En el suplemento
literario de El Norte de Castilla, La sombra del Ciprés, del fin de semana
se habla del proyecto editorial de Páginas
de Espuma para publicar en cuatro años toda la obra narrativa breve de
Anton Chéjov.
Entre M. y yo hemos buscado el ejemplar con una
antología de cuentos del escritor que hace varios años descubrí en Círculo de Lectores. Mientras hacíamos
las pesquisas por las estanterías, porque tras el cambio de muebles la
colocación de los libros se ha alterado y aún no tengo memorizado del todo
dónde está cada uno, le comentaba a M. que hay tres libros de cuentos o relatos
que están en mi pensamiento para ponerme con ellos y que, sin embargo, van
sufriendo un retraso, un olvido, una época de pereza. Me refiero a la obra
completa de Medardo Fraile, una antología del cuento norteamericano y éste del
escritor ruso. «Tengo que dejar de
escribir y ponerme a leer», le he dicho, y como siempre que digo algo así, me ha mirado
con sus ojos bailando la danza del no, ni se te ocurra… Así que me he apresurado
a añadir, «pero no como castigo o por decepción, sino para aprender
algo, para poder seguir escribiendo».
Organización y eficacia para aprovechar el tiempo
deberían ser mis máximas, lo más inteligente y sanador, sobre todo para mis
balbucientes letras, una temporada de silencio, como un retiro a un balneario
de reposo donde se repongan y curen sus varias enfermedades.
Igual que el cuerpo avisa con síntomas, aunque a veces
no les hagamos caso porque son vagos, casi abstractos, y porque intuimos que
prestarles atención implicaría variaciones en hábitos que nos son queridos,
supongo que en otras cuestiones de nuestro ser el funcionamiento será similar.
Si uno fuera en verdad un
escritor, después de lo de hoy en la Plaza Mayor de Madrid, ya tendría para un
cuento navideño basado en hechos reales.
Hay una dificultad que salvar, conseguir que lo inverosímil
de la realidad parezca verosímil para lograr del texto un relato creíble y no
una fantasmagoría edulcorada propia de estas fechas mazapán. Ahí estaría el
reto del argumento, de la tarea del escritor.
También hay otra dificultad que tiene que ver con el
pudor de lo íntimo, con la vergüenza de que uno y quien más quiere, sean protagonistas,
pero esto me preocupa menos, algunas cosas son más fáciles de disfrazar que
otras.
No sé si habrá relato —parece imposible—, lo que vuelvo
a saber, porque vuelvo a confirmarlo, es que existen los milagros, y que estos
en muchas ocasiones adquieren el formato de relato navideño.
Y así, de pronto, toda la jornada ha cobrado una
perspectiva diferente, como si al cruzar un desfiladero siempre penumbroso,
tras una salida incierta, se bifurcara el camino y los ojos contemplaran un
horizonte abierto, amplitud de cuna y de luz para la mirada.
Hemos ido a Madrid, por variar, porque estaba previsto
que el próximo lunes M. se volvía a su casa, porque me gusta cazcalear por sus
calles en esta época, atravesarlas de una parte a otra sabiéndome ajeno a tanto
dolor y prisas como soportan sus vecinos y que nuestras pupilas podían deducir
de vez en cuando: mendigos, lisiados, hombres y mujeres disfrazados para vender
un globo o un décimo de lotería o conseguir una fotografía de un visitante dispuesto
a retratar cualquier cosa, hombres convertidos en anuncios, chicas apoyadas en
quicios de portales o comercios en esa actitud de espera poco disimulada, quizá
vigiladas de cerca por sus chulos… Y policía, mucha policía, incluyendo la
montada, sobre todo a partir del atardecer. Al menos tres parejas a caballo
hemos visto en Sol, en las proximidades del Palacio Real y subiendo la cuesta
frente al Senado.
Hemos caminado mucho. Eso es lo que fundamentalmente
hemos hecho. Princesa, Plaza España, Gra Vía, Callao, Preciados, Sol, Calle
Mayor, Plaza Mayor, calle Mayor, Sol, Montera, Gran Vía, Alcalá, Recoletos, Jorge
Juan, Colón, Serrano, Alcalá, Sol, Arenal, Sol, C/ Mayor, la Almudena, el Palacio
Real, Cuesta de San Vicente… A última hora, casi llegando a Príncipe Pío, nos
hemos cruzado y hemos saludado a JMP que, para mi agradable sorpresa me ha
ubicado en escasos segundos en el lugar adecuado de su recuerdo, lo cual es
mucho decir. Después de tanto callejeo matritense, al único ‘famoso’ a quien hemos visto ha sido a
un escritor…, como si hubiera muchos escritores famosos.
Llueve una lluvia menuda a
la que le cuesta alcanzar la tierra para acariciarla y nutrirla de su canto de
futuro y esperanza.
Hace apenas dos horas me abrazaba a Juan Carlos Pérez
Mestre tras la charla recital que se ha pronunciado en la Diputación. Arte,
estética y ética, algo sobre lo que viene reflexionando desde hace tiempo.
Más allá de la diferencia de estilos, más allá de modos
personales diferentes de concretar nuestros anhelos, me atrae la densa de
coherencia de su propuesta personal, la claridad moral con la que afronta su
tarea, esa decisión inquebrantable que le lleva a poner su voz al servicio del
ser humano en contra de los sátrapas, tiranos y mercaderes que convierten al
ser humano —o lo pretenden— en moneda de cambio, actuando como legislador de lo invisible, y no hago
más que transcribir sus palabras.
Así como en narrativa
es fundamental el punto de vista, la perspectiva de quien narra, para construir
un relato, supongo que en muchas otras cuestiones, también en política, el
lugar desde el que se cuenten las cosas hará que éstas que parezcan una cosa o
su contraria.
Me encuentro en esa ubicación donde no entiendo nada
sobre el tema del deseo de los nacionalistas catalanes de independizarse de
España. Sólo entiendo la tristeza que me provoca esta decisión que cada día me
parece un poco más monstruosa.
¿Por qué Cataluña no es España? No sé qué razón responde
a esta pregunta, más allá de una suerte de creencia que se ha extendido desde
hace unas décadas, salvo, quizá, el afán de su casta política para perpetuarse
en el poder y controlar los resortes económicos. Las razones fiscales, financieras,
económicas, culturales e históricas no son suficientes, pues todas ellas
encontrarían engranaje con la legalidad aún vigente.
Pero tampoco entiendo, y me produce la misma tristeza,
que, habiendo llegado las cosas a este punto, se criminalice la democracia. Es,
además de una manifestación subconsciente de los deseos de algunos gobernantes
de la casta política española, una torpeza estratégica monumental, cuyas consecuencias
serán exactamente opuestas a las que pretenden. No estaría de más que los
dirigentes se fijaran en cómo se llevan las cosas desde Londres respecto de las
pretensiones escocesas.
Sólo espero, a pesar de mi incomprensión y mi tristeza,
que, al menos, no se desemboque en algo de lo que todos nos tengamos que
lamentar. Muy por encima de territorios, himnos y banderas, están las vidas de
las personas. Cualquier vida. Cualquier persona.
Entre fiestas,
celebraciones y encuentros que se esquician en el horizonte, voy dando por
concluido este año al que apenas le faltan diez jornadas para colgar el cartel
de agotadas las localidades, por falta de
días.
Aprovecho parte de las mañanas de esta semana de
vacaciones para repasar estas páginas y me doy cuenta de que, muy a mi pesar,
he escrito mucho sobre eso que se tiende a llamar política —esta semana es una
prueba de ello—. No es fácil abstraerse de tanto golpe sufrido, de tanta decisión
que favorece a los de siempre, de tanto dolor concreto y encarnado sobre
individuos sorprendidos por ese temporal que no tiene aspecto de concluir
nunca, de la inquietud que provoca la proximidad cada día más evidente de las
fauces insaciables de la tormenta.
Probablemente sería necesaria una mirada más alejada y
con mayor perspectiva para evitar este desasosiego que se acerca con paso firme
e imparable, pero a veces me da por pensar que tal distanciamiento podría ser
sinónimo de resignación o dejación de funciones que nos llevaría a peores situaciones
de lo que ya estamos.
Las clases medias y los pobres carecemos de posibilidades
reales para alterar algunas decisiones. A veces ni siquiera el voto es la
herramienta, porque los partidos están más infectados de corrupción y nepotismo
de lo que parece, mejor dicho, de lo que quieren que parezca. Nos hacen creer,
para eso controlan la información, que lo que importa es el escaparate, es
decir, aquello que se ve en la tele o en las portadas de los periódicos cada
día.
Y no es verdad.
Lo que enseñan es menos que la parte de iceberg que
sobresale de la superficie del mar. Lo que verdaderamente importa, los
movimientos y decisiones relevantes se cuecen con discreción o en secreto, al amparo
de las sombras y bien revestidas de farragosas e inextricables leyes o normas
que nadie lee y, sin embargo, no estamos eximidos de cumplir.
El estado de derecho implica falta de arbitrariedad en
las decisiones públicas, esto supone —como es sabido— que antes de aplicar una
medida, ésta deba formar parte de una normativa escrita y publicada para
general conocimiento. Y esto es uno de los pilares fundamentales de cualquier
democracia, el modo en que tras muchos años de luchas —e incluso muertos— las
mujeres y los hombres nos hemos pretendido proteger de los caprichos de quienes
nos gobiernan.
Los poderosos se han dado cuenta de cómo funciona el
asunto —esto no es nuevo, ni siquiera reciente—, así que lo que han hecho, como
buenos depredadores, ha sido infiltrarse entre quienes tienen la potestad de
legislar. Pero lo hacen con la astucia que siempre les ha caracterizado.
A poca información que se tenga sobre el funcionamiento
de algunas cuestiones, se comprenderá por qué determinadas personas ocupan
puestos claves en los consejos de administración de determinadas grandes
corporaciones.
Así es muy sencillo explicar por qué las regulaciones
que afectan a algunas materias siempre van a favor del mismo viento. Al final
se produce lo que en biología se llama comensalismo. Cada uno sabe qué hacer en
cada caso, y en cada caso lo hace irreprochablemente.
De pronto, una mañana de diciembre nos encontramos de
bruces con el anuncio de una próxima y brutal subida en el recibo de la luz que
nos vaciará un poco más nuestros bolsillos. Todo esto unos días después de que
el PP se negara a aprobar en sede parlamentaria una ley que prohibiera a las
eléctricas el corte en invierno del suministro de energía eléctrica por impago.
Regulación que existe, por ejemplo, en Francia o Alemania, cuya energía es más
barata que la nuestra.
Pero nada es casual ni, mucho menos, inocente.
Estaría por apostar el título nuclear del próximo debate
que se abrirá en este país —probablemente tras la vuelta del paréntesis
navideño— para evitar la denostada subida de la luz, eso sí, con un nuevo
incremento en la factura de la deuda que entre todos hemos contraído con las
eléctricas, treinta mil millones de euros… ¿Cuántas generaciones serán
necesarias para devolver a las compañías lo que según normas inexplicables les
adeudamos?
En algún lugar de las
sagradas escrituras un profeta escribió: «Misericordia quiero,
no sacrificios».
Todo el mundo sabe qué es lo ideal, y la mayoría pretende
caminar en pos de ello. Pero algunas veces no es posible. Algunas veces la vida
se empeña en retorcerse hasta hacerse intransitable, dolorosamente intransitable.
En determinados casos convendría aplicar una vieja máxima: «A veces lo ideal es
enemigo de lo bueno». Convendría a algunos con responsabilidades de todo tipo,
bajarse de las poltronas o de los púlpitos, empaparse de calle y de dolor. Y
después, sólo después, tener conciencia de servicio a los ciudadanos y de
pastores que se desviven por atender
a la oveja herida, a la oveja atacada por el lobo, a la oveja que más sufre.
Porque quien necesita de médico
no es el sano, sino el enfermo.
Sin embargo, en algún lugar de este planeta, algunos han
decidido que la legislación debe apostar exactamente por lo opuesto:
sacrificios, imposiciones, dolor, penuria, tristeza, Valle de lágrimas…, porque
ellos —tan sabios— conocen la voluntad de Dios y sus designios, siempre y en
cada caso, y, por supuesto, si volvieran a ser preguntados, arrojarían sin
dudar la primera piedra.