber confesado su desconocimiento del autor austriaco nacido en
los Países Bajos. Venía a sostener este autor que alguien que desconoce a TB,
no puede dedicarse a pontificar sobre literatura como, según él, hace el de
Úbeda desde hace veinte años… Ni menos aún haber recibido el Príncipe de
Asturias.
Pocos días después
—y gracias a La Esfera Cultural y a una de sus secciones semanales— he llegado
a otro blog en que se contesta a este autor sobre este asunto, defendiendo a
AMM y resaltando una de las reflexiones que introduce en el artículo causante
del pequeño —y para mí desagradable— debate. Viene a decir el escritor andaluz
en esta reflexión que a veces los libros llegan a los lectores de forma rara,
como si esperaran sin prisa, dando el tiempo que acaso quien lee no sabe que
necesita. AMM veía los libros de TB a diario, estaban próximos a él, le atraían,
pero no se decidía a leerlos. Y concluye con estas líneas: «No sé si lamentar o agradecer que una influencia tan
poderosa no me afectara cuando era mucho más joven. Pero a veces da la
impresión de que un azar benévolo nos impone los libros en el momento justo en
que necesitábamos leerlos».
Uno, que no se puede
comparar con ninguno de los protagonistas de esta historia, a saber: AMM, TB,
el escritor que arguye contra AMM y el autor o autora del blog que le
responde, sin embargo, siente que la sinceridad de Muñoz Molina es el pivote
sobre el que debiera girar todo el asunto. Me parece que le honra haberlo
escrito y le torna más humano, más real.
Podría, simplemente,
haberse callado, pues ¿quién podría afirmar que no conocía al austriaco si en
los estantes de su biblioteca están sus libros?
Y es que, además,
estoy convencido por propia experiencia y desde hace muchísimos años que los
libros llegan al lector justo en el minuto en que han de hacerlo, por más que
lleven décadas saludándonos desde su sitio en las estanterías de nuestras
casas.
CUANDO he visto la alineación, antes de empezar el partido, he pensado, como si un rayo me hubiese caído: "Luego decíamos del portugués".
Al acabar, penalti de por medio incluido, he vuelto a pensar: "Cambiarlo todo para que todo siga igual".
CUANDO he visto la alineación, antes de empezar el partido, he pensado, como si un rayo me hubiese caído: "Luego decíamos del portugués".
Al acabar, penalti de por medio incluido, he vuelto a pensar: "Cambiarlo todo para que todo siga igual".