Me he entretenido buena
parte de la tarde-noche —el tiempo que puedo dedicar a lo que en verdad me
importa— en rematar la reseña del libro de Mercedes.
Empecé a escribirla
ayer por la mañana, pero unas lágrimas jóvenes, cuya esencia coincide con
muchas obras del romanticismo, rompieron en mil pedazos mi concentración y mi
afán, antes de ir a Chañe.
Mientras pespunteaba
los hilvanes del escrito, pensaba en la conversación electrónica mantenida
con una buena amiga sobre la necesidad de renovar la narrativa. (Esa necesidad
que persigue a los escritores desde siempre. Cada generación, cada autor, necesita
que su voz se distinga del resto de las voces. Y tal deseo es el verdadero
motor que mantiene con vida la literatura. Quiero decir que sin esa sed, la
literatura no existiría, sino la mera repetición). Y llegaba al acuerdo conmigo
mismo de que la emoción es una senda llena de virajes y en cada uno de sus
giros uno se encuentra con paisajes diferentes, pero siempre bellos.
A un padre siempre
le duelen las lágrimas de sus hijos, las lágrimas que brotan porque el extremo
del húmero se ha salido del codo y al ser un bebé de meses su único modo de
expresarse es el llanto, las que brotan ante la rabia de un suspenso injusto o
las más amargas de un amor que se deshilacha por la traición… Lo peor es que en
la mayoría de los casos uno no puede o no sabe hacer nada, ni siquiera
convertirse en pañuelo.
Si acaso, estar.
Me miraba sorprendido por la
intensidad de la conversación telefónica con mi amiga a quien he felicitado
esta misma mañana. Creo que ha vuelto a comprender dónde está mi pasión, dónde
mi energía, dónde podría habitar horas y días
sin término.
Sé que a veces me observan como si fotografiasen a los animales exóticos de un zoológico, ajenos a
nuestro hábitat. Pero creo que hoy —aunque sólo hayan hablado sus ojos— ha
vuelto a sentir que mi aparente desidia o frialdad en el laboreo cotidiano, no
tiene mucho que ver con mi caminar por el mundo, sino más bien con el sendero
que me toca trajinar.
Quizá no sea lo
mejor ni lo más justo, pero uno ha decidido aclimatarse, como esos animales
trasladados de su territorio nativo, sí; agradecer el pan, la guarida y el
lecho que me proporcionan, sí; admitir como lo mejor que me ha podido pasar el
blindaje que me permite vivir, sí… Pero no pueden pedirme, además, que me
apasione del mismo modo. Intuyo que mentir no forma parte del acuerdo.
Al recoger la correspondencia del buzón me esperaba el poemario de Santiago López Navia, Arte nuevo (Entre tantas asperezas) editado por Vitrubio con el que obtuvo el premio Ciudad de Sonseca. Voy a tener la
fortuna de participar en el acto de su presentación en Segovia el próximo
martes en la Diputación, precisamente.
No es que me guste
mucho figurar en estos asuntos, prefiero ser público. Siempre temo no estar a
la altura, pero ante la amistad soy un tanto aventurado, acaso, pienso, mis
limitaciones serán mejor perdonadas. Además todo sucederá aquí, apenas a veinte
minutos a pie de alguna indeseable eventualidad.
Escoltados mis oídos por música de Bach, a estas horas, casi medianoche, he acabado la primera lectura del poemario, al mismo tiempo breve y
hondo, tan íntimo que casi me da miedo tocarlo no vaya a hacerse añicos como
un delicado cristal. Falta un semana para que llegue la hora, y creo que tendré
tiempo de pergeñar mis palabras. Y ya he encontrado en su interior unos versos,
donde mirarme como en un espejo, ¿acaso se le puede pedir más a un libro?:
No entregues tu
criterio a las celadas
que tienden el aplauso o las insidias.
que tienden el aplauso o las insidias.
Que el canto de
sirenas pueda hallarte
encadenado al mástil, pero sordo.
encadenado al mástil, pero sordo.
A pesar de lo que escribí
el otro día, hay veces en que hasta los animales del zoológico son intensos dentro
de su jaula dorada.
Estaba completamente
seguro en esta ocasión. Lo contrario hubiera sido no sólo una sorpresa, sino
algo inexplicable. Incluso hubiera podido pensar en algo imposible, como un
error de las máquinas.
Desde que se
concretó la idea de la donación del cuadro, vi cómo la euforia activaba en él
mecanismos internos, engranajes que ayudaban a intensificar la acción de los
tratamientos.
No es que uno
disponga de un microscopio para analizar los comportamientos celulares o
moleculares en el organismo, ni siquiera tengo algo próximo al llamado ojo
clínico, pero hay evidencias de tal magnitud, que hasta un hipermétrope las ve en
la corta distancia.
Encuentro en la lectura de
Eloy Tizón las Técnicas de iluminación de
la literatura que tanto andaba buscando, esa explosión que se produce en el
cerebro y el sentimiento del lector, de pronto, asomado a nuevas perspectivas
de los mismos paisajes tantas veces contemplados, o, al menos intuidos. Algo
que uno había soñado en más de una ocasión, pero que nunca se ha atrevido a
ejecutar con la decisión necesaria, acaso porque el trabajo es ímprobo,
minucioso… orfebrería semántica, prosa de tuétano lírico. Esa capacidad para
abrir en canal la realidad a través de las palabras y dotarlas o renovarlas —a ambas,
palabras y realidad— para que paseen dentro del lector con otro vestido, con
otro complemento, con una marca nueva, como si abrieran ambas —palabras y realidad—
un diminuto cajón de un secreter escondido donde descansaba un manual de
instrucciones para comprender la cara oculta —ni siniestra ni triste ni
amenazadora, simplemente dormida— de ambas: realidad, palabras.
Doy gracias en
silencio y sonriendo a Alena a quien leí la primera reseña de este libro. Ese
terremoto de emoción sólo podía entrañar un mensaje: «Amando, no es que sea conveniente que compres el libro,
es necesario, mejor dicho, obligatorio».
Por si esos compases
de metal y percusión que abrillantan la sinfonía no fueran bastante, que lo
fueron, en pocos días —mi libro, aún dormido y bien protegido, ya cruzaba
carreteras en un furgón camino de su nueva casa—, como ecos, leí otras dos
reseñas sobre el mismo libro. Una de ellas tomó vuelo desde una de las cátedras
donde se engola la voz tras un micrófono de onda expansiva casi nuclear desde
donde algunos pontífices con mano firme, aunque a veces no muy limpia —creyendo
que imitan el postrer gesto de la divinidad en el último día—, imparten
justicia y dictaminan con la prosopopeya campanuda del argot profesional quién
es digno de salvación o de condena.
Todas, como si
fueran espejos, coincidían en el mismo tema. Todas me empujaban a lo mismo;
pero había sido la primera emoción, la que supo transmitir Alena, la que había
impulsado mi decisión, ésta sí, inapelable. Ciertos asuntos es menester que no
se olviden.
El silencio del sábado y la nieve
ilumina la amanecida. La superficie canta, por una vez, con notas de soprano,
mientras que en las nubes ronronean con pereza las últimas corcheas de los
barítonos oscuros. El silencio del sábado y la nieve.
Bajan los vecinos
—ataviados de paseantes de tundras— con la perra, que salta en cabriolas casi
verticales a cabecear la nieve que él lanza desde el capó de uno de los coches
aparcados frente a nuestra casa.
El silencio del
sábado y la nieve…
Repaso la semana, casi en
diagonal. A mí regresan, como tantas veces, las palabras de Gerardo Diego.
Desde que las leí hace ya muchos años, y que luego recogió también Luis García
Montero en el prólogo de una selección de su obra realizada por El País bajo la dirección de Caballero
Bonald, sino flojea mi memora. Estas palabras, digo, se me clavaron como si
fueran un lema de mí mismo, casi como un retrato:
«Yo no soy responsable de que me atraigan simultáneamente el
campo y la ciudad, la tradición y el futuro; de me encante el arte nuevo y me
extasíe el antiguo; de que me vuelva loco la retórica hecha y me torne más loco
el capricho de volver a hacérmela —nueva— para mi uso particular e
intransferible. Hay horas para explorar por esos mundos y horas para encerrarse
a solas con sus recuerdos».
Si el poeta cántabro
se refería a su capacidad líquida de escribir en cualquier registro, uno sólo
se refiere a sus gustos, a que soy capaz de disfrutar con la misma pasión del
café, del vino o del agua fresca y cristalina. Siento que la escritura —como el
mundo, como los humanos— es más poliédrica que un diamante, y que todas sus
caras son hermosas y brillantes si están bien pulidas, si el orfebre que las
trabajó con su scaife hizo de su tarea algo así como una plegaria de dedos y
cariño… Más aún, siento que si alguna de ellas se resquebrajara, el conjunto
perdería algo irremplazable.
Algunos dirán que
mis gustos son como aquellos niños de nuestra infancia cuyas madres llamaban culos de mal asiento, esos saltimbanquis
que nunca permanecían más de dos minutos en el mismo sitio o haciendo la misma
cosa —ahora les dicen hiperactivos, con lo que los psicólogos tienen la tarea
que antes tenían las plazas o jardines donde las criaturas desfogaban su
vitalidad; pero esto es otra historia—.
Pudiera ser… Quizá
sea eso, tengo gustos hiperactivos.
¿Y…?
¿Es que uno sólo se
alimenta de verdura, o sólo come carne —al punto, poco hecha o muy pasada, ni
esto nos ponemos de acuerdo—, o sólo ingiere pasta cocinada del mismo modo? ¿Se
podría vivir mucho comiendo todos los días una ración de cochinillo asado, a
pesar de su exquisitez? ¿Es que uno sale a la calle cada día con la misma
camisa?