Llueve con la intensidad que se
le supone a estas fechas. Aunque hoy no vaya al trabajo, he salido de la cama a
la misma hora y con la premura cotidiana. Desde que al principio de la mañana
me he sentado al ordenador para hacer lo que anoche no tuve tiempo, compruebo que,
más que llover, la jornada construye una muralla para defenderse de las flechas
del amanecer con pilares de agua. Llueve casi con urgencia, como si las nubes
tuvieran que cumplir a toda velocidad un encargo recibido con premura. Hace lo
que debe, es un himno acuático que evitará lamentaciones en unos meses o quizá
semanas.
Sin embargo nos quejamos
porque suenen sus acordes, porque lleve tantas horas complicándonos los
desplazamientos.
En el fondo pocas veces
se abandona cierta esquina infantil del alma. Ésa a la que nunca le entran
agujetas por repetir insaciablemente el mismo ejercicio: la autocontemplación.
Aunque se diga tal o cual cosa a quien escuche, casi siempre es una pose,
porque el verdadero centro del universo no es el sol ni la tierra ni siquiera
el país o la ciudad en que se habita… El verdadero centro insustituible del
Universo es uno mismo, su mismidad y circunstancias. Y si, por un poner, la
lluvia no respeta alguna trascendente actividad, el agua se torna objeto de
murmuración y maledicencia.
Acaso Narciso fuese más
noble que nosotros, pues no andamiaba de excusas sus gestos, y si no había
nadie tan bello como él, qué mejor cosa, entonces, que contemplarse sin
descanso, sin desmayo.
Vengo contento de la
presentación del libro de Santiago López Navia. Por suerte, y por sus
reacciones, deduzco que no he andado excesivamente desatinado en mis
comentarios.
Uno nunca termina de
tener muy claro si se queda corto o se excede en la celebración ante un libro que
le ha gustado, y le pudiera servir como un traje hecho a medida para afrontar
ciertas escaramuzas de la vida. Procuro, aunque no sé si siempre lo consigo, no
pecar por exceso, pero tampoco ser escaso como sombra al mediodía. Siento que
el elogio excesivo —por merecido que fuere— daña más que beneficia; pero no
mostrar el aprecio que se siente, puede dar la impresión de frialdad o alejamiento
o que uno oculta defectos que no se deben sacar a la luz. En este caso todo ha
sido más simple, porque mis palabras, una vez leído Arte nuevo, intentaron afinarse en el tono del libro, tan próximo a
la conversación pausada, casi reflexiva, en el que las desmesuras estridulan como
maullidos de gatos o golpe que resquebraja y hace añicos unos vasos.
El acto ha servido para un
reencuentro, aunque muy breve, con algunos apasionados de la poesía (Norberto,
Jesús, David, Pepe, Apuleyo, Saturnino, yo mismo) quienes, a pesar de la
vecindad —tan próxima en Segovia—, nos vemos de ciento en viento. La vida se
complica o nos la complican o nos la complicamos en exceso y cada uno debemos
desmadejar nuestro ovillo, cuyo entramado se enreda con más facilidad de la que
desearíamos. Por un momento, al final del acto, mientras SLN firmaba ejemplares,
nos hemos apiñado alrededor de la mesa en que anotaba, pero cada uno tiene su
camino por recorrer, y en este laboreo, los surcos se trazan en silencio y
soledad.
Apuleyo nos ha comentado
que la próxima semana presentará allí mismo su último poemario que le edita
Emilio Pascual, a quien hace tiempo que no veo. David también me ha dicho que
el viernes presenta el suyo en Entre
Libros. Según me ha dicho, algo formal comparte con Quizá un martes de otoño; parece que se trata de un largo poema que
discurre a lo largo de una jornada. Su título lo aclara bien, Un día en la vida de Nadie. Espero que
nada me impida asistir al acto.
También he conocido al
editor de Vitrubio, Pablo Méndez —que
ha resultado ser un enamorado de la ciudad—. Antes de iniciarse la presentación
propiamente dicha, hemos charlado sobre su trabajo y me ha parecido apasionado por
él y —a pesar de su juventud— sabe lo que se trae entre manos, porque tiene
claro que la tarea de sacar a la luz poemarios es sembradura cuyos frutos, si
es que se ven, resplandecerán a medio plazo. Y hemos hablado de María Luisa
Mora, autora que tiene en su catálogo, y que tanto aprecio. No sé si le ha
sorprendido o no que la conociera, lo que sí he percibido es que se le
iluminaba el rostro. Se le notaba orgulloso de publicarla. De hecho me ha
contado que ya han hecho una edición de su obra completa. Espero que pronto me
llegue a casa para poder disfrutarla.
Afuera hacía frío —mucho
frío—, pero casi no lo he notado, pues mi interior paseaba caldeado por las
calles semivacías a las nueve de la noche. Ni siquiera me ha importado llegar
casi al final del partido de la selección de fútbol… Aunque no he podido evitar
contemplar la mezquindad de patio de colegio sin justificación de nuestro
combinado, ante una situación que no ofrece posibilidad alguna de
interpretación, salvo concesión magnánima del contrincante.
A veces uno necesita detenerse.
Contemplar con perspectiva. Entonces se le ocurre una bobada y se pone manos a
la obra como si hubiera encontrado la piedra filosofal.
Una jornada invertida,
pero de huella invisible; en cualquier caso, prescindible.
Me miraban sus ojos con niebla de
melancolía, mientras rememoraba lo sucedido en su familia durante el pasado
verano. Algo oí a principios de año de su madre, un accidente, una larga
convalecencia; pero desconocía por completo lo de su padre.
Aunque en ocasiones
parezca cuestión de cierta literatura banal, es ciertísimo que las parejas
veteranas en el tiempo acaban soldándose con tal intensidad que la desaparición
de uno, aunque sea por una convalecencia larga como una cordillera, puede
precipitar el último declive, sobre todo si el convaleciente era quien tenía la
misión de ser muleta sobre la que se equilibrara quien se siente, de pronto,
abandonado y desprotegido, solo e inerme.
Quizá ocurra lo mismo que
cuando se está a punto de recibir a un hijo, y sólo ve mujeres embarazadas por
la calle, el caso es que tengo la sensación de que nuestra sociedad está
saturada de personas de avanzada edad con problemas mentales propios de la
degeneración lógica del organismo, sin más. Ahora que serían tan necesarios los
dineros para intentar paliar y anticipar lo más posible esta tendencia normal
del cuerpo, quienes nos dirigen siguen a lo suyo, gastando únicamente en
intentar parchear el dolor que nos atraviesa a tantos, lo que está bien y es
preciso; sin embargo esquilman la inversión en una mirada un poco más allá, un
poco más lejos, intentando anticiparse al dolor venidero, al sufrimiento, por
ejemplo, de nuestros hijos.
Si la contemporaneidad ha
logrado alejar tanto el primero y el último paso de la existencia, por qué no
se dedica a que éste no venga precedido de tantos que acarrean tal calvario. Lo
que no se ve no existe, dicen. Prevenir evita que más tarde se vea el
sufrimiento y la inversión pública en intentar paliarlo. El trabajo en los
laboratorios es secreto y lento y plagado de pequeños laberintos que lo
ralentizan. Lo otro se palpa. Son votos, al menos posibilidad de votos.
[Las nueve de la noche,
mientras se desplomaba el frío oscuro sobre nuestras cabezas, es hora
infrecuente, excepcional, para verme en la calle, pero necesitaba una sacudida
gélida en mi cabeza, después de pasar toda la tarde en casa. Al fin están los
muebles que elegimos en el lugar que les hemos preparado. Sin embargo no
contaba con el denso olor de maderas y pegamentos gritando como chiquillería
alborotada dentro del dormitorio… y de mi pituitaria que se ha convertido en
transmisora de tal intensidad de esencias a mis neuronas, como si chutase
balones con contundencia que siempre me golpeaban sin piedad].
Han entrado en casa seis poemarios
de un golpe, en un solo día. A la hora del desayuno he recogido de la oficina
de correos, el envío procedente de Sevilla con los últimos cuatro de la
colección Tierra de Ediciones Isla del Siltolá, Diario del poeta isleño de Toni
Montesinos, Tenebrario de Francisco
Silvera, Hojas secas mojadas de
Isabel Bono y Lugar y esquema de
Julián Cañizares Mata. (Ya falta menos, me digo, para el 16, para que los
rostros que surcan Los andamios de los
pájaros emprendan su vuelo y emitan sus sones canoros más allá de la
alacena de esta casa donde han crecido en estos últimos años).
En el buzón me esperaba
la segunda edición de El violín mojado de
Javier Sánchez Menéndez, ahora editado por Libros del Aire y con una
introducción de Rocío Fernández Berrocal.
Esta tarde, a última
hora, se ha presentado en Entre Libros
el primer poemario de David de la Cruz Montero, Un día en la vida de Nadie, bajo el sello de Edición Personal. A
pesar de llevar tantos años escribiendo, hasta ahora David apenas ha publicado.
Por lo que ha explicado Juancho en la presentación, es un largo poema dividido
en varias secciones donde se narra la jornada de un individuo tan anodino o
sobresaliente como cualquiera de nosotros. Como ya me anticipó el otro día, es
obvia la concomitancia con Quizá un
martes de otoño, aunque poco tengan que ver el uno con el otro. Mientras
hablaban, he pensado en que se vuelve a confirmar una de mis teorías. Es como
si una idea flotase en el ambiente, ecos de sonidos emitidos a una frecuencia
que sólo algunos radares captan.
Antes de ir a la
presentación del libro de David, he estado en la Academia de San Quirce,
escuchando al maestro Adolfo Roval, quien estuvo en el ciclo “Razones poéticas”
que acoge la institución citada. Contó mucho del proceso de fundación y crecimiento
del Ballet Nacional de Cuba y su labor compartida con Alicia Alonso. También
iba allí para conocer in situ un proyecto que amadrina la Universidad de
Valladolid, una editorial cartonera, cuyos libros son elaborados por los
reclusos del Centro Penitenciario de Segovia, aunque a esto no he podido
quedarme, pues las horas de los actos se solapaban. Una frase del maestro
cubano de danza me da vueltas desde que la oí de sus labios. No es una frase
nueva, se ha dicho de muchos modos, pero escuchársela a uno de los grandes en
su labor, con ese convencimiento y con esa pasión, la torna poderosa, digna de
embaular en el corazón y que se haga sustancia del venero: “No hay milagros,
sino trabajo, mucho trabajo”.
Ahora, en casa, con los
seis libros sonriéndome, me digo que debería olvidarme de mi palabrería,
desenchufar el ordenador y dedicarme a la lectura como única actividad, al
menos durante las próximas dos o tres vidas… Pero sé que sólo se trata de una
fórmula retórica expresada en silencio apenas como una justificación o una vaga
promesa que, bien lo sé, ni intentaré cumplir. Además, no hay milagros, sino
trabajo, mucho trabajo.
Ha venido bien la reunión previa
para aclarar algunos extremos y ponernos de acuerdo en otros, todo esto
facilitará las cosas de cara al miércoles, cuando se decida el micro que
obtiene el premio que la librería Antares
tiene instituido a su costa y con su sólo esfuerzo.
Todavía me admiran estas
iniciativas, que son como sonrisas
Al final del encuentro me
he quedado charlando unos minutos con Blanca, los demás tenían otras
ocupaciones que atender. Le comentaba que, más allá de ciertos desencuentros,
el gremio de libreros de la ciudad es activo e intenta atraer al público —al
cliente— de manera lo más creativa posible: concursos, presentaciones,
talleres, blogs, cuentacuentos, exposiciones de ilustradores, clubes de
lectura, programas de televisión que recomiendan libros… incluso, a la sombra
de una de ellas, ha nacido una editorial centrada en asuntos segovianos.
Supongo que esta crisis
está golpeando a este oficio y negocio con más saña que a otros, porque, además
de lo común al resto —que sería ya durísimo—, se tiene que enfrentar a dos
batallas tan desequilibradas como que los zulúes tuvieran que protegerse de un
ataque nuclear; me refiero a la llegada imparable del libro electrónico, y a la
venta de libros en las grandes superficies, en general tomadas por los bestseller de los grupos editoriales más
potentes. Son guerras tan desiguales, que todos los augurios apuntan hacia la
derrota y extinción a medio plazo de la librería tradicional. Pero ellos han
decidido no amilanarse y contraatacan con las armas que mejor conocen: la
proximidad a los clientes y el afán de cierta innovación ofreciendo aquello que
el libro electrónico no puede dar, ni las grandes superficies ofrecer.
En mi fuero interno me
debato en una pelea conmigo mismo, pues uno de los lugares donde más disfruto
es en una librería, y en ninguna de las de Segovia me siento en lugar extraño,
al contrario, soy muy bien tratado y recibido. Pero al mismo tiempo sé que el
libro electrónico ha llegado para quedarse, para arraigar con la fuerza y vigor
de los conquistadores que imponen su ley tan destructiva, inapelable e
invencible. Respecto de las grandes superficies, la cuestión me afecta menos,
casi nada. Cuando voy a una de ellas, siempre me salto la sección de libros,
porque los veo apilados, como yogures o palés de galletas o cajas de verdura o
envases de huevos, en fin cualquier mercancía perecedera, tan efímera que hay
que buscar desde el principio su fecha de caducidad. Se me revuelven las
entrañas. Ya sé que tanto las editoriales más poderosas como las grandes
superficies ven a los libros como material fungible, pero con mi dinero —salvo
extrema urgencia— que no cuenten. Aunque mirado desde otra perspectiva, quizá no
les falta razón, pues la mayoría de bestseller
son menos duraderos que alguno de los productos que se ofrecen en el resto
de estantes, por ejemplo el café, que a mí me gusta más.