Once. Ha sido una
entrañable velada de Reyes con David. Siempre es agradable compartir
experiencias con alguien cuya pasión coincide con la de uno, sin más pretensiones
que cruzar opiniones o experiencias.
Es curioso que la misma afición, provoque reacciones tan
diferentes, modos de afrontar la tarea tan dispares, incluso gustos tan
distintos sobre las diversas fases del proceso, desde ese instante en que
aparece el germen, hasta el momento en que la tarea se da por finalizada, tras
las correcciones oportunas.
Es cierto que cada ser humano es un mundo, pero al final lo que
cuenta, incluso más que el resultado, es la pasión esa necesidad que nos obliga
a no parar, a preocuparnos hasta la obsesión cuando la sequía cuartea el terreno
sobre el que habitualmente construimos nuestros edificios, por más que éstos
sean de papel y volanderos…
Doce. Tiene razón cuando afirma que el éxito está sobrevalorado es
decir, lo que la sociedad considera éxito. Lo asevera con la rotundidad de
quien ha reflexionado sobre el tema. A veces convendría tomar la perspectiva
adecuada.
Llegar a la cumbre del monte para ser contemplados y casi adorados
por muchos, en demasiados casos significa el aislamiento, que, aunque parezca
lo mismo, no conviene confundir con la soledad precisa para llevar a puerto el
laboreo.
La fama tiene ciertas consecuencias, y no es la menor de ellas la
conversión en caos de la vida y las relaciones personales. No es necesario
pensar en estrellas populares reconocidas en todo el planeta, pues eso es una
evidencia que no necesita consideraciones.
En ámbitos reducidos, en casos de personas que pasean por la calle
sin ser perseguidos por fans, ni siquiera ser reconocidos por la mayoría, hay
un nivel de éxito o fama que daña y cercena otros aspectos de la vida personal,
hasta lesionarlos.
¿Por qué, entonces, desde el principio de los tiempos es tan
deseada por los humanos esa notoriedad, ese éxito, ése ser reconocido por unos
y otros? ¿Por qué no nos conformamos con realizar del mejor modo posible la obra,
incluso aspirando a la excelencia, sin que ello nos convierta en seres inutilizados
para la normalidad de lo cotidiano, para la fertilidad del silencio sólo
pendiente de ser surco?
Mientras alguien es nadie —la práctica totalidad de los individuos—,
aspira con todas sus energías a ser reconocido por muchos, al menos dentro de
su ámbito. Muchos hay que hacen cualquier cosa por lograrlo; apenas un puñado
lo consigue…
Sin embargo, cuando se ha conseguido el objetivo —si se consigue—,
una porción de tal puñado se despacha con declaraciones o proclamas pidiendo
anonimato, normalidad, respeto por su intimidad, pasear por la calle sin que
les acosen fans o fotógrafos, justamente aquello de lo que huyeron tan
conscientemente cuando alguien era nadie…
El caso es llevar la contraria, incluso a uno mismo.
Trece. ¿Un final, apenas
cuatro o cinco páginas, justifica una novela entera?
En ocasiones he concluido decepcionado una narración porque su
desenlace derrumbaba lo anterior: una muerte innecesaria, una resolución torpe,
casi torticera, de un enigma, una traición inesperada en el carácter del personaje
que venía mostrando una manera de ser al lector que, de pronto, y sin que venga
a cuento se modifica sustancialmente, algo inesperado e imprevisible —similar a
la irrupción de alguno de los dioses del Olimpo en la trama— que viene a
desmontar todo lo previo…
He leído alguna crítica sobre La
luz es más antigua que el amor fría, que titubea a la hora de valorar la
obra. Tras acabar la novela, tengo la sospecha de que estas opiniones podrían
ser fruto de una lectura incompleta. Quizá algo un poco más plomizo o
enrevesado, casi farragoso, en el texto de Ricardo Menéndez Salmón—cuya esencia de filósofo rezuma entre las líneas de algunos párrafos— haya podido pesar hasta
lastrar el ánimo de algún lector.
El último capítulo, breve y emotivo, ese discurso de aceptación del
Premio Nobel del escritor Bocanegra, justifica, ensambla, ilumina y amalgama
todo lo anterior, es un canto, tan apasionado, tan entrañable, tan necesario a
la literatura y al arte como única alternativa que puede salvar al hombre de
los horrores del poder, que se convierte en el armazón o pilar o clave sobre la
que descansa el resto de la obra, tan reflexiva que para algunos vive en la
frontera entre novela y ensayo.
Durante un par de días he vuelto a confirmar alguna de mis más
hondas sospechas o convicciones, conmovido por sus letras.
Catorce. Si creyera de verdad
en sus palabras, si cuando dice poner su persona al servicio de la institución
que encarna, actuara en consecuencia (la misma que hace pensar en cuatro
manzanas si juntamos dos y dos), haría el mutis correspondiente y —lo más
probable— sería aplaudido y más respetado por la concurrencia, de quien, por
otra parte, depende el preeminente lugar que ocupa.
Debería conocer, después de tantos años y tantos ejemplos
—empezando por los suyos—, la importancia decisiva de los gestos.
Aunque quizá suceda también que quienes debieran ir con la verdad y
el consejo de frente y por derecho, no sean capaces de cumplir con su tarea y
prefieran, antes que la verdad, la adulación del alma y el lisonjeo de los
oídos.
Acaso recordar cómo actuaron otros en el pasado renunciando
públicamente a lo que podría considerarse como suyo en beneficio del colectivo,
fuera una buena estrategia, un ejemplo a imitar.
Quince. En una situación nada poética, recibo su llamada para consultarme
algo relacionado con la publicación de su poemario por una de las editoriales
punteras de España.
Cada uno tenemos nuestras prioridades, nuestras disposiciones y el
tiempo personal, así como las circunstancias que lo rodean, siempre son
diferentes. Pero más allá de esta cuestión, aún me intriga —y me alegra— que alguien
se fíe de mis opiniones o criterios.
Mientras me cogen el bajo del pantalón, prevalece la inmensa
alegría por este paso tan importante para su tarea.
Dieciséis. La noche me ha recordado a las de no hace tanto —aunque
parezca mucho— en la que los correos electrónicos echaban humo, para decidir o
comentar algo relacionado con la novela colectiva.
Lo he pasado en grande; incluso he incluido a M. en un momento del
diálogo, por ver si su opinión me hacía ver mi posible error, empujado por la
excesiva hipermetropía que me provoca el cariño o la admiración. Sin embargo parece
que no, pues ambos coincidimos en lo fundamental.
Barrunto que acaba de empezar un viaje que nos hará disfrutar de un
año de trabajo y satisfacciones. Sin habernos dado cuenta, levamos anclas.
Esperemos que la travesía sea fructífera, que las borrascas que atravesemos no
sean galernas, que la bonanza no sea calma chicha.
Diecisiete. Cierta estética me pone nervioso, un amedrentamiento hacia
el futuro. Cierto modo de expresar posición, desacuerdo, pedir o exigir cambios
que, en efecto, me parecen imprescindibles y trascendentales, me echa atrás.
Es una estética que recuerda imágenes de un mundo en blanco y negro,
cuyo índice de analfabetismo superaba la mitad de la población. Tiempos que ya
debieran haberse superado, y que entre determinados grupúsculos se cuidan, como
las beatas miman las reliquias de algún santo. Es una estética en la
que se atisba violencia, afán por el exterminio del adversario, no sólo la
victoria, que tampoco es que sea mi lenguaje predilecto.
En algunos lugares del ecosistema urbano, incluso en urbes mínimas,
anida el germen de la violencia, parece que inextirpable. Pero esto no es lo único
malo —porque acaso sea inevitable—, sino que voy notando cómo crece este
sentimiento que empuja hacia las soluciones desesperadas que, pocas veces, son
las más inteligentes, las que menos daños ocasionan.
Estas estéticas pretéritas debieran estar, más que superadas,
olvidadas; acaso no lo estén porque se sostienen en éticas que, a pesar de
enfrentamientos, guerras y muerte, tampoco son restos arqueológicos, ya que aún
laten, a veces, incluso uno piensa que con demasiado vigor.
Y quizá algo de justificación no les falte. No era muy difícil
llegar a la conclusión de que este neoliberalismo capitalista, tan salvaje, tan
inhumano, deshumano y antihumano, tendería puentes de plata para que una parte
de quienes van quedando en las cunetas, desplazados y retrasados y renqueantes,
aprieten los dientes y se dispongan a cualquier cosa. No todo el mundo se llama
y actúa como Gandhi, Luther King, Mandela… No es el modo obvio, sencillo y
evidente de actuar ante medidas injustas y opresivas.
Lo peor —como debieran saber unos y otros— es que existe un lugar llamado Punto de no Retorno. Alcanzado tal lugar, dará lo mismo todo, porque
sólo importará derrotar, vencer… no convencer. Los ingredientes empiezan a ser
muy parecidos a otros antañones de nefasto recuerdo: territorio, idioma,
religión, libertades, miseria…
Hubo entonces quien miró a Europa, creyendo que desde allí llegaría
el antídoto de la destrucción, pero llegó ensayo general con todo de la mayor
de las vergüenzas de la historia humana.
Dieciocho. Algunos gritos, actitudes y eslóganes hacen crecer la duda
sobre si no estará en lo cierto el elefante que ha entrado en nuestra frágil cristalería
tan innecesariamente.
Diecinueve. Repaso el título de algunos libros que tengo pendientes por
leer, tantos que a veces me entra algo así como el eco de mala conciencia, por
haberme gastado un dinero inútilmente, por haber empleado el tiempo en otras
cosas, por no haber llevado un orden menos caótico en mis lecturas.
Y al mismo tiempo sonrío. Al fin y al cabo si uno lee es porque
disfruta con tal ejercicio, no porque sea una obligación.
Quiero decir que leo no sólo para que me pase el tiempo por encima,
para evitar cualquier brizna de aburrimiento al cabo del día y sus minutos,
sino para encontrar antorchas en mi camino, miradores desde donde contemplar el
horizonte de los hombres —a veces el más hermoso, a veces el más repulsivo—,
bancos donde sentarse a pensar, cafeterías donde departir con un amigo que pudo
ser si hubiera nacido en otro tiempo o en otro lugar…
Por eso mismo uno también se encuentra con avenidas lúgubres o
infectadas por el ruido insoportable de un tráfico asfixiante o se encuentra
con descampados sencillos y amenos, donde la risa espontánea surge sin más
pretensión que la camaradería o el buen vino.
Y es que ser sublime sin interrupción, además de imposible, a veces
es una lata.