Cómplices

Lunes 28 a jueves 31 de octubre de 2013

Al hilo de lo que anoté el otro día sobre el debate causado por el artículo de AMM en que confesaba su desconocimiento de la obra de Thomas Bernard y que ahora lo lee sin poder parar, me he dado cuenta que me siento incómodo en este tipo de diálogos, donde prevalece cierto ambiente más propio de trincheras o francotiradores.
No estoy hecho —bien lo sé desde siempre— para los enfrentamientos ni para el ruido.
En la red hay mucho de ambos. Es verdad que también existen lugares en que se respira un ambiente donde estoy más a gusto, el de las cafeterías o el de los bares de barrio, incluso el de los pubs con música suave y luz suave, cuando no tenue.
Cuando era joven —dieciséis o diecisiete años— aspiraba a ir alguna vez a alguna discoteca. Creo que fue en un baile organizado para sacar dinero para la excursión de final de curso, cuando acudí por primera vez a una de ellas.
No me gustó. Mejor dicho, me disgustó.
Creo que volví a ellas otras cinco o seis veces, no más. Me siguieron disgustando, aunque la falta de dinero para pagar la entrada —con derecho a una consumición— también fue una razón poderosa para no ser uno de sus clientes asiduos. Era imposible intentar entenderse en tal ambiente, por no hablar también de otras cuestiones, como el afán de aparentar lo que no se es, sólo con el objeto de ligar, cosa que extrañamente sucedía, por lo que comprobé.
Me lo pasaba infinitamente mejor en alguna cafetería, o simplemente sentado en un banco o paseando con amigos y amigas.
Uno entró en el FB, porque parece que si no estás es allí es como si no existieras en Internet, quizá también en el mundo pero eso ya me suena a exageración. Mi presencia en esta red social me ha proporcionado —qué duda cabe— nuevas perspectivas, algunos ratos muy instructivos y, sobre todo, el conocimiento de algunas personas maravillosas. Además, si no hubiera sido por la confluencia de dos circunstancias, mi presencia en FB y la amistad con una de estas maravillosas personas —me refiero a Amelia Díaz Benlliure— es probable que Quizá un martes de otoño siguiera durmiendo en el archivo de mi equipo.
Quizá por estas causas es por lo que he demorado más una decisión que estaba tomada en mi interior desde hace tiempo. Cuando entraba en mi cuenta, me demoraba demasiado en ella —en proporción al tiempo del que dispongo— y cuando salía, mi cabeza era como un embalse que ya rebosaba por su coronación. Decidí entrar cada vez menos, cada vez de modo más espaciado. Acabé por usar la cuenta sólo para enlazar a través de ella la publicación de algunos de mis textos —como esta página, por ejemplo—.
Ahora he determinado que estar para no estar es una gran incongruencia… Así que no estoy que es lo más sensato en mi caso. Conocer los límites de cada uno es el primer paso; luego conviene actuar en consecuencia.

Ochenta y cuatro años hoy. Cualquier otra anotación es superficial o, más aún, improcedente. Y aunque haya sido en silencio, no he cesado de felicitarla, pues hoy, entre unas cosas y otras he estado más tiempo con ella que otros días.

Me escribe Pilar Aguarón, pidiéndome permiso para leer en la próxima edición de Sé breve uno de mis textos. Lógicamente, no sólo se lo doy, sino que me llena de alegría sentir otra vez que a pesar de los pesares, es decir a pesar de las razones que impiden que nos veamos tan a menudo como quisiéramos —la distancia, excesiva; el tiempo, exiguo; el dinero, escaso—, la amistad y el cariño perduran.
Me encantaría volver a Zaragoza, sobre todo por el reencuentro con algunas personas, por compartir unas horas. Incluso, si no fuera por lo pincelado antes, la excusa de leer un microrrelato —apenas un par de minutos mal contados— sería suficiente para reservar habitación en el hotel de siempre, y coger el tren que me dejaría —una hora y poco después de haber salido de Atocha— en la estación de Delicias.

Al abrir el buzón, me encuentro con el envío desde Sevilla de El libro de los indolentes dedicado por JSM, su autor. A medida que pasan las semanas voy percibiendo que este hombre habla a sus amigos con gestos, más que con palabras, que siempre son las esenciales, tanto, que más que palabras son suelen significar lo mismo que párrafos o páginas enteras.
Ojeo nuevamente el libro, que al venir con dedicatoria, es diferente al otro ejemplar del que bebo a sorbos. Cada día estoy más convencido de que los libros de JSM son como baúles de doble o triple fondo. Quien pretenda leerlos al mismo paso y la misma concentración con la que se lee un best-seller será incapaz de encontrar ni un diezmo de su contenido.
Más bien conviene —como las bebidas o alimentos energizantes que consumen los deportistas tras un prolongado esfuerzo— leerlos en pequeñas dosis, pero con atención redoblada, poniendo siete o diez sentidos, cuantos más mejor. Y también conviene —al menos a mí me conviene— leerlos como si uno fuera tierra y no lector, para que las palabras —esenciales y hondas como párrafos o páginas— cumplan con su misión que no tiene mucho que ver ni con la inmediatez ni con la velocidad.

Pocos metros antes de llegar a casa, mientras voy sacando las llaves, casi siempre con algo de compra en la mano, tras las horas de oficina, empiezo a sentir la ilusión de tener alguna sorpresa en el buzón.
Hoy también se ha concretado. Ni siquiera me ha hecho falta abrir el buzón para verlo. El cartero no ha podido o no ha sabido meter el sobre por completo en su ranura, y el libro que me envía Francisco desde Canarias parece un estandarte clavada en la abertura de la casilla.
Otro título más entre los editados por La Esfera Cultural, otro paso más en el proyecto casi utópico de combinar lo inasible de Internet con la materialidad de los libros.
Me entretengo en repasar el libro que tan bien conozco pues entre todos le hemos dado unas cuantas vueltas. Y vuelvo a confirmar que no es lo mismo, que no tienen nada que ver una versión con otra —la del blog, la del PDF, ésta ya editada—.
Repaso mentalmente todo el proceso, desde que se publicaron las bases hasta este instante en que todo ha quedado concretado en este libro que ahora contemplo, mientras caliento algo de comida. (El tiempo, sin embargo no necesita nada para calentar su alimento, sigue engullendo los segundos de modo pantagruélico, agobiante). Han sido unas cuantas horas que han merecido la pena. La prueba, el fruto, lo tengo entre las manos.
Saber que dentro del ejemplar mis letras sienten el aliento de otras letras amigas que las calientan y las animan provoca sensaciones muy especiales. Estoy seguro que por las noches, mientras todos descansamos, allí en su interior no hacen más que jugar y reírse, mirando con ternura a los autores que las pusieron en un determinado orden, sin saber que su verdadero sentido era que —en secreto— se reunieran con las que otros compusieron en otro lugar, acaso tan lejano como lo están entre sí Málaga, Santa Cruz de Tenerife, Las Palmas, Madrid, Segovia, Alicante, Buenos Aires…

Ya se ha concretada la fecha de la donación del cuadro.
Desde que a Mariano se le ocurrió la idea —un río caudaloso y vivificante—, la ilusión ha vuelto a enraizar en la mirada de mi padre. Sólo por esto merece la pena cuanto se haga. Siempre será poco, siempre será insuficiente.