Empiezan a circular listas de
libros más leídos, más vendidos, que más han gustado a lo largo del año. Todo
tipo de clasificaciones que se nutren de motivos o gustos o caprichos.
Nunca
he hecho mucho caso a este despliegue. Como dice Aramburu en su blog, por más
que se dediquen unas horas diarias a la lectura es imposible leer cuanto se
edita. Probablemente si se editara la mitad, tampoco habría tiempo para
hacerlo. Por tanto es imposible juzgar con ecuanimidad absoluta pues uno no
conoce todos los libros, ni siquiera su diezmillonésima parte.
Aunque
se conociera cada línea de cada volumen, tampoco sería justa la clasificación,
porque salvo el criterio objetivo de ventas, los demás tienen más que ver con
gustos o modas que con razones objetivas. Ni siquiera el dato de lo mercado es
satisfactorio, pues para comprar, primero hay que conocer su existencia, y
porque no vender nunca es sinónimo de torpeza o mediocridad, salvo que todos jugaran
con idénticas oportunidades.
¿Por
qué este afán de establecer comparaciones, clasificaciones, listas…? Quizá sea
una cualidad imparable en el ser humano que necesita tener ordenado cuanto le
rodea, o bien necesita el consejo de un nutrido grupo de congéneres para dar el
paso y elegir, en este caso lectura; quizá sea un intento de rescatar del
olvido algunos títulos de 2013 para que alguno quede en el futuro como señal de
que este año también existió.
A
pesar de todo, es imposible sustraerme a la lectura de esta ristra de títulos,
para constatar tres cosas: a) no he sido ajeno del todo a las campañas
publicitarias; b) he leído algunos de los títulos que aparecen, aproximadamente
un tercio; y c) mis gustos no son tan dispares de los de la mayoría.
Se me hacía una subida
imposible. Parecía una pendiente de noventa grados, una pared vertical
impracticable en cualquier caso.
Y
la tranquilidad con la que me he sentido disfrutando de una comida en la cocina
antes de la dos de la tarde, no la podría haber mejorado el chef más brillante,
ni el restaurante con más estrellas.
Elegir
es, además de renunciar a algo, encontrarse con un premio, en este caso, el
premio tiene forma de latido a ritmo lento.
Por
una vez la ventisca de nieve no era metáfora de nada que me ocurriera, era
simple fenómeno meteorológico, o ilustración apropiada para un día de Navidad.
La estación del AVE de Segovia
me causa sensaciones contradictorias. Me encanta y aplaudo que mi ciudad
disponga —aunque no sea muy próximo a su casco urbano— de una estación que
permite la comunicación con tantos lugares, algunos de ellos impensables hace
un puñado de años; en fin, una prueba de que el progreso, en este caso
ferroviario, no ha llegado con retraso. Sin embargo me parece una construcción
desangelada o excesiva, alejada de las proporciones que podría definir como
humanas.
Ya
sé que están estudiadas y su edificación es la respuesta material y concreta a
unas necesidades testadas al detalle por los técnicos que llevan años
construyendo esta red imprescindible.
Sin
embargo —y este pensar quizá nazca como opinión fruto de error o melancolía—,
prefiero las estaciones de siempre donde se han habilitado las líneas
necesarias para la alta velocidad, como Oviedo o Valladolid, incluso Chamartín
y Atocha, aunque a las madrileñas se les haya adosado la contemporánea del AVE
y sea independiente de la tradicional; al menos la nueva terminal no está
aislada, como animal solitario y jadeante.
No
me gusta Guiomar, no me gusta Delicias, no me gusta Santa Justa… Y eso que la
zaragozana y la sevillana forman parte de la urbe… Estar en Guiomar una noche
de frío de Navidad en medio de la estepa castellana, casi al pie de la sierra
(viento, temblor y nieve, el tren y sus vagones avanzan), puede disparar la
imaginación hacia un relato de terror, y más si el autobús que debiera
acercarnos a Segovia, no aparece, no aparece, no aparece…
Para ponerme al día con
los correos electrónicos he necesitado un par de horas, casi. Y además mis
respuestas han sido tan lacónicas y llenas de poco lustre que significan lo
mismo que el silencio.
Como
en tantas ocasiones, me revolotea en la cabeza una pregunta: ¿en qué se me van
las horas, los días, las semanas?
Sé que en la biblioteca no
se puede hablar por el móvil, pero no podía dejar de contestar a Anabel Consejo
Pano. Hacía unos minutos que la había llamado, justo a la salida de Correos,
una vez que hube leído la carta y la dedicatoria que acompañaban al libro, a Beatriz.
Conozco
el texto desde hace varios meses, pero no es lo mismo leerlo tras la pantalla
del ordenador que tenerlo en las manos. Las frases sobre el papel adquieren
naturaleza diferente, acaso la verdadera, la esencial, la suya, tienen la
consistencia de los seres vivos, mejor dicho, definitivos.
Además,
en este caso, hay que añadir que los dedos de Anabel han estado en cada parte
del proceso, desde que empezó a pensarlo, aún antes de escribir la primera
frase, hasta el instante en que han estampado las ilustraciones, han cortado
los pliegos del papel, han cosido sus páginas a la cubierta. Pocas veces podrá
decirse mejor que el escritor (escritora) es el autor (autora) del libro,
porque su tarea no sólo se ha limitado a lo fundamental en un libro, su
contenido, sino que ha sido la artífice del continente, tras el necesario y
apasionante proceso de aprendizaje.
Mientras
la escuchaba, percibía que todo este trabajo le ha llenado de energías y satisfacción.
Un sueño acariciado durante largo tiempo que se ha ido concretando con la
morosidad propia de lo que importa, evitando la precipitación.
Para
poder leerlo había que desbarbar el extremo superior de sus páginas, quizá para
que el lector, antes de hacerse cómplice del contenido del libro, que es lo
habitual, también se hiciera copartícipe de la fabricación del volumen, en este
caso un pequeño remate, aunque clave: poder pasar sus páginas para que el
ejemplar pudiera cumplir con su misión. De esta tarea se ha encargado M, que
tenía tantas ganas como yo de ponerse manos a la obra.
El
libro —breve en lo dicho y muy amplio en lo que deja entrever y aventurar al
lector— es de una intensidad poco habitual. Con técnica poco menos que
fotográfica narra una historia fijándose en unos cuantos instantes
fundamentales, despreciando los engarces entre uno y otro momento, de tal modo
que tiene —como ella misma afirma— más de poemario en su concepción que de
relato. Pero poco (me) importa la clasificación. Mientras lo leíamos, pensaba
en que ha llegado a la esencialidad en muchas cosas, que ha sido muy valiente
al contar lo que cuenta, pues ha buceado sin miedo hasta lo más escondido del
dolor de una ruptura, único modo de encontrar la verdadera causa de ese
terremoto interior que originó tanto sufrimiento.
Uno
lee como si recorriera una exposición y a medida que avanza, descubre cómo la
luz se anexiona territorios antes en penumbra. A la vez, sin necesidad de más
explicaciones, elabora una historia donde encajan los momentos auscultados por
su palabra certera dentro de frases que fluyen con la misma soltura con la que
las nubes nadan en el cielo.
Anotaciones de frases, apenas
suspiros, casi una leve ráfaga de pensamiento, sin más.
¿Qué
otra cosa puede hacerse cuando la vida ha decidido que no necesita mis
palabras, sino mis manos?
No
conviene ir contra la existencia, su corriente es más poderosa que la de cualquier
río, que la de todos los ríos.
Hay fechas con hechuras sólidas
de mojón en una carretera, a pesar de que hoy sea un día de envoltura licuada o
acuática. Sé que es algo absurdo, visto desde la perspectiva de la sucesión de
los días, las semanas, las estaciones…, pero el ser humano parece arquitecto de
este tipo de señales ya sean individuales, familiares o colectivas. Quizá
necesite demostrarse continuamente que tiene memoria, quizá necesite recordar
que el futuro es el tiempo al que se encamina.
Es
31 de diciembre, y el almanaque —trescientos sesenta y cuatro días más tarde—
se ha deshojado y se antoja obligatorio echar la vista
atrás.
Si
un año en la vida de una persona es un tiempo suficiente para sentarse, echar
una mirada hacia la sombra de la espalda, reflexionar e incluso —en algún caso—
hacer propósitos de cara al nuevo año, para la estrella más próxima a la
Tierra, después del sol, sólo es la cuarta parte de lo que necesita su luz para
asomarse a nuestra atmósfera. ¿Entonces, qué significan mis anhelos, mis
sueños, mis preocupaciones, mis melancolías, mis ilusiones, mis afanes…,
comparados con el resto del universo?
Quedo
en suspenso ante mi pregunta, pues en el fondo me pregunto por mi esencia. Sólo
acierto a dar una respuesta, acaso insatisfactoria, pero es la que ahora
columbro. Tanto afán es, en resumen, mi vida, la única de la que dispongo, la
única que puedo intentar compartir con quienes han tenido la desdicha o la
suerte de cruzarse conmigo.
Empezaba
este año con estas palabras:
¿Será quizá este año, del que apenas pisamos sus
umbrales, el del vértigo?
No quisiera subirme
muchas veces a esa sensación, pero quizá es la que corresponda. Mejor irse
preparando, por si acaso.
Después
de que el planeta haya dado otra vuelta completa alrededor del sol —que no otra
cosa es un año—, diría que, como adivino, incluso de lo personal, no valgo
nada… Salvo que pueda referirme al vértigo íntimo, de ese continuo vaivén al
que se ha sometido mi interior por unas u otras cuestiones que —más o menos—
han ido quedando aquí apuntadas.
La
ventaja de llevar un diario es que, al alcanzar estos miradores del camino no
es necesario decir mucho más. Salpimentadas en sus páginas —las públicas, las
aún secretas— aparecen los retales de los días.
Se
escucharán en ellas ecos del dolor y sufrimiento colectivo. Un año que este
país —sus gentes, quienes aquí vivimos, no sólo quienes aquí nacimos— no se
merecía. No nos merecemos lo que tenemos, lo soportamos por culpa de engaños y
zalemas. Sus decisiones no afectan a marcianos, ni siquiera a alemanes o rusos;
nos afectan a nosotros que nos encontramos con las lágrimas de impotencia y
desesperación de quien, de pronto, se asoma al abismo del paro a determinada edad.
Por eso no perdonaré a estos zafios que nos gobiernan. Porque sus números y sus
datos y sus mentiras maquilladas de capitalismo salvaje, han llevado el
sufrimiento a muchas personas que quiero, a las personas que más me importan.
Quedarán
reverberos de mis alegrías literarias, pues debería situar este 2013 en alto
lugar de mi biografía. Es el año del primer libro individual, Quizá un martes de otoño, publicado por una editorial en el
sentido estricto de la palabra: Unaria Ediciones, de Castellón. También en este año se
ha confirmado que, en el que asoma ya su aliento, se publicará otro poemario, esta
vez Siltolá, esta vez en Sevilla. He publicado una novela completa Alas rotas en formato blog que ha sido
seguida y bien acogida por un grupo fiel e impagable de lectores; novela que ha merecido, además, una edición a modo de audiolibro y de la que he recibido un ejemplar hermosamente editado en papel. También habrá
huellas de mi falta de tiempo, de mi falta de inspiración, de la ausencia de un
proyecto nuevo entre manos…, aunque quizá sea un quejido vano e irreal.
Permanecerán,
como hitos, reflejos de las lecturas que me han alumbrado y acompañado durante
este tiempo, sobre todo los que más han servido para detenerme un tiempo, para
esbozar un pensamiento, para anclar una idea, para extasiarme con la
contemplación de algo bello.
Y,
en fin, quedarán en pie algunas peripecias más íntimas, menos significativas,
pero acaso más importantes para mí, pues, a la postre, la gota de agua que más
importa a la brizna de hierba es la que la humedece y la alimenta.