Empieza el mes envuelto en
silencio, algo gris, aunque menos de lo que presagiaban hace unos días. Bien es
cierto que han ido alterando poquito a poco los pronósticos dulcificando las
expectativas. Hasta la temperatura se ha templado, como invitando a salir de las
casas, a no quedarnos dentro, a no dedicarnos a la introspección excesiva y
perniciosa.
Es buena —y poco
practicada— la meditación. Hablo ahora de algo desprovisto de ecos religiosos o
espirituales. Hablo de ese don que provoca la ebriedad del alma como dejó dicho Claudio Rodríguez, esa actitud tan necesario que consiste en
dejar que el mundo, a través de nuestra mirada, nuestro silencio,
nuestro respirar, se adentre en nosotros a su ritmo, despacio, con la cadencia
que le es propia y que nada tiene que ver con nuestros ritmos, mejor dicho con
nuestras prisas.
Pero a veces erramos,
y creemos que meditar es lanzarse tobogán abajo camino de la desesperación y la
melancolía. Digo melancolía en el sentido más estricto de la palabra griega,
esa bilis negra que tiende a destrozar el ánimo del individuo; no hablo de una
tristeza serena, otoñal, que nos torna especialmente sensibles. Quizá porque
nadie nunca nos ha enseñado a meditar, a contemplar el mundo, incluyéndonos
nosotros como parte de él, es por lo que odiamos tanto la soledad; quedarnos a
solas con nosotros mismos, sin otro sonido que el del latido de nuestro corazón,
se ha convertido en algo poco menos que quimérico en esta época en que vivimos.
Cada día son menos las personas que pasean sin algún cachivache que distraiga
su atención: la radio a través del móvil, un mp3 o un ipod cargado con música,
incluso aún veo a personas con esos viejos, pequeños y añorados transistores de
bolsillo.
En este principio de
mes, sin embargo, las costumbres —las nuestras y las anglosajonas, que se han
hecho globales y que Hollywod ha convertido en estúpidas— nos deberían empujar
a lo contrario. Deberíamos aprovechar para buscar nuestra esencia, es decir, el
camino hacia la felicidad que siempre empieza desde el reconocimiento de
nuestras limitaciones, entre las que se encuentra —y es común a todos— la
certeza de que en menos tiempo de lo que quisiéramos seremos un vago recuerdo
para nuestros hijos, un nombre para nuestros nietos y materia inorgánica para
el resto. Hablar de la muerte se ha convertido en el tabú más importante de
nuestros tiempos. Y sin embargo, después de haber nacido, es la única certeza
sólida e inquebrantable que se tiene. En España hemos pasado de un extremo a
otro. No hace tanto cualquier cosa hablaba de la muerte, y hacia la muerte como
abismo y castigo nos dirigían. Ahora, al paso marcado desde fuera, sucede lo
contrario.
¿Será otra
estrategia de los poderosos para conducirnos a la alienación y la mentira?
¿Para qué, entonces,
hundirnos en problemas, para qué dejarnos sabotear el ánimo por causa de
tribulaciones pasajeras, siempre pasajeras, y la mayoría de las veces incluso
efímeras?
Me ha telefoneado esta
mañana José Francisco, para darme otra alegría, respecto de Alas Rotas. Su versión en audiolibro ha
sido destacada por la plataforma donde está a disposición de cualquiera (Ivoox.com) y en muy poco tiempo, parece
que ha tenido muchas descargas.
No estoy
acostumbrado a los audiolibros. Aunque, quién sabe, lo mismo algún día es el
mejor modo que tenga para disfrutar de la literatura.
Hay una vieja máxima
que se extiende como la espuma entre la sociedad, pero que se corresponde con
una rigurosa mentira o, al menos, una imprecisión considerable.
A veces los asuntos
que han de resolver —o intentar resolver— los empleados públicos se convierten
en apasionantes, incluso podrían ser dignas situaciones para una novela o
relato.
Detrás de un parte puede haber una historia llena de cientos de meandros.
En ocasiones hay que
agradecer que falten datos, que uno deba empuñar el teléfono para aclarar
algunas informaciones. Entonces, de pronto, quizá, aparezca una historia.
¿Por qué este último afán
mío de leer tanto, de leer como si me persiguieran?
Creo que tiene que
ver con la necesidad de alimento para poder avanzar. He llegado a una situación
en la que por más que indago en mi interior, no encuentro esa idea o esa
historia o esa imagen que me permita embarcarme en una travesía, aunque sólo fuera
de cabotaje.
Con mucho tino, mi
razón y cuantos me quieren y saben de esta preocupación pretenden que no me
obsesione, que abra los ojos y espere, con esa actitud serena y calma de la
tierra que sabe que antes o después ha de llegar la lluvia que permitirá brotar
la hierba.
Pero los consejos,
incluso la razón de uno, no pueden con esa desazón casi irracional que día sí y
día también me atora el resuello del ánimo, por así decir.
Y cuando las horas
de la noche inician su vigilancia sobre el hemisferio, sólo deseo embarcarme en
algún texto ajeno, con la esperanza, no sé si vana o cargada de lógica, de
encontrar una idea, un cabo suelto, un mensaje sólo descifrable por mí, que sea
el empellón que necesitan mis dedos para levar anclas, desplegar todo el
velamen y poner proa hacia un puerto desconocido sabiendo únicamente el rumbo
que he de tomar.
Los nombres consagrados de la
literatura contemporánea, también escriben novelas fallidas. Por mucho que
tengan mil páginas y vengan precedidas por la aureola de su firma.
Hay un grado no
pequeño de insensatez en mí, con la pretensión de continuar la lectura cuando,
tras haber dado una oportunidad de más de cien páginas a la novela, termino sin
encontrar algo que me apegue el ánimo a su lectura. Nada. Ni un descubrimiento
formal o estructural en la manera de escribir que me obligue a leer con la
mente analítica de quien estudia para aprender y aprehender una técnica que
quizá en alguna ocasión se pueda incorporar a mi escritura, si es que alguna
vez encuentro la idea precisa; ni un tema que me invite a sumergirme con
atención en el relato, porque ayudará a que me forme una opinión más razonada
sobre él; ni un argumento que atrape mi deseo lector de disfrutar de una
historia, olvidándome del tiempo y de sus preocupaciones; ni una ristra de
emociones que me embarguen y se claven en mi interior para sentirlo vivo,
palpitante… En fin, esa literatura que, más allá de estilos o temas, explica
por sí sola la imperiosa necesidad que la humanidad tiene de escritores, esa
literatura que existe porque el ser humano es curioso y siempre le ha
apasionado entretenerse con las vidas ajenas, esa literatura que dispara las
ganas de mirar al mundo con otras pupilas.
Por fin ha llegado el día.
Su ilusión ha
desbordado todas las previsiones, y ha sido más eficaz para su salud que
cualquier tratamiento médico.
Tras un par de jornadas
de calor excesivo, casi agobiante para noviembre, se ha presentado un viernes
de aspecto plenamente otoñal, casi lo que uno va deseando para que el cuerpo no
se siente confundido e incomode a nuestra razón.
Cuando han vuelto de
Chañe, una vez concluido el acto formal de donación del cuadro, no hacía falta
preguntar, su gesto y su mirada rebosaban gozo como hacía años que no recordaba
en él. Uno diría que está muy orgulloso de lo que ha hecho.
Podría haber sido
todo más redondo, si se hubiera tomado con calma la jornada, pero eso ya
hubiera significado un milagro, y mejor no pedir un milagro para este tipo de
cuestiones, mejor reservar el cupo para otros asuntos.
En días así entiendo
por qué los estrategas cuidan con tanto esmero la retaguardia y la intendencia. Estoy encantado
de haber sido retaguardia, sin otra misión que estar junto a ella para que no
estuviera sola y ver pasar las nubes o caer el agua cuando alzaba los ojos de
las líneas del libro que leía.
No tiene culpa Mercedes
Pinto —la autora— ni la editorial, pero leyendo El fotógrafo de paisajes, cuyo
texto aplica las nuevas normas ortográficas de la RAE, me reafirmo en la
estupidez de algunas, en cuanto al modo de tildar las palabras, sobre
todo aquellos casos en que la tilde era —para mí lo seguirá siendo— una marca que
diferencia el significado, lo que, a mi modo de ver, debiera ser clave a la hora
de este tipo de modificaciones.
Mientras que la
editorial de Javier Marías, verbi gracia, no se permite cambiarle ni una de sus
tildes, aunque contravengan la norma aprobada por la institución a la que
pertenece —cuestión ésta con la estoy plenamente de acuerdo—, a MP no le queda
más remedio que cumplir. Quiera o no, que no es ahora la cuestión.
Se argumentó por
parte de los académicos defensores de esta estrambótica decisión que el
lenguaje tiende —como todo en el ser humano— a la economía de medios y, al
parecer, algunas tildes diacríticas son un exceso; se argumentó que el contexto
semántico de la frase sería más que suficiente para que el lector supiera o
pudiera discernir el significado al que se refería el texto escrito.
Todo muy moderno,
todo muy de catedráticos universitarios que, por así decir, no abandonan su
cátedra ni para echarse una cabezadita a la hora de la siesta. Sin embargo, el
ritmo de mi lectura se ha visto resentida en más de una ocasión, porque, de
pronto, mi entendimiento se tropezaba, perdía pie, porque mis ojos leían una
palabra sin su tilde y mi mente interpretaba otro tiempo verbal, un adjetivo en
vez de un adverbio o un pronombre…
Parece, no obstante,
que esta norma —tras las quejas que ha levantado, incluso entre los académicos—
ha quedado en recomendación, en una especie de consejo hacia el que todo
hispanohablante debe encaminarse.
Quizá todo sea
cuestión de tiempo, de que uno se acostumbre a pensar más mientras lee o
escribe, pero si, por ejemplo, leo «guio» así, sin tilde, ni
la del presente de indicativo, «guío» ni la del indefinido «guió» la comprensión sufre una zancandilla escandalosa: penalti y
tarjeta amarilla, como mínimo… Y por más que los señores académicos digan que
el pasado, en realidad, es un diptongo y, por tanto, la palabra es monosílaba y,
en aplicación directa de la norma según la cual, en español, las palabras
monosílabas no se acentúan, uno sigue negando la mayor, y es que «guió», no es «guío», ni mucho menos «guio»; es decir, la
conjugación de la tercera persona del singular del pasado simple del verbo
guiar es bisílaba, porque entre los fonemas [i] y [ó] un hiato divide la
palabra en un par de sílabas.
Como bien saben
quienes se dedican a la moda, un buen traje o un gran vestido puede verse
arruinado por culpa de un complemento excesivo o mal ubicado, por ejemplo unos
zapatos no lustrados, una corbata mal elegida, excesos con las joyas… Pero
también puede suceder por defecto. Ciertas tildes no son —como argumenta la RAE—
un ejercicio manierista o un virtuosismo excesivo de la ortografía. Son, ‘sólo’,
un andarivel para que el lector comprenda sin perder el ritmo en la lectura,
para evitar tropezones, para impedir la marcha atrás, que tanto enfada cuando
uno ha sido atrapado por una historia, ésta sí —la de Mercedes, digo—, con un
tema que me permite estar atento a cada uno de sus razonamientos, y con un
argumento que impide la distracción del lector. Una novela cuya autoría no
pertenece a un escritor de fama internacional; una novela de las que los
lectores aprecian, de las de toda la vida, aunque suceda en el siglo XXI… a
pesar de algunas tildes, aquéllas que aconseja eliminar la RAE.
Hemos vuelto a la iglesia
de Chañe. Tenía ganas M. de compartir con P., con sus hijos y conmigo el
resultado.
Aunque no se quiera,
es imposible no ver el cuadro. Según se entra en el templo, frente a la
puerta, sobre la pila bautismal, obra del siglo XII o XIII, según me ha
contado el párroco más tarde. Como abrazo de tiempo, la pieza más antigua de la
iglesia comparte ubicación con la más moderna, cerca de novecientos años, quizá
más, en el mismo espacio, que es el más adecuado para un cuadro cuyo tema es la
resurrección. Al fin y al cabo el agua del bautismo se bendice con el cirio
pascual, símbolo por antonomasia del resucitado.
Uno mira la imagen
pintada en la tabla de dos metros diez de altura por uno veinte de ancho,
suspendida sobre la pila, y de una ojeada comprende el misterio que irriga a
este sacramento, más allá de las creencias o increencias de cada uno. Quiero decir
que uno puede creer o no en lo que se representa, pero está muy claro el
significado de la figura de cuerpo entero y en pie rodeado por una mandorla de
luz. Jesús está cubierto por el sudario cruzado sobre el hombro izquierdo, con
los brazos abiertos y doblados por el codo mostrando las palmas de sus manos en
las que se perciben las señales de los clavos de la cruz, y deja al descubierto
el lado derecho del torso donde se aprecia, apenas como una tenue cicatriz, la
herida de la lanzada. Su mirada y el gesto de sus brazos hablan de acogida,
como si insinuara que nos acercáramos, como sin con este gesto y esta presencia
dijera: «¿Veis?, soy la Resurrección y la vida».
Luego, mientras llegaba
la hora de que empezara la misa, he recorrido la nave. La decoración del techo,
con hermosas yeserías del final del barroco en tonos blancos y crema, le dan un
aire vegetal, esbelto, luminoso, casi paradisíaco, casi abstracto. Sus dimensiones
—alto, ancho y largo—, la presencia no agobiante de imágenes —excepto en la
parte del cabecero—, así como su luminosidad reforzada por los colores que
predominan, le otorgan una sensación de amplitud aún mayor de la que tiene, que
no es poca. Una sensación que invita al sosiego, que parece apoyar la idea de
elevación. La talla de finales del XV de un crucificado de madera
policromada mayor que tamaño natural es la
obra escultórica más inspirada, junto con una virgen con un niño en brazos. Aunque
pasa desapercibida, tampoco conviene olvidarse de otra obra muy escasa
en la iconografía castellana: una escultura
que representa el busto de Dios Padre, situada en la parte superior del coro,
en lado del poniente, frente al altar mayor.
Y como si todo
hubiera sido preparado hasta el mínimo detalle por un guionista escrupuloso, la
liturgia de este domingo se centraba en la resurrección.