Tengo la impresión nada científica
y, además, refutable por cualquiera, de que el ímpetu por el que los humanos
avanzamos en tantos órdenes de la vida está anclado en el hondo desasosiego de
la especie, ese rescoldo de angustia que arde en nuestro interior y que impide
la armonía con cuanto nos rodea. Pocas cosas son suficientes para conformarnos
durante un tiempo sin orillas; en pocos días o semanas o meses nos empieza a
cansar hasta hastiarnos la monotonía de costumbres, horarios, gestos, repeticiones.
De la
insatisfacción más honda nacen no sólo los tedios y desasosiegos, sino las
inquietudes y los avances, porque si no buscásemos con verdadero afán, el
aburrimiento y el cansancio de lo inmóvil nos asfixiaría.
Sin
embargo, en algunas ocasiones tengo la sensación de que esta época ha acelerado
en exceso. Por el afán de lo nuevo, vivimos instalados en un futuro incierto, y
olvidamos respirar y abrazar el presente, siquiera brevemente, siquiera como
una fugaz imagen. Y si la continua repetición hastía y cansa, no disfrutar de
lo que se tiene, porque esperamos siempre algo mejor o distinto o nuevo, impide
que lo mejor del ahora se asome a nuestro paisaje.
No se lo plantea, no se lo
puede plantear; sin embargo actúa como si hubiera razonado. Y uno tiende a
pensar que quizá el verdadero proceso de los humanos no sea muy distinto al de
otros seres vivos que no pueden o no saben pensar, es decir, discernir con el
cerebro.
Como los
animalillos, ha sentido, de pronto, su ausencia a deshoras —a pesar de estar
advertida— y, como los animalillos, ha sentido inquietud, desasosiego, miedo. Aunque
uno intentara explicar que no tardaría mucho en regresar —menos de hora y media
han regresado de la consulta del médico—, algo incontrolable, ajeno a la
consciencia, le empujaba hacia la intranquilidad y la desconfianza, como si su
ausencia le produjera el mismo vértigo insuperable que asomarse a la cresta de un
abismo.
¿Somos
los humanos muy pretenciosos respecto de nuestras potencias y nuestra
superioridad con las demás criaturas? ¿No son, acaso, nuestras reacciones muy similares
a las suyas? Lo único que ha ocurrido durante la evolución de la especie, quizá
como mecanismo para la supervivencia, es que hemos aprendido a prolongar el
efecto provocado en nuestros organismos por las reacciones instintivas, al descubrir
que somos capaces de buscarles razones, de conjeturar sobre ellas.
La
alegría, el placer, el sufrimiento, el miedo, el dolor, el cansancio, la
tranquilidad, la pereza, el desánimo, los deseos, el sueño, las caricias… no
nacen de nuestra razón, sino de nuestros instintos inconscientes, de esa parte
del cerebro que, según los expertos, compartimos con los reptiles. Sólo más
tarde hemos sido capaces de controlarlos o explicarlos o cultivarlos de modo
tan sofisticado que hemos llegado al engreimiento.
Algo en
su interior perdura del pasado, algo que le une a su presencia, algo que
dinamita su tranquilidad cuando él sale fuera de casa y a deshoras.
Quizá sea capaz de escribir
algunas palabras cuyas cejas asomen a la emoción de algún lector. Quizá sea
capaz de que mis textos seduzcan lo suficiente a alguien para intentar que se
esparzan entre algún puñado de personas. Quizá sea capaz de hilvanar alguna
historia que, al menos, me entretenga mientras la voy tejiendo y ensamblando.
Quizá.
Sin
embargo soy incapaz de detener las lágrimas, sus lágrimas.
No sirvo
para lo único que en verdad importa, extender un horizonte despejado como
alfombra sonrisa para su ánimo.
Acaso ha
terminado un ciclo, y me corresponde ya abandonar el personaje que nunca debí
aceptar o del que me apropie indebidamente, acaso me corresponde interpretar el
verdadero papel de mi existencia.
Todavía
me resisto, pero ya empiezo a dudar si es que tengo razón en mi insistencia o
es tozudez inútil esta pretensión mía.
¿Pero,
me pregunto, suponiendo que dejara lo que sacia mi sed y mi hambre, cambiarán
en algo las cosas? Me asomo a la respuesta, y es obvia. Tan obvia, que me
convenzo de que renunciar a mí mismo sería hundir definitivamente y para
siempre esta embarcación en la que viajamos.
Quizá,
entonces, lo único seguro para que la barquichuela
de plata no zozobre en la tormenta, es que continúe remando sin desmayo,
confiado en que en el futuro llegará el buen viento que permita izar las velas.
De momento, en mitad de esta oscuridad, remar es la consigna, remar a pesar del
cansancio, remar a pesar de las lágrimas, remar a pesar de la ceguera.
Galeradas se
llamaban no hace tanto. Quizá se sigan llamando así, aunque no lleguen en papel,
bordeadas por las marcas para que la guillotina de la imprenta decapite lo que
sobra.
Se han
posado en una de las ramas de la bandeja de entrada del correo con una sonrisa
cálida de cuadros rosas, morados, anaranjados, blancos y grises, como un
resumen cromático de su contenido.
Cuando
lo he visto, casi como si fuera la ecografía de un bebé a punto del nacimiento,
la emoción ha hecho mella en mí. Como en los siete casos anteriores algo
especial se ha removido en mí.
No
quiero ni debo acostumbrarme a este sentimiento. No quiero que desaparezca de
mí la sensación de este instante en que, acaso por última vez, pueda sentir que
los versos aún son tan míos que puedo moldearlos un poco más, pulir un
centímetro de más, rellenar unos milímetros que quedaron un poco truncados. Dentro
de nada, dentro de apenas unos meses, volará, será ya independiente de mí,
alcanzará, al fin, una de las metas para las que nació.
Quizá no
exteriorice mis latidos del mismo modo que al principio, con Aquel sábado lluvioso o Quizá un martes de otoño —los libros que
otros editaron confiando en mis palabras—, al fin y al cabo uno ya sabe que el
futuro es una bruma que oculta el horizonte, pero continúo asombrándome de que
alguien apueste por mí, de que alguien que apenas me conoce decida incluir unos
latidos de mi corazón en el venero que recorre su obra editorial.
Ahora no
debo ponerme los anteojos de encontrar gazapos, no podría concentrarme y sería
inútil intentarlo. Divago por el texto, por los cuadritos de la portada (rosas,
malvas, anaranjados, grises, blancos). Sé que cuando acabe con ello, habrá
acabado un ciclo.
Pero no
importa, sigo esperando a que Rocinante decida que camino de la encrucijada
toma. Sé que no se detendrá, sé que es más inquieto que el cansancio.
Mi hija ha
recogido los dos envíos postales. Poemarios, más poemarios. Me llega el pedido
desde Tenerife de la editorial Baile del sol con el libro de Alejandro Palomas Entre el ruido y la vida y las obras
completas de María Luisa Mora que edita Vitrubio
bajo el título El pan que me
alimenta. ¿Quién, como María Luisa, pudiera izarse cada amanecer del lecho
para amasar, cocer y masticar un ramillete de versos como el pan sencillos,
esenciales, siempre compañeros inseparables de cualquier otro alimento…?
Al fin he
podido concretarle la propuesta. Hace una semana envié el asunto a una
dirección de correo que, de pronto, no era recibida por los mismos ojos
habituales, por lo que mis palabras —supongo— pasarían desapercibidas.
A pesar
de que el relente de las primeras horas de la noche ha decidido desportillarse
sobre nuestras cabezas a galope tendido, nos hemos acercado hasta la sede de Aida Books; cuando hemos alcanzado su
puerta, nos hemos encontrado con la sorpresa de que allí estaba todo
desmantelado.
Sí sabía
que andaban tras un nuevo local, pues éste no les resultaba el mejor por
espacio y por precio, pero todo lo demás ha sido una sorpresa.
Tampoco
sé —después de haber hablado por teléfono con la responsable del proyecto—, si
mi propuesta será acorde con sus pretensiones, y si armonizan ambas —mi idea,
sus planes— se podrá ejecutar de inmediato o habrá de esperar otro año, pero al
menos está hecha y ya no está en mis manos el asunto. Hay semillas que tardan
en madurar algún tiempo, si es que lo logran.
Hoy la muerte ha convertido
el día en jornada para pensar en que es mucho más lo que nos une que cuanto nos
diferencia, por más que los poderosos hayan asentado su dominio precisamente en
lo contario, o sea, convencernos de que las diferencias son la antesala del
conflicto y de la pérdida de nuestras prebendas.
No está
mal que de vez en cuando —aunque sea casi protocolario y un tanto falso—
alguien recuerde que la lucha contra el racismo (concretado en la guerra por
abolir el régimen del apartheid) fue
uno de los mayores actos de justicia y nobleza del ser humano, y más del modo
pacífico e integrador con que lo hizo Madiba.
Como
siempre es un poco lastimoso, que haya que esperar a la muerte del nonagenario
Mandela para que se hable de estas cosas.
Corremos
el riesgo de mirar sólo el pasado, esa historia reciente de un luchador
infatigable que fue capaz de vencer con las armas de la paz y la concordia. Alguien
debería usar su recuerdo tal que trampolín que impulse tantas batallas que aún
se deben librar para que la igualdad entre los humanos no sean deseos o sueños,
sino realidades tangibles, concretas y plasmadas en los hechos de cada día.
Los
seres humanos somos en esencia iguales, por tanto deberíamos estar en el
planeta en igualdad de condiciones y oportunidades. Las diferencias en todo
caso son de capacidades o actitudes individuales. Lo otro, son diversidades étnicas,
sexuales o culturales que por alguna razón, en vez de enriquecernos por su
pluralidad, han servido, sirven, para la explotación, el enfrentamiento o para
el desconocimiento —raíz de la discordia—.
Por el fragor de los
acontecimientos de la madrugada de hace una semana, no anoté algo que me
comentó David Benedicte, poco antes del inicio de la presentación del libro de
Jesús Pastor. El comentario concreto sobre Quizá
un martes de otoño queda para mí, aleteando intramuros de estas líneas, aunque
deje huella apenas visible del agradecimiento a quien protagonizó junto a David
la conversación en la feria del libro de Toledo.
Cuando
uno era aún más inexperto que hoy, pero osaba pontificar sobre cualquier tema
con la imprudencia propia de la ignorancia, estaba convencido de que los
editores eran avaros cuya codicia de buitres o hienas se había especializado en
los pobres escritores, que su único afán era ganar dinero a costa del esfuerzo
de los otros.
Quizá
haya algo de ello en algún caso, pero cada día lo dudo más. Más allá de sus
aciertos o sus yerros, los editores —no ejecutivos de una industria dedicada a
publicar libros— son una extraña especie cuyo afán, además de ganar dinero,
como cada uno hacemos con nuestro trabajo —si es que tenemos esa benditísima
suerte—, es dar a la luz libros que han escrito otros porque creen que esos
textos merecen la pena para quienes gustan de la lectura, y para ello, primero
arriesgan su capital; luego, si tienen suerte y encuentran el favor de los
lectores, podrán recibir los réditos.
Ahora
conozco a varios de ellos, pongamos que cinco o seis, y en cada caso el
denominador común no es la ambición económica, sino su amor apasionado por los
libros, por la literatura. De entre ellos, dos han confiado en mis versos sin
pedir nada, mejor dicho volcándose en su cuidado, en hacerlos crecer y
defenderlos allá donde van. Ya sé que es su tarea, y que en realizarla bien
descansa parte de la bonanza de su empresa, pero a uno no deja de sorprenderle
y emocionarle cuando le llegan ecos de palabras que sólo pudieron salir de corazones
convencidos.
Abrazada por el
universo, flotando sobre el espacio, tal que nuevo útero a la espera de volver
a ser alumbrada, desprotegida, como ha dicho M., en afortunada comparación que
ha emocionado a mi hermano.
En tan
pocos centímetros cuadrados la exactitud de los rasgos invisibles en la
precisión de los rasgos visibles, el miedo y la esperanza, el dolor y el atisbo
de la nueva vida.