Cincuenta y cuatro. Después de estos
días repasando sobre la obra de Pedro Berruguete, empieza a intrigarme su
figura, y no porque deduzca o imagine que tras ella se escondan misterios o una
vida bohemia y aventurera, sino por lo contrario, porque responde —o eso me parece
por lo que voy sabiendo— al tipo de persona volcada sólo en su tarea y su
familia, que consiguió verdaderas obras de arte variando el rumbo de la pintura
en Castilla, sin dejar de ser alguien inserto en la singladura de la cotidianidad,
envuelto la mayoría de los días de su etapa de esplendor —una vez finalizada su
estancia en la corte de Urbino (Italia)— por la luz de Tierra de Campos, en
concreto por ese pedazo que se descuelga, como sarga luminosa, sobre Paredes de
Nava, donde nació, donde amó, donde trabajó.
Cincuenta y cinco. En ocasiones cualquier sueño o deseo para centrarse en los
asuntos que me interesan de verdad, choca con la realidad prosaica y zafia, que
se me enreda entre los pies, me zancadillea y me impide cualquier movimiento.
A veces me da vergüenza que trabajando como trabajo en la
administración, es decir que estoy acostumbrado a las gestiones farragosas, al
papeleo, a moverme entre registros, instancias, documentos que habitan en las
antípodas de lo literario, cuando tengo que realizar estos trámites por razones
estrictamente personales, me fastidia, me agota el ánimo, como si cargara un
peso insoportable.
Entiendo (¡cómo no lo voy a entender, si de ello depende el
sustento de esta casa!) todas las garantías y requisitos exigidos por la
administración, todo el movimiento de documentos; sin embargo, como no tengo
nada que ocultar (¿el qué, si apenas tengo nada que enseñar?) y creo firmemente
en que soy persona —es decir individuo de una sociedad que funciona y crece con
la participación y aportación de todos y cada uno—, me satura pensar la
cantidad de horas que tengo que invertir en dar una información que se podría
obtener con facilidad, como se ha demostrado en otras ocasiones.
Cincuenta y seis. Llego a esta hora
del diario exhausto y convencido de mi inutilidad, de ser superado por las exigencias
de una época, con la percepción de que existo en dos planos bien distintos y
opuestos: lo que la organización de la sociedad me obliga, y lo que en verdad
deseo. Llego, en fin, a este momento de reflexión, agotado, saturado y enzarzado
en cuestiones ajenas a la vida, con la intuición de que soñar está penado por una
organización humana llamada estado a quien sólo le interesa conocer el estado de
la cartera, aunque esté vacía, en definitiva, un entramado que desprecia el
desván de los corazones.
Habito el deseo de vivir con la máxima sencillez, la calma, los
hábitos que giran en torno a las letras: las pocas palabras que pueda escribir
y la lectura, sobre todo la lectura. (Cada día estoy más convencido que quien
escribe. sobre todo lee, sobre todo necesita leer). Sin embargo, por
imperativos obvios, he de abonar un peaje en forma de horas diarias para
ocuparme de otras tareas que impidan la penuria material, que aporten lo
necesario para una vida digna. (¿Cobardía, pereza, inconstancia, miedo…? Quizá,
pero ya da un poco lo mismo). Como un animal acorralado, en estas
circunstancias me he adaptado a admitir como refugio deseable unas tres horas
diarias, las que me aportan el verdadero alimento, lo que en verdad me otorga
sensación de estar vivo o de ser yo mismo.
Pero hay jornadas en que ayuno a la fuerza, en que los
imperativos de esta sociedad y de su organización me alejan del alimento
interior.
Ya sé que es absurdo este lamento. Será difícil, por no decir
imposible, que alguien —y menos a mi alrededor— entienda que lo de verdad me
importa son estas horas de silencio, de sosiego, de letras que me riegan.
Pero como no me resisto a la inanición, aunque sea fuera de
horas, aunque sea con la frustración entre los dedos y con el sueño martilleando
mis neuronas, abro este cuaderno y dejo constancia de una tarde desesperante
por culpa de un programa informático que me exige instalar la hacienda pública,
pero a lo que se opone con toda la fuerza de su resistencia pasiva mi ordenador,
o —lo más probable— la consustancial torpeza de mis dedos y mis entendederas.
Esta tarea de leer y escribir para la mayoría será un modo tedioso
y frustrante de ocupar el ocio. Lo entiendo. Lo respeto. Para mí, sin embargo,
es como si no hubiera comido en toda la jornada, un ayuno a la fuerza, no por
convencimiento o enfermedad o malestar, sino porque alguien ha cerrado con
malas artes y a escondidas la alacena donde guardo los alimentos.
Cincuenta y siete. Lo que en verdad
cuenta, la verdadera razón de la jornada de ayer echada a la basura, no es
culpa de un capricho, sino de una serie de azares que me empiezan a recordar a
un relato de Kafka.
Si mi existencia fuera la de un anodino personaje de un libro,
podría empezar a sentir curiosidad por las posibilidades que se abren en la
trama ante la nueva situación legal y tributaria que han provocado al
protagonista de la fábula la falta de algunos datos —el portal, el piso— en la dirección
de un sobre que contiene una notificación de Hacienda. Esa mismo tipo de
expectativa que usa el lector al aceptar las propuestas del autor, considerando
verosímil que Gregor Samsa amanezca convertido en repugnante escarabajo o que
Joseph K. sea acusado de un terrible crimen que nadie conoce, empezando por él
mismo.
Sin embargo, y hasta donde soy capaz de constatar, no creo ser
tal personaje, y lo que se despierta en mí no es la curiosidad del lector, sino
una cierta sensación de vértigo, una cierta sensación de que ahora será este
asunto el que lastre mi tarea, el que me desasosiegue.
Aunque lo mismo, y quizá gracias a esta peripecia, se desvele (y
se me desvele) al fin mi verdadera identidad: aunque intente demostrar lo
contrario, soy un anodino personaje muy terciario, que en un capítulo o una
sección o un párrafo o una frase de un capítulo, pasa fugazmente a primer plano.
Cincuenta y ocho. He contestado a su
mensaje, diciéndole que estaba pasando un buen rato contemplando imágenes de
cuadros de Berruguete.
Su respuesta ha tenido que ver con la consideración que las
épocas posteriores juzgan a sus predecesores y más cuando estos se alejan más
de cinco siglos del presente. Yo hubiera contestado algo parecido, si la
situación hubiera sucedido al revés.
Estoy seguro.
Es una lástima nuestra injusticia con quienes nos precedieron,
es penosa nuestra mirada revestida de superioridad y orgullo sobre las personas
y las épocas del pasado, como si todo lo que sucedió hace más de treinta o
cincuenta años —no digamos quinientos o mil— fueran antiguallas sólo dignas del
vertedero.
Únicamente cuando se mira a la persona y su obra dentro de las
circunstancias en que se produjeron, se atisba su grandeza o su mezquindad, su
importancia o su intrascendencia. Y si uno echa un vistazo a algunos de los
cuadros del paredeño y los compara, aunque sea superficialmente, con lo que
otros a su alrededor pintaban, se da cuenta entonces de su valor y percibe
acaso que si sus encargos hubieran provenido de otras instancias distintas de
las eclesiásticas, las verdaderas mecenas en Castilla, quizá sus propuestas pictóricas
hubieran arriesgado aún más.
Ahora que lo escribo, me percato de que esta opinión es igual de
censurable que la otra, pues comete el mismo error y, por exceso, abandona la
condición previa necesaria para aproximarse a un juicio justo: valorar
cualquier obra desde las circunstancias que presidieron y rodearon su tarea.
En todo caso —y quizá sea esto lo que importa—, es verdad que he
gozado contemplando algunas reproducciones de obras suyas que desconocía, sobre
todo un cuadro de un calvario, en concreto el escorzo del buen ladrón.
Cincuenta y nueve. No han sido malas
las noticias sobre la evolución de su enfermedad. Por el contrario, incluso mejor
de lo que esperaba. Aunque no se pueda organizar un concierto de campanas que
convoquen a fiesta, parece que, al menos por ese lado, amaina el temporal.
Y esta buena nueva sí es importante. Si no lo quita del todo, al
menos alivia un fardo de encima, y deja en nada, o en apenas marejadilla, la
solicitud de la Agencia Tributaria.
Sesenta. Me parece alucinante
que una oficina pública no admita un escrito: una oficina universitaria, un
asunto universitario. Nadie pide al funcionario o funcionaria encargado de su
recepción que pondere si procede o no el contenido del documento, al fin y al
cabo no es su tarea, corresponde a otros valorarlo y actuar en consecuencia. Su
labor consiste en registrarlo y enviarlo al departamento donde se tramite el
expediente del que ha de formar parte, aunque sea para no tenerlo en cuenta
ejerciendo su derecho al silencio, aunque sea para esquivarlo en la resolución
que corresponda, aunque sea para rechazarlo tras argumentar su improcedencia.
Sesenta y uno. Tras una consulta,
regresa la funcionaria al mostrador donde nos está atendiendo en un ambiente distendido.
Después de confirmar mis temores —algo que sospecho desde mi primera visita—,
me comenta que le han dicho que soy poeta.
(Lo que a ciencia cierta no sé en qué situación me deja. Quizá
no muy favorable. Nuestra fama nos precede.).
Durante unos instantes quedo sorprendido, aunque espero que no
se me note. Es verdad que esta ciudad es una miniatura, pero ello no significa
que cada rostro se ubique en las estanterías de la memoria. No tenía conciencia
de conocer a alguien que trabaje en este edificio de poderosa arquitectura
entre tardogótica y renacentista, que, allá por los mismos tiempos en que
Berruguete pintaba, fue sede durante unos años del tribunal de la Inquisición
de la diócesis y hoy Agencia Tributaria de la provincia… Ironías con que la
historia regala sonrisas o recelos. Digo esto, porque siempre he sido muy
consciente de que apenas nadie, salvo un puñado de personas, sabe de mi
verdadero anhelo, de mi vocación transitada con las zapatillas y las vestiduras
propias de un perenne aprendiz poco aventajado. Pero oído lo oído, alguna
noticia de mi tarea trasciende ese círculo de conocidos, amistades y familiares.
Quizá, se me ocurre, mi ignorancia no sea de la persona, sino de su trabajo.
Quién sabe…
[Releo y lo de arriba, y me doy cuenta de que, acaso trasluzca o
rezume algo que no pretendo.
No deseo ocultar esta pasión (si así fuera, ¿por qué publico,
aunque este hecho sea intrascendente y anecdótico?); tampoco pretendo protegerme
de este impulso como si me defendiera de un estigma que me persigue, o
intentara evitar las consecuencias imprevisibles de un sino fatal. Simplemente constato
que soy poco más que anónimo —lo que no me quita el sueño—, y que esta conciencia
de ser casi imperceptible, es la que provoca mi reacción de sorpresa cuando
alguien que no conozco, o que supongo que no conozco, al verme, me identifica
como poeta, aunque sólo sea en su versión de anhelo].
La misma funcionaria evita que me demore más allá de un par de
segundos en tal extrañeza. Con la socarronería castiza de los madrileños que
siempre acaban haciéndose querer, me pregunta —aunque en realidad lo afirme— si
no sería objeto de un poema todo este asunto que espero acabe en anécdota
prescindible.
No sé si un poema o un relato de tonos surrealistas, pero todo
esto empieza a resultar chusco e intuyo que acabará siendo patético.
Sesenta y dos. Aunque el
sentimiento sea uno de los componentes inasibles del latido del corazón y, por
tanto, nada que proceda de la meteorología puede hacer que disminuya o se
debilite, algunas veces las condiciones externas influyen más de lo que se
quisiera y acaban por truncar, sino la esencia, sí el decorado y su perfil concreto
en un instante determinado.
Así me ha sucedido con el paseo de la tarde, tras la comida y el
detalle propio de un día que no me apetecía desaprovechar por más que su origen
sea tan espurio, tan hipócritamente comercial. Ya que las extrañas y chuscas carambolas
tributarias me han obligado a solicitar un día de permiso, había pensado
aprovechar lo que de bueno y apetecible habita una jornada de asueto.
El viento de la mañana, se ha robustecido hasta hacerse
ventarrón. Le ha debido gustar su nuevo aspecto más atlético y ha proseguido el
proceso vigorizante. Poco después del mediodía, ha decidido no conformarse con su
contundente musculatura de boxeador de los pesos pesados en pleno y furibundo
ataque, y ha aumentado su potencia hasta hacerse vendaval. Durante un par de
horas o tres, ha sido la versión de Eolo enfurecido y lleno de ira incontenible.
Justo el tiempo que había previsto, como se prevé un esquema, sin más detalle,
para un cazcaleo sosegado por algunas zonas de la ciudad que parecen versos de
piedra y luz, de vegetación y caricias. Sin embargo he desistido y he archivado
el callejeo para cualquier otra tarde más propicia, una jornada ajena a
cualquier huella en el calendario.
Las imágenes posteriores que hemos visto de las consecuencias del
paso del viento casi huracanado por tierras más al norte y al oeste (Galicia,
Asturias, León…) vienen a explicar que su presencia allí ha dejado efectos muy dañinos
y hasta dolorosos.
Una tras otra, como las cuentas de un rosario interminable, se
allegan las galernas, las tempestades, las borrascas profundas, las
ciclogénesis explosivas, da igual cómo las llamemos. Hablamos de lo mismo.
Empieza a ser habitual, lo que hace unos pocos años era pura
excepción… El cambio del clima ya no parece cosa exclusiva de científicos que
se alarman y nos alertan por lo que nos parecen apenas sutiles variaciones, en
todo caso imperceptibles por la mayoría. Tampoco se trata del típico y tópico
comentario del viejo que siempre añora aquella nevada de tintes casi épicos. Es
algo tan evidente, son tan seguras sus consecuencias destructivas, que aún asusta
más nuestra dejadez y nuestra falta de preocupación por el riesgo que corre la
vida en este planeta, a causa de la tarea infatigable de quienes sólo ven, y
desean, consecuencias económicas en cada acto humano.
Sesenta y tres. Si hemos visto la película —no sólo nosotros—, ha sido
como consecuencia de los galardones que recibió la semana pasada.
Es así de triste y un tanto penoso actuar de este modo. Cuando
hace meses se estrenó en Segovia, estuve a menos distancia de un tris de
meterme en la sala donde se proyectaba. Era un sábado, como hoy, en que no
tenía mucho que hacer, en que las perspectivas para el resto de la tarde eran
como un paisaje desolado, poco propicio —por decir algo— para que los ojos se
distrajeran. Ni siquiera tenía ganas de escribir. Sin embargo preferí seguir
adelante, pateando la tarde. Pensé que meterse solo en el cine no era
agradable. También había leído una crítica que hablaba —mejor dicho, entendí
que eso decía— de cierto aburrimiento, de cierta inconsistencia en el argumento.
Hoy me alegro de haber ido a verla, de haberme topado con una
historia de componentes sencillos (aunque no muy cotidianos) que plantea con
habilidad narrativa situaciones que no sólo se agotan en una peripecia
individual e intransferible, sino que esa situación concreta podría ser aplicable
a un buen número de vidas, prescindiendo de lo particular. Porque más allá de
lo que todo el mundo ya sabe de la historia —el viaje del profesor para
encontrarse con John Lennon cuando éste formó parte de una película rodada en
Almería—, la cinta plasma el vértigo y las dificultades que sienten los
individuos cuando abren los ojos y se enfrentan a la vida real; cuando es uno
quien ha de tomar sus decisiones, incluso por encima del sistema de opresión y
asfixia cotidiana en la que se vivía; cuando uno empieza a tomar conciencia de ser
parte de una transición colectiva ya imparable, en la que casi todas las piezas
que hacen funcionar la maquinaria del poder están destrozadas y han de ser remplazadas
por unas nuevas, pero se resisten a ello mostrando lo peor y más esperpéntico
de su esencia.
La sala estaba más que mediada, y la inmensa mayoría —por lo que
intuyo de las reacciones automáticas que se producían— comprendía a la
perfección, no sólo la anécdota que cada escena ponía ante nosotros, sino todo
el material oculto sobre el que se cimentaba, acaso cientos de recuerdos
personales emparentados de un modo u otro con lo que la pantalla mostraba.
Además, haber visto esta película me ha reconciliado con el cine
por varias razones. Apenas hay efectos especiales, salvo los milagros que la
decoración ha conseguido para que el ambiente de 1966 transitara por la pantalla
como si fuera 1966. Las casi dos horas de metraje se sostienen sobre un guión
que cuenta una historia. En todo este tiempo he visto actores —no marionetas—
incorporando a su encarnadura personajes creíbles, tan próximos que pudimos ser
cualquiera con sus michelines, sus carencias, sus ilusiones y sus miedos a
rastras por el surco de sus días. El trabajo de dirigir ha consistido en
escudriñar cada gesto y cada paisaje para resumir en detalles esenciales, a veces
un solo fotograma, todo lo que se quiere decir. Los niveles de lectura y
comprensión de la historia son variados, desde el más superficial y evidente, o
sea pasar un par de horas muy agradables, sin sentir que transcurren, que dejan
en el ánimo una sensación optimista, pues se llega a la conclusión de que es posible
alcanzar las metas deseadas, aunque haya muchísimas dificultades por el camino,
hasta los más hondos que pasan por la crítica a una sociedad brutal en su
esencia, aunque estuviera amenizada por lecturas bíblicas, ángelus, rosarios y
sotanas, o por un canto a la libertad basada en la ausencia de miedo, o por un
grito contra la opresión que pretende dejar a los individuos en marionetas.
Vivir con los ojos cerrados es fácil, como dice nuestro refrán, ojos que no ven… Y quizá sea ése el
problema, que estamos demasiado acostumbrados a vivir con los ojos cerrados, a
transitar por la existencia dejando a otros las riendas de nuestros latidos.
Sesenta y cuatro. Con las estrellas
limpias y brillantes, leo un mail de JSM. Ya se acerca el libro a la imprenta.
Ya están a punto sus versos de respirar en el papel.