Cómplices

Lunes 9 a domingo 15 de diciembre de 2013

Ya empiezan las preguntas en mi entorno sobre el cuento navideño de este año… Y a pesar de que he barajado algunas ideas —lo cual es mucho más que el año pasado—, al final creo que no lo voy a escribir tampoco. De hecho prácticamente estoy fuera de tiempo.
Es muy agradable, para qué negarlo, que varios compañeros y amigos lo estén esperando, aunque, por otra parte, cuando me lo recuerdan, siento que estoy fallando, que estoy siendo infiel a ellos, que lo esperan, y a  mí mismo, que quizá sea quien más lo necesite.
Me gustaría tanto que estas páginas hubieran adelgazado, incluso desaparecido durante estas últimas semanas porque estuviera enfrascado en un relato navideño.
Es el segundo año, después de dieciséis o diecisiete, en que no lo escribo y aunque haya alguien que no lo termine de creer, esta ausencia es una buena señal, la más evidente, de mi sequía.
Todo tiene explicación, desde luego; pero no me consuela.

Y aún así, soy lo suficientemente cabezota como para reincidir, para intentarlo una y otra vez, estrellándome sin remedio contra el mismo muro… Si en vez de ordenador, hubiese usado folios o un cuaderno, lo más probable es que hubiera llenado una papelera.

En ocasiones me he referido a la incomodidad que siento cuando leo determinadas críticas, reseñas o comentarios que buscan el enfrentamiento directo con tal o cual autor o autora.
No es lo mismo una crítica centrada exclusivamente en la obra o en la tarea, que aquella que se desliza hacia el ámbito de lo personal. Normalmente son ataques sutiles, casi entrelíneas, que hacen mucho daño, pues se cuelan como una puñalada asestada por arma invisible. Son veladas alusiones, afirmaciones que se caen como un descuido, como sin querer, entremedias de otras afirmaciones que se centran en la pura labor literaria, a veces tan sutil que podría intentar justificarse con algo así como un lapsus lingue, con el único problema de que está escrito y publicado, y de todos es sabido que lo escrito, escrito está.
Claro que uno no tiene todos los datos, ni siquiera algunos datos. Uno no puede saber por qué Fulano atacó así a Zutano, porque éste se lamenta del modo en que lo hace, o por qué Mengano, quien no fue invitado al convite, toma partido a favor de uno u otro por el sistema de atacar a uno de ellos. Será que siempre ha sido así, que el llamado mundillo literario sólo tiene algo de sentido si se sazona con este tipo de pendencias. Uno es alguien en esto de la literatura si, como dice una amiga, acude a la presentación de una ginebra con la excusa de un libro y, además, critica y/o es criticado por el color de los calcetines que usa; eso sí, sin una palabra malsonante, sin una frase cojitranca, sin que la sombra de lo chabacano adelgace un ápice el intenso brillo del lirismo, o —mejor aún— la inteligencia irónica de una metáfora que pudiera ser apadrinada por el mismísimo Gómez de la Serna.
Para la inmensa mayoría de los mortales, por suerte, semejante guirigay montado por autores y críticos es invisible, no existe. Si para esa inmensa mayoría ajena a estos asuntos, la bronca literaria —imparable y cotidiana, pero tan cansina—fuese notoria, los enfrentamientos verbales que se producen casi a diario en la mayoría de programas televisivos relacionados con las vísceras humanas serían apenas un aperitivo insípido.
En esta ocasión —con independencia de otras cuestiones—me pongo del lado del autor criticado, pues ni siquiera viene a cuento, ni traída por los pelos, semejante acusación que, sin embargo —y a pesar de la defensa que se ha hecho a sí mismo—, quedará en el imaginario de quienes siguen estas cuestiones (apenas unos centenares de lectores esparcidos a lo largo y ancho de la geografía nacional), porque quien golpeó primero lo hizo usando el mayor de los micrófonos posibles en estos asuntos, el más potente, el que más se escucha.
A veces uno se topa con la horma de su zapato, y quizá la razón de esta mezquindad sufrida, se deba a alguna de sus mordeduras previas que, aunque tienden a centrarse en lo ‘profesional’ exclusivamente, a veces pisan callos, sin duda dolorosos.

Las segundas pruebas ya están aquí. Reconozco que este asunto de la corrección de las galeradas es algo que me aburre bastante, pero cuando tenga el libro entre las manos y descubra alguna de las erratas que ahora se nos escapen —esta es la batalla perdida de cualquier edición, por más cuidadoso y puntilloso que uno sea—, me lamentaré por no haber puesto más interés en la tarea, por no haberme esforzado más, por no haber usado mil por cien mi atención en detectar a los polizones que usurpan la verdadera precisión de tal o cual vocablo de pronto trastabillado, confundido o directamente herido en las piernas, para mi vergüenza.
JSM me ha llegado a sugerir la aparición de otra mirada para que esta labor sea más efectiva.
Y uno, emocionado, vuelve a constatar que los amigos de verdad pocas veces fallan…
O ninguna.

Descubro en una de mis lecturas retrasadas de algún blog de los que suelo visitar, un enlace con una página de crítica o de reseñas de libros. Otra más. Muy bien escrita, diríase que con vocación de estilo, con afán no sólo de reseñar, resumir y, en el sentido más noble y limpio del término, criticar libros. Son reseñas escritas con ese detalle y esa morosidad de quien sabe que está en su casa y no tiene por qué ceñirse al espacio impuesto por otros. Alguien que está publicando no para quien quiere hacerse una leve idea o para cumplir con un trámite de obligado cumplimiento, sino para que el lector tenga una información relevante y razonada.
De la primera lectura saco dos conclusiones. La primera, la que más me satisface: a más espacio empleado en el artículo, más justicia para el escritor, más posibilidades para el matiz, más datos para el lector. La segunda conclusión es que quien comenta no se deja llevar por las modas o la actualidad, ni en los libros leídos ni en la ponderación de los autores. Incluso en aquellos que no son santo de su devoción es capaz de encontrar valores destacables, que ensalza sin que le duelan prendas. Esto no quiere decir que esté de acuerdo con sus opiniones, pues no he leído todos los libros que reseña ni algunos de sus criterios son los míos.

Leo (lo pretendo al menos) la noticia sobre el supuesto traductor al idioma de sordos de algunos de los discursos pronunciados durante el funeral de Nelson Mandela.
Debo haber accedido a una de las primeras informaciones aparecidas en castellano (¿?), porque la traducción del inglés es tan penosa que hasta quedan entre sus líneas palabras en tal idioma.
Alguien debía tener mucha prisa o supuso que nadie se fijaría en el texto y se conformaría con visionar el vídeo ilustrativo del artículo. La información escrita pasó (no del todo) por una máquina traductora, y el resultado fue una absoluta incomprensión de lo allí expuesto.
Casi hubieran sido preferible las palabras inglesas, mientras una persona capaz vertía a un castellano correcto y comprensible lo que allí se dice… Por suerte la noticia estaba en todos los medios, y algo llegue a entender de todo este lío.
Más allá de los cuestiones diplomáticas, políticas u organizativas, el tema de fondo —me parece— es la nula consideración con los sordomudos… y con quien está siendo interpretado a la lengua de signos.
Sin el lenguaje los humanos perderíamos, quizá, lo más esencial de nuestra especie, pues su nacimiento y evolución no es capricho azaroso, sino cumplida respuesta a la necesidad vital de comunicarnos. Y esto es así también para quien los sonidos son una quimera a la que no tienen acceso. Y es que el lenguaje humano es más, mucho más, que el vehículo a través del que se difunde.