Ciento cuatro. Estaban en casa esperándome los ejemplares.
Al verlos he pensado: ya vuelan los pájaros, apoyándose en sus andamios…
Siento la misma
emoción que con el primer o con el anterior libro. De cada uno de ellos podría
contarse una anécdota diferente, algo que marca el proceso que lleva a convertirlos
en materia impresa que pasa a la jurisdicción de cada lector y los convierte en
seres de vida independiente, acaso propia.
Ciento cinco. He pasado unas horas releyendo El amor de los peces un poemario de
David Moreno que edita Unaria en su
nueva colección Además de las palabras.
A veces me pregunto,
qué de lo contemporáneo quedará para las miradas del mañana que asomen su
curiosidad a los versos de hoy. Ni siquiera sé qué de lo presente remontará su
vuelo y alcanzará la altura suficiente como para ser contemplado por unos
cuantos ojos más allá de los habituales que cada poeta tiene entre los suyos:
la familia (o parte de ella), los amigos que le soportan, los enemigos que
buscan el error…
Este poemario (a ver
cómo lo voy escribiendo para mañana) es especial, porque —aunque no haga caso al
consejo que Rilke daba a su joven destinatario epistolar— David ha escrito un
libro de amor; pero es un amor ajeno a la retórica de mazapán que tanto nos meten por los
ojos. Es un amor concreto y presente, o un dolor concreto y presente. Nada es
para siempre, excepto el hecho de amar. Lo demás es pura circunstancia, puro
accidente.
Un libro cargado de
ritmo en el que las ilustraciones juegan un papel preponderante, porque uno no
sabe muy bien, mientras las contempla, si es el poema el que explica o es el
dibujo el que termina por cargar de sentido a los versos.
Toda una analogía
sobre el amor y sus diferentes clases y una metáfora muy hermosa, que se repite
en cada página. Una metáfora que no está en los versos, sino en las imágenes:
los ojos de todos los peces tienen forma de corazón. Y acaso en tener una
mirada cargada de corazón esté la llave para desalojar cada una de nuestras
dudas.
Ciento seis. Está siendo dura la
mañana, después de habernos enterado que el lunes a última hora, un compañero
sufrió un derrame cerebral, mientras hablaba por teléfono.
De pronto, otra vez
más, la fragilidad y lo efímero de nuestra existencia, a penas un suspiro de la
hierba, se manifiesta superlativa a nuestro mismo lado.
Cuando salgo de la
oficina, cumplida mi jornada, otro compañero, impaciente, dice, «Han atropellado a…». Le sigo
apresurado. A pocos metros, un pequeño remolino de personas. Otros compañeros
que procuran atenderlo. Gracias al cielo, no parece mucho. Ha sido justo en el
paso de cebra. Ahora está sentado, apoyado junto a la pared del edificio que sigue al de la Diputación. Está consciente, un poco aturdido y se queja de dolor
en las piernas; responde a las preguntas que le formula alguien con todo el
aspecto de ser médico. Sangra por la cabeza, pétalos húmedos de amapolas, a
través de varios cortes que se aprecian claramente y que los compañeros
intentan taponar con papel de cocina que les traen del bar propincuo. A lo
lejos se oyen ya las sirenas de las ambulancias y de la policía (el lugar, un
estrechamiento de garganta, a esta hora es un embudo por culpa de la intensa
circulación y conviene regularla de algún modo). Alguien acerca sus gafas que
han salido volando tras el empellón. Por suerte, acaso la escasa velocidad del
vehículo, ha evitado que las consecuencias hubieran sido peores.
Mi presencia no es necesaria, más bien estorba. Sigo hacia casa,
con la sensación de que no se deben desaprovechar los mensajes que la
existencia va enviando con la tozudez y la claridad habituales.
Ciento siete. Conocer a otro poeta en la semana en que
conoceré a un buen ramillete, no deja de ser, al menos, algo curioso. Como digo
a todo el mundo durante estos días, es como si no hubiera más días o semanas en el calendario. Parece que todo ha de ser en esta semana para que
todo quede bien concentrado, para que luego tenga tiempo de madurar. Aunque soy
consciente de que corro el riesgo que todo se anegue por inundación.
En este caso le debo
a la buena de Amelia Díaz Benlliure esta oportunidad. Me ofreció la
presentación del poemario en Diagonal. No podía decirle que no.
Decirle que no a Amelia, para mí, más que imposible, es impensable. Siempre
será la primera persona que apostó profesionalmente por mis versos. Y espero
que esto nunca lo eche en el olvido mi corazón.
David Moreno (o
Trashumante como firma su obra), es un hombre grande, con una mirada limpísima
de color casi azul oscura. Creo que podría resucitar la tradición de los juglares
que van recorriendo los lugares recitando con la potencia de su voz y de su
sentimiento sus versos y otros muchos. El sentido del ritmo anida en su
garganta que hace de las palabras sustancia elástica, como si su lengua fuera
prensil y pudiera manejarlas a la velocidad que les interesa.
Lo que de él me ha
ganado para siempre ha sido el respeto y la llaneza del trato a las personas
que han acudido a la llamada de Fuencisla y su librería Diagonal.
Como pasa tantas
veces, quizá los verdaderos destinatarios de sus versos no saben que están ya
esperándole en forma de libros, tan sutiles y fluviales como El amor de los peces.
Haber tenido la
oportunidad de presentarlos, lo debo tomar como un premio de los que
habitualmente la vida me va regalando por la directa colaboración de Amelia, la
editora, la poeta…, la amiga.
Ciento ocho. Pero no todo es alegría. De pronto la
sombra de la crisis, el modo en que las condiciones laborales se imponen sobre
las vidas, dando preponderancia a unas cuestiones frente a otras se apodera de
nosotros.
En realidad es algo simple
y cotidiano. Antes de empezar la presentación, le comento a Amelia que estoy
muy ilusionado porque voy a conocer el sábado a Lluïsa, que ha sido
seleccionada para la edición del V día Internacional de la Poesía en Segovia.
Pero lo niega, con
una pizca de melancolía que le sube a las pupilas. Me cuenta una historia
demoledora que ella resumirá como circunstancias laborales, pero que se trata
de que en la empresa para la que trabaja no le concede permiso para venirse
hasta Segovia.
Y la historia
avanza. Avanza o se sumerge hacia otros territorios más oscuros, que aún
soliviantan más el ánimo. Un relato orlado de fragmentos que formarían parte
de una narración de tintes negros, y que por ello —a mi modo de ver— acentúan
más si cabe la falta de sensibilidad, la inhumanidad de las personas a quienes
correspondía conceder dicho permiso.
Al final, mal que
nos pese, tanto lo positivo, noble, digno, valiente, hermoso, bueno, como lo
negativo, innoble, indigno, cobarde, feo o malo depende de una persona, de una
decisión, de una toma de postura, de un modo de entender una norma o varias;
acaso de mirar unos ojos.
Le diré a Norberto
—pienso— que me deje leer ese poema. Es lo menos que puedo hacer con una compañera
de grupo poético, en el inmaterial mundo de Internet. Ese grupo de Aradores de
versos que nos juntábamos en un rincón secreto y silencioso, del bullanguero y
superpoblado FB.
Y no me hace falta
esperar mucho tiempo.
A los pocos minutos,
mientras ya volvía a casa —Amelia y David salen hacia Madrid casi con premura—,
me encuentro a Norberto quien, sin yo poder decirle nada (pues estoy hablando
por teléfono con una amiga de Tenerife que llega mañana mismo), me pregunta si
me importa leer el poema de una de las seleccionadas que, a última hora, por
cuestiones laborales, no podrá acercarse hasta Segovia.
Creo que, en lo
relacionado con la poesía, no he tenido nunca responsabilidad y tan alto.
Ciento nueve. Es ella, está aquí. Su sonrisa fulgurante
sale de un comedor distinto al que me habían anunciado. Viene de hacer fotos
del Mesón, de las vistas que del Acueducto y el Azoguejo tiene Cándido por un
lado y por otro.
En el mismo comedor
en que mi padre ha dejado tantos litros de sudor y tantas sonrisas a tantos
miles de clientes como durante décadas fueron atendidos por él, en este comedor
que casi toca algunos de los pilares del Acueducto, me esperan los médicos
tinerfeños y el representante del laboratorio que patrocina el Congreso que les
ha traído hasta La Granja,.
El mismo Alberto,
que se acerca hasta la mesa, es el encargado de recordarlo, de ensalzar a mi
padre, de emocionarme por vez primera en este día.
Me han dejado el
sitio junto a Ana. Se le ve tan feliz de compartir con sus amigos y conmigo
estas primera horas en Segovia. Nuevos rostros, nuevas voces, nombres nuevos que
pasan a formar parte de mi memoria, porque su sentido del humor y su calidez de
trato pronto se cuelan en mí.
La comida es
contundente, segoviana desde los bordes más externos y superficiales, hasta su
médula más honda. Sólo falta, pienso, que entre judiones, cochinillo y ponche
que degustamos a la vista del monumento bimilenario, se cuele la melodía de una
dulzaina interpretando la Entradilla u
otra jota de la tierra. A pesar de que mañana también me espera más de lo mismo
o parecido, cómo romper la unanimidad que sin necesidad de más palabras se ha
establecido.
Ana no tiene tiempo
de darme tantas novedades, de comentar este detalle, aquél. De entregarme la
noticia cierta del verdadero estado de los amigos que a veces, por no dañar el
ánimo de quien se sitúa al otro lado de la pantalla del ordenador, se parapeta
en el escudo de Internet para no decir toda la verdad, para rebajar el grado de
los problemas u ocultar la verdadera intensidad de las dificultades.
Se cruzan los
whatssap de un lado a otro de España, saltando milagrosamente varios miles de
kilómetros de Atlántico. Es una manera de estar sin estar, o una forma de no
estar estando.
Por suerte rebajaremos
algo el exceso de la mesa. Aunque no nos sobra tiempo, podré mostrar una porción
de cuanto esta ciudad atesora. Estilos y épocas que se amalgaman en una superposición
cuya euritmia danza ante la vista y se traslada hasta el cerebro de inmediato, una
armonía que a veces la razón no explica del todo, se infiltra a través del
sentimiento que la belleza es capaz de producir sin necesidad de más
argumentos, sólo su presencia.
Es una visita lenta,
pero a pesar de ello, me siento como un lector de periódico que, mientras toma
un café, cree que se entera de todas las noticias porque lee los titulares y
alguna entradilla de allá o de acá.
Sin embargo, tener
como oyentes de mis explicaciones, menos lucidas de lo que quisiera, a estas personas,
ávidas de aprehender cada detalle, poseídos a priori del afán por disfrutar de
estas horas, es un deleite que cualquiera quisiera disfrutar como lo hago
mientras subimos la calle Real, y les detengo a cada poco para señalarles esta
fachada, aquel pedazo de horizonte, esa torre robusta, la plazuela que asciende
como una falda de volantes, el arco apuntado de la entrada al convento que fue
sinagoga, el brillo, hoy frío, de la Esbelta Dorada, los perfiles más
sobresalientes del barrio que crece a la vera del Eresma o les cuento —resumida
y torpemente, por las prisas, por no atosigarles con mi verbo— una leyenda, una
vieja historia, una improbable tradición, o un hecho que parece imposible y sin
embargo es cierto.
Tras la despedida
—por unas horas en el caso de Ana—, espero la llegada de otras dos amigas, con
quienes disfrutaré desde ahora mismo de toda la jornada de mañana.
Ellas, Mª J. y C.,
vienen convocadas por los versos. Aunque quizá los versos de Mª J. sean una
buena justificación para acercarse desde Málaga y Grenoble a Segovia… A cualquiera
que se le diga…
Ciento diez. Ellas, desde su arribada a la ciudad, han
pasado la jornada con M. Han tenido esa bendita suerte, también, de poder
contemplar su última obra, su último trabajo el que, en pocos días ya,
compartirá con la ciudad.
Sólo ha habido un
pequeño desfase de diez minutos que ha imposibilitado un saludo, aunque fuera
muy breve, entre Ana y ellas. El autobús, obviamente, no iba a esperar a su
llegada. Pero sé que en veinticuatro horas quedará subsanado este detalle.
Caminamos hacia el
hotel, disfrutando de la presencia, de la proximidad, tras seis meses en un
caso y más de un año en otro.
Se les ve
ilusionadas, alegres. Con ganas de disfrutar, a pesar del frío que se anuncia
como una amenaza, de estas horas.
Ciento once. Bajamos, los tres, a su encuentro. Y a los
pocos pasos, vemos a Norberto acompañado por un buen número de personas.
Cada año el
encuentro en Segovia con motivo del día de la Poesía, añade un detalle que va
redondeando su originalidad.
Como le sucede a mi
amiga Mª. J., la distancia entre su hogar y Segovia obliga a que tenga que
hacer noche la víspera de la jornada. Parece ser, según me cuentan, que uno de
los participantes sugirió o propuso un encuentro entre aquellos del grupo de
seleccionados que hicieran noche en la ciudad. Quienes lleguen mañana de
Madrid, Valladolid, Salamanca… se habrán perdido estas horas, en que ellos —los
seleccionados— tienen tiempo de comentar los detalles de este tiempo previo,
sobre todo desde que su poema fue seleccionado, hasta ahora, y quienes les acompañamos
empezamos a disfrutar de éste o aquél detalle, o, como en mi caso, me
reencuentro con alguno de los participantes de otras ediciones que regresan
este año.
Anécdota va,
anécdota viene, reflexión por aquí o por allí, sugerencias que se escuchan o se
sobreentienden… Ilusión.
Entre tanto, me
llama M. Ya ha leído algo del ejemplar de Los
andamios de los pájaros que le he dado hace un rato, cuando ha traído a Mª
J. y C. Dice que le ha encantado lo que ha leído. Intuyo emoción tras sus palabras.
Acaso era la opinión
que más me interesaba, una vez que JSM decidió editarlo. Al fin y al cabo es su
obra la que me ha inspirado. Al fin y al cabo es el resultado de su tarea el
que se tornó inspiración para mis versos.
Sí, la palabra es
ilusión. Ilusión de los que han venido desde lejos y también mi ilusión.
Nos recogemos, hasta
mañana, en que he quedado encargado de acompañar a una fracción del grupo, los
que se hospeden en la zona alta de la ciudad, hasta el puente de la Alameda del
Parral, que está junto a la Casa de la Moneda.
Ciento doce. Mª. J. y C. han descansado bien, según me
dicen. Es larga la jornada que nos espera. Para Mª J., además, intensa.
Esta mañana bien
temprano, he visto e impreso las palabras que Ll. envía por correo, las que
diré en su nombre antes de leer, lo mejor que sepa, el poema que, si las cosas
hubieran sido justas, debería ella habernos recitado.
Ahora empiezo a
dudar si debo contar en público el verdadero relato que obliga a su ausencia,
tal y como lo conozco. Ella no hace referencia al asunto, tan discreta como siempre.
A nosotros tres se
han unido siete personas más entre poetas, acompañantes. Entre ellos mi tocayo AGN
que ya ha llegado a Segovia dispuesto a disfrutar del día. Aunque había pensado
en un margen suficiente —media hora es más que de sobra desde la Plaza hasta la
Casa de la Moneda, bajando por Escuderos, el Paseo de San Juan de la Cruz y el
arco de Santiago—, desde el primer minuto intuyo que no va a ser fácil, porque la
ilusión y la belleza y los reencuentros y quizá las nuevas amistades, son
paradas obligatorias, necesidad de aquietar el paso, imperativo para resumir
aún más una explicación de mi parte.
A veces a los poetas
nos llaman la atención detalles que, en apariencia, nada tienen que ver con lo
habitual. Hemos pasado más minutos extasiados contemplando los almendros en
flor del jardín de los poetas, o rumiando los versos de Juan de la Cruz
transcritos en un par de placas, o escudriñando el horizonte…
Con cinco minutos de
demora respecto de lo previsto, llegamos hasta el punto de encuentro. Pero es
algo irremediable, porque la belleza de esta ciudad brinca como corzo sonriente
y asalta las pupilas sin remedio.
Antes de enfilar y
subir la pendiente que nos lleva al Parral, otras presentaciones y otros
reencuentros. Rostros que en dos años se hacen familiares y más queridos.
Algunas miradas escudriñan, acaso un poco extrañadas, la camaradería que hay
entre algunos.
En pocos minutos la
extrañeza se habrá olvidado. Sé, porque siempre pasa, que quienes no hayan podido
acudir a la primera parte de la jornada y se incorporen a partir de la comida,
sufrirán el mismo proceso, y aún será más intenso en quienes lleguen sólo al
recital. Al final uno va experimentando cada día y en carne propia que es el
roce de la persona, compartir un tiempo, cruzar unas conversaciones, el
cimiento que evita otro tipo de roces, no precisamente agradables, y que sirven
más para confundir y separar que para lo contrario.
Sé, y me acusan
muchas veces de ello, que soy demasiado idealista, que parezco ingenuo, que
aspiro a cosas no sólo imposibles, sino impensables salvo locura.
Ciento trece. Le cuesta trabajo al grupo alcanzar la
meta, esa cima de la ladera donde el Monasterio del Parral contempla una de las
vistas más especiales y hermosas de la ciudad. Desde aquí el caserío parece fortaleza
donde se entremezclan poder religioso y político. Las torres del Alcázar o los
torreones defensivos, donde la nobleza más poderosa llegó a tener pequeña —o no
tanto— guarnición militar, se mezclan con las torres de las iglesias románicas
y la esbeltez de la catedral. Desde lo hondo del valle, lamido por el Eresma de
bronce, qué pensarían los frailes jerónimos ajenos —al menos en teoría— a los
tejemanejes del mundo, a las contingencias del presente, siempre contemplando
—al menos en teoría— lo que en verdad importa de la vida…
Pero la solidez de
estos muros, la contundencia y calidad de su fábrica, la belleza tan notable de
todo el conjunto, especialmente de su primoroso retablo del altar mayor, dan
perfecta cuenta de que, en el fondo ni podrían ni querrían ser tan ajenos a
todo cuanto sucedía enfrente de sus ojos, a pesar de la distancia entre la
ciudad murada y el convento, que acaso en el siglo XV pareciera mayor que la de
hoy, a pesar de ser idéntica…
Y sin embargo…
Sin embargo en
cuanto uno entra en las naves del templo, además de sentir el frío de una
nevera en pleno funcionamiento y a máxima potencia, a poca sensibilidad que
tenga, a poco que sus poros estén pendientes de lo que sucede a su alrededor,
siente algo especial. Acaso ese silencio, acaso la hermosura contundente del
último gótico, del primer atisbo de renacimiento, transmiten o invitan a
repensar los afanes ocultos de todo ser humano a lo largo de la historia. Esta atmósfera
propone un interrogante en los corazones, un asombro en las neuronas más
racionales e inquisitivas.
Compartimos visita
con un grupo de turistas franceses y con una visita organizada por el
Patrimonio de Turismo. Dentro de la iglesia seremos unas cien personas, más o
menos.
Una vez escuchadas
las explicaciones históricas, artísticas, en las que se cuela una reflexión abreviada
sobre lo fugaz, frágil y efímero de la vida, y por tanto, y se presenta la
conciencia de la muerte como ocasión para disfrutar más del presente y como el
hecho más democrático de la humanidad, pues esta circunstancia a todos nos
iguala, pasamos al claustro, donde la impresión de la ciudad deja en los
gestos, y en el recuerdo de cuantos lo contemplan una imagen que provoca el
silencio del asombro, y la búsqueda del ángulo imposible e inédito, donde
fotografiar esa postal inigualable.
Ciento catorce. Conozco de vista a la guía que nos va a
mostrar la Casa de la Moneda. Es su primera visita guiada a este edificio —o
conjunto de edificios— tan singular.
Desde que abrieron
el complejo, tras su restauración, he estado una o dos veces, pero siempre por
fuera, sin recorrer sus instalaciones con detalle. Reconozco la importancia
histórica e incluso artística que puede tener para esta ciudad, o para
cualquiera, haber tenido una Fábrica de Moneda. Pero el asunto me interesa más
bien poco, casi nada. El dinero es un mal necesario, porque sin dinero es
imposible vivir, bien lo sé. Pero me atrae más una panificadora o una huerta…
Lo que hoy he
conocido, gracias entre otras cosas, a la pasión, la ilusión y el entusiasmo de
nuestra guía, no mejora en mucho las cosas. Lo que acaso más me hubiera interesado
—que tiene que ver con lo más humano de este asunto de la fabricación de
monedas—, me ha demostrado nuevamente la mezquindad humana; cuanto más poderoso
más cicatero. Y me ha subrayado el convencimiento personal de que todo cuanto
tiene que ver con el dinero, al final envilece y origina recelos, enemistades y
guerras.
El dinero, ese
imprescindible veneno que necesita la humanidad para no extinguirse a los pocos
días… O eso llevan diciendo tantos siglos que parece ser cierto.
Supongo.
Ciento quince. Como el año pasado, el poema que ha
resultado elegido ganador por el grupo de los poetas, ha sorprendido a su
autor. No estoy seguro, pero diría que Daniel es el más joven de los poetas.
También como el año pasado ha coincidido que compartía mesa con él. Lo cual ha
provocado más de una broma y una risa.
Cuando se ha
acercado Norberto a entregar el libro, cámara en ristre, he adivinado la razón.
Mientras el autor hojeaba el libro, aún ajeno a la página donde figura su
nombre con la mención a ese reconocimiento, el resto de la mesa ha confirmado
la sospecha. Al fin ha comprendido el asunto y se ha ruborizado y se ha
sorprendido y se ha emocionado.
Leo rápidamente sus
versos, y sin poder profundizar en ellos lo suficiente, me sorprende su tema en
alguien tan joven, esa nostalgia que transmite. Pero en la segunda lectura,
intuyo que la excusa, ese nostalgia que siente por su amada, el amor aparente
del que habla no se refiere sólo al de ella, sino a la poesía o quizá a la
inspiración a esa musa de tirabuzón
divino e incorregible.
Este reconocimiento
es la guinda del pastel del certamen. Y es también una originalidad desconocida
en el resto de certámenes que uno conoce. Una vez seleccionados los poemas,
todos los integrantes de la antología, en este caso veintidós, desconociendo
aún la identidad de los autores, eligen sus preferidos, y de la suma de tales
preferencias sale el poema ganador.
No es esencial al
certamen este detalle, pero le otorga un plus de limpieza y transparencia. Y
mantener hasta este instante el secreto de la decisión colectiva, regala a la
jornada un punto de juego y de misterio, una pizca de picante.
Ciento dieciséis. Una vez pasado el momento de alborozo tras
conocer el poema y poeta distinguido por sus compañeros, he podido echar un
vistazo general al librito.
Sólo conocía los
poemas de Mª J. y de Ll. En conjunto me parece una antología de calidad, acaso
la mejor de todas las ediciones, aunque sea un tanto arriesgada esta opinión.
La pluralidad de los
estilos, del modo de decir, no esconde lo importante, la esencia, lo común que
late en cualquier poema que merezca tal nombre.
Ciento diecisiete. Mientra abren o no el Palacio de Quintanar,
donde será el acto público en que se recitarán todos los poemas, charlo unos
momentos con SLN., que también se ha acercado hasta aquí, como representante
del jurado.
Ya ha hecho una cala
—ha dicho— en Los andamios de los
pájaros, y me ha emocionado lo que ha comentado sobre el resultado de la
prueba.
Ciento dieciocho. He conocido, por fin, a las hijas de Mª J.
No es exactamente a lo que uno aspiraba en el primer encuentro, porque esperaba
más calma, un diálogo más amplio, no sé, más tranquilo; sin embargo son
momentos estos que se tocan con cofia de confusión y premura, saludos y nervios.
Ya falta poco para que ella haga su primera lectura pública de un poema suyo. Y
se le nota no sólo los nervios normales, sino la emoción que le produce haber
llegado hasta aquí.
Durante unos
segundos me pasan por el cerebro todos estos años desde que nos conocimos
gracias a Internet, gracias a los blog. Y me doy por bendecido, por haber sido
capaz de encontrar a un puñado de personas que, como ella, nos hemos ido
acompañando sin interferir en nuestras vidas, pero formando parte de ellas,
sumando, siempre sumando, ayudándome a crecer, a mirar, a aprender, a aprender
siempre.
Ciento diecinueve. Es verdad que quizá nos hayamos precipitado
al querer entrar en la sala. Iba con la intención de echar una mano, aunque
sólo fuera en para colocar algunas sillas. Pero se pueden decir las cosas de
una manera o de otra o de la de más allá… incluso se pueden decir bien, con
educación o un poco de cortesía.
Será que algunos de
los asistentes tenemos cara de posibles vándalos o parásitos indeseables.
Pero como todo tiene
sus consecuencias, en este caso este desaire ha servido para poder contemplar
durante algunos momentos algunas de las salas donde se exhiben fotografías de
una muestra que se celebra por estos días. Y también ha valido para
intercambiar algunas frases con algunas de las poetas, con quien apenas he departido
durante lo que llevamos de día. Y con más conocimiento de causa, porque ya
tenía la huella de sus versos en mi recuerdo.
Ciento veinte. Creo que este año es el que más disfruto
del recital. Me ha venido bien haber leído los poemas antes de empezar. Tampoco
me duele la cabeza como me sucedió dos años, claro que como intuía que podía
pasar, he tomado el correspondiente ibuprofeno que ha cumplido con su misión.
Mª. J. ha recitado
con sobriedad y claridad. No parecía nerviosa. A diferencia de la mayoría, no
ha explicado nada del poema, lo ha leído y han sonado sus versos al suave
deslizar del patinador sobre el hielo con esa fluidez de la musicalidad que le
ha impreso a la idea que ha sido capaz de hacer poema y que en el fondo habla
de la humildad que siente alguien que toma prestado unas vestiduras que no le
corresponden…
Eso opina ella,
claro; pero no es verdad del todo, pues en ella, como la gran lectora de poesía
que es, late —cada vez menos oculto— el corazón de una poeta que, además,
escribe.
Por mi parte, al
final, me he limitado a insinuar sin decir, y a leer las pocas líneas que me ha
enviado Lluïsa justificando su ausencia, agradeciendo la selección, pero sobre
todo, dando gracias a quienes le han ido trayendo al mundo de la poesía: Amelia
Díaz Benlliuere, María Luisa Mora Alameda y María Ramos, a quienes llama, sus doulas me ha escrito, es decir esas
mujeres encargadas de traer a la vida a un nuevo ser. ¡Qué hermoso piropo!
Y luego he leído del
mejor modo que he sabido los versos del poema. Sólo espero no haberlo
traicionado, no haber hecho trizas las intenciones de Lluïsa…
Me llevo dos penas de
esta jornada. La primera no haber conocido en persona a Lluïsa, que era algo
que me ilusionaba mucho, además de otras muchas ilusiones. La segunda es la
ausencia de M. que ha viajado a Asturias en estos días por un asunto médico. Por lo demás, es verdad
que la mayoría de las expectativas se han cumplido. Es verdad que he conocido a
más personas. Pero se me ha quedado esa espina clavada.
Ciento veintiuno. No sé si Norberto ha reducido el número de
poemas de cada bloque, intercalando más intermedios musicales a cargo de Pablo
Zamarrón y Miguel Abad, que han interpretado una hermosa música que mezclaba
tradición popular y temas renacentistas. Si es así, ha acertado, porque permite
a la atención no decaer del todo.
He observado un
denominador común, como un hilo que traba toda la antología de este año: el ser
humano que no desaparece nunca de los versos. Cualquier estilo, cualquier tono,
alumbra una experiencia personal o una reflexión individual que colmó en los poemas:
una estrategia para mantener el amor como perenne llama; el recuerdo en forma
de sentida elegía de quien nos arrebataron con mentira e injusticia; el deseo
convertido en fuego por encontrar la poesía —cuántos de estos poemas, cuántos—; el recuerdo del amado; las huellas de quienes fueron en un tiempo plasmadas en
la sombra de la historia; lo frágil de la identidad; la añoranza del futuro; tantas reflexiones sobre la vida; el deseo de vestirse de poeta; la memoria; el
miedo a la ausencia del amado; el cuerpo como templo de la verdadera esencia; la poesía que otorga sentido a la vida; el amor apasionado frente a la falso y
edulcorado; la añoranza del paraíso de la infancia; el clamor por la
injusticia; el horizonte del futuro anclado en nuestra esencia del pasado; la
asunción de la realidad frente a los sueños; el amor como único norte de la
vida; el amor frente a las normas; la poesía para fijar el recuerdo de lo que
ha de permanecer; el canto a la ciudad que nos convirtió, quizá, en lo que somos; el grito por la injusticia de estos tiempos que nos transforma en parias de la
noche a la mañana.
Pero uno de los
poemas, uno de ellos, me ha tocado de un modo muy especial. No sé si es el
mejor, tampoco me importa, aunque casi es el elegido, según se ha dicho. Me
llega y me golpea, porque rima con mi vida, porque se cose como una sombra a mi
cotidianidad, porque se hilvana a ese dolor que perdura durante estos años, este
dolor que ya se ha hecho amigo, este dolor inevitable y asumido, por tanto no
desesperado, pero no por ello menor doloroso.
Sé que cometo
injusticia al citarlo aquí, sin haber personalizado el resto, pero cómo no dar
las gracias a Vicente Rodríguez Manchado, como no solidarizarme con su emoción
y las vaharadas de los ojos de su esposa, si son mis vaharadas, si es mi
emoción, si es su Canción de cuna para
una madre, la misma nana que entono cada día.
Ciento veintidós. Nos ha costado a la mayoría más de veinte
minutos terminar de salir del Palacio de Quintanar. Firmas de poemas en los
ejemplares de la antología entre compañeros y quizá nuevos amigos, abrazos y
besos de despedidas, intercambios de mails, comentarios con unos o con otros.
En mi caso, además,
saludos a algunos conocidos de la ciudad que han asistido al recital como público y salen
encantados de lo que han visto y han oído.
He salido al patio a
fumar un cigarrillo y he contemplado la hermosura del almendro sobre el que cae
la luz ambarina de una farola dándole una expresividad fascinante, casi surrealista.
Como decía con la sonoridad de su acento mexicano R. que ha acompañado Mª. S. al recital, contemplando la torre circular
del Palacio de las Cadenas que desde aquí se ve, la unión de la naturaleza y de
la historia en un instante. Y al señalarle la cigüeña posada sobre la esquina
del tejadillo de otra torre, la pequeña dicha ha sido total…
La pena es que
algunos debían retornar a sus hogares, que otros necesitaban algún descanso.
Pasa siempre: llega
el final del recital y cierta sensación de melancolía y de bajón se apodera de
las papilas de mi lengua…
Aunque este año, en nuestro
caso, hemos prolongado la jornada.
C, Mª J, Mª S, R y yo hemos ido a tomar algo calentito, mientras llegaba el momento en que Ana llegase desde la Granja, para rematar el día.
C, Mª J, Mª S, R y yo hemos ido a tomar algo calentito, mientras llegaba el momento en que Ana llegase desde la Granja, para rematar el día.
Ciento veintitrés. Cuando las personas quieren, es fácil
llenar el tiempo y sentir que no se pierde, que se invierte en amistad, que se
disfruta de la misma pasión, y además de la amistad. Antes de habernos dado
cuenta, sólo comentar dos o tres poemas, nos ha llevado más de una hora, y R,
con buen criterio, nos señala la dirección de salida y la conveniencia de una
frugal colación, a la que llamaremos cena para entendernos.
De nuevo nos vamos
al Sefardí a tomar una tapa. Otra nueva excusa para seguir con la cháchara,
para comentar, o intentarlo, pues los temas se superponen a la velocidad a la
que desciende el agua por los ríos de montaña, sobre una cuestión u otra, sobre
un amigo, sobre una noticia…
A media noche, con
el sueño y el cansancio de la jornada abrochados a las suelas de los zapatos,
en vez de despedirnos, queremos prolongar más el instante. Bajamos hasta otro
bar, donde una infusión o un helado, según los gustos, rematen, ya sí, el día.
Las despedidas no
son lo más interesante, así que prefiero pensar que no existieron, que han sido
un simple hasta dentro de un ratito, aunque bien sé que los días irán pasando;
pero también sé que antes de darme cuenta, de nuevo estaremos juntos.