Cómplices

Sábado 1 a domingo 9 de marzo de 2014

Ochenta. Pido un vino, que acompaño con una tapita de una tortilla desfasada, como mi ánimo y mi saturación mental. Afuera la jornada es tan desapacible como las precedentes. No es el ventarrón de ayer, hoy es lluvia, a ratos nieve. El ambiente del bar se divide entre quienes conversan de sus cosas, quien está atentísima a su caldo, quien ha olvidado su café con leche en vaso, atrapada su atención y su ser entero por lo que le cuenta la pantalla de su móvil, y quienes miran la televisión cuyo sonido es inaudible a esta distancia.
Es curioso, o me lo parece, que ningún cliente se decida por leer la prensa. Los periódicos, doblados por lugares impropios —casi inverosímiles—, con lamparones nada disimulados parecen exhaustos, casi comatosos, como conscientes de que han cumplido la efímera misión para la que habían nacido pocas horas atrás. Acaso la existencia sea algo similar: efímera y cansada, cubierta por manchas poco o nada invisibles, doblada y lacerada por lugares inverosímiles.
Me decido por posar la mirada sobre la pantalla de plasma. Elijo por eliminación: no quiero leer más, estoy solo, dedicarme a sondear los matices de El Ribera no me seduce ahora mismo, recorrer los rostros de los clientes quizá sea poco educado o inconveniente.
Contemplo otra vez, como ayer, las mismas imágenes con sus gestos de pleno alborozo, antes de ser prendidos y pasar al centro donde recluyen a los inmigrantes que acceden a Europa tras escalar la verja que separa Ceuta de Marruecos.
Vienen desde muy lejos. Salieron de sus lugares, más al sur que el temible desierto que han cruzado. Se sienten inmensamente felices —o eso dicen las risas de sus rostros— y aún no saben qué les espera. Aún no saben que en la mayoría de los casos serán devueltos a algún lugar de África. Quizá alguno consiga confundir lo suficiente a la policía como para que no se halle ningún modo de encontrar su procedencia y será bien difícil entonces deportarles a su país. Pero si quienes investigan estas cuestiones, encuentran un eslabón, por pequeño que sea, que les una con cualquier país, allá irán sin remedio… Quizá sea un móvil —y se veía a más de uno hablar por él, probablemente contando su hazaña—, lo mismo una carta no destruida a tiempo, acaso alguna referencia a su origen mientras hablan, un gesto de complicidad hacia algún posible conocido que hubiera entrado antes y que hubiera sido ya identificado …
Mientras observo las imágenes mudas, a mi alrededor los comentarios no combinan muy bien con el aspecto feliz de los jóvenes negros. Es como si los presentes se sintieran invadidos. Invadidos por la pobreza, por la miseria, por el miedo, por la desesperación de quienes, al menos durante unas horas, cree haber alcanzado el paraíso, una moderna versión de la tierra prometida. Y los que más muestran su xenofobia son siempre los mismos. Quienes por condición deberían sentirlos próximos, acaso por tal cercanos huelen antes el peligro para su estabilidad personal y familiar, quizá tan endeble como el equilibrio de los castillos de naipes.
Pero en realidad no es que se sienta la invasión del miedo, sino que su presencia provoca la saturación del propio miedo que alea en nuestras existencias. Siempre es una gota de agua la que colma el vaso y hace que se derrame su contenido. Una gota cuya esencia y dimensión es exactamente la misma que la primera que ocupó el fondo y que apenas era visible. Al miedo que genera la inseguridad y la ausencia de luz en este tiempo, se añade el peligro intuido tras sus risas blanquísimas, o el fuego de unos ojos de negrura insondable, o el acero infatigable de unos músculos poderosos y acostumbrados a unas penurias, tan pretéritas para nosotros, que nos parecen ciencia ficción.
La reflexión es siempre la misma. Uno intenta ponerse en su situación —cosa más que difícil, improbable por imposible—, y se plantea qué muerte tan contundente viven a diario en su tierra para arriesgarse a semejante aventura. También podría hablarse de engaños, también podría hablarse de ilusiones desmesuradas…
La imagen que proyecta Europa y España al exterior induce a todo esto. Por una vez, sin que sirva de precedente, creo que estoy de acuerdo con Rajoy. La inmigración debería ser una opción, no una obligación. Y estoy de acuerdo, porque, por una vez, en sus palabras aparece la huella de cierta humanidad; al fin se reconoce que estos jóvenes que llegan, a pesar de las dificultades, se sienten obligados a emprender esta aventura, aún a sabiendas de que tienen muchas posibilidades de morir en el intento. Pero, supongo que pensarán entre morir en su territorio o morir de viaje, la diferencia no es el verbo, sino su complemento, y el viaje, al menos, otorga una opción, una probabilidad de seguir respirando, en fin, el viaje, aún en estas circunstancias, viste de sueño la mirada.

Ochenta y uno. A estas alturas hablar de Ucrania, Crimea o Rusia es hacerlo de lo obvio y colaborar con la saturación a la que el vértigo de los acontecimientos nos empuja. además, si uno es incapaz de comprender muy bien por qué suceden ciertas cosas en su propia vida la que transcurre en esta casa, ¿cómo se atreve a hablar de lo que ahora mismo perturba el ánimo a tantos miles de kilómetros?
Por tanto no hablaré de un asunto que tantos análisis y conjeturas protagoniza en Europa y otras muchas naciones.
Pero cómo no contar la preocupación o cierta sombra de miedo provocadas por imágenes o declaraciones o actitudes o decisiones ya tomadas.
No es difícil recordar la historia del siglo pasado de esta vieja parte del mundo, una historia convulsa, escrita por millones de cadáveres que nutren nuestro olvido y nuestros campos desde su extremo más suroccidental, hasta los límites más nororientales.
No sé quién tiene más razón —si alguien la tiene, cosa dudosa, pues acaso dependa todo del punto en que cada uno arranque la historia—, tampoco es que me interese en exceso, pues probablemente cada uno tenga más de una razón muy poderosa para defender su postura frente a la contraria.
Lo que me atemoriza es que al final todo se descontrole de tal modo que la conmemoración del primer centenario del inicio de la I Guerra Mundial, coincida con el inicio de otra guerra que haga crecer los ríos de sangre que alimentan las tierras de Europa.

Ochenta y dos. Repaso las dos últimas entradas y convengo conmigo mismo que hablo de lo que no entiendo, que son palabras inútiles, teorías escritas porque no tenía algo mejor que hacer en estos momentos.
No debiera ser mi tarea hablar de algo que esté más lejos del borde de los poros de la piel.
Aunque también pienso que muchas cosas que suceden a miles de kilómetros alientan algunos sentimientos, y estos son míos, y con ellos se alimentan mis letras.

Ochenta y tres. Es muy cierto lo que decía santa Teresa cuando afirmaba que la humildad es caminar en la verdad. A lo mejor por pretender quedar mejor y no aparecer engreído u orgulloso ante los demás, se miente o se decora la verdad hasta disfrazarla de media mentira o mentira total.
Y lo peor es que algunas veces el engaño es tan sofisticado que consigue despistar a quien lo ha perpetrado.

Ochenta y cuatro. Por muchas razones ha sido provechosa la reunión del jurado. La mayor de todas, sin duda, es haber comprobado que, a pesar de mi miedo, si hemos errado en la elección lo hemos hecho todos, casi unánimemente. Y la siguiente es que he compartido unas horas con algunas personas cuya pasión parece aún mayor que la mía.
Será cierto —y las pruebas son tan contundentes que no merece la pena ni referirse a ellas— que la poesía es minoritaria, mejor dicho, muy minoritaria; pero es igual de cierto que hacerse adepto a ella provoca adicción, tanta que no hay programa de desintoxicación posible.
Y creo que es porque como dice Tomás Rodríguez Reyes en el poema “Iniciación” que abre su poemario El umbral de la piedra, el poeta y quien gusta de la poesía ha descubierto en ella: «la diáfana palabra que contiene lo eterno»

Ochenta y cinco. Parece —o tal dice la prensa local— que los carnavales, a pesar de la lluvia, el viento, el frío, están congregando a muchos alrededor de las celebraciones que se organizan, sobre todo los desfiles de las charangas.
No soy muy carnavalero, quizá porque nunca he entendido muy bien la necesidad ineludible del disfraz. O quizá porque el disfraz me parece, más que transgresión o querer ser lo que no se es, y probablemente no se será, un modo de ocultar lo que se es a diario.
Pero, a pesar de esta actitud personal, además de entender la fiesta, me parece muy saludable; acaso estas celebraciones tengan raíces mucho más hondas que lo que algunos espectáculos deformados para atraer a turistas demuestran. Sobre todo porque, me parece, representan un anhelo de libertad, un modo de intentar zafarse de los garfios y grilletes con que los poderosos atenazan la cotidianidad. La transgresión como grito de libertad. Aunque a veces se quede en lo epidérmico, es más sana de lo que pudiera parecer.

Ochenta y seis. Al final del Ojo crítico de Radio Nacional de España, me entero de que José Antonio Abella ha sido galardonado con el premio de la Crítica de Castilla y León por La sonrisa robada la novela que a finales de la primavera pasada me encandiló hasta conmoverme en lo más hondo.
Intuí desde el primer momento que José Antonio había escrito una gran novela. Pero también pensé que me cegaba la amistad, y no sólo con el autor, sino con uno de los protagonistas de la obra. En la reseña que escribí sobre ella en Alenarte Revista dejé, como advertencia, constancia de tal sensación, porque me parece que cuando uno reseña un libro no sólo pone negro sobre blanco lo que piensa sobre lo que sucede en sus páginas y cómo lo cuenta quien lo ha escrito, sino que de algún modo puede servir de faro para un hipotético lector. (Aunque semejante pretensión en mi caso se limite a dos o tres conocidos, cuatro como mucho).
Al ser premiada por un jurado de este calibre que además tiene que elegir entre un puñado de obras de autores significativos, siento que mi intuición y mi opinión no está tan desencaminada.
Pero sobre todo siento una hondísima alegría por el reconocimiento a una tarea que le llevó a José Antonio cerca de cuatro años. Cuatro años que han dado un fruto más que notable. Y mi deseo es, sobre todo, que La sonrisa robada sea conocida y disfrutada por cuantos más lectores mejor.

Ochenta y siete. Mientras leo el blog del crítico implacable, una de las plumas más temidas en el gremio —aunque pocos lo reconozcan—, descubro al hombre de sensibilidad exquisita y que más allá de esa apariencia coriácea, algo cínica y displicente y siempre crítica, atesora una ternura escondida que, probablemente, sea lo que más aprecie de sí, y por ello la oculta y la defiende rodeándola de profundos fosos, elevadas almenas, y disparando proyectiles o arrojando desde su alta posición aceite hirviendo, para que el enemigo no pueda penetrar en su fortaleza y secuestrar a la princesa más preciada de su corazón.

Ochenta y ocho. El primer día sin nubes, la primera jornada en que ya no queda ni el rastro de un fleco de las borrascas que han danzado con el frenesí sincopado e imparable de las tribus más antiguas y más puras sobre nuestras cabezas durante tantas semanas, ha muerto en Las Palmas de Gran Canaria Leopoldo María Panero.
Contra todo pronóstico abandonó sus ansias de suicidio para convertirse en superviviente. Será —y hacer esta apuesta es apuntarse a una ruleta incierta y caprichosa— uno de los poetas que estudiarán los jóvenes bachilleres en no muchos años. Aunque tampoco es improbable que se hable más de su locura que de sus versos, de su peregrinaje entre sanatorio y sanatorio, envenenándose a diario —como decía— para seguir entre los vivos, a pesar de llevar muchos años muertos, —como afirmaba—, que de su obra tan ajena e incluso tan improbable entre nosotros.
Ya tenemos un poeta maldito en el cementerio y ya podrán correr ríos de tinta que domestiquen sus versos más salvajes, los más sinceros. No es su poesía la que más me atraiga, pero habría que ser ciego —o mantener en el espíritu el bozal que tantos aprietan— para no encontrar en ella una resonancia de lo auténtico, de ese dolor desgarrado y desgarrante, de esa postura inflexible ante todo y ante todos, sólo pendiente de ser sincera consigo misma y su sufrimiento, sólo atenta a ese aniquilamiento interno que, paradójicamente, a veces le convertía en iluminado, aunque intuyo que, del mismo modo, le tornó intérprete de su personaje, sobre todo en los últimos tiempos.
Y también pienso en el desfile funerario de poetas que este año van dejándonos tan solos, acaso tan huérfanos: Gelman, Pacheco, Grande, Panero… Sin embargo me queda la sensación de que dijeron cuanto quisieron y pudieron, que son nuestros oídos quienes deberían hacerse tierra donde germinen sus ecos.

Ochenta y nueve. Es alucinante el griterío de los buitres alrededor de la carroña. Cómo despliegan sus alas, cómo chillan impacientes, cómo se abalanzan sobre los despojos.
No me sorprendería que alguno cegara a otro con tal de llevarse el mejor de los pedazos.

Noventa. El único camino que existe es el que recorran nuestros pasos, aunque de los pies florezcan cadáveres. Lo demás, acaso, pudiera ser considerado allanamiento de morada.

Noventa y uno. Busco en la biblioteca tres libros. Encuentro dos. Para el otro deberé esperar, como poco seis semanas, si es que hay suerte. Por si fuera poco recojo de correos otros dos poemarios. Para el próximo jueves se anuncia la presentación en Segovia del último libro de Ignacio Sanz, a la que espero que nada me impida acudir…
Como si no tuviera bastante con todos los que aún tengo por leer en casa.
Creo que ya sé lo que sienten los cauces de los ríos, cuando son acuciados por el exceso de agua.

Noventa y dos. He pasado la tarde entre versos y poetas, en el acto en el que se entregaban los premios de la décimo segunda edición del certamen Huerta de San Lorenzo.
Ha sido hermoso. Sobre todo la ilusión de las niñas y el niño galardonados. Muestra de inocencia eran sus nervios o el rubor de sus rostros al ser preguntados por María Coco, la periodista que presentaba el acto. También he sentido responsabilidad al recitar el poema del segundo premiado que no ha podido acudir desde Tomelloso. «¿Y si no soy capaz de leer cómo él quería que se leyese? ¿Y si trabuco el sentido y el sentimiento?» me decía mientras repasaba sus versos
También nos hemos reído con el buen humor y la ironía de Javier Batanero, el cantautor (o ‘cansautor’ como el mismo se ha definido) y exmiembro de Académica Palanca que ha amenizado el acto con sus versos musicados.
Una vez más se confirma que son las personas quienes consiguen que las cosas salgan adelante. En este caso sin la tarea abnegada y silenciosa de David Cruz todo sería imposible, porque organizar un evento así supone encajar más piezas de las que a primera vista parece: patrocinadores, colaboradores…
Y ojalá que con nuestras palmas, como JRJ a horcajadas de Platero, hayamos ahuyentado a los pájaros que estaban a punto de de caer en la red que como trampa siniestra les habían tendido aquellos niños tan traviesos, como los ha calificado Juancho.

Noventa y tres. No es sencillo condensar en poco más de cien palabras un texto para una exposición tan densa como la que Mariano está a punto de inaugurar, apenas en tres semanas. Y más complicado aún cuando el tema central es la luz, La luz de la luz.

Noventa y cuatro. Lo esperaba. Estaba avisado por JSM: me llegaría este fin de semana el correo por el que me anunciaría detalles acerca de la edición de Los andamios de los pájaros…
A pesar de ello me he atorado. Me he puesto nervioso, atenazado por la ilusión. No es el primer libro, pero sigo sintiendo la misma comezón interior, esa sensación de colibríes aleando en el estómago.
Pretendo hacer tres, cuatro, diez cosas al mismo tiempo: decirlo a estos y a aquellos, tuitearlo, subirlo al blog, gritarlo a todos los vientos. Porque se sepa, porque ya está a punto de echar a volar. Ya sí, ya pronto.