Cómplices

Lunes 14 a domingo 20 de abril de 2014. Semana Santa

Ciento cincuenta y ocho. El silencio como destino del poeta, es la constatación de que la poesía quizá no esté en la palabra, salvo la esencial.
Desde esta perspectiva, sólo cabe una alternativa, escarbar en el corazón, como los mineros, acarrear el material que la veta ofrezca y a la luz de la vida, intentar separar el mineral puro de las adherencias incrustadas.
Y el mejor cernedero para separar el posible grano de la abundante paja, sin duda, es el cedazo de los clásicos, precisamente porque son los únicos que nunca mueren.

Ciento cincuenta y nueve. La tarde ha estado bien. Ha acudido bastante público a contemplar la exposición. Algunos conocidos, otros —la mayoría— rostros que hasta ahora no significaban nada en nuestra memoria.
A priori no es difícil distinguir quién llega y de inmediato se ve sorprendido gratamente por la propuesta que las pinturas le realizan. Existe, y lo constato a diario, ese famoso diálogo entre la obra y quien la contempla. En ocasiones es una sola zona del cuadro, en otros casos el gesto del personaje o su actitud, la mayoría de las veces es el conjunto esa mezcla de realismo y abstracto que sirve para viajar de lo concreto a lo inasible o, al revés, del impacto emocional que provocan los colores a lo más concreto o anecdótico a veces de una cara más o menos conocida y en algún momento la lectura del título de la pintura sirve para que el espectador le dé otra vuelta, lo repiense.
Es curioso charlar con unos y otros, descubrir cómo a cada quien le gusta un cuadro diferente. Casi se podría adivinar cómo es su carácter en función de la obra que elijan, o al menos el estado de ánimo en que se encuentran cuando se decantan por uno u otro.
Excepto, lógicamente, en el caso de otros artistas o personas con amplia preparación en la materia. Con ellos se aprende siempre algo nuevo. Tal o cual detalle del color, de la pincelada, del tratamiento de la pintura.
Pero también es muy sencillo saber quién no descubre nada ni se sorprende ni se pregunta. Incluso quien se lleva una decepción con lo que está viendo.
No todo es para todos, y tampoco es necesario —ni bueno— que así sea.

Ciento sesenta. Son buenas las previsiones para la Semana Santa de este año, a diferencia de los anteriores. Por una vez coinciden estos vaticinios con lo que anhelan hosteleros, servicios de promoción turística, cofradías y viajeros. Aunque aparece en la lontananza del sábado y el domingo una nueva borrasca, algunos ya se frotan las manos.
Y no está mal que por fin, cualquiera que lo desee pueda disfrutar de su asueto del modo que quiera, sin tener que estar pendiente de lo que las nubes y los vientos decidan.

Ciento sesenta y uno. Como adivino o augur futbolero no tengo precio; quiero decir que me arruinaría si me dedicara a los pronósticos anticipados.
Hace una semana auguraba una victoria del F. C. Barcelona sobre el Real Madrid en la final de la Copa del Rey; no porque los azulgrana estén jugando bien, sino porque los blancos parecían haber entrado en la estancia del titubeo y la inseguridad. Sin embargo, el equipo merengue ha derrotado con justicia a los culés, que en esta ocasión han sido los dubitativos y los endebles, incluso se podría decir que parecían abúlicos en un par de casos muy concretos.
Aunque alguien piense que me excedo, creo que el resultado ha sido corto, a pesar de que en el tramo final parecía desmoronarse para los intereses del equipo finalmente campeón.
Hoy el relato de fraseo largo y lleno de oraciones subordinadas, elipsis, aclaraciones, hiperbatones e incluso notas a pie de página que suelen construir los barcelonistas ha resultado vacío de contenido, una cháchara hueca, cuya única finalidad parecía la de escribir por escribir, sin decir nada en absoluto. Lo cual lleva siendo así, al menos dos temporadas. Por el contrario los madridistas han hilvanado una especie de libro de relatos cortos, llenos de contundencia y con una economía de medios admirable. Casi, como si hubieran seguido el consejo de Borges, han dictaminado que, en el fondo, un relato es lo mismo que una novela, pero sin toda la morralla que le sobra y no aporta nada.
Sin embargo, para la historia del club y del torneo, también para la justificación de lo injustificable, Gareth Bale será el héroe, quien ha dado el título tras conseguir un gol de esencias épicas, como si el último de los relatos de esta noche hubiera sido un cuento sobre caballeros medievales que se baten en feroz duelo por una dama, y que deciden el resultado del su último asalto en el borde de un precipicio, o sobre las almenas de la torre del homenaje.

Ciento sesenta y dos. Que es primavera nadie lo puede poner en duda, ni siquiera en estas tierras donde la estación nace tarde y muere temprano, a pesar de lo que indique la astronomía.
Esta mañana de Jueves Santo he cazcaleado por la orla de occidente de la ciudad. He decidido aprovechar su presencia inconfundible, ya madura, la caricia de la brisa tan cálida, piel irrigada por llamas de luz. Mis pies no han transitado sus calles, y son mis pupilas las que recorren su perfil torreado, y confirmo otro día más cómo María Zambrano era precisa cuando afirmaba con sus palabras de poeta que esta urbe no espera la llegada de la luz, sino que parece alzarse entera para alcanzarla antes… Sí, es una niña alzada de puntillas para tomar con sus manitas esa gollería que tanto anhela.
Aquí la primavera no es brillante allegro en que cada familia de instrumentos interpreta su melodía feliz haciendo destellar los sonidos más floridos y suntuosos de cada uno de sus miembros. Mucho menos aún es un apasionado maestoso, como sucede en otros lugares donde la variedad de especies vegetales estalla en policromías que dejan escaso el pentagrama del arcoíris. En Castilla, más bien, la primavera es allegro, sí, pero siempre non troppo, ejecutado con precisión por una orquesta no muy numerosa, a veces sólo un conjunto coral: las florecillas que asoman tímidas casi aún escondidas entre la hierba, las hojas de los árboles de un verde como sonriente y luminoso, los lirios vestidos de cuaresma que se miran en el espejo de algún lilo apenas oloroso o en el reverbero de algunas violetas, tan tímidas, tan bien perfumadas…
Como tantas cosas entre nosotros, la primavera no es bullanguera. Su presencia, aunque precisa, es sutil, acaso reflexiva, quizá consciente de que a estas alturas cualquier brisa que entibie o alivie el ambiente caluroso de otras latitudes, se torna gélido frío, guillotina feroz e implacable.

Ciento sesenta y tres. Algunos cuando miran, no es que sólo se sientan atraídos por el territorio sonriente y esplendoroso de la realidad y pretendan ignorar la zona más sombría y siniestra de ella, sino que intentan convencer al resto, incluso a quien se dedica a recrearla, que no existe esa geografía de oscuridad, inquietud, mentira, ofuscación, violencia, miedo, duda, ira, envidia, miseria egoísmo, avaricia, mentira… Cuando la luz hace acto de presencia con su contundencia nítida, a veces implacable, además de enaltecer y hacer más puros los colores y los perfiles de las cosas, acrecienta la intensidad de la sombra, se aminoran hasta casi desaparecer los territorios indefinidos.
En el fondo esta es la gran victoria del mal, haber logrado su invisibilidad, pasar inadvertido. Es como si el cuento del rey desnudo hubiera saltado de los libros a nuestras calles y plazuelas. Pensamos, como los niños, que tapándonos los ojos, los demás no nos ven. Como si alguien aún creyese que sin una ducha, sólo con un perfume intenso, desaparece el mal olor provocado por el sudor de la jornada.

Ciento sesenta y cuatro. Ha sido M. quien a media noche me ha dado la noticia. He llegado más tarde de lo habitual a casa, pues hemos coincidiendo con los pasos que subían hacia la Catedral, y empujado por este absurdo quehacer de reflexionar sobre mis horas en este cuaderno, ni he echado un vistazo a la prensa. La muerte de García Márquez, aunque no es una sorpresa absoluta, al final ha sido inesperada, porque tras su último ingreso hospitalario, aunque se hablaba de una salud delicada, no aparecía en el horizonte inmediato este desenlace.
Hablar aquí de su obra o su persona, cuando tantos otros lo están haciendo con tanta propiedad, sería tan absurdo como pretender que elabore una fórmula matemática. Sin embargo, esto no obsta para que en estas líneas invisibles quede testimonio de agradecimiento, porque quienes dedicamos tantos afanes a la escritura, por más que nuestra tarea sea torpe, aficionada, balbuciente y nuestro estilo no tenga nada que ver con el suyo —mejor que no sea así, pues su seguimiento sería burda imitación, y sería siempre un torpe trampantojo del original—, le debemos muchas cosas al hombre de sonrisa afable. Sobre todas, una: el amor a la lengua, un amor tan alto y tan intenso que le llevó a buscar en ella territorios aún inexplorados, formas de decir y de contar que nos enriquecieran a todos, nuevas perspectivas que permitieran que ese amor no cayera en la rutina, sino que fuera siempre un amor apasionado como en los tiempos intensos del noviazgo.

Ciento sesenta y cinco. Había pensado, como en los últimos años, ahora que empieza la madrugá, conectarme a la Televisión Giralda, que retransmite por Internet las procesiones desde Sevilla. También me había hecho la idea de pasar la primeras horas de la mañana del viernes santo teniendo como fondo musical alguna versión de la Pasión según san Mateo de Bach…
Pero mientras llegaba a casa, no sé si influido por alguna de las procesiones que nos hemos encontrado por el camino, o por la exposición —sobre todo la espléndida y emotiva serie de los apóstoles—, o por algunas de las últimas entradas del blog La columna Toscana de José María Jurado, o por qué, he sentido el impulso irrefrenable de volver a Aquel sábado lluvioso y hacerle una revisión a fondo.
De momento, eso, pero cuando tenga otra vez la historia bien almacenada en la memoria, no sé qué ocurrirá. Así que salvo algo urgente o excesivo cansancio, el diario rebajará su extensión, como mínimo un par de semanas.

Ciento sesenta y seis. Pronto, por desgracia, he de romper la promesa. Hay ciertos acontecimientos que no deben quedar en el olvido.
Gabriel García Márquez ha recibido con los brazos abiertos a un gran ilustrador para su obra. Quizá debiera ocurrir lo contrario y que el Nóbel colombiano escriba algún relato basándose en algunos de sus cuadros, siempre llenos de un lirismo especial, una mirada entre amable y turbadora sobre la realidad más inmediata y cotidiana.
Ha muerto el pintor segoviano Ángel Cristóbal. Su obra nos acompañará —a algunos a diario, cada vez que suba las escaleras, me toparé con su reflexión sobre el humanismo en forma de pintura—, pero a veces, cuando la persona es próxima a uno, esto no es suficiente. Al menos de momento, ahora que todo está tan reciente.
Transcurrirán los días, y a la mayoría se nos pasará, a la misma velocidad, el dolor repentino, la emoción que estamos sintiendo ahora mismo.
Pero para nuestra compañera y sus hijas será una losa de vacío que pesará para siempre, sin remedio. No hay posibilidad de respuesta. Acaso el consuelo sea casi imposible. Que, al menos, la compañía alivie de vez en cuando esa oquedad.
¿Quién dijo que el vacío o la ausencia no ocupan un lugar?
Y a pesar de todo es domingo de Resurrección y la Pascua convoca la luz, también nuestra luz… en mitad de las tinieblas.