Veintinueve. No quiero que estas
páginas se conviertan en necrológica continua, como un sinfín de muertos que llenan
los bolsillos del corazón, pero al paso que va el año, ya no sé qué pensar, si
pensar sirviera de algo en este asunto que depende de dama mediterránea o
caballero sajón, que, a pesar de tantos millones de años de tarea, sólo fue
intermitente por amor en la novela de Saramago.
Por casualidad me he enterado este mediodía de la muerte de
Claudio Abbado.
De casi nada entiendo, y de música menos, bastante menos, nada
en realidad. Pero sí puedo dar razón de cuanto en ella me conmueve.
Me acerqué a la llamada música clásica, tras escuchar con calma
algunas sinfonías de Mahler, impulsado por la conmoción que me produjo el
famosísimo Adaggieto. Supongo que lo
que importa de estas obras es lo escrito por el austriaco en los pentagramas.
Sin embargo sucede que la música, a diferencia de otras artes, para que llegue
al oyente necesita que otro convierta en sonidos las notas fijadas sobre la
partitura. Fueron las versiones del milanés las que me emocionaron, las que
llegaron hasta mí y tantas horas me acompañaron. E incluso, aunque es
indemostrable, quizá de algún modo misterioso influyeron en alguna de mis
páginas de entonces.
Después de los años he ampliado mis gustos. Pero siempre tendré
en mi ánimo esas construcciones que edificó el director de orquesta que, como
esta segunda sinfonía que ahora escucho, permitieron a mi corazón desembarazarse
del barro y del cansancio, hasta auparlo un poco más limpio para que fuera
capaz de escribir algunas palabras.
Treinta. Donde descanse y siempre pueda verte es
título inicial de El surco de los días
de 2014, que aún es criatura por venir, desconocida. Es un endecasílabo que
escribió, como es sabido, Garcilaso en su Égloga
primera.
Aún no sé si es el título acertado, por tanto si será definitivo
o final, pero al abrir sus páginas leeré, Donde
descanse y siempre pueda verte, y así recordaré algunas razones que me
hicieron pensar que podría ser el mejor de los títulos. Quizá al cabo no sea el
más correcto, pues el año es tan largo y tan cambiante, y no siempre podré
descansar en sus palabras; ni acaso pueda verla en cada avatar incierto. Pero hoy
sí me parece el mejor para mi horizonte: lema, norte, camino, quizá brújula
hacia donde mis pasos y latidos aproen su sendero cotidiano.
Donde descanse y
siempre pueda verte, haga lo que haga, sueñe lo que sueñe… Aunque sufra, aunque
llore, aunque me pierda, aunque no escriba el nombre que te nombra, aunque mis
pensamientos y mis hechos no recuerden los besos y caricias, éste será el
lugar, será el instante, donde descanse y
siempre pueda verte.
Treinta y uno. Procedente de Chile he recogido, emocionado, ejemplares
del número doce de la revista Verbo
(des)nudo que el mes pasado Gino Ginoris y Mafalda Magliaro editaron en
Aguas Claras.
(¡Qué nombre tan hermoso…! ¿Quién denominará los lugares, de
dónde esa destreza para bautizar poblaciones, ríos, montes… cualquier enclave?)
Como he escrito hace uno minutos a ambos, no es lo mismo
disponer en papel de lo que ya conocía por su edición digital. Es verdad que
gracias a este tipo de ediciones se salvan las fronteras de tiempo, espacio,
dinero, incluso el de almacenaje, problema que en ciertos casos empieza a ser
acuciante.
Me sigue pareciendo mucho mejor tocar el papel y sentir su
textura un poco porosa, levemente áspera, oler el rastro de la tinta impresa, llevarse
a cualquier parte el cuadernillo para poderlo mostrar aquí, allá…
No trato de ser anacrónico enfrentándome al paso de los tiempos.
La edición electrónica es insoslayable, y en muchos casos será el único modo de
que algunos textos se publiquen y encuentren lectores que de otra forma serían
ajenos al afán y tarea de quien escriba. Dicho de otra manera: el soporte sobre
el que respire un libro no lo modifica, la edición digital no altera la esencia
de lo literario respecto del libro o la revista en papel, pues mantiene su objetivo:
ser recipiente donde descansa el mensaje que el autor creó para que cualquier
persona pueda acceder a él mediante la lectura.
Y sin embargo…
Será que soy materia y por tanto tiendo a ella. Quizá sea una
cuestión de edad, de costumbres ancladas en el subconsciente desde la niñez y
que ahora es inútil —además de imposible— desterrar del ser. El caso es que me
ocurre, por ejemplo, que cuando leo un texto impreso sobre un papel, lo
considero definitivo, casi inalterable.
No sé qué sentimientos produjo en los escasísimos lectores de
entonces el paso del papiro o el pergamino al papel, ni, siglos después, el
hallazgo casi milagroso del libro que terminó por arrinconar los rollos, ni centurias
más tarde el descubrimiento de la imprenta de tipos móviles. Pero supongo que
también habría alguien que hubiera querido mantener lo precedente y se
resistiría a la evolución de aquellas tecnologías, que hoy parecen prehistoria,
pero en su momento fueron avance revolucionario.
En tiempos venideros —quizá no muchas décadas, acaso menos de
las que sospecho— habrá quien se extrañe de estas antiguallas de papel, y verá
los libros o las revistas o los periódicos como curiosidad pretérita llena de
limitaciones por doquier. En el mejor de los casos, digno material para dotar museos
con sus ejemplares más hermosos.
Sin embargo, a menudo recuerdo que la palabra ‘real’ —cuya etimología se refiere a
cosas materiales— puede ser casi sinónimo de otras como verdadero o certeza o
existente. Entretanto las palabras ‘digital’
y ‘virtual’, comparten parentesco
semántico en el campo informático.
Treinta y dos. Leo El imperio eres tú de Javier Moro, novela
histórica sin otro afán literario que pretender ser puente entre el lector y
hechos y personas que sucedieron y vivieron en un momento determinado, en un
lugar concreto.
Sin embargo, me parece que justo tal afán de acercamiento o enlace,
real desde la primera línea, explica la esencia de lo literario frente a la
divulgación de la historia. Lo que a mí primero me importa de lo literario es
que en el libro lata alguna emoción, algún pulso de humanidad que traspase la
mente de quien lea para aterrizar, aunque sea suavemente, en su corazón. No se
trata de sensiblerías gazmoñas o de lágrimas fáciles o reacciones epidérmicas.
También la risa y la sonrisa que brotan del humor o la ironía (¡cuánta falta
nos hacen!) son emociones humanas, quizá las más humanas. También la ternura o
el enfado. También la preocupación o la desazón. También la intriga o el miedo.
La ira también… Si además de esto, el autor propone o busca una mayor
complicidad del lector y se afana en otras propuestas, miel sobre hojuelas.
Si uno lee cualquier página de un libro de historia que explique
o narre los mismos años y los mismos acontecimientos que nutren la novela, a
saber, la vida de Pedro I, emperador de Brasil, no concluirá su lectura con la
misma perspectiva con la que se termina la novela.
La divulgación de la Historia, en general, nos aleja de las
personas, pues las hace títeres inanimados, es decir, sin alma. Entretanto la
literatura, al recrear un personaje, lo convierte más persona, más próximo, a
veces más querido, a veces más detestable. La Historia —aunque se trate de un
libro especializado— enseguida establece personajes principales alrededor de
los que pivotan los hechos tratados, ajenos siempre a la vida íntima e incluso
a la cotidiana. La literatura teje o debe tejer una urdimbre muchas veces
inextricable —y probablemente más real— entre lo público, lo privado y lo
íntimo. Los gobernantes son de la misma pasta que el resto, y por más que pretendan
separar su labor pública de sus afanes domésticos y sus anhelos íntimos, no suelen
conseguirlo y en ocasiones ni siquiera lo intentan.
Si es verdad que no es lícito para un libro de historia
adentrarse en los corazones de los personajes, salvo que existan documentos
contrastables que lo posibiliten, no es menos cierto que tal carencia convierte
a estos textos en procesiones de sombras o marionetas o robots o seres tan
ajenos a lo esencialmente humano que los hace increíbles, no muy distintos de
una caricatura superficial.
Aunque a priori era la novela que menos me interesaba de las
cuatro, quizá resulte la más conmovedora; la que siendo ajena a cualquier
innovación narrativa, o aventura literaria, va ser la más fascinante travesía
de corazones humanos.
Treinta y tres. Siguen los números
pudiendo a las personas. El culmen de lo contemporáneo, la esencia de la eficacia
económica, la conquista del capitalismo salvaje que nos devora es habernos
reducido a parámetros de esencia matemática, a datos para divertimento estadístico.
En circunstancias menos acuciantes que las actuales, su afán
jíbaro por disparar esta munición estadística, a cargo de guerreros uniformados
con corbatas de seda que usan programas informáticos, sería suficiente contra los
escasos y desorganizados afanes críticos y contra los magros deseos de cambiar
un sistema tan profundamente injusto e inhumano, pues con la lluvia de datos,
porcentajes, proyecciones, estimaciones, tablas de evolución, etcétera, uno
dejaba de ver mujeres u hombres, y contemplaba números que se deslizaban con la
frialdad y lejanía con que los números desfilan.
Pero hoy, cuando en tantos hogares tal número o tal porcentaje
se corresponde a un sufrimiento, a una frustración, a una desilusión, a un
sueño hecho añicos, los datos, de pronto, son alimañas que arañan, muerden y
desgarran.
En estos tiempos de crisis, cuando la estadística no puede
ocultar la realidad de la que habla aunque la camufle, y por más que los
expertos en disfrazar al futuro de optimismo intenten poner en pie su truco de
prestidigitador, la tozudez de la realidad a la intemperie consigue que hasta
los números lloren.
Treinta y cuatro. El fútbol que me
gusta, y siempre me ha gustado, no se juega en despachos, tampoco despliega su
fuerza y belleza, su velocidad e inteligencia en las salas de reuniones de las
federaciones o de hoteles de lujo donde éstas se reúnen.
El problema (de todo, no sólo de este deporte) empieza y se agrava
cuando una actividad humana genera tal pasión, que algunos cuyo único afán es
amasar dinero, son capaces de cualquier mezquindad, en pro de su cuenta de
resultados, incluso convertir en cuestión de fe actos que cualquier análisis
apenas racional catalogaría como inmorales y en ocasiones casi delictivos.
Lo de menos es el turbio asunto del fichaje del chaval
brasileño, a pesar de que un juez ya esté tras el asunto. Lo más repugnante es la
obscena petición de indulto al Gobierno que los presidentes y altos dignatarios,
salvo tres, han solicitado para el expresidente sevillista, condenado en firme en
sede judicial por asuntos ajenos al balompié que hieden más aún que la
podredumbre futbolera. Si desde hace décadas constan las relaciones de
amancebamiento entre poderes y clubes (se me ocurren unos cuantos ejemplos a lo
largo de la geografía española), este gesto en forma de documento firmado lo
corrobora. El fútbol se convierte oficialmente en la tapadera de cualquier
problema; más aún, ser sumo sacerdote de un club es aval suficiente para expiar
errores o culpas, incluso delitos, no ya presuntos, sino juzgados y sentenciados.
Entretanto espectadores, aficionados, hinchas y socios
seguiremos asistiendo a los encuentros, desearemos que el club de nuestro
corazón marque un gol más que el oponente y venza (aunque sea con injusticia).
Lo demás nunca importa, o así parece.
Nuestro silencio aquiescente es cómplice de este desaguisado que
considera normales y perdonables, por ejemplo, las deudas de los clubes con
Hacienda, que establece moratorias que para el resto de mortales son utopías innombrables
ante las administraciones, que deja sin pagar sueldos, que es capaz de provocar,
insultar o agredir a otros seres humanos por la altísima traición de gustar o
pertenecer a otro club distinto del propio.
No es consuelo, sino alarma, que esta enfermedad afecte a gran
parte de Europa y sea aún más grave en otras latitudes. No es consuelo, sino
peligro, que en más de medio mundo este deporte sea, en realidad, industria de
tal magnitud que ya funciona como multinacional poderosísima y está a punto de
convertirse en religión que exige de sus militantes la misma fe irracional que
otras.
Treinta y cinco. Se habla de innovación
literaria, acaso demasiado encasillada en modos de hacer trillados y desgastados,
pues todo parece repetirse. (En el fondo se trata de demostrar que se sigue
vivo, porque esta cuestión de la renovación, es tan antigua e imperecedera como
el arte y la literatura, es la eterna cuestión que cada nueva generación plantea
a la precedente, al sentir la vieja propuesta ya agotada).
Cuando uno tiene como una de sus dedicaciones predilectas la
lectura, puede llegar a entender semejante afán, pues puede acabar un poco
harto de leer la misma novela escrita por diferentes autores con distintos
argumentos y variados personajes, que se podrían llegar a trastocar unos con
otros, a poco que se pierda la atención.
Para eso sería mucho mejor, me digo, olvidarse de lo actual y
volver a los clásicos, donde está todo y donde todo está mucho mejor contado.
Pero, ¿qué ocurre con el lector que lee no como actividad
predilecta, sino como pasatiempo, como modo de rellenar el ocio, quizá aburrido
de tantas otras distracciones como se pueden disfrutar en nuestros tiempos?
Siempre se ha dicho, y estoy de acuerdo, que la literatura no es
el qué, sino el cómo. Sin embargo lo que aún no sé, lo que aún busco, el dilema
que se me plantea es hasta dónde se puede llegar con ese cómo. Lo diré de otro modo. Mejor, me lo pregunto.
¿En ese cómo, qué importa más lenguaje o estructura, ambas
o ninguna? ¿Hasta dónde se puede invocar la inteligencia del lector —a veces
su paciencia también—, con sobreentendidos y silencios, vaivenes de tiempo y espacio, diferentes voces narrativas...?