Llega, al fin, el momento
del silencio. Algo así como cierta aproximación a la paz, tras el bullicio de
este lunes en que he vuelto a comprobar algunas de mis limitaciones absolutas.
Uno está hecho para
otro tipo de vida. Cada día me siento más fuera del mundo y de buena parte de
su modo de funcionar: esas prisas, el único afán de ponderarlo todo según
criterios monetarios, la suposición casi absoluta de que porque la mayoría sepa
hacer algo, todos sabemos hacerlo, o debemos saberlo.
Como es evidente, el mundo no cambiará —al fin y al cabo los procesos de evolución y
adaptación del ser humano siempre han consistido en lo mismo—, y como también
es notorio a estas alturas: no cambiaré. Por tanto la solución parece hialina.
Vender no es simplemente mostrar
el producto, salvo que éste posea una excelencia muy superior respecto
de otros, o se ajuste como un guante a
las necesidades. Hoy hemos podido comprobar, una vez más, esta diferencia.
Uno no termina de
saber con precisión por qué cuando alguien va dispuesto a que le enseñen lo que
anda buscando, algunos supuestos vendedores se limitan a señalar, incluso con
cierto aire de desgana, como si por anticipado ya supieran que no vamos a
adquirir nada de lo que se venda en su establecimiento. Quizá porque tenga un
mal día, quizá porque esté cansado, quizá porque haya valorado que no tenemos
suficiente dinero para pagar el precio exigido, quizá porque simplemente sea
así.
He tenido la
sensación, mientras recorríamos la mueblería, que estaba sometiendo a un
interrogatorio al vendedor. Si no hubiéramos preguntado nosotros por las
combinaciones, las dimensiones, los precios, él se hubiera limitado a extender
el índice al desgaire acompañándolo de una escueta frase: Aquí, otro.
Sin embargo, a
última hora de la mañana, todo había sido bien distinto, aunque no opuesto.
(Hubiera sido igual de contraproducente un vendedor o vendedora atosigante,
como un huracán de explicaciones, datos, ponderaciones y loas del producto). La
vendedora, muy amable, pero sin zalamerías, muy sonriente, pero sin disfraz profidén, poseía ese don innato de los
buenos vendedores que saben anticiparse a lo que desea el cliente, que asesora
sin pretender imponer, en fin, que ayuda a elegir, que es paciente con las
dudas e indecisiones del muy hipotético comprador.
El buen vendedor es una especie en vías de extinción, aunque suene a paradoja ya que respiramos una civilización cuya base de funcionamiento es
precisamente el comercio, la transacción de bienes a cambio de dinero.
Hoy me ha parecido
intuir que tal cosa se debe a que hay pocos vendedores que tomen al potencial
cliente como centro de cualquier venta.
Obviamente no me
refiero a la adquisición de un par de calcetines o la compra del pan cotidiano,
ni siquiera al llenado semanal del frigorífico y despensa. Estoy hablando de
ese tipo de compras que se realizan con la pretensión de adquirir algo que se
extienda en el tiempo, que forme parte de tu vida cotidiana durante años o
lustros incluso décadas.
Y si tantas veces
despotrico contra la publicidad abusiva, incluso con afanes invasivos de la
cotidianidad y privacidad con tal de vender tal o cual producto, tampoco creo
que sea buena tanta dejadez, tanta desidia. En el fondo unos y otros —los que
invaden tu intimidad, los que apenas te toman en cuenta— rompen la máxima que
siempre ha sido sagrada entre los buenos comerciantes: el cliente siempre tiene
la razón, no porque la tenga, sino porque el hipotético éxito de la venta
palpita en dársela; porque quizá hoy no se produzca, pero acaso mañana quien ha
sido bien atendido, volverá.
Llegó con sus lágrimas
casi como si fueran parte de su respiración. Ya lo sabía, pues en las últimas
semanas eran muy frecuentes incluso en las conversaciones telefónicas.
Supongo que hay
razones fisiológicas que puedan explicar semejante labilidad, pero la principal
de todas ellas tiene que ver con esta crisis, mejor dicho con la estafa que nos
ha llevado a esta crisis y que ha tenido como principal consecuencia el daño
infringido a tantas personas inocentes, que han pagado, pagan o pagarán en
forma de daño el mal generado por otros.
A veces, al
escuchar, leer o ver los datos estadísticos, esos números poco expresivos, casi
como una realidad de hielo, no se percibe lo importante. Detrás de los nefastos
números económicos hay algo mucho peor, algo que los políticos son incapaces de
ver: la destrucción de la autoestima, el hundimiento de las ganas de vivir. (Y
si lo están viendo y no hacen nada es mucho peor, porque se cruzan de brazos,
algo así como inhibirse ante una agresión que se está presenciando en primera
fila).
No pongo en duda que
la respuesta ante el mismo problema puede ser variada, y por tanto las
consecuencias de la crisis o estafa dependen en muchos casos de la fortaleza
anímica de cada individuo. Pero no todo el mundo es igual de fuerte. Mal sistema
es el que se sustenta en los fuertes dejando en la estacada a los más débiles.
Quizá sea el sistema más similar al de la naturaleza —¿quién lo puede
discutir?—, por tanto el más alejado de la civilización.
Se hablaba no hace
muchos meses —aunque ahora parece que no lo escucho tanto— de crisis sistémica,
lo que no ayudaba precisamente al optimismo. Ahora, y quizá como
consecuencia de esa crisis generalizada, se ha dado un paso más, y hemos
llegado a la crueldad sistémica. No es de extrañar, porque, al fin y al cabo,
nuestra forma de vida se ha arrodillado ante el capitalismo como guía, modelo y
dios.
El capitalismo —y
más aún el feroz neocapitalismo— no sólo es inhumano, sino que propugna para nuestra
existencia los valores que rigen la vida del mundo salvaje: supervivencia sólo
para quien es más fuerte o se adapta mejor en la adversidad, y lo hace sin
maquillajes o disfraces. O mucho peor aún. Tal y como se lee entre líneas en el
último informe del FMI, el ser humano es poco más que uno de esos tornillos que
vienen en sus bolsitas acompañando a las piezas que alguien —no yo— convertirá
en mueble Ikea: mero engranaje
perfectamente desechable y reemplazable, sólo útil si permanece dentro del
proceso productivo y de la competitividad que es lo único que parece importar. El
resto, los improductivos, los ineficaces, los menos competitivos, los más
débiles, los enfermos, los ancianos, los heridos por el sufrimiento simplemente
han de dejarse morir antes de ser cazados y devorados por las fieras.
Puestas las cosas en
esta tesitura, hay una gran diferencia entre el ser humano y el resto de seres
vivos. Animales o plantas, a diferencia del homo sapiens, no son conscientes de
que su destino sea la muerte. (Esto no quiere decir, y por tanto no lo estoy
diciendo, que llegado tal momento no sufran y quizá sientan la angustia ante el
abismo de la nada). Sin embargo, desde bien temprano, los humanos somos muy
conscientes de ese final que deseamos lo más lejano posible.
Ha llegado la hora
de cambiar las cosas de un modo muy profundo. Cuando el centro del
funcionamiento del engranaje social, de sus instituciones, de sus organismos
oficiales, de sus centros neurálgicos no es el ser humano, sino el
mantenimiento a toda costa del sistema, este sistema ya no es útil, se ha
tornado un monstruo que terminará con nosotros, porque ya no sirve al individuo,
sino que se sirve de él hasta desnaturalizarlo y destruirlo.
Es hora ya de
encontrar un sistema de convivencia, organización y desarrollo verdaderamente
humano, es decir, que tenga como médula de sus normas y su actividad el crecimiento
del hombre, el bienestar del hombre, la dignidad del hombre.
Siento su mano sobre la
mía. Su piel trabajada por tantos años y tantas penalidades, sigue siendo
suave. Despide calidez y sé que aferrándose a la mía —tan torpe para todo,
menos para la caricia—, está más asegura, como acunada.
Ahora no debo
distraerme de la tarea que me han encomendado, ser un correo de transmisión;
sin embargo es difícil sustraerse a los recuerdos y a algunos pensamientos que
uno no termina de saber a ciencia cierta si son melancólicos o más bien están
teñidos de optimismo.
Es hermoso haber
llegado hasta aquí, servir al menos para esto; pero también es triste ser
testigo de este ocaso. Tengo dos opciones, quedarme con el lado que celebra y
brilla o escoger el ángulo de la sombra y el llanto.
Supongo que visto
desde el patio de butacas, la decisión es sencilla, pero dentro del escenario
no es tan fácil. A veces uno no puede escoger, simplemente queda atrapado por
la intensidad del momento.
Ahora —cuando no
debe distraerse mi atención, cuando debo estar sólo atento al leve apretar de
su mano en la mía como señal que debo repetir con mi gesto lo más
sincronizadamente posible— siento la paz y la dicha de la luz y de la
celebración.
En medio de la noche
—aislado de mi entorno gracias a unos cascos a través de los cuales me llega la
melodía—, el jazz sirve para que intente viajar camino de algún punto. No sé.
Me dejo llevar. Cierro los ojos. Hasta las letras que tecleo me estorban, sólo
muevo los dedos y espero que cada pulsación impresione en la pantalla la letra
que corresponde. Prefiero disminuir la velocidad de mis dedos, ir un poco más
despacio, sentir cada una de las teclas y no leer sobre la pantalla, sólo
auparme sobre el lomo de la música.
También es de noche
dentro de las notas que ocupan estos compases.
La melodía que
escucho —creo que un saxo acompañado por piano, trompeta y batería, aunque
podría equivocarme— me lleva hacia barrios de soledad, pero con horizontes
abiertos, donde todo es posible. Sé que transito un barrio repleto de
humedades, orines y otros malos olores y miradas tristes, a veces atravesadas
por el rencor y por la ira.
Acaso que haya
llovido en las últimas horas. No ha sido una llovizna escasa, aunque tampoco
hay muchos charcos que inviten a pensar en un chubasco interminable. La calle
está mal iluminada, lo que me permite, si miro hacia arriba, columbrar el titilar
de algunas estrellas. Apenas llega algún rumor de las casas, apenas alguna luz,
más bien mortecina, cruza el cuadrilátero ambarino de una ventana.
Avanzo. Los compases
me invitan a no detenerme, a proseguir sin pausa, pero sin apresuramientos,
hacia delante. Me inquieta a ratos no saber el punto hacia el que me dirijo,
pero a medida que abandono los límites de la abigarrada calle y me aproximo a
las afueras de la ciudad, me siento más sereno.
Empiezo a intuir que
no importa en absoluto a dónde me dirija. Ni siquiera importa mucho llegar un
punto determinado, puesto que una vez alcanzado éste —el que fuere—, se podrá
continuar avanzando, o se podrá retroceder sin más. Y el resultado será siempre
el mismo, puesto que, salvo que por alguna extraña mutación empiece a caminar
de espaldas, siempre andaré hacia delante, aunque desanduviera mi camino.
Hay una invitación
al optimismo, una risa que en cada nuevo compás parece mucho más clara y más
amplia, más nítida, como ocupando todo el cuadro. La melancolía del inicio se
aleja, como si tras los primeros pasos por este barrio —repleto de humedades,
malos olores y miradas tristes— se fuera abriendo hacia otros aromas, otros
decorados, otras miradas, sobre todo otras miradas. Las que crecen hacia el
futuro, olvidadas de los miedos del pasado, de los rencores enquistados, de las
envidias o rencillas inútiles que nacieron por un quítame allá esas pajas.
Hay
conclusiones tan obvias que a veces parece increíble la necesidad de
explicarlas.
Cuando uno tiene
demasiadas cosas en un espacio que no se puede agrandar, sólo hay dos opciones:
no aumentar el número de cosas o reemplazarlas, lo que significa
—necesariamente— que no entren cosas nuevas o que algunas de las otras desaparezcan
del entorno cotidiano, bien porque se destruyan, bien porque se guarden en otro
lugar, bien porque se regalen, bien porque se vendan.
Aunque lo más
probable de todo, es que la decisión más sabia sea simplificar la existencia, deshacerse
de tantas cosas como me sobran y no reemplazarlas. Y en este desprenderse, debería
incluir no sólo armarios y estantes, sino desocupar el tiempo, vaciarlo de
muchos de los cachivaches que ocupan sus baldas.