Veinte. Para que esta
democracia no se aleje aún más de su esencia y de su fin, es imprescindible y
urgente que los políticos utilicen el lenguaje como lo que es: instrumento de
comunicación y diálogo, y no escondan o adulteren la verdad mediante su
continua prostitución.
La lengua de nuestros políticos es niebla y noche, veladura y
trampantojo, sólo útil para ocultar la verdad y confundir al ciudadano. No es
descabellado pensar que ellos necesitan de nuestra distracción y de nuestra
ceguera. Sus discursos son oscuros, sus palabras a menudo inaccesibles, porque
su deseo más ferviente es alejar a los ciudadanos de la política, desean no ser
oídos cuando hablan, no ser seguidos cuando actúan, no ser descubiertos cuando
legislan, anhelan convertirse en sombras, mejor, en furtivos que arramblan con
la pesca en medio de la madrugada usando artes ilegales y esquilmando nuestro
sustento.
Sin embargo, la lengua de la ciudadanía, además de libre y viva,
desvela el mundo y revela el camino. Y esta es la verdadera lengua de una
democracia auténtica, quizá el cemento que amalgame libertad, justicia e
igualdad de oportunidades.
Veintiuno. Los sucesos de
estos días, cuya yesca prendió en Burgos, confirman el hartazgo de muchas
personas que se sienten cada vez más agredidos por los actos despóticos de
quienes debieran estar a su servicio.
No puede ser casual este brote de furor.
Por más que uno esté en contra de la violencia en cualquiera de
sus manifestaciones, cada vez será más complicado frenar estos actos, como
vengo temiendo desde hace meses, pues cada día acrecen las personas que se acercan
al abismo, por tanto con menos que perder, y que perciben como única salida a
su desesperación actos de este tipo, a pesar de que sepan que están en
inferioridad de condiciones.
Incluso he llegado a pensar que el motivo concreto que sirve de
disparadero para el inicio de estos enfrentamientos es más bien simbólico, por
más que afecte a la cotidianidad de muchas personas.
Soy de los que aún se cree que la democracia es ejercicio
cotidiano, que las circunstancias pueden variar en un momento determinado, y es
virtud esencial en un buen político saber extraer las conclusiones prácticas
que exigen tales variaciones. Acaso la más importante de todas es escuchar a la
ciudadanía, tratarla como tal y no como meros votantes (es decir sólo tenerlos
en cuenta cada cuatro años), que acaso sea el sinónimo contemporáneo de súbdito.
Siempre es democrático manifestar oposición o desacuerdo. La
violencia, sin embargo, en ningún caso es democrática, sino vasalla de la
intolerancia.
Cualquier violencia.
Veintidós. Ha muerto Juan
Gelman. Que resuene su palabra, no la nuestra arañando su recuerdo o diciendo
lo que quiso decir sin acudir a su verbo. Que resuene su verso y no el recuerdo
de quienes aún le visten con el traje que él mismo retiró de su almario y de su
vida hace más de treinta y cinco años, de modo público e inconfundible:
Cuando alma y
espíritu
y cuerpo sepan,
y la luna sea bella porque la amé
y el mundo esté parado al filo
de la memoria y
sangre la luz detrás
del baño de su gracia,
obligaremos al futuro
a volver otra vez. Allí
todos los ojos serán uno
y la palabra volverá a palabrear
contra sus criaturas.
Se acabará la eternidad y el poema
buscará todavía su
tripulación y lo
que no pudo nombrar tan lejos.
(«Sucederá». De Mundar.
Editorial Visor 2008. Pág. 54)
y cuerpo sepan,
y la luna sea bella porque la amé
y el mundo esté parado al filo
de la memoria y
sangre la luz detrás
del baño de su gracia,
obligaremos al futuro
a volver otra vez. Allí
todos los ojos serán uno
y la palabra volverá a palabrear
contra sus criaturas.
Se acabará la eternidad y el poema
buscará todavía su
tripulación y lo
que no pudo nombrar tan lejos.
(«Sucederá». De Mundar.
Editorial Visor 2008. Pág. 54)
Veintitrés. Después de días de
extrañeza por su silencio, indago y descubro que convalece de una intervención
quirúrgica, nada grave según me dicen.
Me preocupé, porque echaba de menos sus palabras, sus
reflexiones, aunque a veces se me escabullan como las nubes se evaporan ante la
mirada. Me he acostumbrado a entrar en su blog a diario, con la confianza de
quien pulsa un interruptor de la luz, a sabiendas de que la oscuridad huirá
despavorida. Y he sufrido el mismo desconcierto que durante unos segundos ocupa
nuestra mente, cuando la bombilla no obedece al gesto mecánico del dedo.
Veinticuatro. Después de contemplar los vídeos que María Sangüesa ha
subido a su blog, donde queda constancia del acto de presentación de su último
poemario, lamento más no haber podido ir, no haberme podido desplazar para
compartir este momento.
Sin embargo, y al mismo tiempo, me alegra que lo haya subido,
porque así, es como si hubiera estado, como si hubiera participado de todo el
acto.
Ya sé que no es lo mismo, ni siquiera es parecido, pero es un
sucedáneo que puede servir a cualquiera que no sea el centenar largo de personas
que abarrotaron la sala.
Veinticinco. Me llegan noticias de su próximo final. Parece, según
adivino por las insinuaciones, muy próxima su agonía. Fueron entonces años muy
especiales de mi vida, que empezaron, no sé, quizá hace ya treinta y ocuparon, ocho
o diez, no sabría precisar con exactitud.
Él me enseñó con su presencia, con su vida, con su quehacer
diario muchas cosas. No sé si las más decisivas de aquella época de mi existencia.
Ahora me gustaría pensar que sí, pero no estoy muy seguro de haberlo
conseguido.
Sin embargo, de algo estoy convencido, aunque nunca lo haya
practicado como él: aprendí qué significa escuchar y también cómo se escucha.
Con mis propios ojos contemplé la eficacia de este acto, tan infrecuente, pero
tan necesario. Llegué a la conclusión de que si cada uno aplicáramos tan sólo
la tercera parte de la intensidad de su modo de escuchar al otro, se acabaría
cualquier atisbo de violencia, de envidia, de odio…
Acaso en la escucha de corazón y con el corazón nazca la
verdadera caridad, es decir, el modo de arrojarse, libre de prejuicios o
parapetos, a la existencia del otro para desvivirnos con él o por él. Comprendí
que escuchar no es un acto pasivo, sino un frenético laboreo interior según la
cual construimos una estancia en nuestra entraña para que allí se acomode el
otro, ese alguien que nos habla, y que tantas veces a él hablaba con el afán de
desalojar el lastre que el dolor o el sufrimiento o el miedo o la soledad…
habían dejado en sus existencias.
Ahora, según me llegan los rumores, agoniza como agonizan las
pavesas, como se apaga el pábilo de una vela cuya cera se ha consumido hasta el
extremo, con el único afán de dar luz, de deshacer su esencia tornándola luz.
Veintiséis. Acabo el libro con la sensación amarga de que cada sospecha
se confirma.
Durante su lectura he sentido que el autor jugaba conmigo, me
traía y me llevaba con alteraciones de datos o actitudes, con descubrimientos
repentinos que por la pura lógica de la trama deberían haber sido citados o, al
menos, aludidos páginas atrás. Por no hablar de casualidades. Y no es que no
existan en la vida —como bien sé, como algunas veces he experimentado—, es que
tantas dan a entender callejones sin salida que había que salvar de algún modo.
Y lo malo es que con obras de este tipo —tan promocionadas,
aireadas y galardonadas— se construye la sensibilidad del lector medio, que usa
de la lectura únicamente como escudo contra el tedioso paso de los minutos en
el segundero de su reloj.
Veintisiete. Apenas transcurrieron doce horas desde que dejé huella
de su agonía, cuando la muerte, vino a abrazarlo y a tomarlo de la mano para llevarlo
al lugar en que él creía con su fe sólida, esa fe que en sus palabras y en sus
obras era certeza que nunca pretendió imponer, sino que transparentaba con la
misma naturalidad y sencillez con la que mostraba su sonrisa tras la luenga barba
—la suya sí, la suya siempre—.
Durante las horas que han transcurrido desde que F. me ha dado
la noticia, justo cuando coincidíamos en la tienda como otros viernes por la
tarde, no he sentido ni tristeza ni melancolía, sino que me han sobrepasado los
recuerdos, avalancha de luz abalanzándose por la pendiente de la memoria.
Por ahora, si no yerro, se cumplirían los treinta años de
nuestro primer encuentro, que supuso el inicio de un par de lustros de intensa
actividad en la parroquia. Parecía, entonces, que todo era posible, incluso que
el peso de la historia permitiera una limpieza suficiente del azogue del espejo
de la Iglesia, para que ésta transparentase mejor el verdadero rostro del
Maestro.
Junto con otros muchos amigos, trabajamos duro. En aquellos
momentos, sobre todo los primeros años en que uno no tenía aún trabajo, aprendí
mucho de él.
Desde el principio su palabra hablaba de misericordia, entrega y
luz a quienes más lo necesitaban, quizá por ello me sentí tan pronto unido a
él. No se trataba de menesterosos en abstracto, de pobres lejanísimos, sino de
ese sufrimiento próximo y cotidiano. Era consciente de su pequeñez —no obstante
menor que la nuestra—, sabía que no se puede salvar al mundo con las propias
fuerzas y mucho menos si no se empieza tendiendo la mano y construyendo puentes
hacia el hermano más próximo. Desde ese convencimiento profundo, su ministerio
enfocó hacia los enfermos, los ancianos, los que de entre nosotros tenían más
dificultades en el día a día, los que sufrían soledad, abandono o amargura,
quienes se carcomían en la duda…
Luego la vida y sus circunstancias fueron alejándome, no de su
corazón y amistad, sino de los quehaceres y rutinas. Él no cambió nunca, fui yo
quien hube de variar el rumbo de mi existencia, como tantas veces. Acaso es que
el cruce de nuestros tránsitos vitales era el que tenía que ser. Esto nunca se
podrá saber a ciencia cierta.
A medida que los años pasaron, el cansancio lógico del discurrir
de la vida fue haciendo mella poco a poco en él; aunque tal menoscabo natural
fue tan paulatino, en lo físico, en lo intelectual y en lo anímico, que apenas
fue perceptible hasta la hora de su jubilación.
Mientras se hablaba de la noticia en la tienda, donde todos los
presentes le conocíamos en mayor o menor grado, ha surgido el comentario
espontáneo acerca de su bondad natural, de su sencillez, del modo afable y
familiar con que charlaba con cualquier persona, de su proximidad carente de ese
trato empalagoso y desesperante de quienes se acercan por exigencias del guión a quienes suponen inferiores.
Opino igual.
Junto a él aprendí la antítesis del boato, del paternalismo
hacia los pobres, del servilismo hacia los poderosos o del ejercicio rutinario,
aburrido y mecánico de una tarea. En fin, aprendí que la sencillez, la
cercanía, la franqueza, la amabilidad y el respeto son el modo de acercarse a
las personas, con independencia de posición social, poder económico o relevancia
popular. Nunca le vi tratar a un mendigo con ese desdén o aire de superioridad tan
habituales; ante políticos y empresarios, nunca se presentó con actitud servil,
como sucede tan a menudo.
Veintiocho. En esta mañana
vestida tules blancos, me llega un mensaje que tiene dos consecuencias, ante
todo deseos de recuperación, y después calma. Los imponderables de la
enfermedad son insuperables y antes de precipitarse, es mejor esperar.
Importa mucho más su recuperación que un libro de versos más en
el mercado.