Cómplices

Lunes 24 a viernes 28 de febrero de 2014

Setenta y cinco. Ha llegado desde Sevilla el último libro de Tomás Rodríguez Reyes. El umbral de la piedra aguarda ya en esta mesa repleta de títulos que se apilan, a que mis ojos sean puertas o ventanas para que se introduzcan a través de ellos las palabras, los versos, que son —sin duda— mucho más que palabras y versos.
Y esto quiere decir, entre otras cosas, que se acerca el momento en que Los andamios de los pájaros vuelen y atraviesen, al fin, el recinto en el que nacieron. De hecho el blog de la editorial la Isla del Siltolá ha publicado ya las portadas de los próximos tres poemarios de la colección Tierra, y el último de tal terceto será Los andamios de los pájaros…

Setenta y seis. Ahora que lo escribo, ahora que me doy cuenta que se está llegando al instante de la meta, he recordado el inicio de la carrera, aquella noche en que se me ocurrió como un fogonazo la posibilidad de escribir un libro…
Y me acuerdo bien de ello, porque a partir de la siguiente mañana lo dejé anotado, porque en aquellos últimos días de octubre de 2010, decidí excavar sus cimientos más hondos, como si fuera un diario. Mejor dicho, volví a la práctica del diario, como si fuera un cuaderno de bitácora que me fuera ayudando a fijar ideas. Así empecé:
«Sábado, 23 de octubre de 2010
—I—
La idea surgió la otra noche casi como un susto, como la reacción a un susto.
Más allá de la media noche, cuando me iba a acostar, al pasar junto al retrato de Míriam, reaccioné como si hubiera una persona escondida allá dentro del lienzo. Me di cuenta de que estaba viva.
He escrito que me sucedió cuando me iba a acostar. Y me doy cuenta de que no es exacto. ¡Qué pronto nos traiciona la memoria! En realidad fue antes de acostarme cuando salía a fumarme el último pitillo, porque recuerdo (eso sí es preciso) que la idea me asaltó la cabeza o trepó desde algún escondrijo hasta las neuronas mientras el humo volaba hacia las estrellas, en una noche de finales de octubre absolutamente despejada, como si en vez de con una manta de pelo, estuviese arropada con una capa de seda drapeada de estrellas. Concretemos más aún, ya que la memoria se pone así. En realidad ya era viernes veintidós, pero para entendernos anotaré la fecha del jueves veintiuno, la frontera por la que se despide el jueves y se asoma el viernes.
Así pues, las primeras horas o minutos del viernes veintidós de octubre de 2010 la semilla de la inspiración alcanzó el útero de mi corazón y me preñó. Ahora resta el tiempo largo y silencioso de la gestación.
Amanece el sábado día veintitrés de octubre de 2010. Parece que está despejado. Un mosquito vuela delante de mis narices confundido pues no sabe si abrazar el fanal blanco de luz que brota de la pantalla del ordenador o dirigirse hacia la antorcha de la lámpara que me ilumina en tonos rubios mi espalda.
(…)
He dejado transcurrir un par de días, o ni siquiera tanto, para empezar a escribirlo, porque estos párrafos o páginas son el inicio del libro. Aunque nunca se publiquen, aunque acabe por destruirlas, sé que aquí se está gestando el libro. Quizá sea un aborto. Quizá llegue a colmo…
Aún no sé su dimensión precisa, pues no me importa, ni está en su extensión el posible contenido de los poemas. Digo que he dejado transcurrir unas horas, porque he esperado a que llegase el fin de semana. Aún a riesgo de que me sucediese lo que me sucedió el pasado y que en vez de madrugar el sueño me venza y me derrote.
Y ahora sé por qué necesitaba que llegara este instante. He reservado las primeras horas de la jornada, ésas en que mi cabeza mejor selecciona las palabras, para comenzar a dar forma del modo en que lo estoy haciendo a este libro.
Ayer por la tarde M y yo estuvimos viendo la ceremonia completa de la entrega de los premios Príncipe de Asturias. Me daba cuenta de que a todos los galardonados les aunaba una característica común, además de la excelencia en cada una de sus actividades: la dedicación silenciosa y tenaz a su tarea. Da igual que sean muy, muy conocidos o que fueran totalmente desconocidos. Lo importante de todos ellos es la perseverancia, la firme convicción de que sólo en el laboreo cotidiano y tenaz anida parte del camino que lleva a la excelencia. Y el convencimiento de que su trabajo está bien hecho. Existan los contratiempos que existan, el trabajo está bien hecho, de ahí tanto empeño en la dedicación al mismo.
Esta idea palpitaba en mi interior como una llama que me calentaba y para algo habría de servirme el mensaje que me llegaba con nitidez. Y esta mañana, justo cuando me he levantado, en correspondencia coherente a mis propias teorías, he decidido que éste era el camino del libro. Ésta era su senda.
Cuando he recordado cómo nació y se gestó “Eterna luz sonora” me he dado cuenta de lo que tenía que hacer. Al menos de lo que tenía que intentar hacer.
Con aquel libro de hace más de un lustro, primero tuve que escribir otro, quizá ahora ocurra lo mismo, aunque no es probable, pero por ahí tengo que ir.
Digo tantas veces que escribo con brújula, sin ninguna otra cartografía que me facilite transitar el camino… En realidad todos sabemos que no es cierto del todo. Detrás de esa afirmación sólo se esconde un trabajo incompleto. Quiero decir, que lo que llamo libro, en muchas ocasiones sólo tendría que ser el primer trabajo, la primera escritura de un texto. Como si en realidad estuviera construyendo ese esquema del que otros hablan. Luego, lo que yo llamo revisiones, es lo que otros dicen escritura.
Cada uno es más o menos torpe en su modo de trabajar.
(…)
[Acabo de matar al mosquito. Me estaba volviendo loco su volar incesante ante mis ojos. Ya ha amanecido. El sol envuelve en una tenue gasa entre rosa y oro las fachadas del alcor que contemplo si mis ojos se alzan].
(…)
—II—
Siempre me han llamado la atención los retratos. Como siempre me han llamado la atención las biografías y las novelas con personajes llenos de matices y sutilezas. A lo mejor por eso también me gusta escribir historias, o me gusta escribir novelas… Quizá sea lo mismo, en el fondo, un buen retrato tiene que ser la biografía de una existencia o de parte de ella.
Doy vueltas a lo que pienso, me distraigo, contemplo el paisaje urbano que se asoma a mis pupilas, definitivamente vestido hoy de sol pálido…
Siempre he entendido el arte relacionándose con el ser humano, manchado de humanidad, por así decir. Quizá llegue un día en que me tenga que contradecir de estas palabras, y tenga que asumir la postura contraria, ésa que viene a sostener que el arte es puro en sí mismo, aquello del arte por el arte. Llevo muchos años asistiendo a esta batalla dialéctica, que en realidad no me preocupa lo más mínimo, porque la pura concepción estética del arte me parece un gran retraso, o si no, una pérdida de tiempo.
El caso es que toda aquella manifestación artística que esté teñida de humanidad parece que me atrae más que otra cosa, por eso es por lo que en la pintura (o en el dibujo o en la escultura) me llaman más la atención aquellas representaciones del ser humano en todas sus facetas o actitudes. Y quizá lo más humano que exista es la mirada, por eso mi predilección hacia los retratos.

Supongo que Mariano no se acordará, pues algunas veces las cosas se dicen y se escuchan de modo diferente. Quiero decir que en muchas ocasiones quien escucha algo lo toma a título de inventario, sin más, es quien lo dice quien se queda con la importancia del asunto. Es verdad que también sucede lo contrario, que en muchísimas ocasiones es el que recibe la información, quien determina su importancia y quien la emitió, considera sus palabras como mera anécdota, o ni siquiera ello.
El caso es que hace ya muchísimos años le sugerí la posibilidad de adentrarse en el mundo del retrato. Ha tenido que transcurrir todo este tiempo para que las cosas desembocaran aquí.
Y ahora tengo en el pasillo de casa el retrato de Míriam y en la retina muchos de los otros y en este equipo unas cuantas reproducciones a modo de fotografía digita, quién sabe si las suficientes…
Creo que mañana continuaré…»

Setenta y siete. Hemos estado viendo Agosto, casi a contrapelo.
En medio del vendaval y del día tan fresco —como auténticos cinéfilos— hemos acudido a la sesión de las seis de la tarde.
Uno sale de la sala con la sensación de haber presenciado una película de actores, con interpretaciones brillantes en algunos casos (Meryl Streep y Julia Roberts) muy bien secundados por el resto del elenco. Un guión poderoso, pero, al mismo tiempo muy inquietante.
Nos preguntábamos, mientras regresábamos a casa, antes de ver al Real Madrid abusar del Salke 04, por qué en lo más profundo de todas las sociedades anidan historias tan oscuras, por qué tanto dolor, por qué ese afán de hacer sufrir, por qué el afán de prolongar una forma de vivir, cuando es evidente que su destino es el desastre…

Setenta y ocho. No está del todo convencido con lo que le ha dicho el médico, aunque no le queda más remedio que resignarse y aceptar la decisión. Lo cierto es que a mí también me asaltan dudas. El aviso está ahí. No hemos dejado pasar tiempo y hemos actuado con celeridad. Ahora nos queda aceptar y esperar que no se haya equivocado.
La lógica invita a hacer caso y no dar mayor importancia al asunto, pero el estupor repentino que causa la aparición de una sombra inesperada y la amenaza de la fiera, laten con más intensidad de la deseable.

Setenta y nueve. Debería haber intentado anotar alguna idea que ya se ha escapado para siempre, pero mientras buscaba algo de música para aislarme del sonido de la televisión, por casualidad —suponiendo que las casualidades existan— me he topado con la interpretación de la Quinta de Mahler en versión de Barenboim dirigiendo a la Filarmónica de Chicago en un concierto celebrado el diez de agosto de 2012.
Y durante más de una hora no he podido despegar los ojos de las imágenes del vídeo. No se trataba sólo de escuchar u oír la melodía, era el hechizo de su intérprete y el modo en cada maestro de la agrupación ejecutaba cada uno de los compases.