Cómplices

Lunes 13 a domingo 19 de enero de 2014

Veinte. Para que esta democracia no se aleje aún más de su esencia y de su fin, es imprescindible y urgente que los políticos utilicen el lenguaje como lo que es: instrumento de comunicación y diálogo, y no escondan o adulteren la verdad mediante su continua prostitución.
La lengua de nuestros políticos es niebla y noche, veladura y trampantojo, sólo útil para ocultar la verdad y confundir al ciudadano. No es descabellado pensar que ellos necesitan de nuestra distracción y de nuestra ceguera. Sus discursos son oscuros, sus palabras a menudo inaccesibles, porque su deseo más ferviente es alejar a los ciudadanos de la política, desean no ser oídos cuando hablan, no ser seguidos cuando actúan, no ser descubiertos cuando legislan, anhelan convertirse en sombras, mejor, en furtivos que arramblan con la pesca en medio de la madrugada usando artes ilegales y esquilmando nuestro sustento.
Sin embargo, la lengua de la ciudadanía, además de libre y viva, desvela el mundo y revela el camino. Y esta es la verdadera lengua de una democracia auténtica, quizá el cemento que amalgame libertad, justicia e igualdad de oportunidades.

Veintiuno. Los sucesos de estos días, cuya yesca prendió en Burgos, confirman el hartazgo de muchas personas que se sienten cada vez más agredidos por los actos despóticos de quienes debieran estar a su servicio.
No puede ser casual este brote de furor.
Por más que uno esté en contra de la violencia en cualquiera de sus manifestaciones, cada vez será más complicado frenar estos actos, como vengo temiendo desde hace meses, pues cada día acrecen las personas que se acercan al abismo, por tanto con menos que perder, y que perciben como única salida a su desesperación actos de este tipo, a pesar de que sepan que están en inferioridad de condiciones.
Incluso he llegado a pensar que el motivo concreto que sirve de disparadero para el inicio de estos enfrentamientos es más bien simbólico, por más que afecte a la cotidianidad de muchas personas.
Soy de los que aún se cree que la democracia es ejercicio cotidiano, que las circunstancias pueden variar en un momento determinado, y es virtud esencial en un buen político saber extraer las conclusiones prácticas que exigen tales variaciones. Acaso la más importante de todas es escuchar a la ciudadanía, tratarla como tal y no como meros votantes (es decir sólo tenerlos en cuenta cada cuatro años), que acaso sea el sinónimo contemporáneo de súbdito.
Siempre es democrático manifestar oposición o desacuerdo. La violencia, sin embargo, en ningún caso es democrática, sino vasalla de la intolerancia.
Cualquier violencia.

Veintidós. Ha muerto Juan Gelman. Que resuene su palabra, no la nuestra arañando su recuerdo o diciendo lo que quiso decir sin acudir a su verbo. Que resuene su verso y no el recuerdo de quienes aún le visten con el traje que él mismo retiró de su almario y de su vida hace más de treinta y cinco años, de modo público e inconfundible:
Cuando alma y espíritu
y cuerpo sepan,
y la luna sea bella porque la amé
y el mundo esté parado al filo
de la memoria y
sangre la luz detrás
del baño de su gracia,
obligaremos al futuro
a volver otra vez. Allí
todos los ojos serán uno
y la palabra volverá a palabrear
contra sus criaturas.
Se acabará la eternidad y el poema
buscará todavía su
tripulación y lo
que no pudo nombrar tan lejos.
         (
«Sucederá». De Mundar.
Editorial Visor 2008. Pág. 54)

Veintitrés. Después de días de extrañeza por su silencio, indago y descubro que convalece de una intervención quirúrgica, nada grave según me dicen.
Me preocupé, porque echaba de menos sus palabras, sus reflexiones, aunque a veces se me escabullan como las nubes se evaporan ante la mirada. Me he acostumbrado a entrar en su blog a diario, con la confianza de quien pulsa un interruptor de la luz, a sabiendas de que la oscuridad huirá despavorida. Y he sufrido el mismo desconcierto que durante unos segundos ocupa nuestra mente, cuando la bombilla no obedece al gesto mecánico del dedo.

Veinticuatro. Después de contemplar los vídeos que María Sangüesa ha subido a su blog, donde queda constancia del acto de presentación de su último poemario, lamento más no haber podido ir, no haberme podido desplazar para compartir este momento.
Sin embargo, y al mismo tiempo, me alegra que lo haya subido, porque así, es como si hubiera estado, como si hubiera participado de todo el acto.
Ya sé que no es lo mismo, ni siquiera es parecido, pero es un sucedáneo que puede servir a cualquiera que no sea el centenar largo de personas que abarrotaron la sala.

Veinticinco. Me llegan noticias de su próximo final. Parece, según adivino por las insinuaciones, muy próxima su agonía. Fueron entonces años muy especiales de mi vida, que empezaron, no sé, quizá hace ya treinta y ocuparon, ocho o diez, no sabría precisar con exactitud.
Él me enseñó con su presencia, con su vida, con su quehacer diario muchas cosas. No sé si las más decisivas de aquella época de mi existencia. Ahora me gustaría pensar que sí, pero no estoy muy seguro de haberlo conseguido.
Sin embargo, de algo estoy convencido, aunque nunca lo haya practicado como él: aprendí qué significa escuchar y también cómo se escucha. Con mis propios ojos contemplé la eficacia de este acto, tan infrecuente, pero tan necesario. Llegué a la conclusión de que si cada uno aplicáramos tan sólo la tercera parte de la intensidad de su modo de escuchar al otro, se acabaría cualquier atisbo de violencia, de envidia, de odio…
Acaso en la escucha de corazón y con el corazón nazca la verdadera caridad, es decir, el modo de arrojarse, libre de prejuicios o parapetos, a la existencia del otro para desvivirnos con él o por él. Comprendí que escuchar no es un acto pasivo, sino un frenético laboreo interior según la cual construimos una estancia en nuestra entraña para que allí se acomode el otro, ese alguien que nos habla, y que tantas veces a él hablaba con el afán de desalojar el lastre que el dolor o el sufrimiento o el miedo o la soledad… habían dejado en sus existencias.
Ahora, según me llegan los rumores, agoniza como agonizan las pavesas, como se apaga el pábilo de una vela cuya cera se ha consumido hasta el extremo, con el único afán de dar luz, de deshacer su esencia tornándola luz.

Veintiséis. Acabo el libro con la sensación amarga de que cada sospecha se confirma.
Durante su lectura he sentido que el autor jugaba conmigo, me traía y me llevaba con alteraciones de datos o actitudes, con descubrimientos repentinos que por la pura lógica de la trama deberían haber sido citados o, al menos, aludidos páginas atrás. Por no hablar de casualidades. Y no es que no existan en la vida —como bien sé, como algunas veces he experimentado—, es que tantas dan a entender callejones sin salida que había que salvar de algún modo.
Y lo malo es que con obras de este tipo —tan promocionadas, aireadas y galardonadas— se construye la sensibilidad del lector medio, que usa de la lectura únicamente como escudo contra el tedioso paso de los minutos en el segundero de su reloj.

Veintisiete. Apenas transcurrieron doce horas desde que dejé huella de su agonía, cuando la muerte, vino a abrazarlo y a tomarlo de la mano para llevarlo al lugar en que él creía con su fe sólida, esa fe que en sus palabras y en sus obras era certeza que nunca pretendió imponer, sino que transparentaba con la misma naturalidad y sencillez con la que mostraba su sonrisa tras la luenga barba —la suya sí, la suya siempre—.
Durante las horas que han transcurrido desde que F. me ha dado la noticia, justo cuando coincidíamos en la tienda como otros viernes por la tarde, no he sentido ni tristeza ni melancolía, sino que me han sobrepasado los recuerdos, avalancha de luz abalanzándose por la pendiente de la memoria.
Por ahora, si no yerro, se cumplirían los treinta años de nuestro primer encuentro, que supuso el inicio de un par de lustros de intensa actividad en la parroquia. Parecía, entonces, que todo era posible, incluso que el peso de la historia permitiera una limpieza suficiente del azogue del espejo de la Iglesia, para que ésta transparentase mejor el verdadero rostro del Maestro.
Junto con otros muchos amigos, trabajamos duro. En aquellos momentos, sobre todo los primeros años en que uno no tenía aún trabajo, aprendí mucho de él.
Desde el principio su palabra hablaba de misericordia, entrega y luz a quienes más lo necesitaban, quizá por ello me sentí tan pronto unido a él. No se trataba de menesterosos en abstracto, de pobres lejanísimos, sino de ese sufrimiento próximo y cotidiano. Era consciente de su pequeñez —no obstante menor que la nuestra—, sabía que no se puede salvar al mundo con las propias fuerzas y mucho menos si no se empieza tendiendo la mano y construyendo puentes hacia el hermano más próximo. Desde ese convencimiento profundo, su ministerio enfocó hacia los enfermos, los ancianos, los que de entre nosotros tenían más dificultades en el día a día, los que sufrían soledad, abandono o amargura, quienes se carcomían en la duda…
Luego la vida y sus circunstancias fueron alejándome, no de su corazón y amistad, sino de los quehaceres y rutinas. Él no cambió nunca, fui yo quien hube de variar el rumbo de mi existencia, como tantas veces. Acaso es que el cruce de nuestros tránsitos vitales era el que tenía que ser. Esto nunca se podrá saber a ciencia cierta.
A medida que los años pasaron, el cansancio lógico del discurrir de la vida fue haciendo mella poco a poco en él; aunque tal menoscabo natural fue tan paulatino, en lo físico, en lo intelectual y en lo anímico, que apenas fue perceptible hasta la hora de su jubilación.
Mientras se hablaba de la noticia en la tienda, donde todos los presentes le conocíamos en mayor o menor grado, ha surgido el comentario espontáneo acerca de su bondad natural, de su sencillez, del modo afable y familiar con que charlaba con cualquier persona, de su proximidad carente de ese trato empalagoso y desesperante de quienes se acercan por exigencias del guión a quienes suponen inferiores.
Opino igual.
Junto a él aprendí la antítesis del boato, del paternalismo hacia los pobres, del servilismo hacia los poderosos o del ejercicio rutinario, aburrido y mecánico de una tarea. En fin, aprendí que la sencillez, la cercanía, la franqueza, la amabilidad y el respeto son el modo de acercarse a las personas, con independencia de posición social, poder económico o relevancia popular. Nunca le vi tratar a un mendigo con ese desdén o aire de superioridad tan habituales; ante políticos y empresarios, nunca se presentó con actitud servil, como sucede tan a menudo.

Veintiocho. En esta mañana vestida tules blancos, me llega un mensaje que tiene dos consecuencias, ante todo deseos de recuperación, y después calma. Los imponderables de la enfermedad son insuperables y antes de precipitarse, es mejor esperar.
Importa mucho más su recuperación que un libro de versos más en el mercado.