Cómplices

Lunes 28 a miércoles 30 de abril de 2014

Ciento setenta y cinco. Quizá el asunto venga motivado por las celebraciones pasadas del día libro, cuya máxima expresión popular sucede en Barcelona, o quizá porque se acercan las ferias del libro, o quizá porque la eclosión de nuevos autores es masiva, o quizá por ninguna de estas circunstancias, el caso, digo, es que se viene planteando en las últimas semanas una especie de debate en Internet sobre el papel que juegan las editoriales respecto de la promoción de sus autores: ¿Se ningunea a los pequeños? ¿Un autor es grande porque se le promociona a diestro y siniestro? ¿Es pequeño o no termina de descollar porque se menosprecia su talento? ¿Si todos los autores tuvieran las mismas oportunidades e igualdad de trato por sus editoriales y por la prensa, todo sería igual, o cambiarían las preferencias de los lectores? ¿Si se ofrecieran a los lectores, escritores diferentes, variarían sus preferencias?
Sin embargo, me parece que, al final o al fondo de toda este muestrario de planteamientos, de lo único que se está hablando es de las ventas de un libro, es decir, de las ganancias que se obtienen tras la publicación de un libro.
En esta discusión me siento incómodo, desasosegado. Quizá mi postura sea placentera, porque no puedo o no me sé ubicar en la perspectiva de quien vive o pretende vivir de su tarea como escritor o escritora. Acaso porque nunca he tenido la valentía para arriesgarme y dejarlo todo por esta pasión…
Convendría recordar o tener presente que los editores contratan libros, quiero decir, pretenden la prosperidad de su negocio y de su vida a través de la publicación de textos que ofrecen a los lectores; es decir, lo que realmente les preocupa es que sus apuestas cuenten con el favor de alguien que los compre. Si además son los lectores, mejor aún; aunque también —y en muchos casos— busquen que la obra que llegue al público sea de calidad, no se puede exigir de ellos la pérdida constante. Sólo en casos muy sonados firman contratos de exclusividad con quien escribe, y tal circunstancia se debe, supongo, a que tal autora o autor le garantizan  un número determinados de ventas.
En todo caso, en mitad de esta especie de debate, o de concierto de arias que se solapan en estos días, echo en falta el primer argumento, el necesario, el factor del que depende todo lo demás. Quizá es porque se dé por supuesto, pero me parece que se olvida, o apenas se tiene en cuenta, que lo primero que debe importar a quien escribe es escribir, labrar el surco que a uno le ha tocado en suerte, y hacerlo del mejor modo posible, más honesto, más sincero.
Contemplar la propia tarea desde el resultado de la cosecha, olvidando el tiempo de siembra, nacimiento, maduración y siega, es pretender que un castillo flote sobre cimientos de niebla.

Ciento setenta y seis. Al repasar lo anterior, me doy cuenta de que hablo en estos términos, cuando me refiero o pienso en la narrativa. Los poetas y sus editores no mantienen este debate. El suyo es otro, aún más primitivo; el de la poesía y las editoriales consiste más bien en responder a la pregunta menos lírica de todas: ¿El autor o autora debe poner dinero para publicar? ¿En caso afirmativo, qué porcentaje? ¿Le compensa al poeta financiar la edición de su obra —normalmente la impresión de la primera y única edición— a cambio de ciertas comodidades y protegido por el paraguas que, en teoría, proporciona un sello editorial?
Hace tres años largos, cuando buscaba editor para Versos como carne, tras la repetida contestación de tres o cuatro supuestos editores, me hice estas y otras preguntas. Mi respuesta es notoria.
Si disponía de la cifra necesaria, si no me quedaba más remedio que invertir dinero en su edición, si eran tantos los deseos —propios y ajenos— por editar, concluí que lo hacía a mi manera, es decir que me autoeditaría. Debo confesar que en la decisión pesó muchísimo que contaba con una enorme diferencia respecto de otros: mi hermano diseñaría y maquetaría el libro. A las supuestas ventajas ofrecidas por el editor (eco, distribución y promoción de la obra), preferí más calidad de edición y un libro más personal. Si me equivoque o no, es y será imposible de saber, pero fue mi decisión y con ella avancé hasta el final, gustoso.
Por eso me considero un privilegiado respecto de mis dos últimos poemarios —Quizá un martes de otoño y Los andamios de los pájaros—, pues para que hayan visto la luz, no he tenido que adelantar ninguna cantidad que luego se podría recuperar —o no— a través de las ventas, sino que he contado con dos editores en el sentido más pleno y honesto del término. Ni Amelia ni Javier me han pedido un céntimo. Menos de escribir los libros, Amelia y Javier se han encargado de todo, hasta de pagar su edición.
Supongo que quien solicita al autor una determinada suma de dinero —que suele coincidir más o menos aproximadamente con el importe de la factura de la imprenta—, no se siente en absoluto culpable. Su empresa presta una serie de servicios al autor —al menos sobre el papel— que habitualmente quedan a trasmano de los poetas: imprentas, maquetación, tareas burocráticas y administrativas, logística para la distribución, supuesta promoción de la obra, formar parte de un catálogo más amplio… Sin embargo debería buscarse otro nombre a su modo de estar y hacer dentro del ámbito de la edición. quizá ‘coeditor’.
En teoría al menos, ellos se ocupan de una parte de la tarea del editor que genera un gasto de energía muy elevado; pero no se ocupan de toda la tarea o, mejor dicho, no se fían del todo del libro.

Ciento setenta y siete. Y de pronto, mientras me asomo a la puerta de la sala de exposiciones, mis ojos contemplan la llegada de los primeros vencejos a la ciudad.
Este año estoy seguro de que he sido consciente de este instante. Ayer por la tarde seguro que no estaban. Hoy su palabrería de cristal y su vuelo de veloz charol son finas trenzas que edifican tirabuzones para festonear el cielo de la tarde.
Este año estoy seguro de que el día treinta de abril los vencejos han llegado a Segovia.
Bienvenidos.

Ciento setenta y ocho. Tras los encuentros de ayer y hoy, ya se puede afirmar que la final de la edición de 2014 de la Champions League será de dos equipos de la liga española. Por una vez, mis juicios futboleros han tenido su continuidad una semana más tarde.
Decía la semana pasada que la versión alemana del fútbol practicado por el Barça era más endeble, mucho más endeble, que la original, por una sola razón: no dispone de intérpretes con calidad suficiente para ejecutar la pieza en los papeles esenciales. El rigor y exigencias del papel les sobrepasa. Hasta el entrenador, Guardiola, lo ha reconocido. Y mucho más, si se topan con un equipo que juega con la determinación y la fe con que lo hizo el Real Madrid. Ahora, por fin, al final de la temporada los madridistas se han dado cuenta de que el fútbol es más eficaz y hermoso cuando se juega en equipo, cuando el equipo es más importante que sus individualidades.
Hoy he contemplado, cómo la casta no exenta de calidad —a veces incluso sutil— del Atlético de Madrid, a pesar del susto del primer tiempo, ha podido desmontar, casi pieza a pieza, la solidez impenetrable del autobús londinense conducido por chófer portugués. Quizá es que él mismo se dio cuenta de que con tal planteamiento de frontón, no podría ganar. Y en esta competición se trata de ganar, no de no perder. A veces los matices, por leves que parezcan, son trascendentales.