Noventa y cinco. Llevo toda la noche dándole vueltas al diseño del nuevo
blog, donde archivaré y compartiré, o compartiré y archivaré, lo relacionado
con Los andamios de los pájaros. Toda
la noche tocando aquí y allá, quitando y poniendo, con la idea clara, pero sin
ser capaz de concretarla. Acaso estoy pidiendo demasiado…
Pero, en realidad, al
fondo de los afanes y de la tarea, aún laten las palabras que he contestado al
correo de mi mejor lectora de estos años. Una de las personas que más me quiere
y más se preocupa por mí y mis letras, valga la redundancia, pues soy mis
letras, por más que la mayoría no lo considere. Y quizá quien mejor me conozca,
quien más fino hile y mejor desentrañe los hilvanes con que voy tejiendo este
traje tan poco vistoso.
Ahora lamento mi
respuesta. No porque sea mentira, sino por todo lo contrario, porque acaso sea
demasiado cierto. Y ella, precisamente ella, es, junto con M., quien menos se
merece mi verdad, esa verdad que a mí mismo me oculto tantas veces, porque con
esta sinceridad sé que causo dolor.
Noventa y seis. No voy a ver el partido del Atlético de Madrid,
ni siquiera la segunda parte, pero no porque una obligación externa me lo impida,
sino porque enchufo el ordenador casi a las diez de la noche. Total, supongo
que se clasificará sin mayor problema.
Y vengo con el afán
luminoso e impulsivo de dejar anotado que he pasado una hermosa tarde en un
club de lectura del Colegio Público de San José al que fui invitado por
casualidad. Me llegó un mail de una
amiga que allí enseña para que asistiera al acto en que dialogarían con José Antonio
Abella, el autor, sobre La sonrisa robada
novela galardonada con el Premio de la Crítica de Castilla y León en su
duodécima edición. Ella no sabía, supongo, que en su momento reseñé esta novela
en Alenarte. El caso es que he acudido
con el afán de abrazar en persona al bueno de José Antonio.
La primera reflexión
que me hice al recibir sus carta fue acerca de la valentía de este club de lectura
que se atreve con una novela de más de seiscientas páginas. Aunque como lector
sé que atrapa de inmediato y se lee rápido por el interés que suscita, a priori,
parece una apuesta improbable para uno de estos grupos, que suelen preferir
novelas que, como mucho, alcancen la mitad de extensión que ésta.
Nada más entrar en
la sala de profesores, he vuelto a comprobar con un pellizco de nostalgia
retrospectiva, que este espacio es un lugar muy especial dentro de los colegios,
algo así como su sala de máquinas, o mejor, su corazón. De inmediato he vuelto
a reconocer en los maestros ese espíritu inquieto y abierto, ese afán por no
dejar de aprender para seguir enseñando. Las miradas, los gestos, el modo en
que tienen ordenado todo el material, el entusiasmo que ponen.
Además del abrazo a
José Antonio, he disfrutado de un par de horas largas en que se han mezclado
los recuerdos, las sonrisas y cierta melancolía por lo que nos ha contado sobre
uno de los protagonistas de la novela, el poeta, diarista y escultor Pepe
Fernández Arroyo a quien conocí y con quien me carteé durante unos meses y del
que luego he ido sabiendo algunas cosas por José Antonio.
Hace unos minutos, mientras
regresaba a casa, pensaba en que para un autor, más gratificante que una
presentación, es participar en una tertulia con lectores, después de que ellos
hayan desbrozado la obra. En la puesta de largo de la criatura se ha de decir,
sin decir, se ha de convencer de las bondades de la obra sin desvelar apenas nada
o lo justo; en actos como el de hoy uno puede sentir cómo su tarea ha llegado,
o no, al objetivo pretendido.
Entre otras muchas
cosas, Abella ha dicho que está convencido de que esta historia es la de su
vida. Probablemente tenga razón, pues encontrar otra similar (y no me refiero
al contenido) será un milagro.
Pero el lector
infatigable que me acompaña, cómo desea que yerre.
Noventa y siete. Acabo de abrir, al fin, el nuevo blog en que iré dejando
lo relacionado con Los andamios de los
pájaros. No sé si estoy del todo conforme con el aspecto que presenta. De
momento ahí lo dejaré. Sé que es el pistoletazo de salida de unas semanas o
meses de más actividad, lo que hará que adelgacen estas líneas.
Supongo que se
agradecerá.
Noventa y ocho. Hoy la cita ha sido en la Biblioteca. Allí ha
presentado Ignacio Sanz su nuevo libro de relatos Las viudas tenaces. Un título, como ha dicho Abella en la presentación,
rotundo y sonoro, que se corresponde al primero de los relatos.
Lo hemos pasado
bien. La risa, pero sobre todo la sonrisa, ha ocupado nuestros rostros durante
buena parte del acto.
Por lo que se ha explicado
—aún no he leído el libro—, se trata de historias que tienen que ver con
escritores locales que pelean porque su afán tenga algún reconocimiento;
poetas, dramaturgos, narradores que no podrán dejar de serlo aunque su labor ni
siquiera ocupe una nota a pie de página de los manuales de literatura más
especializados.
Antes de entrar en
sus líneas, uno ya se siente retratado o, al menos, aludido. No como persona concreta
—mi vanidad no llega a este punto—, sino como posible colega de los protagonistas
anunciados. Veremos.
Ignacio nos ha
deleitado durante un buen rato con algunas de las historias que luego leeremos.
Ignacio sabe contar, sabe mantener la atención de quien lo lee o lo escucha
bien prendida de su verbo. Juega el juego eterno del narrador que provoca el
interés por algo, para que el lector o el oyente —sin saber muy bien cómo —
acabe sorprendido por el giro inesperado, por la verdadera cuestión que apenas
se intuía en principio.
Noventa y nueve. Tiene razón. Más razón que un santo, que diría mi
madre.
No es normal que a estas
horas, casi las nueve de la noche, uno esté tomando vinos, pero a veces las
circunstancias derivan de modo imprevisto, casi imprevisible.
Mi presencia en el
grupo no se debe a mi condición de amigo íntimo o colega del autor. Simplemente
ha sido una casualidad. De rebote, por intermediación de la conocida común de
todos, he acabado en el sexteto que ha aterrizado en la taberna o bar donde
antes de la implantación del reloj en la oficina, venía a desayunar cada día,
donde en más de una ocasión he traído a los amigos que venían desde fuera a comer.
El Sitio es local camaleónico. Por las mañanas es
cafetería rebosante de buenos pinchos para atender a precio aceptable las
necesidades de los estómagos de una parte no menor de la tribu de funcionarios
que laboramos por la zona: Ayuntamiento, Diputación, Delegación Territorial,
Subdelegación de Gobierno… Luego, se transforma en restaurante de comida contundente,
no muy próxima a los cánones de la cocina moderna, pero que sirve para satisfacer
con dignidad las necesidades de los estómagos vacíos, de turistas un poco
avisados y de nativos sin ganas o sin tiempo para poner en marcha la cocina de
su casa. A partir de la hora de la siesta, se reviste de taberna donde el café,
la copa y las cartas, sin solución de continuidad, dan paso a los vinos y las
cervezas y, ya entrada la noche —según me han dicho—, se trasviste en bar de copas
que en muchas ocasiones se atemperan con el saboreo de pinchos que acaban
otorgando a la consumición, más que un acento nocturno y de urbe con aspiraciones
cosmopolitas y modernas, un tono de surrealismo local: un gin tonic o un cubata
aderezados con un pincho de oreja, una ración de rabas o unos mejillones con
vinagreta, parecen idea de un Buñuel castizo, o de poeta del terruño imitando a
Breton. Y quizá no sea mala idea, sino todo lo contrario.
La conversación
deriva sin esfuerzo hacia esta ciudad que respira una mezcla de tacañería y
envidia con tal naturalidad, que ni siquiera cae en la cuenta. Sin percatarse
que tal asunto es el mejor modo de no avanzar, la manera más eficaz de destruir
y provocar el desánimo y la deserción.
Desembocamos sin
dificultad en el gremio de los letraheridos, donde acaso estos componentes del
aire inhalado aumentan de proporción, son más puros e intensos.
Se pone un ejemplo. Se cuenta otro. Se apunta uno distinto Se añade un detalle. Escucho otro.
Pienso en varios que vienen a mi memoria de los últimos tiempos, de los últimos
meses. Parece que entre nosotros fuera imprescindible creer y pensar en la mala
intención, en la premeditación, en la zalema, en el engaño, en la zancadilla,
en una navaja oculta siempre dispuesta a herir.
Tiene razón, repito.
Aunque no se lamenta, aunque la sonrisa preside su mirada y su gesto, intuyo en
su tono cierto hastío ante tanta pobreza moral. Repaso en mi memoria —que puede
equivocarse o sufrir algún clamoroso olvido— y hay que retroceder algunos años
para encontrar otro galardón equiparable al suyo entre los premios literarios
recaídos en alguno de nuestros convecinos, incluyendo en este ámbito el de los
oriundos de la tierra que habitan otra ciudad.
Aunque para otras
cuestiones, quizá sea un lastre, para este asunto en concreto, tengo la suerte
de no pertenecer a ningún grupo, de moverme y expresarme con la libertad de
quien no debe nada a nadie. Quizá por ello me entristece más todo esto que, por
otra parte, no es nueva entre literatos de toda condición y lugar, de todo tiempo y pedigrí. No
es la primera vez que lo observo. Ni va a ser la última. Es la primera vez que
lo escribo. Y la culpa es de estos riojas que no sólo desanudan la lengua, sino
que también desinhiben los dedos.
Si bien es de ingenuos
creer que todo puede ser paz y armonía o aroma de paraíso, sí convendría
intentar, al menos, valorar y apoyar los esfuerzos de tantas iniciativas, y
reconocer los logros de quienes respiran nuestro mismo aire. Esta semana sucede
esto, la semana anterior acudí a otra convocatoria, la próxima tenemos otra que
también me ilusiona mucho… Y siempre sucede lo mismo. Al fondo late un acento
melancólico de olvido, la sensación un poco triste de desprecio o ninguneo.
Cien. Ya he leído en la prensa que han aparecido obras
inéditas de Leopoldo María Panero que, por tanto, si vieran la luz, serían póstumas.
Esperemos que la honradez
de los editores sepa determinar si se trata de manuscritos inéditos porque se
quedaron inconclusos al sorprenderle la muerte a modo de infarto inapelable, o porque
él mismo había descartado su edición por su menor calidad.
Suponiendo, claro
está, que no se trate de una simple jugada torticera de alguna editorial, como
sucede en una de las historias del libro de Ignacio. A pesar de la máxima de
Pemán: «piensa mal aunque te equivoques», mejor no hacerlo
en este caso. Creamos en la veracidad de la noticia. Al fin y al cabo que un
escritor tenga entre sus posesiones manuscritos inéditos no debe sorprender a
nadie.
Ciento uno. Me llama A. desde Tenerife para concretar una comida
el próximo viernes con un grupo de las personas con las que viene al curso que
le ocupará el fin de semana. El barullo de la calle —parece que media ciudad está
en el mismo punto—, no impide del todo oír sus palabras. La alegría del próximo
encuentro creo que se me nota bien en el rostro y en la voz.
Ciento dos. Armados de sus florecillas blancas, los heraldos de la
primavera ya han llegado y han elegido, como siempre, las ramas de los almendros
para nevarlas y observar el panorama con esos ojillos rosados que ocupan el
centro de su cuerpo.
Temo que, como cada
año por estas tierras tan duras y ariscas, durante una mala amanecida, los
cuchillos salvajes del hielo siembren de miles de cadáveres albinos algunos caminos,
algunas laderas; pero por mucho que se empeñen los guerrilleros del invierno,
ha acabado ya su hora; por más que cueste cierto tiempo y cierto esfuerzo terminar
de expulsarlos del calendario, llega su final… al menos durante un puñado de
meses.
Ciento tres. Por si le faltaban ingredientes al menú de actividades
para el final de la próxima semana, recibo SMS de Amelia para confirmarme todo
el asunto de la presentación del libro de David Trashumante en Diagonal el próximo jueves.
Como no salgo de la
ciudad, son los amigos y amigas de fuera los que se acercan hasta aquí. Un
poemario que se presenta, un congreso médico, un encuentro de poesía. Amigas, amigos.
Tenerife, Castellón, Valencia, Málaga, Grenoble, Madrid…
Luego me quejaré
cuando suceda lo que menos deseo.