Cómplices

Sábado 1 a domingo 9 de febrero de 2014

Cuarenta y cinco. El recital poético de anoche en la Librería Diagonal me gustó, aunque la jaqueca que me perseguía desde media tarde, terminó por hacerse casi invencible, precisamente escuchando a José Luis Torrego y a Luis Llorente.
Uno piensa que, para una vez que me decido a asistir a alguno de los actos que organiza F., no es justo este contratiempo, pero la culpa es mía, por querer aparentar más aguante del que en verdad tengo, o por creer que en esta ocasión se me pasaría sin la ayuda de un ibuprofeno, mi bálsamo de Fierabrás. Quizá, pensé, como iba a estar distraído en algo que me apasiona, el dolor se atenuaría lo suficiente.
Soy criatura debilísima y una migraña acaba con cualquier deseo. Así que después de poco más de una hora hubimos de salir de Diagonal, sin que se hubiera acabado el recital, sin saludar a los protagonistas.
No conocía de nada a José Luis Torrego. Con Luis Llorente, aunque no sé si él lo recordará, compartí el año pasado mesa en el Día Internacional de la Poesía en Segovia. Pero la mesa era larga, y cada uno de nosotros estábamos en un extremo de la misma fila; apenas nos veíamos.
Son poetas distintos en el fondo y en la forma, y ambos son poetas, verdaderos adictos a los versos y al trabajo. Impresiona ver el material que atesoran y la pasión y la emoción con que hablan de poesía, no sólo de la suya.
Para el espacio con que cuenta la librería y para ser un recital poético, no fue escaso el número de asistentes. Pero lo que lo que me hizo pensar durante un buen rato por la noche, cuando la jaqueca, gracias al ibuprofeno que debí haber tomado varias horas antes, era una nube que se deshacía en un horizonte ya inalcanzable, no fue sobre el número de asistentes, sino que, descontando a los dos poetas, entre los asistentes éramos, salvo error u omisión, cinco varones, de entre ellos un bebé y un niño… No llegué a ninguna conclusión, quizá por miedo a que una nueva jaqueca estallase con la fuerza de una tormenta.
Y otra conclusión, que tiene que ver con mis carencias. Sigo pensando, con Gil de Biedma, por ejemplo, que la poesía contemporánea no se escribe para ser recitada, sino leída, disfrutada en silencio, pudiendo con los ojos acariciar varias veces y en diversos sentidos los mismos versos.
Queda pendiente pues, una charla con ambos —juntos o por separado—, a ver si aprendo algo más de su afán, de su tarea, de sus saberes.

Cuarenta y seis. Se lee como se bebe el agua: letra grande, interlineado amplio. Han impreso millones de páginas de más, si hubieran usado otros tipos y otros diseños, pero los grandes hacen lo que quieren y como quieren, que para eso son grandes.
Tengo la impresión a medida que avanzo su lectura a velocidad de crucero como si dijéramos, que fue presentada sin terminar de pulir. Al menos le hace falta otra lectura para que ciertas repeticiones no fueran tan evidentes, hasta para quien no lee despacio.
No es la primera vez que ocurre en este premio, ya sucedió (o eso quiero pensar, porque de no ser así, la cosa es más grave de lo que parece) al menos con otra novela, que yo recuerde.
No estaría mal que una vez concedido el galardón, el texto pasara por ojos adecuados, que no es desdoro corregir errores, sino más bien respeto por quien se gastará los euros en comprar el libro.
Por lo demás, la idea que provoca el argumento de la novela me parece interesante, aunque repito, acaso aún por madurar del todo, como una manzana de buen aspecto, que ha sido arrancada del árbol demasiado temprano y más que saber con la intensidad apropiada del fruto, se adivina a lo que hubiera podido gustar.

Cuarenta y siete. Uno sabe que escribir sobre fútbol en estas páginas no es muy de recibo, como si se cometiera algún sacrilegio imperdonable, como si mis palabras cayeran en fuero de juego, como si se colara entre los renglones azules la fetidez del hervir de una berza. También sé, por experiencia, que quienes gustan del fútbol, apenas se entretienen en estas páginas, por lo que parece absurdo y poco coherente dejar de ser sublime, como propugnaba Baudelaire, y aterrizar sobre el césped de un campo para escuchar el golpe sordo de una bota sobre el cuero del balón, el olor que dejan los linimentos sobre la piel, las voces de los aficionados desaforadas, procaces, ofensivas…
La muerte —otra más; qué año— de Luis Aragonés para quien tanto gusta este juego, no es una muerte cualquiera, porque su tarea, aparte de lo desabrido que pudiera resultar su gesto y su talante, puede ser invocada como ejemplo para tantas otras, para muchas, para casi todas.
Si la selección española de fútbol ha llegado a lo más alto que se puede llegar en este deporte, haciendo lo que hasta ahora ninguna otra ha conseguido —lo que es prueba de la excepcionalidad del logro—, o sea ganar Eurocopa, Mundial y Eurocopa, se debe a que este hombre impuso un camino que luego otro gran hombre, más querido aún que el de Hortaleza, ha continuado.
Y este camino empieza o se basa en conocer al dedillo lo fundamental del juego, saber, entender y aplicar que es el mejor y más inteligente manejo del balón y del espacio lo que puede dar o quitar las victorias, aunque haya que contar con otros muchos factores, sobre todo el rival que dispute el partido.
Parece una obviedad de las de Perogrullo, pero pocos la habían tenido tan en cuenta y ninguno —salvo quizá aquella selección de Holanda de los años 70— la había llevado hasta los extremos en que se empezaron a llevar entonces, hace ahora una década, más o menos.
Uno quiere alcanzar la plenitud en su oficio, más allá de la repercusión o el reconocimiento que tal afán tenga en otros. Quizá se busque artimañas, quizá sea fácil confundir la victoria con estos logros, quizá se busque el éxito antes que la virtud.
Pero uno, que para eso ya va cumpliendo años, cada vez tiene más memoria y más perspectiva y se da cuenta de que algunos por el afán de éxito a toda costa, se quedaron en la carcasa, en la moda, en la eficacia momentánea: pan para hoy y hambre para mañana. El triunfo más sólido tiene que ver con el conocimiento de las esencias de la tarea o del oficio.

Cuarenta y ocho. Leo, opino, juzgo, critico —aunque sea en el secreter de mi corazón— y, sin embargo soy incapaz de escribir una línea, un verso… Parezco un cascarrabias.

Cuarenta y nueve. Se produce un diálogo sobre la nueva literatura, la que se acerca —aunque a mi modo de ver se nos viene encima— como consecuencia de la revolución que Internet ha supuesto en las costumbres de los lectores.
No estoy convencido, nunca lo he estado, de que los debates teóricos sirvan para explicar o entender la situación de algo tan vivo y cambiante como las manifestaciones artísticas, pues éstas son la muestra de la profunda inquietud que define al género humano desde el principio de la historia. Quizá para hablar sobre la razón del arte, sobre la necesidad que desde el origen mismo de la humanidad algunos sienten de expresarse a través de él y sobre el afán por llegar a cuantos más mejor, es decir de alcanzar el éxito, conviniera excavar en lo más hondo de la esencia de la especie.
A mi modo de ver el ser humano empieza a serlo, porque se trata de una especie animal incapaz de conformarse con lo que tiene o con lo que es; quizá semejante inconformismo brote en lo más hondo de las entrañas como mecanismo de defensa, como herramienta para la supervivencia, como búsqueda de soluciones al hambre, al frío, al acecho de criaturas más fuertes y temibles. Intuyo que esa infinita capacidad de adaptación, implica usar el cerebro de un modo desconocido e inalcanzable para el resto de animales. De alguna manera podría definirse al humano como el único ser vivo que es capaz de interrogarse para encontrar una solución, muchas veces diferente a la que hasta ese momento se venía aplicando. Si las primeras preguntas, sin duda, fueron tendentes a solucionar los problemas más acuciantes de la supervivencia, las siguientes, porque es inevitable, porque un paso lleva automáticamente al siguiente, no tardarían apenas tiempo en enfrentarse a otros problemas menos concretos que necesitaban de unas respuestas menos prácticas, aunque igual de necesarias para entender el lugar donde se vive. Otro modo, acaso más importante aún, de evitar la muerte.
Pues bien, este mecanismo, aunque las apariencias digan otra cosa, apenas ha cambiado en milenios. Cada época tiene sus propios predadores que amenazan y cada época necesita sus respuestas, tanto las prácticas e imprescindibles herramientas que sirven para adaptarnos y defendernos del entorno físico, como las no menos imprescindibles, pero inmateriales, que tienen que ver con los utensilios que la mente precisa para el mismo menester. Y entre éstas, las que hemos dado en llamar arte no son las menos importantes, y una de ellas, la literatura, es común a toda la especie. Allá donde habite una pareja humana habrá literatura, aunque sea en su más esencial manifestación, la más pura, la más olvidada tantas veces: la oral.
Y porque el ser humano es la especie animal más inconformista y que a mayor velocidad evoluciona, el arte no puede aquietarse en un punto concreto: desde ese preciso microsegundo de estatismo, es antigualla.
Así pues, del mismo modo que cada época va alterando la alimentación, las relaciones de pareja, la vivienda, la educación de sus cachorros, el modo de comunicarse, la protección frente al enemigo, etcétera, también modifica la manera de expresar sentimientos, de dejar constancia de su paso, de aspirar a la eternidad que la muerte del cuerpo contradice, de contar historias que permitan pasar el tiempo de la noche junto a la hoguera o sirvan para pensar en cuestiones que tienen que ver con los latidos de las estrellas.
Llegó un momento, llegó alguien, que decidió que todo este esfuerzo de plasmar o afrontar la realidad mediante pintura, escultura, arquitectura, música, literatura, teatro, o danza, tenía tanto o más valor que construir lanzas, fabricar ropa, vender pescado, manufacturar herramientas, defender territorios, cultivar tierra o criar gallinas. Y se decidió que algunos miembros de la comunidad podrían vivir de la «elaboración» de pinturas, esculturas, edificios, melodías, relatos, piezas teatrales o danzas.
En algún momento, quizá en la antigua Grecia, quizá en otro lugar, quizá antes, o sea, como mínimo hace unos tres mil o cuatro mil años, empezó a tomarse conciencia de la autoría. Ser artífice de algo significa al menos dos cosas, quizá más; a) que «ha elaborado» algo singular respecto de lo previamente existente, sólo posible gracias a la tarea de su autor, pareja al modo en que los dioses actúan, y, b) que por su singularidad merece ser perdurable. A diferencia de otros actos humanos la obra de arte en su esencia lleva impreso el sello de no fugaz, no efímero, acaso indestructible, eterno acaso, y además merecedor de satisfacción y reconocimiento por parte de quien se beneficia de él, lo usa, lo disfruta.
Así pues, estoy seguro de que el deseo de alcanzar el éxito en el arte en general y la literatura en particular, es uno de los ingredientes o consecuencias que se esperan de la tarea.
Sin embargo, los caminos para alcanzarlo han cambiado a lo largo de los tiempos. Si en el principio se trataba de una consecuencia de un proceso que pasaba por la excelencia y necesitaba del beneplácito del tiempo y de la comunidad destinataria de la obra, hoy parece que el triunfo ha de ser una exigencia inmediata a la realización de la tarea.
Acaso esto sea sólo una muestra de que nuestra cultura es más fugaz que ninguna otra, porque los cambios a los que está siendo sometida la especie son más veloces que nunca, sin tiempo apenas para que dejen alguna leve huella en nuestra conciencia. Es decir, hemos llevado al paroxismo, a la cumbre más absoluta y literal lo que decía más arriba: el arte no puede aquietarse en un punto concreto: desde ese preciso microsegundo de estatismo, es antigualla.
Hoy el reconocimiento, la fama, el pago por la obra de arte no depende de la excelencia, ni puede esperar un tiempo para obtener el beneplácito del grupo a quien se dirige. Lo hecho hoy, mañana habrá sido devorado y arrojado al desagüe del olvidado cuyo diámetro acrece a la misma velocidad a la que pasan los días.
Y no deja de ser contradictorio que lo que nace con afán de perdurar, sea tan efímero y fugaz como un segundo. Algo en nuestra civilización va contra la esencia del arte, y por ello es demencial intentar hablar de algo que en realidad ya no existe.

Cincuenta. También dice la novela de Clara Sánchez: «Para estar con un artista tienes que amar lo que hace, porque un artista prefiere que se ame su obra antes que a él mismo. y a ti solo te importaba él, no la belleza de su creación»
¿Qué añadir a continuación…?

Cincuenta y uno. A veces todo confluye hacia un espacio que uno aborrece en esencia.
Sin embargo, por encima de las ideas preconcebidas están las personas. Primero uno dice que no, pues el tiempo se escurre entre los dedos sin apenas tocarlos, pues la tarea es delicada y mis apresuramientos pueden hacer algún daño. Minutos después, de nuevo en la calle —hechas ya las compras necesarias— sigue bullendo en la cabeza el timbre de su voz, la ilusión que pone en la tarea, el detalle de haberse acordado de uno, y no me quedo tranquilo hasta que, animado por M., me quito los guantes, cojo el móvil, y marco su número para decirle que se olvide de lo dicho, para decirle que sí, que cuente con uno.
Sobre el tiempo, el apresuramiento y mis torpezas, Dios dirá.

Cincuenta y dos. Ambos en un mail me hacen una pregunta inesperada. Una pregunta decisiva, una pregunta que uno sólo se hace cuando es el autor.
Quien lee no aspira a modificar la trama, ni siquiera a influir en ella de algún modo, por leve que sea éste. Pero tal y como se está haciendo la tarea, no me queda más remedio que sumergirme en el asunto.
Y la tarea, de pronto, me apasiona, aunque me inquiete, pues no quiero ocupara ningún asiento que no me corresponda.

Cincuenta y tres. Nieva copiosamente unos pocos minutos. Parece, durante unos instantes, que podría ser la nevada que esta temporada aún no se ha hecho presente entre nosotros, porque hasta ahora sólo han sido avisos, pequeñas presencias como para que la memoria no la olvide.
Avanza la mañana, sigo enzarzado en el artículo.
Quizá quiera decir más cosas de las que puedo o debo, quizá me esté olvidando de lo más importante, mi mirada sobre el asunto. Al fin y al cabo lo otro ya está dicho, e infinitamente mejor de lo que yo pueda insinuar siquiera.