Ciento setenta y nueve. Por suerte para mí, un festivo como hoy me
aleja de la lectura de la prensa, lo que me evita el primer furor de los
desaforamientos, esa erupción volcánica de las pasiones que convierten
el gusto por un juego, la diversión más o menos intensa durante la visión de un
partido de fútbol, en un desbordamiento de pasiones viscerales sin proporción o
medida.
Debe ser difícil,
quizá no interese (a las pruebas me remito), encontrar un punto de racionalidad,
una aproximación al equilibrio, una mirada tranquila que evite la deformación.
Hoy, quienes gustamos
del fútbol en España, estamos de enhorabuena, porque dos de los equipos de
nuestra liga doméstica han llegado al partido cumbre de la competición europea.
Si añadimos a quien esta noche quede de la Europa
League —Sevilla o Valencia—, tres de los cuatro finalistas continentales
serán clubes de la liga española.
Sin embargo, quienes
gustamos del fútbol en España, pero no nos va la vida, ni siquiera un porción
importante de ella en este deporte, sufriremos las tres semanas que aún faltan
con informaciones, comentarios, opiniones que ocuparán más espacio del
deseable.
Como casi siempre
sucede, el exceso de algo acaba por provocar su rechazo por indigestión…
Suponiendo que no concluya en una alergia incurable. Y todo esto, además, con
el deseo de que tanta exacerbación de las pasiones no concluya en alguna
desgracia que traspase la frontera de la información deportiva y acabe anidando
en la de sucesos.
Ciento ochenta. Leo en la prensa local que a esta edición
del Premio Internacional de Poesía Gil de
Biedma concurren 1.003 poemarios. Si el número de participantes descubre hasta
qué punto la ilusión de una autora o autor con su obra es invencible, también
indica la consolidación y prestigio del certamen, pero, a mi modo de ver, sobre
todo subraya que, a pesar de los pesares, no son tan malos tiempos para la lírica.
Según leí el domingo
27 de abril en La Esfera Cultural, el
informe sobre la situación de la lectura y del libro señala, entre otras
muchísimas cuestiones, y no todas ellas halagüeñas, que el género literario que
más ha crecido ha sido el de la edición de libros de poesía, con un incremento
superior al veintiséis por ciento. Tal afirmación tiene como fuente la Secretaría de Estado de Cultura del Ministerio de Educación,
Cultura y Deporte en la publicación de abril pasado El sector del libro en España.
Una de las preguntas
de la entrevista que me hicieron cuando presenté Los andamios de los pájaros y que salió en los papeles, me pedía
una respuesta sobre el estado actual de la poesía. Dije —fue titular, y lo
sostengo— que en épocas de crisis, en épocas de dificultades se vuelve a ella.
Desconocía estas informaciones que hoy ya tengo. La intuición —por una vez—
coincide con datos objetivos: un informe oficial, el número de participantes de
un concurso con cierto prestigio.
No hay duda de que
ante esta ebullición es complicado o arduo separar el grano de la paja, incluso
se hace casi inextricable saber si hay algo de grano o se trata de una cosecha
huera. Probablemente entre tanto libro editado o tanto poemario que aspira a
salir del cajón donde la poeta o el poeta lo tiene guardado, haya muchos textos
de ínfima calidad, que sólo se puedan calificar como poesía por la disposición
tipográfica de las palabras, ese aspecto estrecho e inacabado de los renglones
que ocupan la página. Pero a pesar de estos inconvenientes, desde mi adolescencia
creo con firmeza que la calidad crece cuando hay más cantidad. Las cimas de las
pirámides más altas y perdurables son las que se alzan sobre las bases más
anchas y sólidas.
Siempre he sentido
que el arte, también la literatura, la poesía también, trasciende a cada autor.
Aunque en tantas ocasiones el poeta piense que la poesía es herramienta o
vehículo o cauce por donde transita y se expresa, más bien es al contrario, los
poetas —más allá de la calidad o torpeza de cada uno— somos los instrumentos
los que se sirve la poesía para atravesar la historia de la humanidad, es
decir, para acompañar cada latido de la especie. A veces no somos
conscientes del aire que respiramos o de la luz que nos alumbra, pero respiramos
porque el aire existe y es la luz quien permite que mirar desemboque en ver;
así sucede con la poesía, es ella la que acepta ser acariciada —a veces
manoseada— por nuestra sensibilidad.
Somos, soy, un
anillo en una cadena cuyo eslabón inicial ocupó el pecho del primer ser humano
y quizá no fue visible hasta miles de años después, y cuya pieza postrer
habitará en la sensibilidad del último de nuestra especie. Por eso, cuantos más
formemos este collar infinito, más posibilidades habrá de que alguna de sus perlas
sea de calidad insuperable.
Lo malo para esta
generación, como siempre sucede con el presente, es que tiene casi imposible
distinguir voz de eco, joya de oropel, calidad de éxito; me refiero a cualquier
presente, el que ya es pasado y este nuestro y, por supuesto, el que aún es
futuro. Sólo el tiempo decanta y permite que lo auténtico (voz, joya, calidad) permanezca
sin degradarse; es decir, sólo el futuro sabrá de lo mejor de nuestro hoy (para
su suerte se ahorrará ecos, oropeles y éxitos)…, pero, ay, esta generación será
ya pasado, será la enamorada ceniza que cantó Quevedo.
Ciento ochenta y uno. Paseo por las salas de la exposición.
Faltan cuatro días para que los cuadros vuelvan al estudio de mi hermano o a
nuestras casas, donde alguno tenemos la suerte de contemplar a diario apenas un
hilván de su arte.
Un breve concierto
de canto gregoriano (siete canciones componen el programa) se expande y
envuelve los colores, las formas, los rostros, los gestos de las pinturas de
Mariano. Más de doscientas personas contemplamos mientras escuchamos, o
escuchamos mientras contemplamos. El coro no interpreta desde un solo lugar,
primero en la sala central, luego en torno al cuadro titulado María, a continuación cerca del inmenso
tríptico La luz de Jesús, por último
en mitad de la sala principal. Su canto, sin embargo, se escucha bien desde
cualquier lugar. Me muevo, escucho, observo, contemplo…
Todo (cuadros,
música, corazón) camina o avanza o fluye hacia cierta unidad, hacia cierto
equilibrio, hacia cierto destino de simbiosis o abrazo en pos de la luz, la
misericordia, el perdón, la exaltación del hombre, tan poco inferior a los
ángeles. Todo (melodías, colores, pulsiones) huye del dolor, de la muerte, de
la miseria moral, de la banalidad, de lo accesorio, de lo pasajero, de lo efímero…
Ciento ochenta y dos. ¿Qué suerte de inconsciencia o de falta de
autocrítica o de vanagloria o de afán de compartir empuja a alguien que escribe
a enviar a un concurso según qué cosas?
A pesar de esa
escasa calidad uno descubre que el dolor atenaza al mundo, que la esperanza es
un deseo que ni siquiera se baraja como posibilidad lejana o como tesoro
escondido.
Hay mucho
sufrimiento. Mucho más del que se pueda presumir o del que se pueda ser
consciente a diario, obligado por la cotidianidad de las cosas y deberes que a
uno le ocupan sus jornadas. Locura, esclavitud, soledad, complejos,
prostitución, soledad, violencia, incomprensión, desamor, soledad… Soledad,
tanta soledad.
Dijo alguien en La Esfera Cultural que la parte más positiva
de un concurso literario es cuando un autor, con la excusa del certamen, ha
escrito otra obra. Estoy de acuerdo.
Añado: la parte más
positiva de un concurso, desde la perspectiva saturada y tan comprometedora del
jurado, es que uno recibe maravillosas lecciones acerca de la verdadera materia
de la literatura: la humanidad. Quizá, en muchos casos, su valor literario no
sea el más aconsejable, pero sí es grande su ponderación en cuanto que parte de
la enciclopedia del desgarro, el éxodo, el zarandeo y el abismo que habita esta
generación.
Ciento ochenta y tres. Uno hace lo que puede, exprime el zumo de
su esencia hasta donde es capaz, hasta ese punto en que acaba exhausto.
Uno, con ese jugo
escanciado en delicados recipientes, decide repartirlo con quien lo desee
saborear. A partir de ese momento, ya no es cuenta del escanciador ni de la
copa que la bebida quede intacta. Quizá, en algún caso, se pueda insistir con
alguien, aunque se corre el riesgo de una respuesta, sino desairada, al menos
dolorosa o incomprensible.
Si uno hace lo que
puede, y lo que puede lo hace del modo que mejor sabe, y si el resultado de esa
tarea no queda oculto en una cueva inaccesible ni se esconde, entonces todo lo
que después suceda —o cuanto no suceda—, ya no corresponde a nuestros dominio o
voluntad, sino a la libertad de otras miradas y otros corazones que quizá no
vean como nosotros vemos ni escuchen lo que nosotros oímos ni sientan como
sentimos. Pudiera ser que incluso, algunos, mirando no vean, oyendo no escuchen
o queriendo no puedan.
Y si todo es así,
por qué entonces esa sensación pegajosa y acuciante y umbrosa de que hemos
descuidado la tarea, de que quizá se debería o se podría haber hecho algo más.