Ya empiezan las
preguntas en mi entorno sobre el cuento navideño de este año… Y a pesar de que
he barajado algunas ideas —lo cual es mucho más que el año pasado—, al final
creo que no lo voy a escribir tampoco. De hecho prácticamente estoy fuera de
tiempo.
Es muy agradable, para qué negarlo, que varios
compañeros y amigos lo estén esperando, aunque, por otra parte, cuando me lo
recuerdan, siento que estoy fallando, que estoy siendo infiel a ellos, que lo
esperan, y a mí mismo, que quizá sea
quien más lo necesite.
Me gustaría tanto que estas páginas hubieran
adelgazado, incluso desaparecido durante estas últimas semanas porque estuviera
enfrascado en un relato navideño.
Es el segundo año, después de dieciséis o
diecisiete, en que no lo escribo y aunque haya alguien que no lo termine de
creer, esta ausencia es una buena señal, la más evidente, de mi sequía.
Todo tiene explicación, desde luego; pero no me
consuela.
Y aún así, soy lo
suficientemente cabezota como para reincidir, para intentarlo una y otra vez,
estrellándome sin remedio contra el mismo muro… Si en vez de ordenador, hubiese
usado folios o un cuaderno, lo más probable es que hubiera llenado una
papelera.
En ocasiones me he
referido a la incomodidad que siento cuando leo determinadas críticas, reseñas
o comentarios que buscan el enfrentamiento directo con tal o cual autor o
autora.
No es lo mismo una crítica centrada
exclusivamente en la obra o en la tarea, que aquella que se desliza hacia el
ámbito de lo personal. Normalmente son ataques sutiles, casi entrelíneas, que
hacen mucho daño, pues se cuelan como una puñalada asestada por arma invisible.
Son veladas alusiones, afirmaciones que se caen como un descuido, como sin
querer, entremedias de otras afirmaciones que se centran en la pura labor literaria,
a veces tan sutil que podría intentar justificarse con algo así como un lapsus
lingue, con el único problema de que está escrito y publicado, y de todos es
sabido que lo escrito, escrito está.
Claro que uno no tiene todos los datos, ni
siquiera algunos datos. Uno no puede saber por qué Fulano atacó así a Zutano,
porque éste se lamenta del modo en que lo hace, o por qué Mengano, quien no fue invitado al convite, toma partido a favor de
uno u otro por el sistema de atacar a uno de ellos. Será que siempre ha sido
así, que el llamado mundillo literario
sólo tiene algo de sentido si se sazona con este tipo de pendencias. Uno es
alguien en esto de la literatura si, como dice una amiga, acude a la
presentación de una ginebra con la excusa de un libro y, además, critica y/o es
criticado por el color de los calcetines que usa; eso sí, sin una palabra
malsonante, sin una frase cojitranca, sin que la sombra de lo chabacano adelgace
un ápice el intenso brillo del lirismo, o —mejor aún— la inteligencia irónica
de una metáfora que pudiera ser apadrinada por el mismísimo Gómez de la Serna.
Para la inmensa mayoría de los mortales, por
suerte, semejante guirigay montado por autores y críticos es invisible, no
existe. Si para esa inmensa mayoría ajena a estos asuntos, la bronca literaria
—imparable y cotidiana, pero tan cansina—fuese notoria, los enfrentamientos
verbales que se producen casi a diario en la mayoría de programas televisivos relacionados
con las vísceras humanas serían apenas un aperitivo insípido.
En esta ocasión —con independencia de otras
cuestiones—me pongo del lado del autor criticado, pues ni siquiera viene a
cuento, ni traída por los pelos, semejante acusación que, sin embargo —y a
pesar de la defensa que se ha hecho a sí mismo—, quedará en el imaginario de quienes siguen
estas cuestiones (apenas unos centenares de lectores esparcidos a lo largo y
ancho de la geografía nacional), porque quien golpeó primero lo hizo usando el mayor de los micrófonos posibles en estos asuntos, el más
potente, el que más se escucha.
A veces uno se topa con la horma de su zapato, y
quizá la razón de esta mezquindad sufrida, se deba a alguna de sus mordeduras
previas que, aunque tienden a centrarse en lo ‘profesional’ exclusivamente, a veces pisan callos, sin duda
dolorosos.
Las segundas pruebas ya
están aquí. Reconozco que este asunto de la corrección de las galeradas es algo
que me aburre bastante, pero cuando tenga el libro entre las manos y descubra
alguna de las erratas que ahora se nos escapen —esta es la batalla perdida de
cualquier edición, por más cuidadoso y puntilloso que uno sea—, me lamentaré
por no haber puesto más interés en la tarea, por no haberme esforzado más, por
no haber usado mil por cien mi atención en detectar a los polizones que usurpan
la verdadera precisión de tal o cual vocablo de pronto trastabillado,
confundido o directamente herido en las piernas, para mi vergüenza.
JSM me ha llegado a sugerir la aparición de otra
mirada para que esta labor sea más efectiva.
Y uno, emocionado, vuelve a constatar que los
amigos de verdad pocas veces fallan…
O ninguna.
Descubro en una de
mis lecturas retrasadas de algún blog de los que suelo visitar, un enlace con
una página de crítica o de reseñas de libros. Otra más. Muy bien escrita, diríase
que con vocación de estilo, con afán no sólo de reseñar, resumir y, en
el sentido más noble y limpio del término, criticar libros. Son reseñas escritas con ese
detalle y esa morosidad de quien sabe que está en su casa y no tiene por qué ceñirse
al espacio impuesto por otros. Alguien que está publicando no para quien quiere
hacerse una leve idea o para cumplir con un trámite de obligado cumplimiento,
sino para que el lector tenga una información relevante y razonada.
De la primera lectura saco dos conclusiones. La
primera, la que más me satisface: a más espacio empleado en el artículo, más
justicia para el escritor, más posibilidades para el matiz, más datos para el
lector. La segunda conclusión es que quien comenta no se deja llevar por las modas
o la actualidad, ni en los libros leídos ni en la ponderación de los autores.
Incluso en aquellos que no son santo de su devoción es capaz de encontrar
valores destacables, que ensalza sin que le duelan prendas. Esto no quiere decir que esté de acuerdo con sus opiniones, pues no he leído todos los libros que reseña ni algunos de sus criterios son los míos.
Leo (lo pretendo
al menos) la noticia sobre el supuesto traductor al idioma de sordos
de algunos de los discursos pronunciados durante el funeral de Nelson Mandela.
Debo haber accedido a una de las primeras
informaciones aparecidas en castellano (¿?), porque la traducción del inglés es
tan penosa que hasta quedan entre sus líneas palabras en tal idioma.
Alguien debía tener mucha prisa o supuso que
nadie se fijaría en el texto y se conformaría con visionar el vídeo ilustrativo del artículo. La información escrita pasó (no del todo) por una máquina traductora, y el resultado fue una
absoluta incomprensión de lo allí expuesto.
Casi hubieran sido preferible las palabras inglesas,
mientras una persona capaz vertía a un castellano correcto y comprensible lo
que allí se dice… Por suerte la noticia estaba en todos los medios, y algo
llegue a entender de todo este lío.
Más allá de los cuestiones diplomáticas, políticas
u organizativas, el tema de fondo —me parece— es la nula consideración con los
sordomudos… y con quien está siendo interpretado a la lengua de signos.
Sin el lenguaje los humanos perderíamos, quizá,
lo más esencial de nuestra especie, pues su nacimiento y evolución no es capricho
azaroso, sino cumplida respuesta a la necesidad vital de comunicarnos. Y esto
es así también para quien los sonidos son una quimera a la que no tienen
acceso. Y es que el lenguaje humano es más, mucho más, que el vehículo a través del que se difunde.