Al hilo de lo que anoté el
otro día sobre el debate causado por el artículo de AMM en que confesaba su
desconocimiento de la obra de Thomas Bernard y que ahora lo lee sin poder
parar, me he dado cuenta que me siento incómodo en este tipo de diálogos, donde
prevalece cierto ambiente más propio de trincheras o francotiradores.
No estoy hecho —bien
lo sé desde siempre— para los enfrentamientos ni para el ruido.
En la red hay mucho
de ambos. Es verdad que también existen lugares en que se respira un ambiente
donde estoy más a gusto, el de las cafeterías o el de los bares de barrio,
incluso el de los pubs con música suave y luz suave, cuando no tenue.
Cuando era joven —dieciséis
o diecisiete años— aspiraba a ir alguna vez a alguna discoteca. Creo que fue en
un baile organizado para sacar dinero para la excursión de final de curso,
cuando acudí por primera vez a una de ellas.
No me gustó. Mejor
dicho, me disgustó.
Creo que volví a
ellas otras cinco o seis veces, no más. Me siguieron disgustando, aunque la
falta de dinero para pagar la entrada —con derecho a una consumición— también
fue una razón poderosa para no ser uno de sus clientes asiduos. Era imposible
intentar entenderse en tal ambiente, por no hablar también de otras cuestiones,
como el afán de aparentar lo que no se es, sólo con el objeto de ligar, cosa
que extrañamente sucedía, por lo que comprobé.
Me lo pasaba
infinitamente mejor en alguna cafetería, o simplemente sentado en un banco o
paseando con amigos y amigas.
Uno entró en el FB,
porque parece que si no estás es allí es como si no existieras en Internet, quizá también en el mundo pero eso ya me suena a exageración. Mi presencia en esta
red social me ha proporcionado —qué duda cabe— nuevas perspectivas, algunos ratos muy
instructivos y, sobre todo, el conocimiento de algunas personas maravillosas.
Además, si no hubiera sido por la
confluencia de dos circunstancias, mi presencia en FB y la amistad con una de
estas maravillosas personas —me refiero a Amelia Díaz Benlliure— es probable que
Quizá un martes de otoño siguiera
durmiendo en el archivo de mi equipo.
Quizá por estas
causas es por lo que he demorado más una decisión que estaba tomada en mi
interior desde hace tiempo. Cuando entraba en mi cuenta, me demoraba demasiado
en ella —en proporción al tiempo del que dispongo— y cuando salía, mi cabeza era
como un embalse que ya rebosaba por su coronación. Decidí entrar cada vez
menos, cada vez de modo más espaciado. Acabé por usar la cuenta sólo para
enlazar a través de ella la publicación de algunos de mis textos —como esta página,
por ejemplo—.
Ahora he determinado
que estar para no estar es una gran incongruencia… Así que no estoy que es lo más
sensato en mi caso. Conocer los límites de cada uno es el primer paso; luego
conviene actuar en consecuencia.
Ochenta y cuatro años hoy. Cualquier
otra anotación es superficial o, más aún, improcedente. Y aunque haya sido en
silencio, no he cesado de felicitarla, pues hoy, entre unas cosas y otras he
estado más tiempo con ella que otros días.
Me escribe Pilar Aguarón,
pidiéndome permiso para leer en la próxima edición de Sé breve uno de mis textos. Lógicamente, no sólo se lo doy, sino
que me llena de alegría sentir otra vez que a pesar de los pesares, es decir a
pesar de las razones que impiden que nos veamos tan a menudo como quisiéramos —la
distancia, excesiva; el tiempo, exiguo; el dinero, escaso—, la amistad y el
cariño perduran.
Me encantaría volver
a Zaragoza, sobre todo por el reencuentro con algunas personas, por compartir
unas horas. Incluso, si no fuera por lo pincelado antes, la excusa de leer un
microrrelato —apenas un par de minutos mal contados— sería suficiente para
reservar habitación en el hotel de siempre, y coger el tren que me dejaría —una
hora y poco después de haber salido de Atocha— en la estación de Delicias.
Al abrir el buzón, me
encuentro con el envío desde Sevilla de El
libro de los indolentes dedicado por JSM, su autor. A medida que pasan las
semanas voy percibiendo que este hombre habla a sus amigos con gestos, más que
con palabras, que siempre son las esenciales, tanto, que más que palabras son suelen
significar lo mismo que párrafos o páginas enteras.
Ojeo nuevamente el
libro, que al venir con dedicatoria, es diferente al otro ejemplar del que bebo
a sorbos. Cada día estoy más convencido de que los libros de JSM son como
baúles de doble o triple fondo. Quien pretenda leerlos al mismo paso y la misma
concentración con la que se lee un best-seller
será incapaz de encontrar ni un diezmo de su contenido.
Más bien conviene
—como las bebidas o alimentos energizantes que consumen los deportistas tras un
prolongado esfuerzo— leerlos en pequeñas dosis, pero con atención redoblada,
poniendo siete o diez sentidos, cuantos más mejor. Y también conviene —al menos
a mí me conviene— leerlos como si uno fuera tierra y no lector, para que las
palabras —esenciales y hondas como párrafos o páginas— cumplan con su misión
que no tiene mucho que ver ni con la inmediatez ni con la velocidad.
Pocos metros antes de llegar
a casa, mientras voy sacando las llaves, casi siempre con algo de compra en la
mano, tras las horas de oficina, empiezo a sentir la ilusión de tener alguna
sorpresa en el buzón.
Hoy también se ha
concretado. Ni siquiera me ha hecho falta abrir el buzón para verlo. El cartero
no ha podido o no ha sabido meter el sobre por completo en su ranura, y el
libro que me envía Francisco desde Canarias parece un estandarte clavada en la
abertura de la casilla.
Otro título más
entre los editados por La Esfera Cultural,
otro paso más en el proyecto casi utópico de combinar lo inasible de Internet
con la materialidad de los libros.
Me entretengo en
repasar el libro que tan bien conozco pues entre todos le hemos dado unas
cuantas vueltas. Y vuelvo a confirmar que no es lo mismo, que no tienen nada
que ver una versión con otra —la del blog, la del PDF, ésta ya editada—.
Repaso mentalmente
todo el proceso, desde que se publicaron las bases hasta este instante en que
todo ha quedado concretado en este libro que ahora contemplo, mientras caliento
algo de comida. (El tiempo, sin embargo no necesita nada para calentar su
alimento, sigue engullendo los segundos de modo pantagruélico, agobiante). Han
sido unas cuantas horas que han merecido la pena. La prueba, el fruto, lo tengo
entre las manos.
Saber que dentro del
ejemplar mis letras sienten el aliento de otras letras amigas que las calientan
y las animan provoca sensaciones muy especiales. Estoy seguro que por las
noches, mientras todos descansamos, allí en su interior no hacen más que jugar
y reírse, mirando con ternura a los autores que las pusieron en un determinado
orden, sin saber que su verdadero sentido era que —en secreto— se reunieran con
las que otros compusieron en otro lugar, acaso tan lejano como lo están entre sí
Málaga, Santa Cruz de Tenerife, Las Palmas, Madrid, Segovia, Alicante, Buenos
Aires…
Ya se ha concretada la
fecha de la donación del cuadro.
Desde que a Mariano
se le ocurrió la idea —un río caudaloso y vivificante—, la ilusión ha vuelto a
enraizar en la mirada de mi padre. Sólo por esto merece la pena cuanto se haga.
Siempre será poco, siempre será insuficiente.