Ciento cincuenta y ocho. El silencio como destino del poeta, es la
constatación de que la poesía quizá no esté en la palabra, salvo la esencial.
Desde esta
perspectiva, sólo cabe una alternativa, escarbar en el corazón, como los
mineros, acarrear el material que la veta ofrezca y a la luz de la vida, intentar
separar el mineral puro de las adherencias incrustadas.
Y el mejor cernedero
para separar el posible grano de la abundante paja, sin duda, es el cedazo de
los clásicos, precisamente porque son los únicos que nunca mueren.
Ciento cincuenta y nueve. La tarde ha estado bien. Ha acudido bastante
público a contemplar la exposición. Algunos conocidos, otros —la mayoría—
rostros que hasta ahora no significaban nada en nuestra memoria.
A priori no es
difícil distinguir quién llega y de inmediato se ve sorprendido gratamente por
la propuesta que las pinturas le realizan. Existe, y lo constato a diario, ese
famoso diálogo entre la obra y quien la contempla. En ocasiones es una sola
zona del cuadro, en otros casos el gesto del personaje o su actitud, la mayoría
de las veces es el conjunto esa mezcla de realismo y abstracto que sirve para
viajar de lo concreto a lo inasible o, al revés, del impacto emocional que
provocan los colores a lo más concreto o anecdótico a veces de una cara más o
menos conocida y en algún momento la lectura del título de la pintura sirve
para que el espectador le dé otra vuelta, lo repiense.
Es curioso charlar
con unos y otros, descubrir cómo a cada quien le gusta un cuadro diferente.
Casi se podría adivinar cómo es su carácter en función de la obra que elijan, o
al menos el estado de ánimo en que se encuentran cuando se decantan por uno u
otro.
Excepto,
lógicamente, en el caso de otros artistas o personas con amplia preparación en
la materia. Con ellos se aprende siempre algo nuevo. Tal o cual detalle del
color, de la pincelada, del tratamiento de la pintura.
Pero también es muy
sencillo saber quién no descubre nada ni se sorprende ni se pregunta. Incluso
quien se lleva una decepción con lo que está viendo.
No todo es para
todos, y tampoco es necesario —ni bueno— que así sea.
Ciento sesenta. Son buenas las previsiones para la Semana
Santa de este año, a diferencia de los anteriores. Por una vez coinciden estos
vaticinios con lo que anhelan hosteleros, servicios de promoción turística,
cofradías y viajeros. Aunque aparece en la lontananza del sábado y el domingo
una nueva borrasca, algunos ya se frotan las manos.
Y no está mal que
por fin, cualquiera que lo desee pueda disfrutar de su asueto del modo que
quiera, sin tener que estar pendiente de lo que las nubes y los vientos
decidan.
Ciento sesenta y uno. Como adivino o augur futbolero no tengo
precio; quiero decir que me arruinaría si me dedicara a los pronósticos
anticipados.
Hace una semana
auguraba una victoria del F. C. Barcelona sobre el Real Madrid en la final de
la Copa del Rey; no porque los azulgrana estén jugando bien, sino porque los
blancos parecían haber entrado en la estancia del titubeo y la inseguridad. Sin
embargo, el equipo merengue ha derrotado con justicia a los culés, que en esta
ocasión han sido los dubitativos y los endebles, incluso se podría decir que
parecían abúlicos en un par de casos muy concretos.
Aunque alguien
piense que me excedo, creo que el resultado ha sido corto, a pesar de que en el
tramo final parecía desmoronarse para los intereses del equipo finalmente
campeón.
Hoy el relato de
fraseo largo y lleno de oraciones subordinadas, elipsis, aclaraciones, hiperbatones
e incluso notas a pie de página que suelen construir los barcelonistas ha resultado
vacío de contenido, una cháchara hueca, cuya única finalidad parecía la de
escribir por escribir, sin decir nada en absoluto. Lo cual lleva siendo así, al
menos dos temporadas. Por el contrario los madridistas han hilvanado una
especie de libro de relatos cortos, llenos de contundencia y con una economía
de medios admirable. Casi, como si hubieran seguido el consejo de Borges, han
dictaminado que, en el fondo, un relato es lo mismo que una novela, pero sin toda
la morralla que le sobra y no aporta nada.
Sin embargo, para la
historia del club y del torneo, también para la justificación de lo
injustificable, Gareth Bale será el héroe, quien ha dado el título tras
conseguir un gol de esencias épicas, como si el último de los relatos de esta
noche hubiera sido un cuento sobre caballeros medievales que se baten en feroz
duelo por una dama, y que deciden el resultado del su último asalto en el borde
de un precipicio, o sobre las almenas de la torre del homenaje.
Ciento sesenta y dos. Que es primavera nadie lo puede poner en
duda, ni siquiera en estas tierras donde la estación nace tarde y muere temprano,
a pesar de lo que indique la astronomía.
Esta mañana de
Jueves Santo he cazcaleado por la orla de occidente de la ciudad. He decidido aprovechar
su presencia inconfundible, ya madura, la caricia de la brisa tan cálida, piel
irrigada por llamas de luz. Mis pies no han transitado sus calles, y son mis
pupilas las que recorren su perfil torreado, y confirmo otro día más cómo María
Zambrano era precisa cuando afirmaba con sus palabras de poeta que esta urbe no
espera la llegada de la luz, sino que parece alzarse entera para alcanzarla
antes… Sí, es una niña alzada de puntillas para tomar con sus manitas esa gollería
que tanto anhela.
Aquí la primavera no
es brillante allegro en que cada familia de instrumentos interpreta su melodía
feliz haciendo destellar los sonidos más floridos y suntuosos de cada uno de
sus miembros. Mucho menos aún es un apasionado maestoso, como sucede en otros
lugares donde la variedad de especies vegetales estalla en policromías que
dejan escaso el pentagrama del arcoíris. En Castilla, más bien, la primavera es
allegro, sí, pero siempre non troppo,
ejecutado con precisión por una orquesta no muy numerosa, a veces sólo un
conjunto coral: las florecillas que asoman tímidas casi aún escondidas entre la
hierba, las hojas de los árboles de un verde como sonriente y luminoso, los
lirios vestidos de cuaresma que se miran en el espejo de algún lilo apenas
oloroso o en el reverbero de algunas violetas, tan tímidas, tan bien perfumadas…
Como tantas cosas
entre nosotros, la primavera no es bullanguera. Su presencia, aunque precisa,
es sutil, acaso reflexiva, quizá consciente de que a estas alturas cualquier
brisa que entibie o alivie el ambiente caluroso de otras latitudes, se torna
gélido frío, guillotina feroz e implacable.
Ciento sesenta y tres. Algunos cuando miran, no es que sólo se
sientan atraídos por el territorio sonriente y esplendoroso de la realidad y
pretendan ignorar la zona más sombría y siniestra de ella, sino que intentan
convencer al resto, incluso a quien se dedica a recrearla, que no existe esa
geografía de oscuridad, inquietud, mentira, ofuscación, violencia, miedo, duda,
ira, envidia, miseria egoísmo, avaricia, mentira… Cuando la luz hace acto de
presencia con su contundencia nítida, a veces implacable, además de enaltecer y
hacer más puros los colores y los perfiles de las cosas, acrecienta la
intensidad de la sombra, se aminoran hasta casi desaparecer los territorios indefinidos.
En el fondo esta es
la gran victoria del mal, haber logrado su invisibilidad, pasar inadvertido. Es
como si el cuento del rey desnudo hubiera saltado de los libros a nuestras
calles y plazuelas. Pensamos, como los niños, que tapándonos los ojos, los
demás no nos ven. Como si alguien aún creyese que sin una ducha, sólo con un
perfume intenso, desaparece el mal olor provocado por el sudor de la jornada.
Ciento sesenta y cuatro. Ha sido M. quien a media noche me ha dado
la noticia. He llegado más tarde de lo habitual a casa, pues hemos coincidiendo
con los pasos que subían hacia la Catedral, y empujado por este absurdo
quehacer de reflexionar sobre mis horas en este cuaderno, ni he echado un
vistazo a la prensa. La muerte de García Márquez, aunque no es una sorpresa
absoluta, al final ha sido inesperada, porque tras su último ingreso hospitalario,
aunque se hablaba de una salud delicada, no aparecía en el horizonte inmediato
este desenlace.
Hablar aquí de su
obra o su persona, cuando tantos otros lo están haciendo con tanta propiedad,
sería tan absurdo como pretender que elabore una fórmula matemática. Sin
embargo, esto no obsta para que en estas líneas invisibles quede testimonio de
agradecimiento, porque quienes dedicamos tantos afanes a la escritura, por más
que nuestra tarea sea torpe, aficionada, balbuciente y nuestro estilo no tenga
nada que ver con el suyo —mejor que no sea así, pues su seguimiento sería burda
imitación, y sería siempre un torpe trampantojo del original—, le debemos
muchas cosas al hombre de sonrisa afable. Sobre todas, una: el amor a la
lengua, un amor tan alto y tan intenso que le llevó a buscar en ella
territorios aún inexplorados, formas de decir y de contar que nos enriquecieran
a todos, nuevas perspectivas que permitieran que ese amor no cayera en la
rutina, sino que fuera siempre un amor apasionado como en los tiempos intensos
del noviazgo.
Ciento sesenta y cinco. Había pensado, como en los últimos años,
ahora que empieza la madrugá, conectarme
a la Televisión Giralda, que retransmite por Internet las procesiones desde
Sevilla. También me había hecho la idea de pasar la primeras horas de la mañana
del viernes santo teniendo como fondo musical alguna versión de la Pasión según san Mateo de Bach…
Pero mientras
llegaba a casa, no sé si influido por alguna de las procesiones que nos hemos
encontrado por el camino, o por la exposición —sobre todo la espléndida y
emotiva serie de los apóstoles—, o por algunas de las últimas entradas del blog
La columna Toscana de José María
Jurado, o por qué, he sentido el impulso irrefrenable de volver a Aquel sábado lluvioso y hacerle una
revisión a fondo.
De momento, eso,
pero cuando tenga otra vez la historia bien almacenada en la memoria, no sé qué
ocurrirá. Así que salvo algo urgente o excesivo cansancio, el diario rebajará
su extensión, como mínimo un par de semanas.
Ciento sesenta y seis. Pronto, por desgracia, he de romper la
promesa. Hay ciertos acontecimientos que no deben quedar en el olvido.
Gabriel García Márquez
ha recibido con los brazos abiertos a un gran ilustrador para su obra. Quizá
debiera ocurrir lo contrario y que el Nóbel colombiano escriba algún relato
basándose en algunos de sus cuadros, siempre llenos de un lirismo especial, una
mirada entre amable y turbadora sobre la realidad más inmediata y cotidiana.
Ha muerto el pintor
segoviano Ángel Cristóbal. Su obra nos acompañará —a algunos a diario, cada vez
que suba las escaleras, me toparé con su reflexión sobre el
humanismo en forma de pintura—, pero a veces, cuando la persona es próxima a
uno, esto no es suficiente. Al menos de momento, ahora que todo está tan reciente.
Transcurrirán los días, y a
la mayoría se nos pasará, a la misma velocidad, el dolor repentino, la emoción
que estamos sintiendo ahora mismo.
Pero para nuestra
compañera y sus hijas será una losa de vacío que pesará para siempre, sin
remedio. No hay posibilidad de respuesta. Acaso el consuelo sea casi imposible.
Que, al menos, la compañía alivie de vez en cuando esa oquedad.
¿Quién dijo que el
vacío o la ausencia no ocupan un lugar?
Y a pesar de todo es
domingo de Resurrección y la Pascua convoca la luz, también nuestra luz… en
mitad de las tinieblas.