Ciento veinticuatro. Ahora resulta lo
de siempre, lo que acostumbra esta nación. La liturgia de la muerte con que se
exalta la figura de un hombre, que ha de pasar a la historia, en realidad ya lo
está… Esa gran persona que ha sido olvidada de todos los medios que hoy suben
sus audiencias gracias a esa muerte, que a nadie podía sorprender.
No estoy diciendo, ni mucho menos, que deba ser de otro modo.
Adolfo Suárez González (tan unido a mi cotidianidad, pues no era extraño oír
cosas de él en casa, ya que con relativa frecuencia, mientras fue Gobernador Civil
de Segovia, bajaba él o su esposa o ambos hasta donde mi padre trabajaba) se lo
merece.
Lo que estoy diciendo es que que este despliegue de
los medios no me parece lógico después de tantas décadas de ostracismo.
Sólo cuando los buitres vieron la proximidad de la carroña viraron
el rumbo, pusieron proa hacia la pieza.
Ciento veinticinco. Pensar en Adolfo Suárez, y convocar
todos los recuerdos de la adolescencia que se dirige, imparable, en pos de la
primera juventud es todo uno.
Aquellos años de nuestros dieciséis, diecisiete, dieciocho…
fueron tan intensos. Crecimos como cosecha prematura.
Cuando aún no sabíamos qué eran los partidos políticos, cuándo aún
soñábamos o presumíamos que todo era posible, cuando uno se afanaba en tantas
cosas, casi todas imposibles por utópicas.
A pesar de estar en desacuerdo en casi todo lo que tenía que ver
con política, era amigo íntimo desde hacía un lustro al menos, del sobrino de
uno de los dirigentes de la UCD, que llegó a ocupar puestos claves, aunque normalmente
un poco alejado del centro más iluminado por el foco de la actualidad, hacía
que viviera con más intensidad aún cada movimiento, cada novedad, cada rumor.
Pero hoy, todo se tiñe del luto retrospectivo. Y no porque
aquellos años sucumbieran, ya que esto era lo normal, incluso lo que parecía
que deseábamos, pues nos dedicamos a quemar la existencia a base de anhelar la
llegada del futuro. Pero con lo que no podíamos soñar entonces, era con su
muerte prematura. La muerte de mi amigo, hoy regresa a mi recuerdo, casi como
un símbolo de la muerte de aquellas ilusiones, de aquellos afanes.
Ciento veintiséis. Llegó anoche M.
tras estos días en que la he echado tanto de menos. ¡Cómo me hubiera gustado
compartir con ella tantos momentos del fin de semana que ya se ha ido! Claro,
que visto desde otra perspectiva, quizá hubiera sido excesivo para ella, que ya
deberá tener bastante con soportar minuto a minuto a un aprendiz de poeta.
Ciento veintisiete. Vuelvo y vuelvo
sobre el poemario de Tomás Rodríguez Reyes. El
umbral de piedra se deslíe poco a poco en mí.
Acudo a sus versos con la certeza de que de ellos mana un agua
clara y fresca. No serán mis versos nunca como los suyos y, sin embargo, intuyo
en ellos esa esencia que necesita cualquier tono, cualquier modo de escribir un
poema.
No sé qué dirán los demás lectores de este poemario, pero
tampoco es tan importante, pues el poema, al final, es del lector y las
conclusiones de cada uno son tan certeras como inapelables. Digo que no sé lo
que verán los demás en El umbral de la
piedra, yo en él encuentro en muchos poemas el fuego de la sangre que no
quema o destruye, sino que caldea y otorga vida, nutre sin desbordarse.
El camino hacia el equilibrio y la armonía, la órfica aspiración
de tantos poetas, de tantos…
Ciento veintiocho. Al fin me pongo a
escuchar, mientras escribo, o mientras escribo, escucho el disco que me trajo
C. desde Francia. À violino solo se titula. Thibault Noally
interpretó —así lo dicen los créditos— durante el mes de junio de 2013 en la
iglesia Sain-Rèmi de Franc-Warèt (Bélgica) piezas de violín solo escritas por
Vilsmayr, Telemann, Bach y Biber, y lo hizo con un instrumento fabricado por
Gennaro Vinaccia, de Nápoles, en 1719. Según leo en el librillo que acompaña al
CD, Noally nació en 1982. A pesar de su juventud, su trabajo ya es dilatado y ha
tocado con numerosas orquestas, o conjuntos más reducidos. En la actualidad, y
desde 2006, es el concertino de Les Musiciens du Louvre-Grenoble.
Supongo que C. pensó que ya era bastante de libros. Quizá temió
no acertar con su elección. Acaso intuyó que la poesía y la música van de la
mano, más de lo que parece y menos de lo que debiera.
Ciento veintinueve. Ser consciente de
las carencias y no hacer nada por subsanarlas es lo mismo que pretender que a
uno le toque la lotería sin jugar ni una sola participación.
Quejarme, pues, de falta de tiempo, y enredarme cada día con más
cosas es justo lo más apropiado para eternizar la lamentación y así tener una
buena excusa con la que defenderme ante mi mismo.
Estúpido engaño. No hay más.
Y el remedio es simple. Por más que sea doloroso, es simple, muy
simple. Su receta es de fácil elaboración: rodearse de silencio, o bucear en
las aguas de la música, tomar los trebejos propios del oficio y usarlos para lo
que les corresponde, no para otras cuestiones. Dejar que cueza a fuego lento, mimar cada gesto sobre el guiso y no perder de vista la olla donde hiervan los ingredientes. Y , sobre todo, no dejar de leer,
leer siempre.
Ciento treinta. Ya está el cartel
de la exposición, también están las invitaciones. Sólo falta el folleto.
Ayer me acerqué hasta la concejalía de Cultura del Ayuntamiento
a recoger la porción que necesita mi hermano para sus envíos.
No conocía los recovecos del edificio de la concejalía. En
realidad sigo sin conocerlos, pues una visita de apenas diez minutos no lo
permite. Pero sí me volvió a admirar lo intrincado de los edificios diseñados y
construidos durante el Renacimiento, o antes.
Uno pasea por las callejuelas de la judería, y las fachadas se
suceden. Casi nada llama la atención, pero si por una razón u otra, se adentra
en su interior descubre espacios casi imposibles, algunos milagrosos.
Aún faltan unos días para que abril se inicie. Pero la llegada
del libro, la recogida de estos carteles, es como el anuncio de sus heraldos.
En abril de 2014 Mariano inaugura otra exposición, y antes de
que concluya, presento un poemario. Y sé que hay dos corazones, además de los
nuestros, que laten satisfechos, contemplando desde la distancia de los años
como los sueños de dos de sus hijos se concretan.
Ciento treinta y
uno.
Acabo de ver unas fotos tomadas en Sevilla. Los amigos se han juntado allí. C y
Mª J visitan a A y a P. Se les ve felices, gozando de la ciudad y del entorno…
Y a pesar de la distancia, en la foto de la plaza del Barrio de
Santa Cruz, se huele el aroma de las primeras naranjas.
Hablar de envidia sería injusto, porque la respuesta es muy
sencilla, pero qué ganas de volar hasta allí de ir y volver unas cuantas veces
al cabo del día.
Ciento treinta y dos. Le rilaban las
lágrimas al borde de los ojos. Como si fueran cristales transparentes, la luz
de los focos instalados en la nave de la catedral se reflejaba en el líquido
que no se atrevía a cruzar el lagrimal, mejilla abajo.
Fue lo más emocionante del concierto. Ya había concluido la
interpretación de las piezas programadas, y en los bises —igual de previstos y
ensayados aunque no estuvieran anunciadas en el folleto que nos entregaron—
llegó la reacción del público, sobre todo con ese himno de santa Bárbara.
Su cabellera blanca, su piel fina y sin arrugas a pesar de los
años presumibles, esas lágrimas que hacían de vigías en sus ojos —más bien
lanzados a los recuerdos de su ayer—, no hacían muy complicado imaginar una
vida relacionada con el arma de Artillería. Había sonrisas tras esa emoción.
Podría pensarse en el recuerdo al padre militar, pero quizá fuera más acertado
hacerlo con el esposo. Al fondo, los uniformes de gala de la banda sinfónica de
la Guardia Real seguían interpretando las notas de la melodía y aquella mujer,
no dejaba de musitar la letra de aquel himno embargada, traspasada, feliz y
melancólica.
Ciento treinta y tres. Este cambio de
hora me produce sensaciones encontradas. Por una parte ansío que las tardes
prolonguen su luz; por otra —además de que no me guste levantarme todavía de
noche—, creo que alejar los ritmos de vida de la cadencia del sol, no ha de ser
muy bueno para la salud, simplemente porque nos distancia de la naturaleza, y
naturaleza somos al cabo.
Sin embargo, el pensamiento que me sorprende tiene que ver con
la conciencia del paso del tiempo. No hace tanto, no encontraba ninguna pega al
llamado horario de verano. Todo eran ventajas.
¿Será que la juventud más que un recuerdo, apenas es un sueño?
Ciento treinta y cuatro. Recorrer una
distancia cada vez en menos tiempo, parece ser el objetivo contemporáneo de la
humanidad.
¿Por qué tanta prisa? ¿Para qué llegar antes? ¿A dónde?
El día en que se logre cruzar la meta antes de haberse dado el
pistoletazo de salida, se habrá logrado el verdadero record.
Un desastre.
Ciento treinta y cinco. Pretendo asumir
con naturalidad los ecos del nuevo libro. Y porque quiero ser natural, me
estremecen y emocionan —¡y de qué manera!—, los sonidos que llegan al principio
de su volar.
Supongo que cuando se escuchen otros tonos más renegridos, más
tétricos, también me emocionaré y me estremecerá, pero serán otras emociones,
distintas a las de hoy, y serán otros, los motivos del estremecimiento.
Igual que un perrillo o una flor. Así es la naturaleza, por
mucho que uno se pretenda estoico, la sangre no es precisamente líquido
impávido.
Así que mejor dejarse mecer ahora por esta alegría intensa que
me ha producido las reseñas de La Esfera y de Alena.