Cuarenta y cinco. El recital poético
de anoche en la Librería Diagonal me
gustó, aunque la jaqueca que me perseguía desde media tarde, terminó por
hacerse casi invencible, precisamente escuchando a José Luis Torrego y a Luis
Llorente.
Uno piensa que, para una vez que me decido a asistir a alguno de
los actos que organiza F., no es justo este contratiempo, pero la culpa es mía,
por querer aparentar más aguante del que en verdad tengo, o por creer que en
esta ocasión se me pasaría sin la ayuda de un ibuprofeno, mi bálsamo de
Fierabrás. Quizá, pensé, como iba a estar distraído en algo que me apasiona, el
dolor se atenuaría lo suficiente.
Soy criatura debilísima y una migraña acaba con cualquier deseo.
Así que después de poco más de una hora hubimos de salir de Diagonal, sin que se hubiera acabado el
recital, sin saludar a los protagonistas.
No conocía de nada a José Luis Torrego. Con Luis Llorente,
aunque no sé si él lo recordará, compartí el año pasado mesa en el Día
Internacional de la Poesía en Segovia. Pero la mesa era larga, y cada uno de
nosotros estábamos en un extremo de la misma fila; apenas nos veíamos.
Son poetas distintos en el fondo y en la forma, y ambos son
poetas, verdaderos adictos a los versos y al trabajo. Impresiona ver el material
que atesoran y la pasión y la emoción con que hablan de poesía, no sólo de la
suya.
Para el espacio con que cuenta la librería y para ser un recital
poético, no fue escaso el número de asistentes. Pero lo que lo que me hizo
pensar durante un buen rato por la noche, cuando la jaqueca, gracias al
ibuprofeno que debí haber tomado varias horas antes, era una nube que se deshacía
en un horizonte ya inalcanzable, no fue sobre el número de asistentes, sino que,
descontando a los dos poetas, entre los asistentes éramos, salvo error u
omisión, cinco varones, de entre ellos un bebé y un niño… No llegué a ninguna
conclusión, quizá por miedo a que una nueva jaqueca estallase con la fuerza de
una tormenta.
Y otra conclusión, que tiene que ver con mis carencias. Sigo pensando,
con Gil de Biedma, por ejemplo, que la poesía contemporánea no se escribe para
ser recitada, sino leída, disfrutada en silencio, pudiendo con los ojos acariciar
varias veces y en diversos sentidos los mismos versos.
Queda pendiente pues, una charla con ambos —juntos o por
separado—, a ver si aprendo algo más de su afán, de su tarea, de sus saberes.
Cuarenta y seis. Se lee como se
bebe el agua: letra grande, interlineado amplio. Han impreso millones de
páginas de más, si hubieran usado otros tipos y otros diseños, pero los grandes
hacen lo que quieren y como quieren, que para eso son grandes.
Tengo la impresión a medida que avanzo su lectura a velocidad de
crucero como si dijéramos, que fue presentada sin terminar de pulir. Al menos
le hace falta otra lectura para que ciertas repeticiones no fueran tan
evidentes, hasta para quien no lee despacio.
No es la primera vez que ocurre en este premio, ya sucedió (o
eso quiero pensar, porque de no ser así, la cosa es más grave de lo que parece)
al menos con otra novela, que yo recuerde.
No estaría mal que una vez concedido el galardón, el texto
pasara por ojos adecuados, que no es desdoro corregir errores, sino más bien
respeto por quien se gastará los euros en comprar el libro.
Por lo demás, la idea que provoca el argumento de la novela me
parece interesante, aunque repito, acaso aún por madurar del todo, como una
manzana de buen aspecto, que ha sido arrancada del árbol demasiado temprano y
más que saber con la intensidad apropiada del fruto, se adivina a lo que
hubiera podido gustar.
Cuarenta y siete. Uno sabe que
escribir sobre fútbol en estas páginas no es muy de recibo, como si se cometiera
algún sacrilegio imperdonable, como si mis palabras cayeran en fuero de juego, como
si se colara entre los renglones azules la fetidez del hervir de una berza.
También sé, por experiencia, que quienes gustan del fútbol, apenas se entretienen
en estas páginas, por lo que parece absurdo y poco coherente dejar de ser
sublime, como propugnaba Baudelaire, y aterrizar sobre el césped de un campo
para escuchar el golpe sordo de una bota sobre el cuero del balón, el olor que
dejan los linimentos sobre la piel, las voces de los aficionados desaforadas,
procaces, ofensivas…
La muerte —otra más; qué año— de Luis Aragonés para quien tanto
gusta este juego, no es una muerte cualquiera, porque su tarea, aparte de lo
desabrido que pudiera resultar su gesto y su talante, puede ser invocada como
ejemplo para tantas otras, para muchas, para casi todas.
Si la selección española de fútbol ha llegado a lo más alto que
se puede llegar en este deporte, haciendo lo que hasta ahora ninguna otra ha
conseguido —lo que es prueba de la excepcionalidad del logro—, o sea ganar
Eurocopa, Mundial y Eurocopa, se debe a que este hombre impuso un camino que
luego otro gran hombre, más querido aún que el de Hortaleza, ha continuado.
Y este camino empieza o se basa en conocer al dedillo lo
fundamental del juego, saber, entender y aplicar que es el mejor y más
inteligente manejo del balón y del espacio lo que puede dar o quitar las
victorias, aunque haya que contar con otros muchos factores, sobre todo el
rival que dispute el partido.
Parece una obviedad de las de Perogrullo, pero pocos la habían
tenido tan en cuenta y ninguno —salvo quizá aquella selección de Holanda de los
años 70— la había llevado hasta los extremos en que se empezaron a llevar
entonces, hace ahora una década, más o menos.
Uno quiere alcanzar la plenitud en su oficio, más allá de la
repercusión o el reconocimiento que tal afán tenga en otros. Quizá se busque
artimañas, quizá sea fácil confundir la victoria con estos logros, quizá se
busque el éxito antes que la virtud.
Pero uno, que para eso ya va cumpliendo años, cada vez tiene más
memoria y más perspectiva y se da cuenta de que algunos por el afán de éxito a
toda costa, se quedaron en la carcasa, en la moda, en la eficacia momentánea:
pan para hoy y hambre para mañana. El triunfo más sólido tiene que ver con el conocimiento
de las esencias de la tarea o del oficio.
Cuarenta y ocho. Leo, opino, juzgo,
critico —aunque sea en el secreter de mi corazón— y, sin embargo soy incapaz de
escribir una línea, un verso… Parezco un cascarrabias.
Cuarenta y nueve. Se produce un
diálogo sobre la nueva literatura, la que se acerca —aunque a mi modo de ver se
nos viene encima— como consecuencia de la revolución que Internet ha supuesto
en las costumbres de los lectores.
No estoy convencido, nunca lo he estado, de que los debates
teóricos sirvan para explicar o entender la situación de algo tan vivo y
cambiante como las manifestaciones artísticas, pues éstas son la muestra de la
profunda inquietud que define al género humano desde el principio de la
historia. Quizá para hablar sobre la razón del arte, sobre la necesidad que
desde el origen mismo de la humanidad algunos sienten de expresarse a través de
él y sobre el afán por llegar a cuantos más mejor, es decir de alcanzar el éxito,
conviniera excavar en lo más hondo de la esencia de la especie.
A mi modo de ver el ser humano empieza a serlo, porque se trata
de una especie animal incapaz de conformarse con lo que tiene o con lo que es;
quizá semejante inconformismo brote en lo más hondo de las entrañas como mecanismo
de defensa, como herramienta para la supervivencia, como búsqueda de soluciones
al hambre, al frío, al acecho de criaturas más fuertes y temibles. Intuyo que
esa infinita capacidad de adaptación, implica usar el cerebro de un modo
desconocido e inalcanzable para el resto de animales. De alguna manera podría
definirse al humano como el único ser vivo que es capaz de interrogarse para
encontrar una solución, muchas veces diferente a la que hasta ese momento se
venía aplicando. Si las primeras preguntas, sin duda, fueron tendentes a
solucionar los problemas más acuciantes de la supervivencia, las siguientes,
porque es inevitable, porque un paso lleva automáticamente al siguiente, no
tardarían apenas tiempo en enfrentarse a otros problemas menos concretos que
necesitaban de unas respuestas menos prácticas, aunque igual de necesarias para
entender el lugar donde se vive. Otro modo, acaso más importante aún, de evitar
la muerte.
Pues bien, este mecanismo, aunque las apariencias digan otra
cosa, apenas ha cambiado en milenios. Cada época tiene sus propios predadores
que amenazan y cada época necesita sus respuestas, tanto las prácticas e
imprescindibles herramientas que sirven para adaptarnos y defendernos del
entorno físico, como las no menos imprescindibles, pero inmateriales, que
tienen que ver con los utensilios que la mente precisa para el mismo menester. Y
entre éstas, las que hemos dado en llamar arte no son las menos importantes, y
una de ellas, la literatura, es común a toda la especie. Allá donde habite una pareja
humana habrá literatura, aunque sea en su más esencial manifestación, la más
pura, la más olvidada tantas veces: la oral.
Y porque el ser humano es la especie animal más inconformista y
que a mayor velocidad evoluciona, el arte no puede aquietarse en un punto
concreto: desde ese preciso microsegundo de estatismo, es antigualla.
Así pues, del mismo modo que cada época va alterando la
alimentación, las relaciones de pareja, la vivienda, la educación de sus
cachorros, el modo de comunicarse, la protección frente al enemigo, etcétera,
también modifica la manera de expresar sentimientos, de dejar constancia de su
paso, de aspirar a la eternidad que la muerte del cuerpo contradice, de contar
historias que permitan pasar el tiempo de la noche junto a la hoguera o sirvan
para pensar en cuestiones que tienen que ver con los latidos de las estrellas.
Llegó un momento, llegó alguien, que decidió que todo este
esfuerzo de plasmar o afrontar la realidad mediante pintura, escultura,
arquitectura, música, literatura, teatro, o danza, tenía tanto o más valor que
construir lanzas, fabricar ropa, vender pescado, manufacturar herramientas, defender
territorios, cultivar tierra o criar gallinas. Y se decidió que algunos
miembros de la comunidad podrían vivir de la «elaboración» de pinturas,
esculturas, edificios, melodías, relatos, piezas teatrales o danzas.
En algún momento, quizá en la antigua Grecia, quizá en otro
lugar, quizá antes, o sea, como mínimo hace unos tres mil o cuatro mil años,
empezó a tomarse conciencia de la autoría. Ser artífice de algo significa al
menos dos cosas, quizá más; a) que «ha elaborado» algo singular respecto
de lo previamente existente, sólo posible gracias a la tarea de su autor,
pareja al modo en que los dioses actúan, y, b) que por su singularidad merece
ser perdurable. A diferencia de otros actos humanos la obra de arte en su
esencia lleva impreso el sello de no fugaz, no efímero, acaso indestructible,
eterno acaso, y además merecedor de satisfacción y reconocimiento por parte de
quien se beneficia de él, lo usa, lo disfruta.
Así pues, estoy seguro de que el deseo de alcanzar el éxito en
el arte en general y la literatura en particular, es uno de los ingredientes o
consecuencias que se esperan de la tarea.
Sin embargo, los caminos para alcanzarlo han cambiado a lo largo
de los tiempos. Si en el principio se trataba de una consecuencia de un proceso
que pasaba por la excelencia y necesitaba del beneplácito del tiempo y de la comunidad
destinataria de la obra, hoy parece que el triunfo ha de ser una exigencia
inmediata a la realización de la tarea.
Acaso esto sea sólo una muestra de que nuestra cultura es más
fugaz que ninguna otra, porque los cambios a los que está siendo sometida la
especie son más veloces que nunca, sin tiempo apenas para que dejen alguna leve
huella en nuestra conciencia. Es decir, hemos llevado al paroxismo, a la cumbre
más absoluta y literal lo que decía más arriba: el arte no puede aquietarse en
un punto concreto: desde ese preciso microsegundo de estatismo, es antigualla.
Hoy el reconocimiento, la fama, el pago por la obra de arte no
depende de la excelencia, ni puede esperar un tiempo para obtener el
beneplácito del grupo a quien se dirige. Lo hecho hoy, mañana habrá sido devorado
y arrojado al desagüe del olvidado cuyo diámetro acrece a la misma velocidad a
la que pasan los días.
Y no deja de ser contradictorio que lo que nace con afán de
perdurar, sea tan efímero y fugaz como un segundo. Algo en nuestra civilización
va contra la esencia del arte, y por ello es demencial intentar hablar de algo
que en realidad ya no existe.
Cincuenta. También dice la novela de Clara Sánchez: «Para estar con un artista tienes que amar lo que hace,
porque un artista prefiere que se ame su obra antes que a él mismo. y a ti solo
te importaba él, no la belleza de su creación»
¿Qué añadir a continuación…?
Cincuenta y uno. A veces todo confluye hacia un espacio que uno aborrece
en esencia.
Sin embargo, por encima de las ideas preconcebidas están las
personas. Primero uno dice que no, pues el tiempo se escurre entre los dedos
sin apenas tocarlos, pues la tarea es delicada y mis apresuramientos pueden
hacer algún daño. Minutos después, de nuevo en la calle —hechas ya las compras
necesarias— sigue bullendo en la cabeza el timbre de su voz, la ilusión que
pone en la tarea, el detalle de haberse acordado de uno, y no me quedo
tranquilo hasta que, animado por M., me quito los guantes, cojo el móvil, y marco
su número para decirle que se olvide de lo dicho, para decirle que sí, que
cuente con uno.
Sobre el tiempo, el apresuramiento y mis torpezas, Dios dirá.
Cincuenta y dos. Ambos en un mail
me hacen una pregunta inesperada. Una pregunta decisiva, una pregunta que uno
sólo se hace cuando es el autor.
Quien lee no aspira a modificar la trama, ni siquiera a influir
en ella de algún modo, por leve que sea éste. Pero tal y como se está haciendo
la tarea, no me queda más remedio que sumergirme en el asunto.
Y la tarea, de pronto, me apasiona, aunque me inquiete, pues no
quiero ocupara ningún asiento que no me corresponda.
Cincuenta y tres. Nieva copiosamente
unos pocos minutos. Parece, durante unos instantes, que podría ser la nevada
que esta temporada aún no se ha hecho presente entre nosotros, porque hasta
ahora sólo han sido avisos, pequeñas presencias como para que la memoria no la
olvide.
Avanza la mañana, sigo enzarzado en el artículo.
Quizá quiera decir más cosas de las que puedo o debo, quizá me
esté olvidando de lo más importante, mi mirada sobre el asunto. Al fin y al
cabo lo otro ya está dicho, e infinitamente mejor de lo que yo pueda insinuar
siquiera.