Cómplices

Lunes 17 a domingo 23 de febrero de 2014

Sesenta y cinco. Sus ojos oscuros y su blanca sonrisa ocupan la pantalla, mientras la entrevistan, justo antes de entrar en la sala de cine de la Gran Vía donde un grupo selecto va a presenciar el estreno. Empieza la batalla de las series, la pelea por la audiencia, la lucha a degüello porque haya más miradas prendidas de una u otra producción.
Llegado este momento poco importan afanes, ilusiones, esfuerzos, el trabajo desaforado de tantas jornadas, los madrugones que la mayoría ignora, los nervios porque esa parte del guión no sale como quiere el director, o la tensión de éste porque no se alcanza justo ese punto preciso que desea. Ahora todo da lo mismo. Sólo cuenta, o tal parece, el número de quienes decidan ocupar parte de su ocio del lunes ante una cadena u otra.
Mi gesto es por pura amistad y por ello no me pesa y por ello sé que he de pasarlo bien.
Desde hace años no sigo ninguna serie ni las de aquí ni las de allí. Ni las más castizas ni las más cotizadas por los cinéfilos que buscan joyas con las que lucir conversaciones inteligentes frente a alguna copa teñida por líquidos de colores imposibles en locales de moda. Mi motivo para huir de ellas es justamente el que persiguen sus creadores: la fidelidad que provocan en el espectador para que semanalmente acudan al redil de la cadena donde se emiten.
No se trata de que me gusten más a o menos. La calidad sería el criterio lógico, si fuera coherente con mi día a día. Primero debería reconocer que a partir de ciertas horas de la noche, tras un día iniciado a las seis y veinticinco de la mañana, casi cualquier cosa es buena para desconectar los enchufes del cerebro y conducirle hacia el taller reparador del sueño. Y después, actuar en consecuencia.
Para entonces mi reloj marca la hora en que la mayoría de casas adora a la diosa televisión. Para entonces mi cabeza da para bien poco, casi nada. Me siento disperso, anegado en una sensación como de limo que enlentece el pensamiento a causa del paso de tantas horas que según parece son las importantes para la sociedad, pues por ellas me paga, y gracias a ellas obtengo la soldada suficiente para el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago… Y aún sabiendo todo esto, sabiendo que sólo las mañanas de los escuetos fines de semana soy capaz de algo más, aunque bien poco sea, cada noche, como Sísifo amnésico, tomo la moderna péñola de mi teclado e intento juntar un par de frases con algo de sentido. Y si no, antes que ver la tele, hago sitio sobre esta mesa arrinconada en el salón, para que un libro se abra a mi mirada e inicie o prosiga una conversación con el yo que siempre va conmigo.
Pero no lamentaré esta noche, ni las de los próximos catorce o quince lunes, mi presencia ante la pantalla. Los ojos y la sonrisa de Sara lo merecen, aunque su personaje —al menos en este primer capítulo— ni sea esencial para la trama ni sea el que más amigos consiga, pues tiene que encarnar a una jovencita con la que uno no quisiera toparse.

Sesenta y seis. La música de Albinoni, sus conciertos para violín y oboe evitan que la noche sea un desierto de desasosiego.
En mi caso los beneficios de la música no se reducen a que me aísle del sonido de la televisión a mis espaldas e impida mi distracción continua que acrece por la dispersión de mi interior… Es algo más, casi terapéutico.
A medida que las melodías crecen y danzan en mis neuronas, siento que la paz se aposenta dentro de mí. Percibo que todo es más sencillo. E incluso intuyo que será posible cualquier cosa.
Aunque la música de este italiano, como mucha de la barroca, no es mi favorita y me satura antes que otras, esta noche, no sólo me acompaña, sino que me tranquiliza y me cura. Sobre todo algunos de los adagios que a estas horas me parecen más hondos que otras veces, como si de pronto descubriera en ellos ecos o matices que me habían pasado desapercibidos.

Sesenta y siete. Leo con cierta tristeza las últimas líneas que ha escrito en el blog. No sé si será cierto en sentido estricto lo que dice. Aunque una parte de mí apostaría a que no es posible abandonar la tarea de editor tras comprobar casi a diario la pasión que pone en ella, otro hemisferio de mi razón no lo descarta del todo, y más si el interlocutor con quien sostiene sus reflexiones es quien me imagino, escondido tras nombre de figura bíblica.
Su decisión es suya y sus motivos son tan intransferibles y personales, que los deseos egoístas de un lector que no arriesga nada y paga un precio ajustado por los libros que le van llegando, no tienen fundamento ni razón de ser. Tampoco los lamentos del futuro autor que se verá en un catálogo en el que nunca soñó figurar, pueden ser suficientes para influir en este tipo de decisiones.
Ante la duda, sólo el amigo verdadero puede encender una antorcha que ilumine el camino a seguir o, al menos, lo intente; pero ni siquiera entonces la decisión dependerá de la mano que prende la tea, ni de la llama que arde, sino de lo que su resplandor alumbre.
Cuando un sueño se desploma en caída vertiginosa hacia el abismo de la pesadilla, lo mejor es tener la suerte de despertarse, lo mejor es procurar quedarse en el momento de placer, para evitar que el dolor, el miedo o la desesperación ocupen un lugar que nunca fue el suyo.

Sesenta y ocho. A veces tengo la honda certeza de que a esta generación debería estarle vetada la opción de expresar por escrito cualquier idea o pensamiento.
Todo el tiempo que se invierte en la escritura de nuestros lamentables versos o relatos, deberíamos emplearlos en leer y leer y leer y releer a los grandes, a los clásicos de todas las literaturas. Sólo cuando sus textos formen parte de nuestro venero, entonces, podrían autorizarnos a usar la pluma y llenar con ella algún folio…, aunque mejor que no fueran excesivos, que no pasaran de la media docena.
Claro que no es imposible pensar que cada presente tuvo la misma confusión, y sólo el futuro fue capaz de aventar la cosecha separando el grano de la paja.

Sesenta y nueve. Norberto ha hecho públicos los poetas seleccionados con motivo de la celebración del V Día Internacional de la Poesía en Segovia.
Entre ellos y ellas hay buenos amigos. Así que este año, nuevamente, la celebración será tan intensa como otros pasados, si es que ello es posible. Y es que para mí, este día se ha convertido en un día festivo y como tal lo vivo.
De las cuatro celebraciones anteriores, mucho más que mis dos participaciones, perfectamente prescindibles, le debo a estas jornadas unas cuantas conocidas y conocidos, incluso algunas amigas y amigos. Este valor no es mesurable, ni siquiera para un matemático que todo lo puede medir de algún modo y, precisamente por ello, es el mayor de los tesoros hallados en esta conmemoración.

Setenta. Me dice una buena amiga que no entiende por qué estas líneas no se leen más. Lo escribe —se nota— sin afán de que le conteste, lo comenta como si se le escapara un pensamiento en forma de letras.
Aunque ella no busque mi contestación, aunque sea sólo un comentario, aunque yo pretendiera dársela, no podría satisfacer su curiosidad porque no tengo respuesta, o no tengo la seguridad de que mi respuesta represente una certeza absoluta.
Creo hondamente que las líneas de un diario —y más si es público— están destinadas al olvido inmediato, porque a nadie le interesan las vivencias ni la opinión de un aprendiz casi anónimo.
Otros con mucho más mérito literario y una vida más interesante y un pensamiento más hondo, también son casi desconocidos.
Pero tal cosa no importa nada. Sobre todo porque uno tiene la obligación de escribir sin tener en cuenta quién, cómo, cuándo y dónde será leído… si alguna vez sucede el milagro.

Setenta y uno. Me he asomado hace algunas horas a unos versos antiguos, y al leerlos, casi no me he recordado. Están allí mis anhelos de siempre y mis preguntas y mis dudas y mis miedos, pero no me he reconocido del todo, como si hubiera contemplado mi imagen en un espejo distorsionado, como si hubiera pasado ante mi vista una vieja fotografía que me hubiera plasmado con un extraño o torpe disfraz. He preguntado a mi recuerdo qué pasaba entonces dentro de mí para escribir de aquel modo. No ha llegado una respuesta muy precisa. Apenas queda rastro en el cubil de mi memoria de tal tiempo, cuando escribía como juegan los jugadores eternamente suplentes al saltar de pronto al campo y deben demostrar todo lo que son en dos o tres jugadas.
Por suerte, del mismo modo, apenas queda rastro en ninguna parte de aquellas letras. Como plomo se hundieron en el marasmo del olvido. Fueron fieles a su esencia.

Setenta y dos. Que no sea hoy o mañana o pronto, que no sea hoy, me digo. Pero pienso luego que llegará un día en que sucederá lo inevitable; y por más que lo intente, no podré impedir entonces que el puñal del dolor se clave. Será entonces, hoy y será muy pronto. Siempre será pronto. Siempre querré que no sea hoy, porque querré siempre que sea nunca.

Setenta y tres. Aparecen por casa libros nuevos. De momento, sólo en forma de un título que en algunos casos es un vaporoso recuerdo de algo que una vez oí, pero en la mayoría absolutos desconocidos.
Hablo de novelas o poemarios prácticamente contemporáneos, escritos en español. Libros que no llegaron a las reseñas de la prensa, o al menos no alcanzaron los atriles con altavoz más poderoso. Libros que iré leyendo antes de saber si mi desconocimiento fue provocado por un error de los críticos y los acólitos que alimentan los suplementos literarios, o que la Universidad aún no tiene la suficiente perspectiva para escoger las narraciones y los poemas decisivos de nuestro presente, o se trate únicamente del gusto de un joven doctor que, en ausencia de horizonte, acude a su criterio personal, lo que no es en absoluto detestable, ni siquiera criticable; probablemente sea lo mejor pues, además de ser independiente, tendrá formación y criterios más que sólidos.
Para el arte, el presente —y cualquier instante por alejado que esté de nuestra mirada fue una vez presente— siempre es un gigantesco árbol que tapa o, mejor dicho, ciega el bosque.

Setenta y cuatro. Después de no sé cuántos fines de semana, el sol ha vuelto a engalanar el cielo. Hemos decidido acercarnos hasta el puente que cruza el embalse de El Pontón, para dejarnos calentar por este sol del último tercio del invierno, para contemplar la extensión de agua.
Mas, justo al bajarnos del coche, nos ha sorprendido un ventarrón frío y violento, como un séptimo de caballería invisible a galope tendido… Lo que más nos ha llamado la atención ha sido la encrespada superficie del embalse, como si se le hubiera rizado su cabellera azul, como si toda ella hubiera pasado por la peluquería para llenarse de tirabuzones imposibles. Las pequeñas olas golpeaban contra el muro de la coronación del pantano con la misma velocidad con que los dedos del experto pianista ejecuta las semifusas más veloces del movimiento más raudo, casi azaroso de puro apresurado.