Cómplices

Lunes 6 a domingo 12 de enero de 2014

Once. Ha sido una entrañable velada de Reyes con David. Siempre es agradable compartir experiencias con alguien cuya pasión coincide con la de uno, sin más pretensiones que cruzar opiniones o experiencias.
Es curioso que la misma afición, provoque reacciones tan diferentes, modos de afrontar la tarea tan dispares, incluso gustos tan distintos sobre las diversas fases del proceso, desde ese instante en que aparece el germen, hasta el momento en que la tarea se da por finalizada, tras las correcciones oportunas.
Es cierto que cada ser humano es un mundo, pero al final lo que cuenta, incluso más que el resultado, es la pasión esa necesidad que nos obliga a no parar, a preocuparnos hasta la obsesión cuando la sequía cuartea el terreno sobre el que habitualmente construimos nuestros edificios, por más que éstos sean de papel y volanderos…

Doce. Tiene razón cuando afirma que el éxito está sobrevalorado es decir, lo que la sociedad considera éxito. Lo asevera con la rotundidad de quien ha reflexionado sobre el tema. A veces convendría tomar la perspectiva adecuada.
Llegar a la cumbre del monte para ser contemplados y casi adorados por muchos, en demasiados casos significa el aislamiento, que, aunque parezca lo mismo, no conviene confundir con la soledad precisa para llevar a puerto el laboreo.
La fama tiene ciertas consecuencias, y no es la menor de ellas la conversión en caos de la vida y las relaciones personales. No es necesario pensar en estrellas populares reconocidas en todo el planeta, pues eso es una evidencia que no necesita consideraciones.
En ámbitos reducidos, en casos de personas que pasean por la calle sin ser perseguidos por fans, ni siquiera ser reconocidos por la mayoría, hay un nivel de éxito o fama que daña y cercena otros aspectos de la vida personal, hasta lesionarlos.
¿Por qué, entonces, desde el principio de los tiempos es tan deseada por los humanos esa notoriedad, ese éxito, ése ser reconocido por unos y otros? ¿Por qué no nos conformamos con realizar del mejor modo posible la obra, incluso aspirando a la excelencia, sin que ello nos convierta en seres inutilizados para la normalidad de lo cotidiano, para la fertilidad del silencio sólo pendiente de ser surco?
Mientras alguien es nadie —la práctica totalidad de los individuos—, aspira con todas sus energías a ser reconocido por muchos, al menos dentro de su ámbito. Muchos hay que hacen cualquier cosa por lograrlo; apenas un puñado lo consigue…
Sin embargo, cuando se ha conseguido el objetivo —si se consigue—, una porción de tal puñado se despacha con declaraciones o proclamas pidiendo anonimato, normalidad, respeto por su intimidad, pasear por la calle sin que les acosen fans o fotógrafos, justamente aquello de lo que huyeron tan conscientemente cuando alguien era nadie…
El caso es llevar la contraria, incluso a uno mismo.

Trece. ¿Un final, apenas cuatro o cinco páginas, justifica una novela entera?
En ocasiones he concluido decepcionado una narración porque su desenlace derrumbaba lo anterior: una muerte innecesaria, una resolución torpe, casi torticera, de un enigma, una traición inesperada en el carácter del personaje que venía mostrando una manera de ser al lector que, de pronto, y sin que venga a cuento se modifica sustancialmente, algo inesperado e imprevisible —similar a la irrupción de alguno de los dioses del Olimpo en la trama— que viene a desmontar todo lo previo…
He leído alguna crítica sobre La luz es más antigua que el amor fría, que titubea a la hora de valorar la obra. Tras acabar la novela, tengo la sospecha de que estas opiniones podrían ser fruto de una lectura incompleta. Quizá algo un poco más plomizo o enrevesado, casi farragoso, en el texto de Ricardo Menéndez Salmón—cuya esencia de filósofo rezuma entre las líneas de algunos párrafos— haya podido pesar hasta lastrar el ánimo de algún lector.
El último capítulo, breve y emotivo, ese discurso de aceptación del Premio Nobel del escritor Bocanegra, justifica, ensambla, ilumina y amalgama todo lo anterior, es un canto, tan apasionado, tan entrañable, tan necesario a la literatura y al arte como única alternativa que puede salvar al hombre de los horrores del poder, que se convierte en el armazón o pilar o clave sobre la que descansa el resto de la obra, tan reflexiva que para algunos vive en la frontera entre novela y ensayo.
Durante un par de días he vuelto a confirmar alguna de mis más hondas sospechas o convicciones, conmovido por sus letras.

Catorce. Si creyera de verdad en sus palabras, si cuando dice poner su persona al servicio de la institución que encarna, actuara en consecuencia (la misma que hace pensar en cuatro manzanas si juntamos dos y dos), haría el mutis correspondiente y —lo más probable— sería aplaudido y más respetado por la concurrencia, de quien, por otra parte, depende el preeminente lugar que ocupa.
Debería conocer, después de tantos años y tantos ejemplos —empezando por los suyos—, la importancia decisiva de los gestos.
Aunque quizá suceda también que quienes debieran ir con la verdad y el consejo de frente y por derecho, no sean capaces de cumplir con su tarea y prefieran, antes que la verdad, la adulación del alma y el lisonjeo de los oídos.
Acaso recordar cómo actuaron otros en el pasado renunciando públicamente a lo que podría considerarse como suyo en beneficio del colectivo, fuera una buena estrategia, un ejemplo a imitar.

Quince. En una situación nada poética, recibo su llamada para consultarme algo relacionado con la publicación de su poemario por una de las editoriales punteras de España.
Cada uno tenemos nuestras prioridades, nuestras disposiciones y el tiempo personal, así como las circunstancias que lo rodean, siempre son diferentes. Pero más allá de esta cuestión, aún me intriga —y me alegra— que alguien se fíe de mis opiniones o criterios.
Mientras me cogen el bajo del pantalón, prevalece la inmensa alegría por este paso tan importante para su tarea.

Dieciséis. La noche me ha recordado a las de no hace tanto —aunque parezca mucho— en la que los correos electrónicos echaban humo, para decidir o comentar algo relacionado con la novela colectiva.
Lo he pasado en grande; incluso he incluido a M. en un momento del diálogo, por ver si su opinión me hacía ver mi posible error, empujado por la excesiva hipermetropía que me provoca el cariño o la admiración. Sin embargo parece que no, pues ambos coincidimos en lo fundamental.
Barrunto que acaba de empezar un viaje que nos hará disfrutar de un año de trabajo y satisfacciones. Sin habernos dado cuenta, levamos anclas. Esperemos que la travesía sea fructífera, que las borrascas que atravesemos no sean galernas, que la bonanza no sea calma chicha.

Diecisiete. Cierta estética me pone nervioso, un amedrentamiento hacia el futuro. Cierto modo de expresar posición, desacuerdo, pedir o exigir cambios que, en efecto, me parecen imprescindibles y trascendentales, me echa atrás.
Es una estética que recuerda imágenes de un mundo en blanco y negro, cuyo índice de analfabetismo superaba la mitad de la población. Tiempos que ya debieran haberse superado, y que entre determinados grupúsculos se cuidan, como las beatas miman las reliquias de algún santo. Es una estética en la que se atisba violencia, afán por el exterminio del adversario, no sólo la victoria, que tampoco es que sea mi lenguaje predilecto.
En algunos lugares del ecosistema urbano, incluso en urbes mínimas, anida el germen de la violencia, parece que inextirpable. Pero esto no es lo único malo —porque acaso sea inevitable—, sino que voy notando cómo crece este sentimiento que empuja hacia las soluciones desesperadas que, pocas veces, son las más inteligentes, las que menos daños ocasionan.
Estas estéticas pretéritas debieran estar, más que superadas, olvidadas; acaso no lo estén porque se sostienen en éticas que, a pesar de enfrentamientos, guerras y muerte, tampoco son restos arqueológicos, ya que aún laten, a veces, incluso uno piensa que con demasiado vigor.
Y quizá algo de justificación no les falte. No era muy difícil llegar a la conclusión de que este neoliberalismo capitalista, tan salvaje, tan inhumano, deshumano y antihumano, tendería puentes de plata para que una parte de quienes van quedando en las cunetas, desplazados y retrasados y renqueantes, aprieten los dientes y se dispongan a cualquier cosa. No todo el mundo se llama y actúa como Gandhi, Luther King, Mandela… No es el modo obvio, sencillo y evidente de actuar ante medidas injustas y opresivas.
Lo peor —como debieran saber unos y otros— es que existe un lugar llamado Punto de no Retorno. Alcanzado tal lugar, dará lo mismo todo, porque sólo importará derrotar, vencer… no convencer. Los ingredientes empiezan a ser muy parecidos a otros antañones de nefasto recuerdo: territorio, idioma, religión, libertades, miseria…
Hubo entonces quien miró a Europa, creyendo que desde allí llegaría el antídoto de la destrucción, pero llegó ensayo general con todo de la mayor de las vergüenzas de la historia humana.

Dieciocho. Algunos gritos, actitudes y eslóganes hacen crecer la duda sobre si no estará en lo cierto el elefante que ha entrado en nuestra frágil cristalería tan innecesariamente.

Diecinueve. Repaso el título de algunos libros que tengo pendientes por leer, tantos que a veces me entra algo así como el eco de mala conciencia, por haberme gastado un dinero inútilmente, por haber empleado el tiempo en otras cosas, por no haber llevado un orden menos caótico en mis lecturas.
Y al mismo tiempo sonrío. Al fin y al cabo si uno lee es porque disfruta con tal ejercicio, no porque sea una obligación.
Quiero decir que leo no sólo para que me pase el tiempo por encima, para evitar cualquier brizna de aburrimiento al cabo del día y sus minutos, sino para encontrar antorchas en mi camino, miradores desde donde contemplar el horizonte de los hombres —a veces el más hermoso, a veces el más repulsivo—, bancos donde sentarse a pensar, cafeterías donde departir con un amigo que pudo ser si hubiera nacido en otro tiempo o en otro lugar…
Por eso mismo uno también se encuentra con avenidas lúgubres o infectadas por el ruido insoportable de un tráfico asfixiante o se encuentra con descampados sencillos y amenos, donde la risa espontánea surge sin más pretensión que la camaradería o el buen vino.
Y es que ser sublime sin interrupción, además de imposible, a veces es una lata.