Cómplices

Lunes 21 a domingo 27 de abril de 2014

Ciento sesenta y siete. El día de chaparradas intensas y tibias, finaliza con la impresión nítida de lo efímero de la existencia, de la brevedad de nuestra presencia terrena que, a pesar de ello, puede dejar una obra que perdure generaciones.
Regresamos empapados a casa del funeral por Ángel.
Bajo el altar han dejado sus hijas la urna con sus cenizas y uno de sus cuadros donde retrata Venecia, quizá su motivo predilecto. Apenas he podido vislumbrarlo entre el gentío que llenaba la nave de la iglesia de El Salvador (la misma en que empezó mi destino por así decir, pues hace casi cincuenta y cuatro años que allí se casaron mis padres). He percibido la atmósfera transparente de sus lienzos, una cúpula, una embarcación, quizá una góndola, aunque no puedo asegurarlo.
Es curioso, pensaba, unidos en apenas centímetros un puñado de cenizas y una obra que perdurará a buen seguro. El retablo de la iglesia tan barroco, tan churrigueresco y, a pesar de ello, tan hermoso, ha servido de marco para toda la ceremonia. No es esta iglesia la que más haya frecuentado. Si intento recordar las veces que he estado aquí, digo tres por decir algo, por no decir una. Es la primera vez que este retablo llama mi atención.
Me desconcierta a mí mismo la satisfacción que me produce contemplarlo tan dorado, tan profusamente adornado, esas columnas que respiran o, al menos, laten, a fuerza de esa torsión casi de reptil erguido; sin embargo, en toda esta profusión y alharaca habita cierta pureza esencial, se intuye una precisión de borde de abismo; quiero decir que el artista que diseñó este retablo sabía hasta dónde tenía que llegar para no resultar insoportable y rozó el límite de esa medida, llenó el vaso hasta el ras sin derramar una gota.
La homilía del sacerdote reclama un hueco entre los predilectos del Señor para quienes han empeñado su existencia (tan corta en la Tierra) en buscar y dar belleza, pues es un modo de mostrar una de las miradas divinas. La homilía del sacerdote reconoce la legitimidad del dolor que parte el alma en dos, citando a san Agustín. La homilía del sacerdote abre un portón a la esperanza, hoy lunes de Pascua cuando la urna con sus cenizas declara lo fugaz de nuestra carne, cuando el cuadro de Venecia proclama la permanencia de la obra.

Ciento sesenta y ocho. Algunas veces debo echar un vistazo al calendario para saber, no el día de la semana o de mes que se transita, sino el año, más aún, la época en que vivimos.
Según me cuentan, algo sucedió en Segovia la noche de Jueves Santo, pocos minutos después de que uno pasara por el mismo lugar tan transitado por personas de todas las edades, perfiles, ideologías y creencias.
Según me cuentan, parece que existe la costumbre de que un puñadito de integristas y provocadores de supuesta tendencia anarquista (algunos los ubican entre los hinchas más radicales de varios clubes de fútbol de aquí y de alguna ciudad próxima), que utilizan la noche de este día para celebrar lo denominan antiprocesión, o algo así.
Según me cuentan, pasean a hombros una imagen de un becerro mofándose (ya quisieran) de las procesiones que estos días recorren tantas calles, tantas plazas, tantos corazones. (Lo más incongruente, pienso mientras me van refiriendo el hecho, es que utilicen como imagen alternativa para su desfile, un becerro, el símbolo del capitalismo más salvaje, intolerante y antihumano que existe; pero, por lo que se ve, algunos caletres no dan para mucho, si es que dan para algo).
Según me cuentan, alguien por puro afán curioso se asomó a la zona por donde transitaban y pretendió sacar una foto del asunto, como tantos hacen con las procesiones.
Según me cuentan, alguien de los fieles seguidores del bóvido, arremetió contra quien tan incauta e inocentemente pensaba que quienes vociferan por la libertad, creen en ella con todas sus consecuencias, propinándole una golpiza no pequeña.
Según me cuentan, la policía no pudo intervenir, para evitar mayores algaradas, además, quien propinó la paliza huyó como una liebre asustada, demostrando así su valentía.
Según me cuentan, porque no sé si creérmelo, estamos en 2014.
Según me cuentan.

Ciento sesenta y nueve. No sé si es el lugar, no sé si es el tema. No sé si es la conjunción de ambos, pero durante estas semanas de exposición, vengo comprobando que en muchas personas se produce el mismo fenómeno. Me refiero a las que gustan de la obra, porque cuando no gusta el tema o el modo de tratarlo, el espectador recorre las salas a buen paso y desaparece pronto, algunos con apenas un vistazo veloz.
La primera mirada suele ser a la sala, a los altísimos techos cubiertos de vigas de madera. Al fin y al cabo la alhóndiga no es más —ni menos— que un antiguo silo, un pósito de grano cereal del siglo XVII donde el Ayuntamiento de la ciudad lo almacenaba para surtir las necesidades de los agricultores, cuando la cosecha fuera escasa o paupérrima. Por tanto su volumen interior es considerable. Los primeros pasos ante los cuadros son dubitativos. Acaso algunas pinturas pasen desapercibidos, porque sorprende el tema o su resolución formal. Pero, poco a poco, el espectador va dejándose interpelar por los cuadros. Su caminar se aquieta, su mirada se afila, sus conversaciones alcanzan el tono susurrante del bisbiseo dentro de una iglesia y el movimiento se detiene del todo ante cada cuadro que empiezan a escudriñar con deleite. En más de un caso he comprobado cómo algún visitante, se da cuenta de que las primeras piezas que cruzaron ante sus retinas, lo hicieron de modo fugaz, y retorna hacia ellas.

Ciento setenta. Me han hecho la primera entrevista con motivo de la presentación del libro. Ha llamado Álvaro desde Onda Cero.
Empieza el carrusel. Pero en esta ocasión se nota la mano de los profesionales. Es la primera vez que ante la presentación en Segovia de uno de mis libros (y éste es el séptimo), no he hecho la convocatoria, sino que se ha encargado el Gabinete de prensa de la Diputación. Y eso se nota; no por la respuesta de los medios —que nunca ha sido mala o escasa—, sino por mi alivio y mi comodidad.
También se nota y, cómo, el cobertor institucional. Esa invitación, ese cartel, ese cariño…

Ciento setenta y uno. Aún no tengo preparado nada concreto para la presentación, salvo una vaga idea del esquema por dónde quiero que vayan mis palabras. Supongo que debo leer algunos poemas, pues la presentación de un libro debería sustentarse sobre su contenido, no sobre lo que se diga sobre él, ni mucho menos sobre su autor.
Pero sigo enganchado a la relectura y revisión —de momento superficial— de Aquel sábado lluvioso. ¿Por qué, para qué?, me pregunto más allá de la media noche, con los ojos ya desarbolados por el sueño.
Entre tanto no preparo nada para la presentación. Tampoco leo lo que debo leer, lo que me he comprometido a leer.
Y para acrecer mi sentimiento de culpa, ayer vi al Atlético de Madrid estrellarse ante un autobús londinense de dos pisos conducido por un portugués de carácter agrio y rostro altivo. Hoy veo al Real Madrid recordar que el partido contra los muniqueses ya lo ha jugado muchas veces en las últimas temporadas, aunque contra otro club, el Barça; y observo con agrado, que han decidido que sólo lo ganarán si se da un paso al frente. Creo que han descubierto que cuentan con una ventaja: la interpretación de los bávaros tiene muchas lagunas, no encarnan con precisión absoluta el papel asignado, les falta el verdadero espíritu que a veces llegó a convertir en hermosa la pasión de este juego.

Ciento setenta y dos. ¿Cómo han pasado los días? ¿Cómo ha llegado esta hora del jueves que está a punto de entregar el relevo al viernes…?
Tanto tiempo esperando la presentación del poemario, y ya es pasado, ya es un recuerdo, aunque aún palpite en mi memoria con la misma intensidad que los pulsos. Debo acudir pronto al correo, a dar cuenta, aunque sea de modo sucinto, a quien sé que tanto lo espera.
Como en otras ocasiones, al recorrer la sala, me sorprendía que, con lo ajetreado y ocupado de nuestros días, haya tantos dispuestos a quemar una hora de su tiempo escuchando opiniones o textos de mis libros
Mientras escuchaba las palabras de Santiago López Navia, daba gracias por la suerte que tengo y que tienen mis libros, con quienes les muestran a la sociedad. Más allá del número de asistentes que conozcan de primera mano la valoración y entresijos del libro, importa su contenido y el modo en que está escrito. Hoy SLN (como antes me sucedió con Fernando Ortiz, Cristina Guerra, José Antonio Gómez Municio, Octavio Cantalejo, Miguel Ángel Guijosa, Luis Javier Moreno, Anabel Consejo, Pilar Aguarón, Guillermo Herrero, Norberto García, Eloy Sánchez Guallart, Annie Altamirano, Carlos Blanco) me ha regalado una hermosa pieza que ha supuesto, sin duda, mucho tiempo para su autor.
También reconocía en mi interior a los medios de comunicación de la ciudad que siempre se han portado muy bien conmigo, y no ha sido menos en esta ocasión: entrevistas en dos emisoras de radio y al menos que, haya visto, tres previos en la prensa digital y dos en la escrita. Además de la entrevista que al parecer publicarán mañana en El Norte de Castilla.
Y reconocía una vez y otra que también he tenido suerte con mis editores, pues en ningún caso me han pedido dinero. Ni ahora Javier Sánchez Menéndez, editor de La Isla de Siltolá, ni hace un año Amelia Díaz Benlliure, editora de Unaria. Quizá de otros no se pueda decir lo mismo sin mentir. Y no digo que tal cosa sea mala o perversa, sino que es una forma de estar y de entender la profesión. Cada uno, después, en sus circunstancias decide cómo actúa.
Recordaba con sonrisas a Isolda y Mª Luisa, mis lectoras experimentales, quienes sugirieron mejoras a los versos y soportaron mi pesadez y mi impaciencia.
Pero sobre todo agradecía una vez y otra, en lo más íntimo, la tarea de Mariano, su denodado esfuerzo y su búsqueda incansable, porque ella fue el detonante de mis versos, porque sin ella no habría escrito el libro y hoy no habría sucedido lo que ha sucedido.
Las palabras de SLN han sido como lluvia nutricia para mi espíritu, como las lluvias de estos días vienen a alimentar los campos donde las espigas crecen y crecen.
Aunque lo tenía decidido, todo esto ha confirmado mi decisión de cerrar el acto con la lectura del último poema del libro, La luz que nuestra sed eterna sacia [Resucitado], porque siento que la esperanza, a pesar de constatar lo efímero de nuestra existencia, es o debe ser el motor de nuestros días, aunque éste sea el último, aunque no quede aliento en la garganta.

Ciento setenta y tres. Uno no quiere pensarlo. Quizá no deba, pero cada mañana, al escuchar las noticias, tengo la impresión de que atruenan con más ímpetu los tambores de guerra al Este de Europa tantas veces regada de sangre, tantas veces abonada de cadáveres.
¿Es que los europeos llevamos injertado en los genes la necesidad de la guerra?
Algunos ni se cortan en acusar de provocar la III Guerra Mundial. Y no entiendo, juro que no lo entiendo, cómo tantos parecen preferir que se produzca a replantearse sus posturas. ‘Vivir, la contraseña’, titulo uno de los poemas de Los andamios de los pájaros. Sin embargo parece que no es así para cualquiera o para todos. Para los poderosos, para quienes cifran su existencia más en banderas y fronteras que en latidos de corazón, no es así. Ellos no pueden afirmar lo mismo que afirmo sobre el personaje de estos versos:
A pesar de su historia, la sonrisa / es el futuro abierto a la esperanza: / vivir, la contraseña. // Burlar al pesimismo, lacayo de la muerte, / huir de la melancolía sin cimiento, / romper al miedo en su cintura estrecha, / demoler la prisión cegada de la culpa, / desbaratar los sueños del horror, / espantar con sonrisas las tormentas, / sabiendo que el destino no es ajeno / a nuestros pasos y deseos, / sabiendo que el dolor no es meta, / sino matiz de la existencia, cara del diamante. // A pesar de esa historia, vivir, la contraseña…
El problema, como siempre, es que la mayoría se verá arrastrada ante el ciclón del horror que se avecina.
Y quiero equivocarme. Sólo deseo equivocarme

Ciento setenta y cuatro. Voy llegando a una conclusión: los escritores de raza, quien ante todo sea escritor, cuando se pone manos a la obra, nunca se plantea a quién está imitando o, siendo más sutiles con el idioma, más académicos en el decir, por quién está siendo influido en ese texto concreto y determinado. Si acaso, y más tarde, a veces se da cuenta, pero la mayoría de las veces son otros los que vienen a revelarle que tal o cual parte es huella evidente de este o aquel escritor.
Otro grupo, por el contrario, es muy consciente de semejante influencia, de ese foco que alumbra el sendero por el que transita en cada caso. Y precisamente por tal clarividencia, su mano comienza a encogerse, comienza a temblar el pulso, comienza la duda a presidir su tarea, mejor dicho, se instala en el cerebro un policía —más suspicaz que las fuerzas del orden que controlan la entrada a EE. UU.— que impide el paso de una idea, un tema, una trama, un modo de decir.
Otros, incluso, supongo que hartos de soportar a ese poli insaciable en la represión, optan por abandonar el quehacer, convencidos de la inutilidad de su propósito, más aún, convencidos de que es mucho mejor disfrutar de la lectura como única tarea relacionada con lo literario.
Y los hay que transitan de uno a otro grupo, casi sin percatarse de semejante metamorfosis… El problema es saber dónde se acierta: disfrutando de la tarea de escribir —la que realmente satisface— o reconociendo que lo que uno escribe ya está dicho antes por muchos otros y mucho mejor dicho que lo que uno puede aspirar a escribir…
Quizá la solución, la única honesta y sensata, sea alimentar el espíritu con la lectura, escribir una vez nutrido y, una vez concluida la tarea que otros decidan el siguiente paso.