Ciento treinta y seis. A veces las
celebraciones oficiales sirven de algo o para algo. Releo Platero y yo en una vieja y poco cuidada edición de marzo de 1985,
hecha en México, intuyo que para escolares. No sé (o no recuerdo) por qué vías
llegó hasta mí; quizá por ser barata o porque alguien estaba a punto de deshacerse
de ella. Otra vez regresan mis ojos hasta el librillo, pero esta vez quiero que
sea como una lluvia fina que me haga reverdecer.
Cuando escribí Gorrión de invierno, casi por accidente
—por inspiración dirían otros— Platero y
yo se acercó a mí y me sirvió de sutil hilván para coser el amor tranquilo
y convencional, pero sincero y hondo, de Oliver y Aurora, quien aprende a leer
con él, hechizada por la historia, por el modo en que está escrita.
Ahora será
diferente, todos los días un buchito, una dosis medicinal, homeopática, que me
alivie de este tiempo sórdido y triste que vivimos. No es que la lectura de
estos poemas disfrazados de prosa, escondidos tras un relato, vaya a solucionar
nada, lo sé, pero, al menos, uno vuelve a comprobar que la ética y la estética,
en el fondo, son dos caras de la misma moneda.
Porque si es bello
el formato en que se presenta el libro, lo que allí se cuenta habla de un modo
de mirar tan necesario…, tan imprescindible, mejor dicho.
Ciento treinta y siete. Dentro de cada persona suele haber una hondura
de manantial del que apenas nadie sabe nada, salvo los más próximos, quienes
tienen acceso a sus cercanías, al menos a sus riberas.
En demasiadas
ocasiones se juzga muy a la ligera, aupados al pedestal del egocentrismo, como
si la unidad de medida de los otros fuera nuestro prisma. No es lo mismo la
perspectiva que uno usa al mirar al otro —esto es inevitable— que convertir este
punto de vista en el elemento decisivo para comparar y juzgar a los demás.
Suponiendo que la comparación o el juicio sean lícitos, cosa que cada día dudo
más, a pesar de que parezcan inevitables.
Oigo en muchas
ocasiones que la solución a esta injusticia podría comenzar por intentar
subirse a los zapatos del otro, lo que los psicólogos llaman empatizar. Y me
parece verdad, aunque algo le falta.
Quizá debiera
completar esa actitud una mirada diferente sobre uno mismo; una mirada más
alejada, menos complaciente, más crítica. Si conviene acercarse al otro mucho
más para entenderlo mejor, acaso sea menester alejarse de sí, para que una
ramita del árbol no oculte al bosque entero.
En el fondo, se
trataría de usar las mismas técnicas que usa el narrador cuando intenta dar
vida a sus personajes. Tiene que salirse de sí, tiene que meterse dentro del
venero de cada uno de los personajes, y, al mismo tiempo, debe intentar mirarlo
desde fuera, desde cierta distancia.
Ciento treinta y ocho. La presentación del poemario de Felisa
Torrego Sé! editado por Vitrubio me
ha gustado. Ha sido una alegría poder acercarme hasta la Biblioteca.
Cada vez que asisto
a uno de estos actos en este espacio me viene a la cabeza la tarde en que presenté
allí Quizá un martes de otoño. Supongo
que es algo irremediable.
Este es el tercer
poemario de Felisa. Había leído el primero. De momento no puedo opinar sobre éste,
pues apenas lo he hojeado; pero por lo escuchado, creo que va a ser un libro
que dé que pensar, y que obligue a pensar.
Lo curioso —y no es
la primera vez que llego a esta conclusión— es que tengo la sensación de que
desconozco todo cuanto pasa o ha pasado en esta ciudad. Es un pensamiento
melancólico, porque de inmediato intento analizar las causas de todo esto, y
enseguida aterrizo en aquellos años en los que…
Mejor no seguir,
mejor no hacerse mala sangre. Mira adelante, Amando, goza de cuanto el ahora proporciona.
Ciento treinta y nueve. Bajando de la presentación —mientras
hablaba por teléfono con mi padre—, al llegar a las escaleras que dan acceso a
la Alhóndiga, he mirado hacia el edificio. Allí, espléndido, junto a su portón, un magnífico arco de medio punto, luce una reproducción inmensa del cartel de la
exposición de Mariano, ese Adán que
recibe la luz. Acaso ese momento infinitesimal de la historia de la humanidad
en que algo cambió para convertirnos en lo que hoy somos, arcilla iluminada.
Ciento cuarenta. Me he adelantado a propósito. Sé que
dentro de un rato, apenas veinte minutos, quizá menos aún, empezarán a llegar
familiares muy queridos, amigos, conocidos, saludados, y se hará muy difícil
poder contemplar detenidamente los cuadros.
Sé, o supongo, que
vendré muchas tardes, sé, o supongo, que pasaré muchos ratos delante de estas
pinturas, pero me apetecía una visión anticipada, me apetecía colocarme solo
ante su propuesta, sabiendo, además, que me encontraría con novedades, a pesar
de haber visto muchos de los cuadros en el mes de diciembre.
Pero la sorpresa ha
sido aún mayor de la imaginada. Mayúscula podría decirse, sin exagerar.
Llueve desde hace un
par de horas. Es una lluvia tranquila, casi de seda, una de esas tardes
primaverales en que me apetece pasear bajo su caricia líquida que no sólo limpia
el aire, sino también los pensamientos.
Al entrar en la
Alhóndiga —edificio que desde hace siglos pertenece al Ayuntamiento y hoy es sede
del Archivo Municipal y lugar donde habitualmente se celebran exposiciones y
otros actos culturales patrocinados por el Consistorio—, he visto el nuevo
retrato de una de mis hijas; bellísimo. Creo que es el tercero que le hace, y
si les juntara se vería bien la evolución en su joven carácter.
Cuando he pasado
hacia la mayor de las salas, me he encontrado de frente con cuatro enormes
cuadros que representan a los cuatro evangelistas, a cuatro hombres inspirados
por figuras angélicas, femeninas. Sin abandonar la técnica abstracta que se
manifiesta en los ropajes, en los fondos, los cuerpos se hacen más sólidos, más
rotundos, más próximos a lo escultórico. Detrás de mí, de un tamaño similar,
una recreación de Juan de la Cruz… Y en estos cinco cuadros, otra novedad, otro
paso en su pintura: la representación de más de un personaje: dos retratos en
cada cuadro. Un reto diferente, una inquietud distinta, un sendero menos
trillado por su pincel, una vía que indagar: composición, perspectivas,
espacios…
Ocupa toda la pared de
uno de los lados estrechos del rectángulo, su cabecera, como presidiendo el
evento, un tríptico que ya conocía y que mostró por vez primera en Santa María
la Real de Nieva; esa Parusía que invita a la paz, que no amedrenta, que llama
a hacerme luz de la luz. Al lado opuesto, otro cuadro grande, de la Virgen que,
más que transmitir paz, la trasfunde en el venero, no a través de una jeringuilla,
sino filtrándose por nuestras pupilas. Y junto a estos siete cuadros de gran
formato, las series de pequeñas tablas que llenan el resto del espacio: el
colegio apostólico, ángeles, figuras veterotestamentarias, y otros dos cuadritos
con dos personajes, El beso de Judas (inquietante
y brumoso, pintado como con rescoldos de carbón) y La conversión de San Pablo, donde
es tan importante es el caballo como el implacable fariseo perseguidor de la
secta de los cristianos que aún en ese preciso instante desconoce que será el
primer gran anunciador del hombre a quien pretende volver a aniquilar.
En mi mano el
pequeño folleto que cualquier visitante puede llevarse a casa. Es un
cuadernillo con ocho páginas en que aparecen siete reproducciones de otros
tantos de los casi cien cuadros de la exposición, que podrían ser un esquemilla
o una leve aproximación a lo que se podrá contemplar. La octava página, no
tiene ninguna reproducción de imagen, está ocupada por un puñado de palabras
que escribí, y que no sé si estropean la visita al espectador o ayudan a la
contemplación:
Imagina
una sola jornada sin sol, veinticuatro horas sin poder distinguir colores,
sonrisas, lágrimas, apenas volúmenes sombríos. Ahora imagina un día sin noche,
iluminado por esa estrella de quien depende la existencia.
Como
la esencia de la vida del planeta se explica por la íntima fusión de la luz
llegada desde el cosmos con otras sustancias, así nuestra esencia.
El
arte podría definirse como plasmación del hallazgo del artista en su incansable
rastreo. Mariano nos ofrece los resultados de su última exploración: buscar la
explicación de nuestra esencia la luz, la luz de la luz.
En
estos cuadros contemplarás humanos y ángeles. Son como estrellas que nos
acompañan e iluminan para ver los caminos del mundo, regalándonos la esperanza
de que es posible habitar una ciudad sin noche.
Regreso a la sala
central, a la que uno accede al entrar al recinto. Me detengo otra vez en el
nuevo retrato de mi hija. Avanzo. Un enorme retrato de su musa verdadera, esta
vez encarnando una hermosísima sibila, preside
esta sala. A mano izquierda, según se entra, la recreación de Andrés Laguna,
reencarnado en otro amigo, al que tanto debe Segovia desde hace tantos años,
tan amante y conocedor de árboles y plantas como el médico de emperadores y
papas.
Los lemas de los tablas
se tornan líricos. Los cuadros se agrupan por series, pero en cada uno, además
de la habitual potencia de color y formas, de la capacidad de siempre de establecer
con el arcoíris un diálogo repleto de matices e insinuaciones, se añade la
sugerencia que el título propone. Esta conjunción invita o empuja al espectador
a poner en marcha algunas de las potencias que a veces olvidamos utilizar
cuando nos situamos ante una pintura.
Empiezan a llegar
visitantes. Pero creo que no se quedarán a la inauguración. El trío de turistas
que hablan en inglés se detiene con parsimonia ante la mayoría de la obra.
Dialogan animadamente. Él parece explicarles a ellas algún detalle, o acaso —me
figuro— traslada el título a su idioma. Otras personas, por el contrario, pasan
rápido ante la sucesión de imágenes, que no sé si contemplan o simplemente deslizan
ante sus ojos con menos interés que el que pondrían frente a los escaparates, y
continúan su cháchara algo que parece ha revelado alguna televisión respecto
del padre de una famosa.
La sala de la
derecha, llena de pequeños recovecos, con paredes más reducidas, quizá sea algo
menos llamativa: reúne menos tablas y no tiene cuadros de formato grande; pero
para quienes estamos tan pegados a la obra de mi hermano, es fácil comprender
que aquí laten hondas emociones. Por razones puramente sentimentales, esta sala
traspasa mi ánimo. Además parece que algún título tiene que ver con alguno de
mis versos.
Regresan mis
palabras a su tierra, pues fueron sus pinceles el arado, que preparó el terreno
y abonó mi tarea de escribir los andamios de los pájaros.
Ciento cuarenta y uno. Empiezan a llegar personas que no son
visitantes de pocos minutos, sino quienes se sienten convocados a la
inauguración de la exposición. Familiares y amigos que vienen a arropar y a
reconocer —también a reconocerse— la pintura de Mariano.
Según observo por el
número y estado de los paraguas que quedan en la entrada, no llueve
precisamente poco.
Ahora me alegro
mucho más de haber adelantado mi llegada, y no lo digo por el chubasco. Después
de haber satisfecho la necesidad de contemplar la exposición, puedo dedicarme a
saludar a unos, a besar a otros y a otras, a compartir una conversación, un
chascarrillo, una inquietud, una confidencia, al abrazo por el reencuentro que
en más de un caso propicia este instante…
Palpo que el trabajo
de mi hermano —incesante, valiente y original—, llega a unos y a otros. Aunque a
cada uno de forma diferente, a todos alcanza: por la belleza sin otra
consideración, por la armonía de los colores, por el parecido de los rostros
con el natural que, además, bucea con éxito en el corazón del retratado, por la
mezcla de lo abstracto con lo real, por lo desmesurado del trabajo, por la
técnica que los más especialistas descubren en cada trazo, por el tema propuesto
a nuestra consideración…
Ciento cuarenta y dos. Seremos más de doscientas personas en el
momento en que la próxima primera alcaldesa de Segovia nos dirige unas
palabras.
[Acabo de darle la
enhorabuena por anticipado, puesto que hasta mañana no es el pleno municipal en
que se celebra la elección. Desde que Pedro Arahuetes anunció su dimisión y que
ella sería su sustituta en el cargo, no la había visto. Se le nota emocionada e
ilusionada. No hace falta que lo digan sus labios; su mirada y su gesto lo anuncian
a las claras. Está bien que así sea, pues quizá su ilusión y su emoción se
transmitan a su tarea. Al fin esta ciudad tiene una alcaldesa. Alcaldesa y
socialista en una ciudad como Segovia… A veces convendría revisar viejos clichés].
Tras sus palabras,
que demuestran que ha entendido el contenido de la exposición y que glosan la
figura y la obra de Mariano, sin olvidar la que se puede ver por la ciudad, y
tras otras pocas de Mariano, densas y explicativas de su intención, es el
momento de continuar con los abrazos y los saludos, de acercarse a unos para
comprobar el crecimiento imparable de los niños, para recibir una enhorabuena,
para saber de nuevos proyectos y de nuevos logros, para constatar en cada
reacción que el camino que inició mi hermano hace ya unos cuantos años, quizá algo
más de un lustro, avanza firme y poderoso.
Si nuestra
encarnadura de siglo XXI sirve para recrear a Adán, Noé, Moisés, Aarón, Gedeón,
una sibila, un evangelista, un ángel…, se podría aceptar que la esencia humana apenas
ha variado y, por tanto —como demuestran las miradas de los retratos, los
andamios de los pájaros—, su misma naturaleza de entonces habita nuestra
entraña de ahora. Si aquellas personas de hace miles de años vivieron dudas,
certezas, pasiones, odios, alegrías, emociones, anhelos, revelaciones…, podemos
concluir sin margen de error que nuestra vida se nutre de iguales condimentos.
Si un puñado recibió o encontró lo que Mariano llama luz de la luz, entonces su pintura se eleva como un grito de esperanza,
porque viene a proclamar que nosotros, individuos del siglo XXI, también somos
arcilla iluminada, aunque apenas nos demos cuenta.
Ciento cuarenta y tres. Leo en la bitácora de Antonio Gracia sus
reflexiones acerca de la soldada que merece un poeta —un artista en general—,
no por serlo, sino por la tarea. Según él, si el texto —como muchos sostienen y
alguna vez he sostenido también—, es medicamento sanador de dolencias u obsesiones
que impulsan al poeta a escribirlo, entonces los versos mismos son el salario. Añade
que, si acaso, se podría admitir alguna compensación por el tiempo empleado en
su realización. Poco más, quizá nada diferente de la publicación de las
palabras.
Vienen sus
afirmaciones como consecuencia de algunas desmesuras traducidas en (miles de)
euros con que se abonan algunos logros, que en realidad debieron ser sanación
para su autor.
Y no le falta razón;
acaso le sobre. En estos tiempos en que recorremos senderos neblinosos que
bordean precipicios, confundir vivir con dignidad del ejercicio de una tarea,
con otras cosas, tiene muchos peligros y determinadas consecuencias.
Ciento cuarenta y cuatro. Siempre he sido partidario de habitar el
presente, al menos intentarlo. Tan enfermizo me parece aposentarse en el
recuerdo, como proyectarse en cualquier sumando de la cuenta de la lechera.
Sin embargo, tengo
claro que caminar sin saber de dónde se procede, y sin tener conciencia del
último destino, es convertirnos en bestias de carga con orejeras, o sea, el
ideal de los poderosos, que verán como nos enfangamos en absurdas
preocupaciones y vanas competencias, mientras ellos siguen a lo suyo, que
tampoco es que sea trascendental, ni siquiera tan diferente de lo que la
mayoría anhela: atesorar más dinero y, por tanto, más poder.
Al fin y al cabo el
último y definitivo destino, al menos del que tenemos evidencia, se concreta en
unos despojos más o menos presentables tras un puñado de décadas más o menos
numeroso.
Si existe el
demonio, si hay algún tipo de encarnación del mal, sin duda ésta es la más
sutil e inteligente de sus hazañas: convertir en tabú hasta hacernos olvidar de
facto la existencia de la muerte. También la propia. Que es lo mismo que
intentar caminar por el aire.
Ciento cuarenta y cinco. Antes de las sucesivas revoluciones
tecnológicas de las últimas décadas, el control que se ejercía sobre el común
de los mortales, se basaba en el silencio, en la ocultación, en el sigilo. No
sabíamos nada porque nada se decía. Con eso bastaba para mantenernos como
rebaño tranquilo, despreocupado, afanados y afanosos por acrecer nuestro
bienestar material.
Hoy esta táctica no
sólo es peligrosa, sino imposible; o peligrosa por imposible.
Su estrategia, en
consecuencia, ha variado y, al compás de los avances, consiguen el mismo
objetivo de desinformación aplicando el método contrario: saturan nuestras
mentes poco o nada preparadas para tal avalancha de noticias con datos
incompletos, informaciones sesgadas —y muchas veces contradictorias—, rumores
como certezas, ocurrencias como realidades… Al final nada sabemos, ya que nada
podemos saber; sin embargo, como niños incautos, creemos conocerlo todo.
Entre tanto, ellos
siguen a lo suyo, manejan nuestras vidas a su antojo, nos entretienen, nos
adoctrinan, nos manipulan, y transforman la esencia del colligo virgo rosas en infinito afán de competición y desaforada
ambición, en vez del disfrute gozoso de la vida y sus instantes.
Ciento cuarenta y seis. ¿Por qué desde hace unas semanas, la
bandeja que se ocupa con el correo electrónico basura se llena de propuestas
para abrir una franquicia?
A veces hasta tengo
la curiosidad de abrirlos. Por suerte, hasta ahora he vencido esta tentación.
¿Existirá una
franquicia que se dedique a concretar sueños? En su defecto, ¿habrá alguna que,
al menos, convierta en sueños agradables ciertas pesadillas?