Treinta y seis. Otro lunes, otro
poeta que ya no podrá escribir versos. José Emilio Pacheco, casi vecino de Juan
Gelman, murió ayer domingo, tras una mala caída que tuvo como consecuencia, según
se dice, un fatal golpe en la cabeza. Lo llevaron al hospital, pero tras
algunas horas, el desenlace fue inevitable. Antes de esa caída había estado
escribiendo sobre Gelman, precisamente.
Puestos a morir, ya que no hay más remedio, pues este asunto, como
es bien sabido, no depende de deseos o proyectos, mejor hacerlo así, pocas
horas después de haber escrito una frase, un verso, una idea, un sentimiento,
una razón o una queja.
Él puede afirmar que cumplió con la tarea: empuñó su arado hasta el
postrer minuto, empeñado en trazar su surco.
Treinta y siete. Parece que algunas
medidas políticas no tienen tan fácil aplicación, cuando son golpes indisimulados
contra el bien común.
Todavía hay margen para no dejarse pisotear, para evitar la nueva
esclavitud del neocapitalismo sobre los que llama ciudadanos, aunque en
realidad seamos contribuyentes a quienes se nos solicita el voto de vez en vez.
Treinta y ocho. Dice nuestro
Consejero de Sanidad, el de Castilla y León, que cuando un médico en un centro
de salud atiende a dos pacientes y un colega suyo en otro, en el mismo tiempo,
atiende cuarenta y cinco, se debe hacer algo.
A simple vista parece un comentario lógico, casi sensato, que cualquiera,
sin pensar más o tener otros datos, suscribiría. Pero aquí nieva sobre hielo, y
suena a preámbulo de nueva castración de los centros de salud en determinadas zonas
rurales: las más despobladas y envejecidas, las más inútiles para el tejido
productivo, esa deidad de viejo cuño, aunque vestida de diseño contemporáneo y
cosmopolita.
Con la excusa de la eficacia económica, se volverá a intentar
eliminar estos centros de salud cuyo número de actos médicos es tan
sensiblemente inferior a los de otras zonas pobladas.
Pero, señor Consejero, con respeto, estamos hablando de la salud de
seres humanos, y medirla en función de la rentabilidad financiera del servicio
que se presta, explica muy bien en qué estima se tiene a los habitantes de algunas
zonas rurales. Desde un punto de vista puramente financiero o monetario, la
salud de las personas que viven en zonas escasamente pobladas no es rentable.
¿Y…?
Señor Consejero, ¿cuál es el problema? ¿La salud de un ser humano
es más valiosa si cuesta menos al llamado erario público, que más bien es un
erial? ¿Desde cuándo la salud humana ha de medirse por la rentabilidad financiera
del servicio sanitario que se presta? Nótese que no hablo de economía, sino de
finanzas. La economía es mucho más que el resultado de las balanzas comerciales.
Si fueran más valientes y fueran capaces de aplicar hasta las
últimas consecuencias esta teoría, lo que se tendría que hacer es evacuar del
todo estos pueblecitos, vaciarlos sin más y entregarles viviendas dignas en
núcleos más poblados a cambio de las que se obliga a abandonar, porque la
eficacia de los servicios públicos (no sólo el sanitario) no es posible en
poblaciones tan escasas, si el único color que se aplica al lienzo es de los
euros que cuesta y los que, de uno u otro modo, se han recibido, o se recibirán,
a cambio.
A tal salvajada no se atreverán y continuarán el camino emprendido
hace tantos años de que sean las personas quienes decidan largarse, porque la
vida en un cementerio no es precisamente un plato de gusto.
Treinta y nueve. Hay que estar atento,
con todos los sentidos avizor. Lo peor del asunto es que a pesar de ello, y
aunque nos percatemos de inmediato de la presencia subversiva del polizón, nada
se podrá evitar, no habrá forma de desalojarlo y arrojarlo sin más
contemplaciones por la borda, si es que ya zascandilea entre la mercancía que
anida en las bodegas.
Cuarenta. Creo con toda la
sinceridad de la que soy capaz conmigo mismo, que escribir con interés distinto
al de expresar lo mejor posible lo que uno lleva dentro, es un afán espurio,
cuyo único destino será un barranco.
Aunque nuestras letras lograran aventurarse fuera del nido, no
importa el número de las miradas ajenas a la nuestra que contemplen su volar, lo
único que de verdad compete a quien escribe es hacerlo con la misma constancia
y afán con que se empeñan los pájaros en su canto o en su vuelo, sin más motivo
que el inexplicable impulso de hacerlo.
Cuarenta y uno. A ratos llovizna,
graniza a ratos. Se intuye la nieve que, salvo a primera hora de la mañana, ha
decidido no bajar a la ciudad. El asfalto tiene ese tono de charol desvaído que
adquiere cuando el agua se desliza sobre él, el morrillo de las aceras que nos
acercan al Museo de Segovia, recobra su pasado de piedra fluvial, y parece
rejuvenecer bajo el espejuelo con que el tenue orvallo lo engalana. No es la
mejor tarde para acudir a una exposición, apetece mucho más, acogerse a los
cálidos brazos de casa, pero la visita guiada tiene fecha puesta en el
calendario desde hace semana y media. No conviene retractarse porque el
invierno haya establecido sus cuarteles entre nosotros: es invierno, es Segovia…
Además nos apetece contemplar los resultados de tanto trabajo como
ha llevado este montaje, sobre todo porque en él se ha implicado hasta la médula
nuestra amiga Susana Vilches (eficaz colaboradora en la coordinación y comisariado de la muestra que ha dependido de Santiago Martínez), porque uno también sabe desde hace meses la inversión de tiempo,
esfuerzos y laboriosidad, como de encajera de bolillos, que ha supuesto para su
ocio casi un año de tarea coordinando a unos y a otros (historiadores, críticos,
conservadores, fotógrafos, imprenta…) para que el libro que completa la muestra, y la mantendrá viva en nuestra memoria, viera la luz con la calidad, detalle y esmero con que lo ha hecho.
No es una muestra extensa, tampoco el espacio lo permitiría salvo
que las tablas o los lienzos se abigarraran hasta confundirnos. Pero es más
densa de lo que parece a primera vista y sirve para que comprendamos la
importancia de un pintor nacido en el pequeño Paredes de Nava (Palencia), mediado
el siglo XV, sin antecedentes artísticos entre sus ancestros. Este hombre fue umbral
entre dos épocas, casi entre dos mundos: el gótico y el renacimiento de la áspera
Castilla, del poder regio que se asentó con mano firme en un inmenso territorio.
Santiago Martínez nos guía, desmenuza lo esencial, como si nos
mostrara una hilera de ventanas, como si nos asomara a los paisajes que se esbozan
tras sus cristales para que descubramos cuánta belleza desconocemos, como si
nos invitara a pasar a habitaciones hasta ahora a oscuras o en penumbra y él
—sabedor del interruptor que a nosotros se nos oculta— pulsara la llave que enciende
la luz para que nos asombremos por las sorpresas que se almacenan allí dentro.
No es que uno sea un completo analfabeto, pero he de reconocer que
en según qué cosas, no paso de los titulares, del enunciado de un índice poco pormenorizado,
muy poroso, muy corto.
Pedro Berruguete no es un completo desconocido, ni tan sólo un
nombre. Ya antes de la visita a la exposición Pedro
Berruguete en Segovia, lo ubicaba en un tiempo, en algunos de sus
lugares, sabía que era padre de uno de los grandes escultores hispanos, incluso
la imagen de uno de sus mejores lienzos forma parte de mi geografía habitual,
pues, no en vano, pertenece a la Institución que me paga cada mes desde hace
veinticinco años. Pero poco más, o nada más. Como si el cuadro o el nombre
fueran ajenos a una existencia llena de afanes y tareas.
Sé que es imposible abarcar todo lo que el genio humano ha dejado
sobre el planeta a lo largo de los siglos. A pesar de tener plena y absoluta conciencia
de mis limitaciones y de la imposibilidad metafísica de completarlas, algunas
carencias me sorprenden y me fastidian más que otras, porque no sólo desvelan
una oquedad, sino impaciencia de carácter y mirada superficial.
Mientras recorremos la muestra (paneles explicativos, esquemas,
reproducciones de algunos estudios radiográficos de los cuadros, los propios
cuadros, una escultura, bulas, monedas, un arcón…), al contemplar la
reproducción de uno de los perfiles de Segovia, el del mediodía, dibujado en
1562 por Anton van den Wyngaerde, cuyos originales se encuentran en Oxford, me
asalta la memoria, como un pirata melancólico y desarmado, el recuerdo de
aquella novela que se me quedó en la tinta de un bolígrafo en Burgos, en el tintero
de la pereza, por no leer, por no documentarme, por no invertir en un largo
tiempo de silencio, por preferir la inmediatez, la proximidad, lo fácil, lo cotidiano.
Y si hubiera hecho lo que debí hacer entonces, Berruguete sería, sin duda, algo
más que un nombre, algo más que un cuadro.
Cuarenta y dos. Y ahora Félix Grande.
Él sí me toca más cerca. No diré, salvo que me mintiera, que era amigo; en realidad era
saludado, era conocido, y en más de una ocasión había departido con él, cuando
acudía a la Diputación como jurado del premio Gil de Biedma… Incluso cierto día…
Pero tal cosa qué importa, qué más da hoy, ahora, lo que él dijera entonces
sobre mis versos.
Ha muerto.
Otro poeta de los que llevan tal título como se llevan hematíes o glóbulos
blancos, médula o entrañas, nos ha dejado en este fatídico mes de enero que ha
decidido que es hora de que tres de los más sinceros cerraran los párpados… y
desde entonces anochece.
Leí con fruición —¡y cómo lo recuerdo!— El abuelo Palancas que es una especie de relato verdadero, unas memorias
de su infancia en que contaba la vida de su abuelo, un hombre íntegro, de una
pieza, un hombre que iba siempre con la verdad por delante y auténtico como un
terrón o como la leche de una cabra recién ordeñada. Fue tal la conmoción que
sentí, que lo regalé a dos compañeros de oficina. Tanto insistí, que hasta lo
leyeron. Y cuando, unos meses después, regresó por la Diputación para su cita
anual, me pidieron ellos la posibilidad de saludarlo.
Aquella escena, con su voz y su risa y su estatura y su cabello tan
blanco y tan desordenado, ocupando nuestra oficina será de las escenas que no
podré olvidar, porque en los gestos y las miradas del escritor y de mis compañeros
descubrí la esencia de la literatura, la única que de verdad debería importar:
el encuentro entre el autor y sus lectores.
Cuarenta y tres. Llevo ausente de
Internet desde el martes, más o menos, desde que me he puesto a una tarea que
es casi tan gratificante como escribir uno su propia novela: revisar la escrita
por los amigos, imaginando en cada palabra suya el gesto, el esfuerzo, la
mirada concentrada en su interior donde la escena crece o emerge, apela a la conciencia
y brota sobre el papel o la pantalla del ordenador.
Han sido dos o tres jornadas muy intensas, pero hermosas, porque me
he sentido un poco útil, un poco más que de costumbre.
Cuarenta y cuatro. Ahora me duele no
haber echado un ojo, aunque hubiera sido semiabierto, a la bandeja del correo.
A veces permanecer ajeno al mundo, sólo estar embebido en una tarea, impide que
te enteres de algunas cosas que en verdad importan.
Otro muerto, esta vez el padre de Norberto, un buen amigo, a quien
tenía al lado como quien dice —en Segovia todo está al lado—, y sin embargo no
he sabido nada hasta que hoy he abierto el correo y visto que antesdeayer desde
Málaga y Sevilla me lo habían anunciado.
Es muy raro el mundo de las relaciones, las formas en que se traban
los conocimientos y las amistades, el modo en que se transmiten las noticias.
Aunque haya sido con un par de días de retraso, esta mañana he
podido charlar con él. Algo es algo, aunque sea tan poco.
A pesar de que una vida esté cumplida, casi con tres dígitos explicando
la edad, la muerte duele, y siempre acaba por morder en la cúspide mitral del
corazón… de algún vivo.