Setenta y cinco. Ha llegado desde Sevilla el último libro
de Tomás Rodríguez Reyes. El umbral de la
piedra aguarda ya en esta mesa repleta de títulos que se apilan, a que mis
ojos sean puertas o ventanas para que se introduzcan a través de ellos las palabras,
los versos, que son —sin duda— mucho más que palabras y versos.
Y esto quiere decir,
entre otras cosas, que se acerca el momento en que Los andamios de los pájaros vuelen y atraviesen, al fin, el recinto
en el que nacieron. De hecho el blog de la editorial la Isla del Siltolá ha
publicado ya las portadas de los próximos tres poemarios de la colección
Tierra, y el último de tal terceto será Los
andamios de los pájaros…
Setenta y seis. Ahora que lo escribo, ahora que me doy
cuenta que se está llegando al instante de la meta, he recordado el inicio de
la carrera, aquella noche en que se me ocurrió como un fogonazo la posibilidad
de escribir un libro…
Y me acuerdo bien de
ello, porque a partir de la siguiente mañana lo dejé anotado, porque en
aquellos últimos días de octubre de 2010, decidí excavar sus cimientos más
hondos, como si fuera un diario. Mejor dicho, volví a la práctica del diario,
como si fuera un cuaderno de bitácora que me fuera ayudando a fijar ideas. Así
empecé:
«Sábado,
23 de octubre de 2010
—I—
La
idea surgió la otra noche casi como un susto, como la reacción a un susto.
Más
allá de la media noche, cuando me iba a acostar, al pasar junto al retrato de
Míriam, reaccioné como si hubiera una persona escondida allá dentro del lienzo.
Me di cuenta de que estaba viva.
He
escrito que me sucedió cuando me iba a acostar. Y me doy cuenta de que no es
exacto. ¡Qué pronto nos traiciona la memoria! En realidad fue antes de
acostarme cuando salía a fumarme el último pitillo, porque recuerdo (eso sí es
preciso) que la idea me asaltó la cabeza o trepó desde algún escondrijo hasta
las neuronas mientras el humo volaba hacia las estrellas, en una noche de finales
de octubre absolutamente despejada, como si en vez de con una manta de pelo,
estuviese arropada con una capa de seda drapeada de estrellas. Concretemos más
aún, ya que la memoria se pone así. En realidad ya era viernes veintidós, pero
para entendernos anotaré la fecha del jueves veintiuno, la frontera por la que
se despide el jueves y se asoma el viernes.
Así
pues, las primeras horas o minutos del viernes veintidós de octubre de 2010 la
semilla de la inspiración alcanzó el útero de mi corazón y me preñó. Ahora
resta el tiempo largo y silencioso de la gestación.
Amanece
el sábado día veintitrés de octubre de 2010. Parece que está despejado. Un
mosquito vuela delante de mis narices confundido pues no sabe si abrazar el
fanal blanco de luz que brota de la pantalla del ordenador o dirigirse hacia la
antorcha de la lámpara que me ilumina en tonos rubios mi espalda.
(…)
He
dejado transcurrir un par de días, o ni siquiera tanto, para empezar a
escribirlo, porque estos párrafos o páginas son el inicio del libro. Aunque
nunca se publiquen, aunque acabe por destruirlas, sé que aquí se está gestando
el libro. Quizá sea un aborto. Quizá llegue a colmo…
Aún
no sé su dimensión precisa, pues no me importa, ni está en su extensión el
posible contenido de los poemas. Digo que he dejado transcurrir unas horas,
porque he esperado a que llegase el fin de semana. Aún a riesgo de que me
sucediese lo que me sucedió el pasado y que en vez de madrugar el sueño me
venza y me derrote.
Y
ahora sé por qué necesitaba que llegara este instante. He reservado las
primeras horas de la jornada, ésas en que mi cabeza mejor selecciona las
palabras, para comenzar a dar forma del modo en que lo estoy haciendo a este
libro.
Ayer
por la tarde M y yo estuvimos viendo la ceremonia completa de la entrega de los
premios Príncipe de Asturias. Me daba cuenta de que a todos los galardonados les
aunaba una característica común, además de la excelencia en cada una de sus
actividades: la dedicación silenciosa y tenaz a su tarea. Da igual que sean
muy, muy conocidos o que fueran totalmente desconocidos. Lo importante de todos
ellos es la perseverancia, la firme convicción de que sólo en el laboreo
cotidiano y tenaz anida parte del camino que lleva a la excelencia. Y el
convencimiento de que su trabajo está bien hecho. Existan los contratiempos que
existan, el trabajo está bien hecho, de ahí tanto empeño en la dedicación al
mismo.
Esta
idea palpitaba en mi interior como una llama que me calentaba y para algo
habría de servirme el mensaje que me llegaba con nitidez. Y esta mañana, justo
cuando me he levantado, en correspondencia coherente a mis propias teorías, he
decidido que éste era el camino del libro. Ésta era su senda.
Cuando
he recordado cómo nació y se gestó “Eterna luz sonora” me he dado cuenta de lo
que tenía que hacer. Al menos de lo que tenía que intentar hacer.
Con
aquel libro de hace más de un lustro, primero tuve que escribir otro, quizá
ahora ocurra lo mismo, aunque no es probable, pero por ahí tengo que ir.
Digo
tantas veces que escribo con brújula, sin ninguna otra cartografía que me
facilite transitar el camino… En realidad todos sabemos que no es cierto del
todo. Detrás de esa afirmación sólo se esconde un trabajo incompleto. Quiero
decir, que lo que llamo libro, en muchas ocasiones sólo tendría que ser el
primer trabajo, la primera escritura de un texto. Como si en realidad estuviera
construyendo ese esquema del que otros hablan. Luego, lo que yo llamo
revisiones, es lo que otros dicen escritura.
Cada
uno es más o menos torpe en su modo de trabajar.
(…)
[Acabo
de matar al mosquito. Me estaba volviendo loco su volar incesante ante mis
ojos. Ya ha amanecido. El sol envuelve en una tenue gasa entre rosa y oro las
fachadas del alcor que contemplo si mis ojos se alzan].
(…)
—II—
Siempre
me han llamado la atención los retratos. Como siempre me han llamado la
atención las biografías y las novelas con personajes llenos de matices y
sutilezas. A lo mejor por eso también me gusta escribir historias, o me gusta
escribir novelas… Quizá sea lo mismo, en el fondo, un buen retrato tiene que
ser la biografía de una existencia o de parte de ella.
Doy
vueltas a lo que pienso, me distraigo, contemplo el paisaje urbano que se asoma
a mis pupilas, definitivamente vestido hoy de sol pálido…
Siempre
he entendido el arte relacionándose con el ser humano, manchado de humanidad,
por así decir. Quizá llegue un día en que me tenga que contradecir de estas
palabras, y tenga que asumir la postura contraria, ésa que viene a sostener que
el arte es puro en sí mismo, aquello del arte por el arte. Llevo muchos años
asistiendo a esta batalla dialéctica, que en realidad no me preocupa lo más
mínimo, porque la pura concepción estética del arte me parece un gran retraso,
o si no, una pérdida de tiempo.
El
caso es que toda aquella manifestación artística que esté teñida de humanidad
parece que me atrae más que otra cosa, por eso es por lo que en la pintura (o
en el dibujo o en la escultura) me llaman más la atención aquellas representaciones
del ser humano en todas sus facetas o actitudes. Y quizá lo más humano que
exista es la mirada, por eso mi predilección hacia los retratos.
Supongo
que Mariano no se acordará, pues algunas veces las cosas se dicen y se escuchan
de modo diferente. Quiero decir que en muchas ocasiones quien escucha algo lo
toma a título de inventario, sin más, es quien lo dice quien se queda con la
importancia del asunto. Es verdad que también sucede lo contrario, que en
muchísimas ocasiones es el que recibe la información, quien determina su
importancia y quien la emitió, considera sus palabras como mera anécdota, o ni
siquiera ello.
El
caso es que hace ya muchísimos años le sugerí la posibilidad de adentrarse en
el mundo del retrato. Ha tenido que transcurrir todo este tiempo para que las
cosas desembocaran aquí.
Y
ahora tengo en el pasillo de casa el retrato de Míriam y en la retina muchos de
los otros y en este equipo unas cuantas reproducciones a modo de fotografía
digita, quién sabe si las suficientes…
Creo
que mañana continuaré…»
Setenta y siete. Hemos estado viendo Agosto,
casi a contrapelo.
En medio del vendaval y del día tan fresco —como auténticos
cinéfilos— hemos acudido a la sesión de las seis de la tarde.
Uno sale de la sala con la sensación de haber presenciado una película
de actores, con interpretaciones brillantes en algunos casos (Meryl Streep y
Julia Roberts) muy bien secundados por el resto del elenco. Un guión poderoso,
pero, al mismo tiempo muy inquietante.
Nos preguntábamos, mientras regresábamos a casa, antes de ver al
Real Madrid abusar del Salke 04, por qué en lo más profundo de todas las
sociedades anidan historias tan oscuras, por qué tanto dolor, por qué ese afán
de hacer sufrir, por qué el afán de prolongar una forma de vivir, cuando es
evidente que su destino es el desastre…
Setenta y ocho. No está del todo convencido con lo que le
ha dicho el médico, aunque no le queda más remedio que resignarse y aceptar la
decisión. Lo cierto es que a mí también me asaltan dudas. El aviso está ahí. No
hemos dejado pasar tiempo y hemos actuado con celeridad. Ahora nos queda
aceptar y esperar que no se haya equivocado.
La lógica invita a
hacer caso y no dar mayor importancia al asunto, pero el estupor repentino que
causa la aparición de una sombra inesperada y la amenaza de la fiera, laten con
más intensidad de la deseable.
Setenta y nueve. Debería haber intentado anotar alguna idea
que ya se ha escapado para siempre, pero mientras buscaba algo de música para
aislarme del sonido de la televisión, por casualidad —suponiendo que las
casualidades existan— me he topado con la interpretación de la Quinta de Mahler
en versión de Barenboim dirigiendo a la Filarmónica de Chicago en un concierto
celebrado el diez de agosto de 2012.
Y durante más de una
hora no he podido despegar los ojos de las imágenes del vídeo. No se trataba
sólo de escuchar u oír la melodía, era el hechizo de su intérprete y el modo en
cada maestro de la agrupación ejecutaba cada uno de los compases.