Ciento cuarenta y siete. Llevo pensando unos días en otro modo de
manipulación al que nos pretenden someter, al que de hecho ya nos han sometido.
Parece que invertir
el tiempo en no hacer nada, después de haber cubierto con creces la jornada
laboral, es una amenaza gravísima al conjunto del sistema productivo que atenta
contra las bases, no sólo de la economía, sino de la misma existencia humana.
Uno recuerda a duras
penas algunas de las cosas que aprendió desde bien temprana edad. Otras no,
otras siempre están presentes. Entre ellas, cuando empezaban a explicarle las
clasificaciones básicas de los seres que poblamos este planeta, se afirmaba que
los animales (de los que los humanos somos la cúspide evolutiva, según sostenían)
nacen, crecen, se reproducen y mueren. Es decir, la esencia de nuestro existir
no consiste en producir más cosas, sino en reproducirnos, no está en amontonar
más propiedades, sino en crecer. Los otros dos conceptos, o sea nacer y morir,
aunque determinantes, no dependen de uno, sobre todo el primero.
Sin embargo desde
hace décadas nos han imbuido en la conciencia que estar desocupado es aberrante.
A diferencia de otras épocas, cuando ociosidad era sinónimo de elevada alcurnia,
en estos tiempos la mejor demostración de un alto estatus es estar siempre
ocupadísimo, no disponer de tiempo de ocio. El silogismo es, así puestas las
cosas, de sencilla formulación: si ocupación es igual a riqueza, ocio significa
pobreza.
Me niego a subir a
ese carro. Lo más humano es justo lo contrario de la propuesta de los popes de
la economía, porque lo más humano tiene que ver con lo que nos distingue del
resto de las criaturas y tiene que ver con la evolución del cerebro, ay, ese
órgano que impide que seamos esclavos de los más poderosos y los más fuertes,
ese órgano que atesora la capacidad, no sólo para pensar, sino también para
sentir o para contemplar, es decir para detener la marcha y arrojar la mirada
hacia lo más alto o hacia lo más hondo. Trabajar lo necesario para que el
cuerpo cubra sus necesidades, y disponer de tiempo para contemplar, ésa es la
mayor riqueza, como bien sabían y saben los sabios que en el mundo han sido.
Pero es que, además,
la cuestión es tan aberrante —a mi modo de ver— que hasta el arte ha claudicado
a estas teorías economicistas de pura selva capitalista que nos invaden y por
ósmosis entran en nuestro pensamiento. Como si tuviera complejo o necesitara la
absolución, cada vez se oyen más expresiones en que el sustantivo es industria
—o algún otro vocablo cuyo campo semántico sea casi propincuo— y el adjetivo se
corresponde con un supuesto arte o se equipara éste con cualquier otro tipo de
ocio: industria de la música, industria del cine, industria del arte, industria
del ocio, industria editorial, producciones artísticas…
Ciento cuarenta y ocho. A estas alturas de la vida uno ya ha visto
muchos partidos de fútbol, y tiene memoria de otras jornadas aún peores que las
de esta noche, aunque sean recuerdos imprecisos o dubitativos o borrosos, porque,
a pesar de las apariencias, este juego no es el tema que más ocupe mi
existencia, aunque me encante, aunque, de hecho, vea un buen puñado de partidos
al cabo de cada temporada.
A pesar de tan
penoso partido, los madridistas aún podemos respirar, mas con el miedo ya bien
instalado de cara a la próxima semifinal. Aunque la memoria sea flaca, no es
difícil recordar otras noches en Munich o Turín o Milán o París, donde se
fueron al traste ilusiones como las que aún, a pesar del ridículo de Dormund,
se conservan, eso sí muy resquebrajadas. Tanto que más que ilusiones o
esperanzas, lo que queda es la sensación de que ya se está eliminado del
torneo, a pesar de que el Real Madrid siga en liza y deba disputar otros dos
encuentros de la competición. Peor aún: queda el regusto de que, además, a la
semana que viene —cuando se dispute la final de la Copa del Rey— perderemos estrepitosamente,
y que la Liga está práctica-mente imposible.
Sin embargo, hace
apenas tres semanas la sensación era la opuesta. Si un solo partido —la derrota
contra el Barça en el Bernabeú—, consiguió que el equipo y su juego entraran en
barrena; quizá la próxima final de la copa del Rey (contra el Barça de nuevo),
pueda convertirse en el cohete que vuelva a elevar moral y calidad del juego
del equipo.
Y es que, aunque
sean recuerdos imprecisos, dubitativos o borrosos, también quedan en la memoria
noches en Madrid, en París, en Roma, en Manchester, en Glasgow, en que la magia
de este juego nos izó a sus más altas cumbres.
Y al final uno llega
a la conclusión de que este deporte está basado en el éxito de paladeo efímero,
porque las gestas de hoy, son recuerdos infructuosos de ayer… Y lo mismo,
exactamente lo mismo, sucede con las derrotas, incluso aquellas que provocan casi
vergüenza
Ciento cuarenta y nueve. ¿Cuántos de los denominados o
autodenominados artistas seguirían trabajando en su obra, si el verdadero
objetivo de su tarea no fuera ganar (mucho) dinero o (mucha) fama con ella?
No digo que sea
injusto el pago de un salario o estipendio a cambio de la obra, sino que es
engaño, muchas veces autoengaño, edificarla entera teniendo como único objetivo,
como verdadero objetivo, el enriquecimiento; aunque sea un trampantojo hermoso,
es puro decorado de cartón piedra.
Tampoco es lo mismo
(así pues no lo critico), culminar un encargo poniendo el autor o autora lo
mejor de sí para responder a unas pretensiones a cambio de una remuneración. A
veces, sobre todo en determinados ámbitos creativos, es el único modo para que
los artistas puedan avanzar en su infinita tarea de exploración, pues las
inquietudes del mecenas se suelen circunscribir a cuestiones baladíes para
quien ejecuta la obra y, por el contrario, lo que verdaderamente importa a su
artífice le es indiferente a quien financia su ejecución; precisamente en estas
diferencias puede obrarse el milagro de una obra de arte que, al mismo tiempo,
satisfaga a individuos cuya sensibilidad en algunos casos es similar a la de un
mineral y en otros al de una hambrienta hiena.
Aclaro más para que
no se me malinterprete: no estoy diciendo que el planteamiento sea injusto, o
inmoral —a pesar del engaño o el autoengaño— pues la mayoría de las actividades
que realiza cualquier ser humano tienen que ver con la mejora de su situación
económica o su estatus social. Y si esto se entiende como respetable para un
futbolista o un fontanero o un vendedor de coches, ¿por qué no ha de serlo para
quien escribe una novela o compone una banda sonora o erige un monumento
conmemorativo o pinta un mural?
Lo único que
pregunto es cuántos de estos creadores o creadoras seguirían trabajando en su
actividad, si detrás de ella no hubiera (mucho) dinero y (mucha) fama.
Ciento cincuenta. Ha llegado el calor con afanes de
plenitud. Los que vamos atesorando algunos años, sabemos que estas escaramuzas
son, eso, asaltos esporádicos, apenas pequeñas incursiones que nos dejan un
poco sorprendidos, poco más.
Sin embargo uno mira
el calendario y sale a la calle y siente que algo no cuadra, que está
respirando y sintiendo el futuro, algo que sucederá, quizá en dos meses largos.
Ciento cincuenta y uno. Cada tarde que paso con mi hermano en la
exposición, depara algún detalle, algo que llevarse a la memoria. Hoy hemos
conocido a alguien que ha llegado a nosotros porque conoce a otra persona que
bien nos quiere.
Ajeno a otras
cuestiones, quizá a otros recuerdos o experiencias, esta persona viene sin el
precedente que asienta en el juicio el paisanaje (mejor no hablar de prejuicio,
para evitar el eco oscuro que acarrea esta palabra).
No deja de
sorprenderme —y lo digo porque lo llevo sintiendo de este modo desde la
adolescencia— que saberse coterráneo de alguien permita emitir juicios que
trasvasan o mezclan lo personal con la valía de una tarea.
Ya sé que es algo
tan viejo que hasta la Biblia habla del asunto. Pero aún así, a pesar de venir
bien avisado, uno no deja de sorprenderse porque se repita una y otra vez lo
mismo y quede más a las claras aún tras comprobar que la mirada de un foráneo,
por tanto sin ese lastre en su ánimo, es capaz de verse arrebatada sólo por la
obra, sin otra referencia, sin otro elemento que incida en el juicio.
Sin embargo, lo que
ahora de verdad me preocupa de este asunto, es saber cuántas veces en mi vida,
habré sido uno de esos que miraron contaminados a un paisano por serlo,
simplemente por eso.
Ciento cincuenta y dos. Han llegado a casa por correo dos libros
de Javier Sánchez Menéndez. Ahora que está a punto de reeditarse La muerte oculta, ya dispongo de un
ejemplar de la primera edición de 1996. También recibo la versión 2.0 de Una aproximación al desconcierto.
Y aunque uno no sabe
muy bien de tendencias o modas, más aún, aunque no estoy nada seguro de que
existan de verdad salvo para la ínfima corte de los muy especialistas, ajenos
al noventa y nueve por ciento de los posibles lectores, intuyo que JSM siempre
ha sido un verso suelto, siempre ha mirado de soslayo y sin apetencias —con esa
indolencia a la que tanto se refiere— a sus próximos en espacio y tiempo.
Leí el otro día una
entrevista que publicaban en El País al
Nóbel chino Gao Xingjian, el autor de La
montaña del alma. Antes de defender que intelectuales, artistas y medios de
comunicación deben liberarse de los corsés del siglo XX y provocar un nuevo
Renacimiento o una nueva Ilustración, que genere un pensamiento diferente, y no
dejar la solución en políticos y economistas, sostiene:
«(…)la libertad de pensamiento y de reflexión alejada del ruido externo son esenciales para el artista. Solo así puedes realmente llegar a una expresión más profunda y estética».
Creo que pocos como
JSM saben tienen y han tenido siempre conciencia precisa de lo que quiere decir
esta afirmación.
Ciento cincuenta y tres. El espectáculo del partido entre Barça y
Atlético de Madrid ha sido una catarsis, ha tenido muchos ingredientes de
liturgia, de embrujo colectivo.
Tengo la sensación
de que esta noche ha sido de esas pocas noches en que una afición y un equipo
sintonizan de tal modo que anulan las capacidades de un adversario, por muy
elevadas que sean.
Los atléticos se lo
van a creer, se lo están creyendo y son ya un rival temible, casi inexpugnable,
mucho más allá de sus calidades futboleras, mayores en lo táctico y en lo
anímico que en lo técnico, aunque en este campo tampoco anden escasos.
Hay otra lectura
—quizá interesada para los madridistas—, si el partido de anoche de los
merengues fue, al menos en su primera parte, un naufragio o una dimisión colectiva,
el de esta noche de los barcelonistas, aunque con mejores hechuras, no le ha andado
a la zaga.
A veces la falta de
apetito es suficiente para dejar de afanarse por conseguir el alimento. ¿Quién
ha visto cazar a un gato, cuando está ahíto de comida?
Ciento cincuenta y cuatro. Gracias a mi hermano Mariano me ha llegado
el cuestionario que ha de concluir en una base de datos de aquellas personas
que en Segovia nos dedicamos a alguno de los ámbitos de la creación artística. Por
causas inexplicables, probablemente relacionadas con algún problema informático,
no me había llegado razón del asunto.
Me parece una
iniciativa interesante, aunque no por ello cambiarán las cosas. Quiero decir,
que está bien que se tenga tal directorio, pero lo esencial no es figurar en ninguna
base de datos o decir que uno es tal o cual cosa; lo esencial, lo único verdaderamente
imprescindible es arar en el surco cada día: leer, siempre leer y, de vez en
vez, escribir.
Ciento cincuenta y cinco. Llegan a mis oídos y a mis ojos
celebraciones de jóvenes encantados, no por la victoria atlética, sino por la
derrota blaugrana.
Nunca he entendido
así mi afición balompédica. Basar mi alegría o mi euforia en la derrota del
máximo rival —nunca enemigo—, me parece tan absurdo o demencial como disfrutar, no por el paladeo de un buen vino, sino porque otro no lo haga.
Aunque se podría
hacer otra lectura menos negativa, una lectura lúdica: se trata de pasarlo
bien, de disfrutar, de cantar, de bailar, de celebrar, y cualquier excusa es buena.
Si así es, quizá toda la reflexión que sigue es inútil; pero me temo que no, me
temo que no van por ahí los tiros.
Desde hace tiempo
creo que todas estas reacciones, que se repiten con muchísima frecuencia,
varias veces en una misma temporada y con variados protagonistas, se debe a que
hay sobreabundancia de información futbolera, debates
absurdos e interminables. Todo es tan exagerado y desmesurado que se consigue
que del sentimiento de preferencia nazca —como una protuberancia artificial— el
de rivalidad, cuando no el de enemistad. Parece que sólo es posible ser, si lo
eres frente a otro. Parece que no es suficiente serlo por uno mismo. En consecuencia,
cuando uno tiene enemigos o adversarios, siente como heridas sus victorias, es
decir se alegra con sus derrotas.
Quizá por esto es
por lo que me hastía hasta la náusea tanta programación deportiva en radio,
televisión y prensa. Y lo digo, porque cuanto más tiempo se dedica a un asunto,
más acaba uno por obsesionarse con él, hasta el punto de encontrar fobias y
filias cuyas manifestaciones extremas son irracionales en demasiadas ocasiones.
Con ver el partido, me
conformo; si no he podido, intento leer alguna crónica o ver algún resumen,
quizá echar un vistazo superficial a la clasificación. Todo lo demás me parece
irrelevante, quiero decir, tan irrelevante como le parecería a cualquiera que
yo contara a modo de martillo pilón que cada día me levanto a las seis y
veinticinco para ir a una oficina y allí pasar siete horas y media entre
comprobantes, extractos, certificaciones y otros documentos, atendiendo
llamadas telefónicas que tienen que ver con asuntos tan apasionantes como comprobar
que esta factura desglose las unidades de obra ejecutada como marcan leyes y
reglamentos… Fascinador.
Queda demostrado
otra vez que el deporte de masas es el verdadero opio de nuestra civilización.
En Europa, Sudamérica, buena parte de Asia, incluso en muchos países de África,
a pesar de habitar en la miseria, el balompié es su autopista hacia el cielo.
En EEUU sucede con su fútbol extraño e incomprensible, el béisbol, el
baloncesto o el hockey sobre hielo.
Tanta insistencia,
machaconería, sobreabundancia de partidos, de jornadas de liga que se extienden
de viernes a lunes y empalman con las competiciones europeas que van de martes
a jueves, y programas que se dedican a lo previo, al análisis de cada
encuentro, y a todo lo posterior… Todo llega al hartazgo de lo ridículo, no es
más que la confirmación de los síntomas de un drogadicto, que llega a manifestaciones
tan absurdas como las de estos jóvenes eufóricos celebrando, disfrazados de
hinchas atléticos, la derrota culé…
Ciento cincuenta y seis. Nos llega la noticia de su suicidio y nos
quedamos en blanco, sin capacidad de reacción.
Alguien lo había
visto hace un par de días, pero en realidad venía poco por aquí.
Indefectiblemente,
acaso por lo absurdo del tema, pretendemos buscar una explicación a un hecho
así. Pero cómo vamos a conseguirlo, sería como iniciar una exploración hacia la
Atlántida y encima pretender en serio encontrarla.
El ser humano se
aferra a la vida como única misión, por eso cuando alguien rompe este afán,
enmudecemos. Parece algo antinatural, absurdo, ilógico… Necesitamos encontrar
una causa que haga plausible lo inexplicable.
El problema, a mi
modo de ver, empieza cuando tras esa mudez, empiezan las críticas, las condenas
por semejante decisión. Debería ser éste de las maledicencias un territorio prohibido. Por el
contrario, el respeto debería ser la actitud ante una decisión de este
tipo. Nos está vedado ese abismo, y así debe ser siempre.
Ciento cincuenta y siete. Me encantan estos primeros días (en estas
latitudes tan escasos) de sol en plenitud de temperaturas cálidas, de plena
primavera ya, no de su atisbo.
El verde es más
fresco, canta con más esplendor en la luz que se filtra por cada hoja recién
estrenada. Todo suena y huele a nuevo, todo invita a la sonrisa de lo posible.
Parece que hasta los sueños pueden convertirse en realidad, sin apenas
esfuerzo; serán como las hojas de los árboles que han brotado alguna de estas
mañanas, de pronto, como sin querer, como por sorpresa.