Cómplices

Lunes 7 a domingo 13 de octubre de 2013

Llega, al fin, el momento del silencio. Algo así como cierta aproximación a la paz, tras el bullicio de este lunes en que he vuelto a comprobar algunas de mis limitaciones absolutas.
Uno está hecho para otro tipo de vida. Cada día me siento más fuera del mundo y de buena parte de su modo de funcionar: esas prisas, el único afán de ponderarlo todo según criterios monetarios, la suposición casi absoluta de que porque la mayoría sepa hacer algo, todos sabemos hacerlo, o debemos saberlo.
Como es evidente, el mundo no cambiará —al fin y al cabo los procesos de evolución y adaptación del ser humano siempre han consistido en lo mismo—, y como también es notorio a estas alturas: no cambiaré. Por tanto la solución parece hialina.

Vender no es simplemente mostrar el producto, salvo que éste posea una excelencia muy superior respecto de otros, o se ajuste como un guante a las necesidades. Hoy hemos podido comprobar, una vez más, esta diferencia.
Uno no termina de saber con precisión por qué cuando alguien va dispuesto a que le enseñen lo que anda buscando, algunos supuestos vendedores se limitan a señalar, incluso con cierto aire de desgana, como si por anticipado ya supieran que no vamos a adquirir nada de lo que se venda en su establecimiento. Quizá porque tenga un mal día, quizá porque esté cansado, quizá porque haya valorado que no tenemos suficiente dinero para pagar el precio exigido, quizá porque simplemente sea así.
He tenido la sensación, mientras recorríamos la mueblería, que estaba sometiendo a un interrogatorio al vendedor. Si no hubiéramos preguntado nosotros por las combinaciones, las dimensiones, los precios, él se hubiera limitado a extender el índice al desgaire acompañándolo de una escueta frase: Aquí, otro.
Sin embargo, a última hora de la mañana, todo había sido bien distinto, aunque no opuesto. (Hubiera sido igual de contraproducente un vendedor o vendedora atosigante, como un huracán de explicaciones, datos, ponderaciones y loas del producto). La vendedora, muy amable, pero sin zalamerías, muy sonriente, pero sin disfraz profidén, poseía ese don innato de los buenos vendedores que saben anticiparse a lo que desea el cliente, que asesora sin pretender imponer, en fin, que ayuda a elegir, que es paciente con las dudas e indecisiones del muy hipotético comprador.
El buen vendedor es una especie en vías de extinción, aunque suene a paradoja ya que respiramos una civilización cuya base de funcionamiento es precisamente el comercio, la transacción de bienes a cambio de dinero.
Hoy me ha parecido intuir que tal cosa se debe a que hay pocos vendedores que tomen al potencial cliente como centro de cualquier venta.
Obviamente no me refiero a la adquisición de un par de calcetines o la compra del pan cotidiano, ni siquiera al llenado semanal del frigorífico y despensa. Estoy hablando de ese tipo de compras que se realizan con la pretensión de adquirir algo que se extienda en el tiempo, que forme parte de tu vida cotidiana durante años o lustros incluso décadas.
Y si tantas veces despotrico contra la publicidad abusiva, incluso con afanes invasivos de la cotidianidad y privacidad con tal de vender tal o cual producto, tampoco creo que sea buena tanta dejadez, tanta desidia. En el fondo unos y otros —los que invaden tu intimidad, los que apenas te toman en cuenta— rompen la máxima que siempre ha sido sagrada entre los buenos comerciantes: el cliente siempre tiene la razón, no porque la tenga, sino porque el hipotético éxito de la venta palpita en dársela; porque quizá hoy no se produzca, pero acaso mañana quien ha sido bien atendido, volverá.

Llegó con sus lágrimas casi como si fueran parte de su respiración. Ya lo sabía, pues en las últimas semanas eran muy frecuentes incluso en las conversaciones telefónicas.
Supongo que hay razones fisiológicas que puedan explicar semejante labilidad, pero la principal de todas ellas tiene que ver con esta crisis, mejor dicho con la estafa que nos ha llevado a esta crisis y que ha tenido como principal consecuencia el daño infringido a tantas personas inocentes, que han pagado, pagan o pagarán en forma de daño el mal generado por otros.
A veces, al escuchar, leer o ver los datos estadísticos, esos números poco expresivos, casi como una realidad de hielo, no se percibe lo importante. Detrás de los nefastos números económicos hay algo mucho peor, algo que los políticos son incapaces de ver: la destrucción de la autoestima, el hundimiento de las ganas de vivir. (Y si lo están viendo y no hacen nada es mucho peor, porque se cruzan de brazos, algo así como inhibirse ante una agresión que se está presenciando en primera fila).
No pongo en duda que la respuesta ante el mismo problema puede ser variada, y por tanto las consecuencias de la crisis o estafa dependen en muchos casos de la fortaleza anímica de cada individuo. Pero no todo el mundo es igual de fuerte. Mal sistema es el que se sustenta en los fuertes dejando en la estacada a los más débiles. Quizá sea el sistema más similar al de la naturaleza —¿quién lo puede discutir?—, por tanto el más alejado de la civilización.
Se hablaba no hace muchos meses —aunque ahora parece que no lo escucho tanto— de crisis sistémica, lo que no ayudaba precisamente al optimismo. Ahora, y quizá como consecuencia de esa crisis generalizada, se ha dado un paso más, y hemos llegado a la crueldad sistémica. No es de extrañar, porque, al fin y al cabo, nuestra forma de vida se ha arrodillado ante el capitalismo como guía, modelo y dios.
El capitalismo —y más aún el feroz neocapitalismo— no sólo es inhumano, sino que propugna para nuestra existencia los valores que rigen la vida del mundo salvaje: supervivencia sólo para quien es más fuerte o se adapta mejor en la adversidad, y lo hace sin maquillajes o disfraces. O mucho peor aún. Tal y como se lee entre líneas en el último informe del FMI, el ser humano es poco más que uno de esos tornillos que vienen en sus bolsitas acompañando a las piezas que alguien —no yo— convertirá en mueble Ikea: mero engranaje perfectamente desechable y reemplazable, sólo útil si permanece dentro del proceso productivo y de la competitividad que es lo único que parece importar. El resto, los improductivos, los ineficaces, los menos competitivos, los más débiles, los enfermos, los ancianos, los heridos por el sufrimiento simplemente han de dejarse morir antes de ser cazados y devorados por las fieras.
Puestas las cosas en esta tesitura, hay una gran diferencia entre el ser humano y el resto de seres vivos. Animales o plantas, a diferencia del homo sapiens, no son conscientes de que su destino sea la muerte. (Esto no quiere decir, y por tanto no lo estoy diciendo, que llegado tal momento no sufran y quizá sientan la angustia ante el abismo de la nada). Sin embargo, desde bien temprano, los humanos somos muy conscientes de ese final que deseamos lo más lejano posible.
Ha llegado la hora de cambiar las cosas de un modo muy profundo. Cuando el centro del funcionamiento del engranaje social, de sus instituciones, de sus organismos oficiales, de sus centros neurálgicos no es el ser humano, sino el mantenimiento a toda costa del sistema, este sistema ya no es útil, se ha tornado un monstruo que terminará con nosotros, porque ya no sirve al individuo, sino que se sirve de él hasta desnaturalizarlo y destruirlo.
Es hora ya de encontrar un sistema de convivencia, organización y desarrollo verdaderamente humano, es decir, que tenga como médula de sus normas y su actividad el crecimiento del hombre, el bienestar del hombre, la dignidad del hombre.

Siento su mano sobre la mía. Su piel trabajada por tantos años y tantas penalidades, sigue siendo suave. Despide calidez y sé que aferrándose a la mía —tan torpe para todo, menos para la caricia—, está más asegura, como acunada.
Ahora no debo distraerme de la tarea que me han encomendado, ser un correo de transmisión; sin embargo es difícil sustraerse a los recuerdos y a algunos pensamientos que uno no termina de saber a ciencia cierta si son melancólicos o más bien están teñidos de optimismo.
Es hermoso haber llegado hasta aquí, servir al menos para esto; pero también es triste ser testigo de este ocaso. Tengo dos opciones, quedarme con el lado que celebra y brilla o escoger el ángulo de la sombra y el llanto.
Supongo que visto desde el patio de butacas, la decisión es sencilla, pero dentro del escenario no es tan fácil. A veces uno no puede escoger, simplemente queda atrapado por la intensidad del momento.
Ahora —cuando no debe distraerse mi atención, cuando debo estar sólo atento al leve apretar de su mano en la mía como señal que debo repetir con mi gesto lo más sincronizadamente posible— siento la paz y la dicha de la luz y de la celebración.

En medio de la noche —aislado de mi entorno gracias a unos cascos a través de los cuales me llega la melodía—, el jazz sirve para que intente viajar camino de algún punto. No sé. Me dejo llevar. Cierro los ojos. Hasta las letras que tecleo me estorban, sólo muevo los dedos y espero que cada pulsación impresione en la pantalla la letra que corresponde. Prefiero disminuir la velocidad de mis dedos, ir un poco más despacio, sentir cada una de las teclas y no leer sobre la pantalla, sólo auparme sobre el lomo de la música.
También es de noche dentro de las notas que ocupan estos compases.
La melodía que escucho —creo que un saxo acompañado por piano, trompeta y batería, aunque podría equivocarme— me lleva hacia barrios de soledad, pero con horizontes abiertos, donde todo es posible. Sé que transito un barrio repleto de humedades, orines y otros malos olores y miradas tristes, a veces atravesadas por el rencor y por la ira.
Acaso que haya llovido en las últimas horas. No ha sido una llovizna escasa, aunque tampoco hay muchos charcos que inviten a pensar en un chubasco interminable. La calle está mal iluminada, lo que me permite, si miro hacia arriba, columbrar el titilar de algunas estrellas. Apenas llega algún rumor de las casas, apenas alguna luz, más bien mortecina, cruza el cuadrilátero ambarino de una ventana.
Avanzo. Los compases me invitan a no detenerme, a proseguir sin pausa, pero sin apresuramientos, hacia delante. Me inquieta a ratos no saber el punto hacia el que me dirijo, pero a medida que abandono los límites de la abigarrada calle y me aproximo a las afueras de la ciudad, me siento más sereno.
Empiezo a intuir que no importa en absoluto a dónde me dirija. Ni siquiera importa mucho llegar un punto determinado, puesto que una vez alcanzado éste —el que fuere—, se podrá continuar avanzando, o se podrá retroceder sin más. Y el resultado será siempre el mismo, puesto que, salvo que por alguna extraña mutación empiece a caminar de espaldas, siempre andaré hacia delante, aunque desanduviera mi camino.
Hay una invitación al optimismo, una risa que en cada nuevo compás parece mucho más clara y más amplia, más nítida, como ocupando todo el cuadro. La melancolía del inicio se aleja, como si tras los primeros pasos por este barrio —repleto de humedades, malos olores y miradas tristes— se fuera abriendo hacia otros aromas, otros decorados, otras miradas, sobre todo otras miradas. Las que crecen hacia el futuro, olvidadas de los miedos del pasado, de los rencores enquistados, de las envidias o rencillas inútiles que nacieron por un quítame allá esas pajas.

Hay conclusiones tan obvias que a veces parece increíble la necesidad de explicarlas.
Cuando uno tiene demasiadas cosas en un espacio que no se puede agrandar, sólo hay dos opciones: no aumentar el número de cosas o reemplazarlas, lo que significa —necesariamente— que no entren cosas nuevas o que algunas de las otras desaparezcan del entorno cotidiano, bien porque se destruyan, bien porque se guarden en otro lugar, bien porque se regalen, bien porque se vendan.

Aunque lo más probable de todo, es que la decisión más sabia sea simplificar la existencia, deshacerse de tantas cosas como me sobran y no reemplazarlas. Y en este desprenderse, debería incluir no sólo armarios y estantes, sino desocupar el tiempo, vaciarlo de muchos de los cachivaches que ocupan sus baldas.