Cómplices

Lunes 10 a domingo 16 de marzo de 2014

Noventa y cinco. Llevo toda la noche dándole vueltas al diseño del nuevo blog, donde archivaré y compartiré, o compartiré y archivaré, lo relacionado con Los andamios de los pájaros. Toda la noche tocando aquí y allá, quitando y poniendo, con la idea clara, pero sin ser capaz de concretarla. Acaso estoy pidiendo demasiado…
Pero, en realidad, al fondo de los afanes y de la tarea, aún laten las palabras que he contestado al correo de mi mejor lectora de estos años. Una de las personas que más me quiere y más se preocupa por mí y mis letras, valga la redundancia, pues soy mis letras, por más que la mayoría no lo considere. Y quizá quien mejor me conozca, quien más fino hile y mejor desentrañe los hilvanes con que voy tejiendo este traje tan poco vistoso.
Ahora lamento mi respuesta. No porque sea mentira, sino por todo lo contrario, porque acaso sea demasiado cierto. Y ella, precisamente ella, es, junto con M., quien menos se merece mi verdad, esa verdad que a mí mismo me oculto tantas veces, porque con esta sinceridad sé que causo dolor.

Noventa y seis. No voy a ver el partido del Atlético de Madrid, ni siquiera la segunda parte, pero no porque una obligación externa me lo impida, sino porque enchufo el ordenador casi a las diez de la noche. Total, supongo que se clasificará sin mayor problema.
Y vengo con el afán luminoso e impulsivo de dejar anotado que he pasado una hermosa tarde en un club de lectura del Colegio Público de San José al que fui invitado por casualidad. Me llegó un mail de una amiga que allí enseña para que asistiera al acto en que dialogarían con José Antonio Abella, el autor, sobre La sonrisa robada novela galardonada con el Premio de la Crítica de Castilla y León en su duodécima edición. Ella no sabía, supongo, que en su momento reseñé esta novela en Alenarte. El caso es que he acudido con el afán de abrazar en persona al bueno de José Antonio.
La primera reflexión que me hice al recibir sus carta fue acerca de la valentía de este club de lectura que se atreve con una novela de más de seiscientas páginas. Aunque como lector sé que atrapa de inmediato y se lee rápido por el interés que suscita, a priori, parece una apuesta improbable para uno de estos grupos, que suelen preferir novelas que, como mucho, alcancen la mitad de extensión que ésta.
Nada más entrar en la sala de profesores, he vuelto a comprobar con un pellizco de nostalgia retrospectiva, que este espacio es un lugar muy especial dentro de los colegios, algo así como su sala de máquinas, o mejor, su corazón. De inmediato he vuelto a reconocer en los maestros ese espíritu inquieto y abierto, ese afán por no dejar de aprender para seguir enseñando. Las miradas, los gestos, el modo en que tienen ordenado todo el material, el entusiasmo que ponen.
Además del abrazo a José Antonio, he disfrutado de un par de horas largas en que se han mezclado los recuerdos, las sonrisas y cierta melancolía por lo que nos ha contado sobre uno de los protagonistas de la novela, el poeta, diarista y escultor Pepe Fernández Arroyo a quien conocí y con quien me carteé durante unos meses y del que luego he ido sabiendo algunas cosas por José Antonio.
Hace unos minutos, mientras regresaba a casa, pensaba en que para un autor, más gratificante que una presentación, es participar en una tertulia con lectores, después de que ellos hayan desbrozado la obra. En la puesta de largo de la criatura se ha de decir, sin decir, se ha de convencer de las bondades de la obra sin desvelar apenas nada o lo justo; en actos como el de hoy uno puede sentir cómo su tarea ha llegado, o no, al objetivo pretendido.
Entre otras muchas cosas, Abella ha dicho que está convencido de que esta historia es la de su vida. Probablemente tenga razón, pues encontrar otra similar (y no me refiero al contenido) será un milagro.
Pero el lector infatigable que me acompaña, cómo desea que yerre.

Noventa y siete. Acabo de abrir, al fin, el nuevo blog en que iré dejando lo relacionado con Los andamios de los pájaros. No sé si estoy del todo conforme con el aspecto que presenta. De momento ahí lo dejaré. Sé que es el pistoletazo de salida de unas semanas o meses de más actividad, lo que hará que adelgacen estas líneas.
Supongo que se agradecerá.

Noventa y ocho. Hoy la cita ha sido en la Biblioteca. Allí ha presentado Ignacio Sanz su nuevo libro de relatos Las viudas tenaces. Un título, como ha dicho Abella en la presentación, rotundo y sonoro, que se corresponde al primero de los relatos.
Lo hemos pasado bien. La risa, pero sobre todo la sonrisa, ha ocupado nuestros rostros durante buena parte del acto.
Por lo que se ha explicado —aún no he leído el libro—, se trata de historias que tienen que ver con escritores locales que pelean porque su afán tenga algún reconocimiento; poetas, dramaturgos, narradores que no podrán dejar de serlo aunque su labor ni siquiera ocupe una nota a pie de página de los manuales de literatura más especializados.
Antes de entrar en sus líneas, uno ya se siente retratado o, al menos, aludido. No como persona concreta —mi vanidad no llega a este punto—, sino como posible colega de los protagonistas anunciados. Veremos.
Ignacio nos ha deleitado durante un buen rato con algunas de las historias que luego leeremos. Ignacio sabe contar, sabe mantener la atención de quien lo lee o lo escucha bien prendida de su verbo. Juega el juego eterno del narrador que provoca el interés por algo, para que el lector o el oyente —sin saber muy bien cómo — acabe sorprendido por el giro inesperado, por la verdadera cuestión que apenas se intuía en principio.

Noventa y nueve. Tiene razón. Más razón que un santo, que diría mi madre.
No es normal que a estas horas, casi las nueve de la noche, uno esté tomando vinos, pero a veces las circunstancias derivan de modo imprevisto, casi imprevisible.
Mi presencia en el grupo no se debe a mi condición de amigo íntimo o colega del autor. Simplemente ha sido una casualidad. De rebote, por intermediación de la conocida común de todos, he acabado en el sexteto que ha aterrizado en la taberna o bar donde antes de la implantación del reloj en la oficina, venía a desayunar cada día, donde en más de una ocasión he traído a los amigos que venían desde fuera a comer.
El Sitio es local camaleónico. Por las mañanas es cafetería rebosante de buenos pinchos para atender a precio aceptable las necesidades de los estómagos de una parte no menor de la tribu de funcionarios que laboramos por la zona: Ayuntamiento, Diputación, Delegación Territorial, Subdelegación de Gobierno… Luego, se transforma en restaurante de comida contundente, no muy próxima a los cánones de la cocina moderna, pero que sirve para satisfacer con dignidad las necesidades de los estómagos vacíos, de turistas un poco avisados y de nativos sin ganas o sin tiempo para poner en marcha la cocina de su casa. A partir de la hora de la siesta, se reviste de taberna donde el café, la copa y las cartas, sin solución de continuidad, dan paso a los vinos y las cervezas y, ya entrada la noche —según me han dicho—, se trasviste en bar de copas que en muchas ocasiones se atemperan con el saboreo de pinchos que acaban otorgando a la consumición, más que un acento nocturno y de urbe con aspiraciones cosmopolitas y modernas, un tono de surrealismo local: un gin tonic o un cubata aderezados con un pincho de oreja, una ración de rabas o unos mejillones con vinagreta, parecen idea de un Buñuel castizo, o de poeta del terruño imitando a Breton. Y quizá no sea mala idea, sino todo lo contrario.
La conversación deriva sin esfuerzo hacia esta ciudad que respira una mezcla de tacañería y envidia con tal naturalidad, que ni siquiera cae en la cuenta. Sin percatarse que tal asunto es el mejor modo de no avanzar, la manera más eficaz de destruir y provocar el desánimo y la deserción.
Desembocamos sin dificultad en el gremio de los letraheridos, donde acaso estos componentes del aire inhalado aumentan de proporción, son más puros e intensos.
Se pone un ejemplo. Se cuenta otro. Se apunta uno distinto Se añade un detalle. Escucho otro. Pienso en varios que vienen a mi memoria de los últimos tiempos, de los últimos meses. Parece que entre nosotros fuera imprescindible creer y pensar en la mala intención, en la premeditación, en la zalema, en el engaño, en la zancadilla, en una navaja oculta siempre dispuesta a herir.
Tiene razón, repito. Aunque no se lamenta, aunque la sonrisa preside su mirada y su gesto, intuyo en su tono cierto hastío ante tanta pobreza moral. Repaso en mi memoria —que puede equivocarse o sufrir algún clamoroso olvido— y hay que retroceder algunos años para encontrar otro galardón equiparable al suyo entre los premios literarios recaídos en alguno de nuestros convecinos, incluyendo en este ámbito el de los oriundos de la tierra que habitan otra ciudad.
Aunque para otras cuestiones, quizá sea un lastre, para este asunto en concreto, tengo la suerte de no pertenecer a ningún grupo, de moverme y expresarme con la libertad de quien no debe nada a nadie. Quizá por ello me entristece más todo esto que, por otra parte, no es nueva entre literatos de toda condición y lugar, de todo tiempo y pedigrí. No es la primera vez que lo observo. Ni va a ser la última. Es la primera vez que lo escribo. Y la culpa es de estos riojas que no sólo desanudan la lengua, sino que también desinhiben los dedos.
Si bien es de ingenuos creer que todo puede ser paz y armonía o aroma de paraíso, sí convendría intentar, al menos, valorar y apoyar los esfuerzos de tantas iniciativas, y reconocer los logros de quienes respiran nuestro mismo aire. Esta semana sucede esto, la semana anterior acudí a otra convocatoria, la próxima tenemos otra que también me ilusiona mucho… Y siempre sucede lo mismo. Al fondo late un acento melancólico de olvido, la sensación un poco triste de desprecio o ninguneo.

Cien. Ya he leído en la prensa que han aparecido obras inéditas de Leopoldo María Panero que, por tanto, si vieran la luz, serían póstumas.
Esperemos que la honradez de los editores sepa determinar si se trata de manuscritos inéditos porque se quedaron inconclusos al sorprenderle la muerte a modo de infarto inapelable, o porque él mismo había descartado su edición por su menor calidad.
Suponiendo, claro está, que no se trate de una simple jugada torticera de alguna editorial, como sucede en una de las historias del libro de Ignacio. A pesar de la máxima de Pemán: «piensa mal aunque te equivoques», mejor no hacerlo en este caso. Creamos en la veracidad de la noticia. Al fin y al cabo que un escritor tenga entre sus posesiones manuscritos inéditos no debe sorprender a nadie.

Ciento uno. Me llama A. desde Tenerife para concretar una comida el próximo viernes con un grupo de las personas con las que viene al curso que le ocupará el fin de semana. El barullo de la calle —parece que media ciudad está en el mismo punto—, no impide del todo oír sus palabras. La alegría del próximo encuentro creo que se me nota bien en el rostro y en la voz.

Ciento dos. Armados de sus florecillas blancas, los heraldos de la primavera ya han llegado y han elegido, como siempre, las ramas de los almendros para nevarlas y observar el panorama con esos ojillos rosados que ocupan el centro de su cuerpo.
Temo que, como cada año por estas tierras tan duras y ariscas, durante una mala amanecida, los cuchillos salvajes del hielo siembren de miles de cadáveres albinos algunos caminos, algunas laderas; pero por mucho que se empeñen los guerrilleros del invierno, ha acabado ya su hora; por más que cueste cierto tiempo y cierto esfuerzo terminar de expulsarlos del calendario, llega su final… al menos durante un puñado de meses.

Ciento tres. Por si le faltaban ingredientes al menú de actividades para el final de la próxima semana, recibo SMS de Amelia para confirmarme todo el asunto de la presentación del libro de David Trashumante en Diagonal el próximo jueves.
Como no salgo de la ciudad, son los amigos y amigas de fuera los que se acercan hasta aquí. Un poemario que se presenta, un congreso médico, un encuentro de poesía. Amigas, amigos. Tenerife, Castellón, Valencia, Málaga, Grenoble, Madrid…
Luego me quejaré cuando suceda lo que menos deseo.