Cómplices

Lunes 23 a martes 31 de diciembre de 2013

Empiezan a circular listas de libros más leídos, más vendidos, que más han gustado a lo largo del año. Todo tipo de clasificaciones que se nutren de motivos o gustos o caprichos.
Nunca he hecho mucho caso a este despliegue. Como dice Aramburu en su blog, por más que se dediquen unas horas diarias a la lectura es imposible leer cuanto se edita. Probablemente si se editara la mitad, tampoco habría tiempo para hacerlo. Por tanto es imposible juzgar con ecuanimidad absoluta pues uno no conoce todos los libros, ni siquiera su diezmillonésima parte.
Aunque se conociera cada línea de cada volumen, tampoco sería justa la clasificación, porque salvo el criterio objetivo de ventas, los demás tienen más que ver con gustos o modas que con razones objetivas. Ni siquiera el dato de lo mercado es satisfactorio, pues para comprar, primero hay que conocer su existencia, y porque no vender nunca es sinónimo de torpeza o mediocridad, salvo que todos jugaran con idénticas oportunidades.
¿Por qué este afán de establecer comparaciones, clasificaciones, listas…? Quizá sea una cualidad imparable en el ser humano que necesita tener ordenado cuanto le rodea, o bien necesita el consejo de un nutrido grupo de congéneres para dar el paso y elegir, en este caso lectura; quizá sea un intento de rescatar del olvido algunos títulos de 2013 para que alguno quede en el futuro como señal de que este año también existió.
A pesar de todo, es imposible sustraerme a la lectura de esta ristra de títulos, para constatar tres cosas: a) no he sido ajeno del todo a las campañas publicitarias; b) he leído algunos de los títulos que aparecen, aproximadamente un tercio; y c) mis gustos no son tan dispares de los de la mayoría.

Se me hacía una subida imposible. Parecía una pendiente de noventa grados, una pared vertical impracticable en cualquier caso.
Y la tranquilidad con la que me he sentido disfrutando de una comida en la cocina antes de la dos de la tarde, no la podría haber mejorado el chef más brillante, ni el restaurante con más estrellas.
Elegir es, además de renunciar a algo, encontrarse con un premio, en este caso, el premio tiene forma de latido a ritmo lento.
Por una vez la ventisca de nieve no era metáfora de nada que me ocurriera, era simple fenómeno meteorológico, o ilustración apropiada para un día de Navidad.

La estación del AVE de Segovia me causa sensaciones contradictorias. Me encanta y aplaudo que mi ciudad disponga —aunque no sea muy próximo a su casco urbano— de una estación que permite la comunicación con tantos lugares, algunos de ellos impensables hace un puñado de años; en fin, una prueba de que el progreso, en este caso ferroviario, no ha llegado con retraso. Sin embargo me parece una construcción desangelada o excesiva, alejada de las proporciones que podría definir como humanas.
Ya sé que están estudiadas y su edificación es la respuesta material y concreta a unas necesidades testadas al detalle por los técnicos que llevan años construyendo esta red imprescindible.
Sin embargo —y este pensar quizá nazca como opinión fruto de error o melancolía—, prefiero las estaciones de siempre donde se han habilitado las líneas necesarias para la alta velocidad, como Oviedo o Valladolid, incluso Chamartín y Atocha, aunque a las madrileñas se les haya adosado la contemporánea del AVE y sea independiente de la tradicional; al menos la nueva terminal no está aislada, como animal solitario y jadeante.
No me gusta Guiomar, no me gusta Delicias, no me gusta Santa Justa… Y eso que la zaragozana y la sevillana forman parte de la urbe… Estar en Guiomar una noche de frío de Navidad en medio de la estepa castellana, casi al pie de la sierra (viento, temblor y nieve, el tren y sus vagones avanzan), puede disparar la imaginación hacia un relato de terror, y más si el autobús que debiera acercarnos a Segovia, no aparece, no aparece, no aparece…

Para ponerme al día con los correos electrónicos he necesitado un par de horas, casi. Y además mis respuestas han sido tan lacónicas y llenas de poco lustre que significan lo mismo que el silencio.
Como en tantas ocasiones, me revolotea en la cabeza una pregunta: ¿en qué se me van las horas, los días, las semanas?

Sé que en la biblioteca no se puede hablar por el móvil, pero no podía dejar de contestar a Anabel Consejo Pano. Hacía unos minutos que la había llamado, justo a la salida de Correos, una vez que hube leído la carta y la dedicatoria que acompañaban al libro, a Beatriz.
Conozco el texto desde hace varios meses, pero no es lo mismo leerlo tras la pantalla del ordenador que tenerlo en las manos. Las frases sobre el papel adquieren naturaleza diferente, acaso la verdadera, la esencial, la suya, tienen la consistencia de los seres vivos, mejor dicho, definitivos.
Además, en este caso, hay que añadir que los dedos de Anabel han estado en cada parte del proceso, desde que empezó a pensarlo, aún antes de escribir la primera frase, hasta el instante en que han estampado las ilustraciones, han cortado los pliegos del papel, han cosido sus páginas a la cubierta. Pocas veces podrá decirse mejor que el escritor (escritora) es el autor (autora) del libro, porque su tarea no sólo se ha limitado a lo fundamental en un libro, su contenido, sino que ha sido la artífice del continente, tras el necesario y apasionante proceso de aprendizaje.
Mientras la escuchaba, percibía que todo este trabajo le ha llenado de energías y satisfacción. Un sueño acariciado durante largo tiempo que se ha ido concretando con la morosidad propia de lo que importa, evitando la precipitación.
Para poder leerlo había que desbarbar el extremo superior de sus páginas, quizá para que el lector, antes de hacerse cómplice del contenido del libro, que es lo habitual, también se hiciera copartícipe de la fabricación del volumen, en este caso un pequeño remate, aunque clave: poder pasar sus páginas para que el ejemplar pudiera cumplir con su misión. De esta tarea se ha encargado M, que tenía tantas ganas como yo de ponerse manos a la obra.
El libro —breve en lo dicho y muy amplio en lo que deja entrever y aventurar al lector— es de una intensidad poco habitual. Con técnica poco menos que fotográfica narra una historia fijándose en unos cuantos instantes fundamentales, despreciando los engarces entre uno y otro momento, de tal modo que tiene —como ella misma afirma— más de poemario en su concepción que de relato. Pero poco (me) importa la clasificación. Mientras lo leíamos, pensaba en que ha llegado a la esencialidad en muchas cosas, que ha sido muy valiente al contar lo que cuenta, pues ha buceado sin miedo hasta lo más escondido del dolor de una ruptura, único modo de encontrar la verdadera causa de ese terremoto interior que originó tanto sufrimiento.
Uno lee como si recorriera una exposición y a medida que avanza, descubre cómo la luz se anexiona territorios antes en penumbra. A la vez, sin necesidad de más explicaciones, elabora una historia donde encajan los momentos auscultados por su palabra certera dentro de frases que fluyen con la misma soltura con la que las nubes nadan en el cielo.

Anotaciones de frases, apenas suspiros, casi una leve ráfaga de pensamiento, sin más.
¿Qué otra cosa puede hacerse cuando la vida ha decidido que no necesita mis palabras, sino mis manos?
No conviene ir contra la existencia, su corriente es más poderosa que la de cualquier río, que la de todos los ríos.

Hay fechas con hechuras sólidas de mojón en una carretera, a pesar de que hoy sea un día de envoltura licuada o acuática. Sé que es algo absurdo, visto desde la perspectiva de la sucesión de los días, las semanas, las estaciones…, pero el ser humano parece arquitecto de este tipo de señales ya sean individuales, familiares o colectivas. Quizá necesite demostrarse continuamente que tiene memoria, quizá necesite recordar que el futuro es el tiempo al que se encamina.
Es 31 de diciembre, y el almanaque —trescientos sesenta y cuatro días más tarde— se ha deshojado y se antoja obligatorio echar la vista atrás.
Si un año en la vida de una persona es un tiempo suficiente para sentarse, echar una mirada hacia la sombra de la espalda, reflexionar e incluso —en algún caso— hacer propósitos de cara al nuevo año, para la estrella más próxima a la Tierra, después del sol, sólo es la cuarta parte de lo que necesita su luz para asomarse a nuestra atmósfera. ¿Entonces, qué significan mis anhelos, mis sueños, mis preocupaciones, mis melancolías, mis ilusiones, mis afanes…, comparados con el resto del universo?
Quedo en suspenso ante mi pregunta, pues en el fondo me pregunto por mi esencia. Sólo acierto a dar una respuesta, acaso insatisfactoria, pero es la que ahora columbro. Tanto afán es, en resumen, mi vida, la única de la que dispongo, la única que puedo intentar compartir con quienes han tenido la desdicha o la suerte de cruzarse conmigo.
Empezaba este año con estas palabras:
¿Será quizá este año, del que apenas pisamos sus umbrales, el del vértigo?
No quisiera subirme muchas veces a esa sensación, pero quizá es la que corresponda. Mejor irse preparando, por si acaso.
Después de que el planeta haya dado otra vuelta completa alrededor del sol —que no otra cosa es un año—, diría que, como adivino, incluso de lo personal, no valgo nada… Salvo que pueda referirme al vértigo íntimo, de ese continuo vaivén al que se ha sometido mi interior por unas u otras cuestiones que —más o menos— han ido quedando aquí apuntadas.
La ventaja de llevar un diario es que, al alcanzar estos miradores del camino no es necesario decir mucho más. Salpimentadas en sus páginas —las públicas, las aún secretas— aparecen los retales de los días.
Se escucharán en ellas ecos del dolor y sufrimiento colectivo. Un año que este país —sus gentes, quienes aquí vivimos, no sólo quienes aquí nacimos— no se merecía. No nos merecemos lo que tenemos, lo soportamos por culpa de engaños y zalemas. Sus decisiones no afectan a marcianos, ni siquiera a alemanes o rusos; nos afectan a nosotros que nos encontramos con las lágrimas de impotencia y desesperación de quien, de pronto, se asoma al abismo del paro a determinada edad. Por eso no perdonaré a estos zafios que nos gobiernan. Porque sus números y sus datos y sus mentiras maquilladas de capitalismo salvaje, han llevado el sufrimiento a muchas personas que quiero, a las personas que más me importan.
Quedarán reverberos de mis alegrías literarias, pues debería situar este 2013 en alto lugar de mi biografía. Es el año del primer libro individual, Quizá un martes de otoño, publicado por una editorial en el sentido estricto de la palabra: Unaria Ediciones, de Castellón. También en este año se ha confirmado que, en el que asoma ya su aliento, se publicará otro poemario, esta vez Siltolá, esta vez en Sevilla. He publicado una novela completa Alas rotas en formato blog que ha sido seguida y bien acogida por un grupo fiel e impagable de lectores; novela que ha merecido, además, una edición a modo de audiolibro y de la que he recibido un ejemplar hermosamente editado en papel. También habrá huellas de mi falta de tiempo, de mi falta de inspiración, de la ausencia de un proyecto nuevo entre manos…, aunque quizá sea un quejido vano e irreal.
Permanecerán, como hitos, reflejos de las lecturas que me han alumbrado y acompañado durante este tiempo, sobre todo los que más han servido para detenerme un tiempo, para esbozar un pensamiento, para anclar una idea, para extasiarme con la contemplación de algo bello.
Y, en fin, quedarán en pie algunas peripecias más íntimas, menos significativas, pero acaso más importantes para mí, pues, a la postre, la gota de agua que más importa a la brizna de hierba es la que la humedece y la alimenta.