Cómplices

Lunes 18 a domingo 24 de noviembre de 2013

Llueve con la intensidad que se le supone a estas fechas. Aunque hoy no vaya al trabajo, he salido de la cama a la misma hora y con la premura cotidiana. Desde que al principio de la mañana me he sentado al ordenador para hacer lo que anoche no tuve tiempo, compruebo que, más que llover, la jornada construye una muralla para defenderse de las flechas del amanecer con pilares de agua. Llueve casi con urgencia, como si las nubes tuvieran que cumplir a toda velocidad un encargo recibido con premura. Hace lo que debe, es un himno acuático que evitará lamentaciones en unos meses o quizá semanas.
Sin embargo nos quejamos porque suenen sus acordes, porque lleve tantas horas complicándonos los desplazamientos.
En el fondo pocas veces se abandona cierta esquina infantil del alma. Ésa a la que nunca le entran agujetas por repetir insaciablemente el mismo ejercicio: la autocontemplación. Aunque se diga tal o cual cosa a quien escuche, casi siempre es una pose, porque el verdadero centro del universo no es el sol ni la tierra ni siquiera el país o la ciudad en que se habita… El verdadero centro insustituible del Universo es uno mismo, su mismidad y circunstancias. Y si, por un poner, la lluvia no respeta alguna trascendente actividad, el agua se torna objeto de murmuración y maledicencia.
Acaso Narciso fuese más noble que nosotros, pues no andamiaba de excusas sus gestos, y si no había nadie tan bello como él, qué mejor cosa, entonces, que contemplarse sin descanso, sin desmayo.

Vengo contento de la presentación del libro de Santiago López Navia. Por suerte, y por sus reacciones, deduzco que no he andado excesivamente desatinado en mis comentarios.
Uno nunca termina de tener muy claro si se queda corto o se excede en la celebración ante un libro que le ha gustado, y le pudiera servir como un traje hecho a medida para afrontar ciertas escaramuzas de la vida. Procuro, aunque no sé si siempre lo consigo, no pecar por exceso, pero tampoco ser escaso como sombra al mediodía. Siento que el elogio excesivo —por merecido que fuere— daña más que beneficia; pero no mostrar el aprecio que se siente, puede dar la impresión de frialdad o alejamiento o que uno oculta defectos que no se deben sacar a la luz. En este caso todo ha sido más simple, porque mis palabras, una vez leído Arte nuevo, intentaron afinarse en el tono del libro, tan próximo a la conversación pausada, casi reflexiva, en el que las desmesuras estridulan como maullidos de gatos o golpe que resquebraja y hace añicos unos vasos.
El acto ha servido para un reencuentro, aunque muy breve, con algunos apasionados de la poesía (Norberto, Jesús, David, Pepe, Apuleyo, Saturnino, yo mismo) quienes, a pesar de la vecindad —tan próxima en Segovia—, nos vemos de ciento en viento. La vida se complica o nos la complican o nos la complicamos en exceso y cada uno debemos desmadejar nuestro ovillo, cuyo entramado se enreda con más facilidad de la que desearíamos. Por un momento, al final del acto, mientras SLN firmaba ejemplares, nos hemos apiñado alrededor de la mesa en que anotaba, pero cada uno tiene su camino por recorrer, y en este laboreo, los surcos se trazan en silencio y soledad.
Apuleyo nos ha comentado que la próxima semana presentará allí mismo su último poemario que le edita Emilio Pascual, a quien hace tiempo que no veo. David también me ha dicho que el viernes presenta el suyo en Entre Libros. Según me ha dicho, algo formal comparte con Quizá un martes de otoño; parece que se trata de un largo poema que discurre a lo largo de una jornada. Su título lo aclara bien, Un día en la vida de Nadie. Espero que nada me impida asistir al acto.
También he conocido al editor de Vitrubio, Pablo Méndez —que ha resultado ser un enamorado de la ciudad—. Antes de iniciarse la presentación propiamente dicha, hemos charlado sobre su trabajo y me ha parecido apasionado por él y —a pesar de su juventud— sabe lo que se trae entre manos, porque tiene claro que la tarea de sacar a la luz poemarios es sembradura cuyos frutos, si es que se ven, resplandecerán a medio plazo. Y hemos hablado de María Luisa Mora, autora que tiene en su catálogo, y que tanto aprecio. No sé si le ha sorprendido o no que la conociera, lo que sí he percibido es que se le iluminaba el rostro. Se le notaba orgulloso de publicarla. De hecho me ha contado que ya han hecho una edición de su obra completa. Espero que pronto me llegue a casa para poder disfrutarla.
Afuera hacía frío —mucho frío—, pero casi no lo he notado, pues mi interior paseaba caldeado por las calles semivacías a las nueve de la noche. Ni siquiera me ha importado llegar casi al final del partido de la selección de fútbol… Aunque no he podido evitar contemplar la mezquindad de patio de colegio sin justificación de nuestro combinado, ante una situación que no ofrece posibilidad alguna de interpretación, salvo concesión magnánima del contrincante.

A veces uno necesita detenerse. Contemplar con perspectiva. Entonces se le ocurre una bobada y se pone manos a la obra como si hubiera encontrado la piedra filosofal.
Una jornada invertida, pero de huella invisible; en cualquier caso, prescindible.

Me miraban sus ojos con niebla de melancolía, mientras rememoraba lo sucedido en su familia durante el pasado verano. Algo oí a principios de año de su madre, un accidente, una larga convalecencia; pero desconocía por completo lo de su padre.
Aunque en ocasiones parezca cuestión de cierta literatura banal, es ciertísimo que las parejas veteranas en el tiempo acaban soldándose con tal intensidad que la desaparición de uno, aunque sea por una convalecencia larga como una cordillera, puede precipitar el último declive, sobre todo si el convaleciente era quien tenía la misión de ser muleta sobre la que se equilibrara quien se siente, de pronto, abandonado y desprotegido, solo e inerme.
Quizá ocurra lo mismo que cuando se está a punto de recibir a un hijo, y sólo ve mujeres embarazadas por la calle, el caso es que tengo la sensación de que nuestra sociedad está saturada de personas de avanzada edad con problemas mentales propios de la degeneración lógica del organismo, sin más. Ahora que serían tan necesarios los dineros para intentar paliar y anticipar lo más posible esta tendencia normal del cuerpo, quienes nos dirigen siguen a lo suyo, gastando únicamente en intentar parchear el dolor que nos atraviesa a tantos, lo que está bien y es preciso; sin embargo esquilman la inversión en una mirada un poco más allá, un poco más lejos, intentando anticiparse al dolor venidero, al sufrimiento, por ejemplo, de nuestros hijos.
Si la contemporaneidad ha logrado alejar tanto el primero y el último paso de la existencia, por qué no se dedica a que éste no venga precedido de tantos que acarrean tal calvario. Lo que no se ve no existe, dicen. Prevenir evita que más tarde se vea el sufrimiento y la inversión pública en intentar paliarlo. El trabajo en los laboratorios es secreto y lento y plagado de pequeños laberintos que lo ralentizan. Lo otro se palpa. Son votos, al menos posibilidad de votos.
[Las nueve de la noche, mientras se desplomaba el frío oscuro sobre nuestras cabezas, es hora infrecuente, excepcional, para verme en la calle, pero necesitaba una sacudida gélida en mi cabeza, después de pasar toda la tarde en casa. Al fin están los muebles que elegimos en el lugar que les hemos preparado. Sin embargo no contaba con el denso olor de maderas y pegamentos gritando como chiquillería alborotada dentro del dormitorio… y de mi pituitaria que se ha convertido en transmisora de tal intensidad de esencias a mis neuronas, como si chutase balones con contundencia que siempre me golpeaban sin piedad].

Han entrado en casa seis poemarios de un golpe, en un solo día. A la hora del desayuno he recogido de la oficina de correos, el envío procedente de Sevilla con los últimos cuatro de la colección Tierra de Ediciones Isla del Siltolá, Diario del poeta isleño de Toni Montesinos, Tenebrario de Francisco Silvera, Hojas secas mojadas de Isabel Bono y Lugar y esquema de Julián Cañizares Mata. (Ya falta menos, me digo, para el 16, para que los rostros que surcan Los andamios de los pájaros emprendan su vuelo y emitan sus sones canoros más allá de la alacena de esta casa donde han crecido en estos últimos años).
En el buzón me esperaba la segunda edición de El violín mojado de Javier Sánchez Menéndez, ahora editado por Libros del Aire y con una introducción de Rocío Fernández Berrocal.
Esta tarde, a última hora, se ha presentado en Entre Libros el primer poemario de David de la Cruz Montero, Un día en la vida de Nadie, bajo el sello de Edición Personal. A pesar de llevar tantos años escribiendo, hasta ahora David apenas ha publicado. Por lo que ha explicado Juancho en la presentación, es un largo poema dividido en varias secciones donde se narra la jornada de un individuo tan anodino o sobresaliente como cualquiera de nosotros. Como ya me anticipó el otro día, es obvia la concomitancia con Quizá un martes de otoño, aunque poco tengan que ver el uno con el otro. Mientras hablaban, he pensado en que se vuelve a confirmar una de mis teorías. Es como si una idea flotase en el ambiente, ecos de sonidos emitidos a una frecuencia que sólo algunos radares captan.
Antes de ir a la presentación del libro de David, he estado en la Academia de San Quirce, escuchando al maestro Adolfo Roval, quien estuvo en el ciclo “Razones poéticas” que acoge la institución citada. Contó mucho del proceso de fundación y crecimiento del Ballet Nacional de Cuba y su labor compartida con Alicia Alonso. También iba allí para conocer in situ un proyecto que amadrina la Universidad de Valladolid, una editorial cartonera, cuyos libros son elaborados por los reclusos del Centro Penitenciario de Segovia, aunque a esto no he podido quedarme, pues las horas de los actos se solapaban. Una frase del maestro cubano de danza me da vueltas desde que la oí de sus labios. No es una frase nueva, se ha dicho de muchos modos, pero escuchársela a uno de los grandes en su labor, con ese convencimiento y con esa pasión, la torna poderosa, digna de embaular en el corazón y que se haga sustancia del venero: “No hay milagros, sino trabajo, mucho trabajo”.
Ahora, en casa, con los seis libros sonriéndome, me digo que debería olvidarme de mi palabrería, desenchufar el ordenador y dedicarme a la lectura como única actividad, al menos durante las próximas dos o tres vidas… Pero sé que sólo se trata de una fórmula retórica expresada en silencio apenas como una justificación o una vaga promesa que, bien lo sé, ni intentaré cumplir. Además, no hay milagros, sino trabajo, mucho trabajo.

Ha venido bien la reunión previa para aclarar algunos extremos y ponernos de acuerdo en otros, todo esto facilitará las cosas de cara al miércoles, cuando se decida el micro que obtiene el premio que la librería Antares tiene instituido a su costa y con su sólo esfuerzo.
Todavía me admiran estas iniciativas, que son como sonrisas
Al final del encuentro me he quedado charlando unos minutos con Blanca, los demás tenían otras ocupaciones que atender. Le comentaba que, más allá de ciertos desencuentros, el gremio de libreros de la ciudad es activo e intenta atraer al público —al cliente— de manera lo más creativa posible: concursos, presentaciones, talleres, blogs, cuentacuentos, exposiciones de ilustradores, clubes de lectura, programas de televisión que recomiendan libros… incluso, a la sombra de una de ellas, ha nacido una editorial centrada en asuntos segovianos.
Supongo que esta crisis está golpeando a este oficio y negocio con más saña que a otros, porque, además de lo común al resto —que sería ya durísimo—, se tiene que enfrentar a dos batallas tan desequilibradas como que los zulúes tuvieran que protegerse de un ataque nuclear; me refiero a la llegada imparable del libro electrónico, y a la venta de libros en las grandes superficies, en general tomadas por los bestseller de los grupos editoriales más potentes. Son guerras tan desiguales, que todos los augurios apuntan hacia la derrota y extinción a medio plazo de la librería tradicional. Pero ellos han decidido no amilanarse y contraatacan con las armas que mejor conocen: la proximidad a los clientes y el afán de cierta innovación ofreciendo aquello que el libro electrónico no puede dar, ni las grandes superficies ofrecer.

En mi fuero interno me debato en una pelea conmigo mismo, pues uno de los lugares donde más disfruto es en una librería, y en ninguna de las de Segovia me siento en lugar extraño, al contrario, soy muy bien tratado y recibido. Pero al mismo tiempo sé que el libro electrónico ha llegado para quedarse, para arraigar con la fuerza y vigor de los conquistadores que imponen su ley tan destructiva, inapelable e invencible. Respecto de las grandes superficies, la cuestión me afecta menos, casi nada. Cuando voy a una de ellas, siempre me salto la sección de libros, porque los veo apilados, como yogures o palés de galletas o cajas de verdura o envases de huevos, en fin cualquier mercancía perecedera, tan efímera que hay que buscar desde el principio su fecha de caducidad. Se me revuelven las entrañas. Ya sé que tanto las editoriales más poderosas como las grandes superficies ven a los libros como material fungible, pero con mi dinero —salvo extrema urgencia— que no cuenten. Aunque mirado desde otra perspectiva, quizá no les falta razón, pues la mayoría de bestseller son menos duraderos que alguno de los productos que se ofrecen en el resto de estantes, por ejemplo el café, que a mí me gusta más.