Ochenta. Pido un vino, que acompaño con una tapita de una
tortilla desfasada, como mi ánimo y mi saturación mental. Afuera la jornada es
tan desapacible como las precedentes. No es el ventarrón de ayer, hoy es lluvia,
a ratos nieve. El ambiente del bar se divide entre quienes conversan de sus
cosas, quien está atentísima a su caldo, quien ha olvidado su café con leche en
vaso, atrapada su atención y su ser entero por lo que le cuenta la pantalla de
su móvil, y quienes miran la televisión cuyo sonido es inaudible a esta
distancia.
Es curioso, o me lo
parece, que ningún cliente se decida por leer la prensa. Los periódicos,
doblados por lugares impropios —casi inverosímiles—, con lamparones nada
disimulados parecen exhaustos, casi comatosos, como conscientes de que han
cumplido la efímera misión para la que habían nacido pocas horas atrás. Acaso
la existencia sea algo similar: efímera y cansada, cubierta por manchas poco o
nada invisibles, doblada y lacerada por lugares inverosímiles.
Me decido por posar
la mirada sobre la pantalla de plasma. Elijo por eliminación: no quiero leer
más, estoy solo, dedicarme a sondear los matices de El Ribera no me seduce
ahora mismo, recorrer los rostros de los clientes quizá sea poco educado o
inconveniente.
Contemplo otra vez,
como ayer, las mismas imágenes con sus gestos de pleno alborozo, antes de ser
prendidos y pasar al centro donde recluyen a los inmigrantes que acceden a
Europa tras escalar la verja que separa Ceuta de Marruecos.
Vienen desde muy
lejos. Salieron de sus lugares, más al sur que el temible desierto que han
cruzado. Se sienten inmensamente felices —o eso dicen las risas de sus rostros—
y aún no saben qué les espera. Aún no saben que en la mayoría de los casos
serán devueltos a algún lugar de África. Quizá alguno consiga confundir lo
suficiente a la policía como para que no se halle ningún modo de encontrar su
procedencia y será bien difícil entonces deportarles a su país. Pero si quienes
investigan estas cuestiones, encuentran un eslabón, por pequeño que sea, que
les una con cualquier país, allá irán sin remedio… Quizá sea un móvil —y se veía
a más de uno hablar por él, probablemente contando su hazaña—, lo mismo una
carta no destruida a tiempo, acaso alguna referencia a su origen mientras
hablan, un gesto de complicidad hacia algún posible conocido que hubiera
entrado antes y que hubiera sido ya identificado …
Mientras observo las
imágenes mudas, a mi alrededor los comentarios no combinan muy bien con el
aspecto feliz de los jóvenes negros. Es como si los presentes se sintieran invadidos.
Invadidos por la pobreza, por la miseria, por el miedo, por la desesperación de
quienes, al menos durante unas horas, cree haber alcanzado el paraíso, una
moderna versión de la tierra prometida. Y los que más muestran su xenofobia son
siempre los mismos. Quienes por condición deberían sentirlos próximos, acaso
por tal cercanos huelen antes el peligro para su estabilidad personal y
familiar, quizá tan endeble como el equilibrio de los castillos de naipes.
Pero en realidad no
es que se sienta la invasión del miedo, sino que su presencia provoca la
saturación del propio miedo que alea en nuestras existencias. Siempre es una
gota de agua la que colma el vaso y hace que se derrame su contenido. Una gota
cuya esencia y dimensión es exactamente la misma que la primera que ocupó el
fondo y que apenas era visible. Al miedo que genera la inseguridad y la
ausencia de luz en este tiempo, se añade el peligro intuido tras sus risas
blanquísimas, o el fuego de unos ojos de negrura insondable, o el acero
infatigable de unos músculos poderosos y acostumbrados a unas penurias, tan
pretéritas para nosotros, que nos parecen ciencia ficción.
La reflexión es
siempre la misma. Uno intenta ponerse en su situación —cosa más que difícil, improbable
por imposible—, y se plantea qué muerte tan contundente viven a diario en su
tierra para arriesgarse a semejante aventura. También podría hablarse de
engaños, también podría hablarse de ilusiones desmesuradas…
La imagen que
proyecta Europa y España al exterior induce a todo esto. Por una vez, sin que
sirva de precedente, creo que estoy de acuerdo con Rajoy. La inmigración debería
ser una opción, no una obligación. Y estoy de acuerdo, porque, por una vez, en
sus palabras aparece la huella de cierta humanidad; al fin se reconoce que estos
jóvenes que llegan, a pesar de las dificultades, se sienten obligados a
emprender esta aventura, aún a sabiendas de que tienen muchas posibilidades de
morir en el intento. Pero, supongo que pensarán entre morir en su territorio o
morir de viaje, la diferencia no es el verbo, sino su complemento, y el viaje,
al menos, otorga una opción, una probabilidad de seguir respirando, en fin, el
viaje, aún en estas circunstancias, viste de sueño la mirada.
Ochenta y uno. A estas alturas hablar de Ucrania, Crimea
o Rusia es hacerlo de lo obvio y colaborar con la saturación a la que el
vértigo de los acontecimientos nos empuja. además, si uno es incapaz de
comprender muy bien por qué suceden ciertas cosas en su propia vida la que transcurre
en esta casa, ¿cómo se atreve a hablar de lo que ahora mismo perturba el ánimo
a tantos miles de kilómetros?
Por tanto no hablaré
de un asunto que tantos análisis y conjeturas protagoniza en Europa y otras
muchas naciones.
Pero cómo no contar la
preocupación o cierta sombra de miedo provocadas por imágenes o declaraciones o
actitudes o decisiones ya tomadas.
No es difícil
recordar la historia del siglo pasado de esta vieja parte del mundo, una
historia convulsa, escrita por millones de cadáveres que nutren nuestro olvido
y nuestros campos desde su extremo más suroccidental, hasta los límites más nororientales.
No sé quién tiene
más razón —si alguien la tiene, cosa dudosa, pues acaso dependa todo del punto
en que cada uno arranque la historia—, tampoco es que me interese en exceso,
pues probablemente cada uno tenga más de una razón muy poderosa para defender
su postura frente a la contraria.
Lo que me atemoriza
es que al final todo se descontrole de tal modo que la conmemoración del primer
centenario del inicio de la I Guerra Mundial, coincida con el inicio de otra
guerra que haga crecer los ríos de sangre que alimentan las tierras de Europa.
Ochenta y dos. Repaso las dos últimas entradas y convengo
conmigo mismo que hablo de lo que no entiendo, que son palabras inútiles, teorías
escritas porque no tenía algo mejor que hacer en estos momentos.
No debiera ser mi
tarea hablar de algo que esté más lejos del borde de los poros de la piel.
Aunque también
pienso que muchas cosas que suceden a miles de kilómetros alientan algunos
sentimientos, y estos son míos, y con ellos se alimentan mis letras.
Ochenta y tres. Es muy cierto lo que decía santa Teresa
cuando afirmaba que la humildad es caminar en la verdad. A lo mejor por
pretender quedar mejor y no aparecer engreído u orgulloso ante los demás, se
miente o se decora la verdad hasta disfrazarla de media mentira o mentira
total.
Y lo peor es que
algunas veces el engaño es tan sofisticado que consigue despistar a quien lo ha
perpetrado.
Ochenta y cuatro. Por muchas razones ha sido provechosa la
reunión del jurado. La mayor de todas, sin duda, es haber comprobado que, a
pesar de mi miedo, si hemos errado en la elección lo hemos hecho todos, casi
unánimemente. Y la siguiente es que he compartido unas horas con algunas
personas cuya pasión parece aún mayor que la mía.
Será cierto —y las
pruebas son tan contundentes que no merece la pena ni referirse a ellas— que la
poesía es minoritaria, mejor dicho, muy minoritaria; pero es igual de cierto que
hacerse adepto a ella provoca adicción, tanta que no hay programa de
desintoxicación posible.
Y creo que es porque
como dice Tomás Rodríguez Reyes en el poema “Iniciación” que abre su poemario El umbral de la piedra, el poeta y quien
gusta de la poesía ha descubierto en ella:
«la diáfana palabra que contiene lo eterno»
Ochenta y cinco. Parece —o tal dice la prensa local— que
los carnavales, a pesar de la lluvia, el viento, el frío, están congregando a
muchos alrededor de las celebraciones que se organizan, sobre todo los desfiles
de las charangas.
No soy muy
carnavalero, quizá porque nunca he entendido muy bien la necesidad ineludible
del disfraz. O quizá porque el disfraz me parece, más que transgresión o querer
ser lo que no se es, y probablemente no se será, un modo de ocultar lo que se
es a diario.
Pero, a pesar de
esta actitud personal, además de entender la fiesta, me parece muy saludable;
acaso estas celebraciones tengan raíces mucho más hondas que lo que algunos
espectáculos deformados para atraer a turistas demuestran. Sobre todo porque,
me parece, representan un anhelo de libertad, un modo de intentar zafarse de
los garfios y grilletes con que los poderosos atenazan la cotidianidad. La
transgresión como grito de libertad. Aunque a veces se quede en lo epidérmico,
es más sana de lo que pudiera parecer.
Ochenta y seis. Al final del Ojo crítico de Radio Nacional de España, me entero de que José
Antonio Abella ha sido galardonado con el premio de la Crítica de Castilla y
León por La sonrisa robada la novela
que a finales de la primavera pasada me encandiló hasta conmoverme en lo más
hondo.
Intuí desde el
primer momento que José Antonio había escrito una gran novela. Pero también
pensé que me cegaba la amistad, y no sólo con el autor, sino con uno de los
protagonistas de la obra. En la reseña que escribí sobre ella en Alenarte Revista dejé, como advertencia,
constancia de tal sensación, porque me parece que cuando uno reseña un libro no
sólo pone negro sobre blanco lo que piensa sobre lo que sucede en sus páginas y
cómo lo cuenta quien lo ha escrito, sino que de algún modo puede servir de faro
para un hipotético lector. (Aunque semejante pretensión en mi caso se limite a
dos o tres conocidos, cuatro como mucho).
Al ser premiada por
un jurado de este calibre que además tiene que elegir entre un puñado de obras
de autores significativos, siento que mi intuición y mi opinión no está tan
desencaminada.
Pero sobre todo
siento una hondísima alegría por el reconocimiento a una tarea que le llevó a
José Antonio cerca de cuatro años. Cuatro años que han dado un fruto más que
notable. Y mi deseo es, sobre todo, que La
sonrisa robada sea conocida y disfrutada por cuantos más lectores mejor.
Ochenta y siete. Mientras leo el blog del crítico
implacable, una de las plumas más temidas en el gremio —aunque pocos lo
reconozcan—, descubro al hombre de sensibilidad exquisita y que más allá de esa
apariencia coriácea, algo cínica y displicente y siempre crítica, atesora una
ternura escondida que, probablemente, sea lo que más aprecie de sí, y por ello
la oculta y la defiende rodeándola de profundos fosos, elevadas almenas, y
disparando proyectiles o arrojando desde su alta posición aceite hirviendo,
para que el enemigo no pueda penetrar en su fortaleza y secuestrar a la princesa
más preciada de su corazón.
Ochenta y ocho. El primer día sin nubes, la primera jornada
en que ya no queda ni el rastro de un fleco de las borrascas que han danzado con
el frenesí sincopado e imparable de las tribus más antiguas y más puras sobre
nuestras cabezas durante tantas semanas, ha muerto en Las Palmas de Gran
Canaria Leopoldo María Panero.
Contra todo pronóstico abandonó sus ansias de suicidio para convertirse en superviviente. Será —y
hacer esta apuesta es apuntarse a una ruleta incierta y caprichosa— uno de
los poetas que estudiarán los jóvenes bachilleres en no muchos años. Aunque
tampoco es improbable que se hable más de su locura que de sus versos, de su peregrinaje
entre sanatorio y sanatorio, envenenándose a diario —como decía— para seguir
entre los vivos, a pesar de llevar muchos años muertos, —como afirmaba—, que de
su obra tan ajena e incluso tan improbable entre nosotros.
Ya tenemos un poeta
maldito en el cementerio y ya podrán correr ríos de tinta que domestiquen sus
versos más salvajes, los más sinceros. No es su poesía la que más me atraiga,
pero habría que ser ciego —o mantener en el espíritu el bozal que tantos aprietan— para no encontrar en ella una resonancia de lo auténtico, de ese
dolor desgarrado y desgarrante, de esa postura inflexible ante todo y ante
todos, sólo pendiente de ser sincera consigo misma y su sufrimiento, sólo
atenta a ese aniquilamiento interno que, paradójicamente, a veces le convertía
en iluminado, aunque intuyo que, del mismo modo, le tornó intérprete de su
personaje, sobre todo en los últimos tiempos.
Y también pienso en el
desfile funerario de poetas que este año van dejándonos tan solos, acaso tan
huérfanos: Gelman, Pacheco, Grande, Panero… Sin embargo me
queda la sensación de que dijeron cuanto quisieron y pudieron, que son
nuestros oídos quienes deberían hacerse tierra donde germinen sus ecos.
Ochenta y nueve. Es alucinante el griterío de los buitres
alrededor de la carroña. Cómo despliegan sus alas, cómo chillan impacientes,
cómo se abalanzan sobre los despojos.
No me sorprendería
que alguno cegara a otro con tal de llevarse el mejor de los pedazos.
Noventa. El único camino que existe es el que recorran nuestros pasos,
aunque de los pies florezcan cadáveres. Lo demás, acaso, pudiera ser
considerado allanamiento de morada.
Noventa y uno. Busco en la biblioteca tres libros. Encuentro dos.
Para el otro deberé esperar, como poco seis semanas, si es que hay suerte. Por
si fuera poco recojo de correos otros dos poemarios. Para el próximo jueves se
anuncia la presentación en Segovia del último libro de Ignacio Sanz, a la que
espero que nada me impida acudir…
Como si no tuviera
bastante con todos los que aún tengo por leer en casa.
Creo que ya sé lo
que sienten los cauces de los ríos, cuando son acuciados por el exceso de agua.
Noventa y dos. He pasado la tarde entre versos y poetas, en el acto
en el que se entregaban los premios de la décimo segunda edición del certamen Huerta de San Lorenzo.
Ha sido hermoso.
Sobre todo la ilusión de las niñas y el niño galardonados. Muestra de inocencia
eran sus nervios o el rubor de sus rostros al ser preguntados por María Coco,
la periodista que presentaba el acto. También he sentido responsabilidad al
recitar el poema del segundo premiado que no ha podido acudir desde Tomelloso. «¿Y si no soy capaz de leer cómo él quería que se leyese? ¿Y si trabuco
el sentido y el sentimiento?» me decía mientras
repasaba sus versos
También nos hemos
reído con el buen humor y la ironía de Javier Batanero, el cantautor (o ‘cansautor’ como el mismo se ha
definido) y exmiembro de Académica
Palanca que ha amenizado el acto con sus versos musicados.
Una vez más se
confirma que son las personas quienes consiguen que las cosas salgan adelante.
En este caso sin la tarea abnegada y silenciosa de David Cruz todo sería
imposible, porque organizar un evento así supone encajar más piezas de las que
a primera vista parece: patrocinadores, colaboradores…
Y ojalá que con
nuestras palmas, como JRJ a horcajadas de Platero, hayamos ahuyentado a los pájaros
que estaban a punto de de caer en la red que como trampa siniestra les habían
tendido aquellos niños tan traviesos, como los ha calificado Juancho.
Noventa y tres. No es sencillo condensar en poco más de cien palabras
un texto para una exposición tan densa como la que Mariano está a punto de
inaugurar, apenas en tres semanas. Y más complicado aún cuando el tema central
es la luz, La luz de la luz.
Noventa y cuatro. Lo esperaba. Estaba avisado por JSM: me
llegaría este fin de semana el correo por el que me anunciaría detalles acerca
de la edición de Los andamios de los pájaros…
A pesar de ello me
he atorado. Me he puesto nervioso, atenazado por la ilusión. No es el primer
libro, pero sigo sintiendo la misma comezón interior, esa sensación de colibríes
aleando en el estómago.
Pretendo hacer tres,
cuatro, diez cosas al mismo tiempo: decirlo a estos y a aquellos, tuitearlo,
subirlo al blog, gritarlo a todos los vientos. Porque se sepa, porque ya está a
punto de echar a volar. Ya sí, ya pronto.