Cómplices

Jueves 1 a domingo 4 de mayo de 2014

Ciento setenta y nueve. Por suerte para mí, un festivo como hoy me aleja de la lectura de la prensa, lo que me evita el primer furor de los desaforamientos, esa erupción volcánica de las pasiones que convierten el gusto por un juego, la diversión más o menos intensa durante la visión de un partido de fútbol, en un desbordamiento de pasiones viscerales sin proporción o medida.
Debe ser difícil, quizá no interese (a las pruebas me remito), encontrar un punto de racionalidad, una aproximación al equilibrio, una mirada tranquila que evite la deformación.
Hoy, quienes gustamos del fútbol en España, estamos de enhorabuena, porque dos de los equipos de nuestra liga doméstica han llegado al partido cumbre de la competición europea. Si añadimos a quien esta noche quede de la Europa League —Sevilla o Valencia—, tres de los cuatro finalistas continentales serán clubes de la liga española.
Sin embargo, quienes gustamos del fútbol en España, pero no nos va la vida, ni siquiera un porción importante de ella en este deporte, sufriremos las tres semanas que aún faltan con informaciones, comentarios, opiniones que ocuparán más espacio del deseable.
Como casi siempre sucede, el exceso de algo acaba por provocar su rechazo por indigestión… Suponiendo que no concluya en una alergia incurable. Y todo esto, además, con el deseo de que tanta exacerbación de las pasiones no concluya en alguna desgracia que traspase la frontera de la información deportiva y acabe anidando en la de sucesos.

Ciento ochenta. Leo en la prensa local que a esta edición del Premio Internacional de Poesía Gil de Biedma concurren 1.003 poemarios. Si el número de participantes descubre hasta qué punto la ilusión de una autora o autor con su obra es invencible, también indica la consolidación y prestigio del certamen, pero, a mi modo de ver, sobre todo subraya que, a pesar de los pesares, no son tan malos tiempos para la lírica.
Según leí el domingo 27 de abril en La Esfera Cultural, el informe sobre la situación de la lectura y del libro señala, entre otras muchísimas cuestiones, y no todas ellas halagüeñas, que el género literario que más ha crecido ha sido el de la edición de libros de poesía, con un incremento superior al veintiséis por ciento. Tal afirmación tiene como fuente la Secretaría de Estado de Cultura del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte en la publicación de abril pasado El sector del libro en España.
Una de las preguntas de la entrevista que me hicieron cuando presenté Los andamios de los pájaros y que salió en los papeles, me pedía una respuesta sobre el estado actual de la poesía. Dije —fue titular, y lo sostengo— que en épocas de crisis, en épocas de dificultades se vuelve a ella. Desconocía estas informaciones que hoy ya tengo. La intuición —por una vez— coincide con datos objetivos: un informe oficial, el número de participantes de un concurso con cierto prestigio.
No hay duda de que ante esta ebullición es complicado o arduo separar el grano de la paja, incluso se hace casi inextricable saber si hay algo de grano o se trata de una cosecha huera. Probablemente entre tanto libro editado o tanto poemario que aspira a salir del cajón donde la poeta o el poeta lo tiene guardado, haya muchos textos de ínfima calidad, que sólo se puedan calificar como poesía por la disposición tipográfica de las palabras, ese aspecto estrecho e inacabado de los renglones que ocupan la página. Pero a pesar de estos inconvenientes, desde mi adolescencia creo con firmeza que la calidad crece cuando hay más cantidad. Las cimas de las pirámides más altas y perdurables son las que se alzan sobre las bases más anchas y sólidas.
Siempre he sentido que el arte, también la literatura, la poesía también, trasciende a cada autor. Aunque en tantas ocasiones el poeta piense que la poesía es herramienta o vehículo o cauce por donde transita y se expresa, más bien es al contrario, los poetas —más allá de la calidad o torpeza de cada uno— somos los instrumentos los que se sirve la poesía para atravesar la historia de la humanidad, es decir, para acompañar cada latido de la especie. A veces no somos conscientes del aire que respiramos o de la luz que nos alumbra, pero respiramos porque el aire existe y es la luz quien permite que mirar desemboque en ver; así sucede con la poesía, es ella la que acepta ser acariciada —a veces manoseada— por nuestra sensibilidad.
Somos, soy, un anillo en una cadena cuyo eslabón inicial ocupó el pecho del primer ser humano y quizá no fue visible hasta miles de años después, y cuya pieza postrer habitará en la sensibilidad del último de nuestra especie. Por eso, cuantos más formemos este collar infinito, más posibilidades habrá de que alguna de sus perlas sea de calidad insuperable.
Lo malo para esta generación, como siempre sucede con el presente, es que tiene casi imposible distinguir voz de eco, joya de oropel, calidad de éxito; me refiero a cualquier presente, el que ya es pasado y este nuestro y, por supuesto, el que aún es futuro. Sólo el tiempo decanta y permite que lo auténtico (voz, joya, calidad) permanezca sin degradarse; es decir, sólo el futuro sabrá de lo mejor de nuestro hoy (para su suerte se ahorrará ecos, oropeles y éxitos)…, pero, ay, esta generación será ya pasado, será la enamorada ceniza que cantó Quevedo.

Ciento ochenta y uno. Paseo por las salas de la exposición. Faltan cuatro días para que los cuadros vuelvan al estudio de mi hermano o a nuestras casas, donde alguno tenemos la suerte de contemplar a diario apenas un hilván de su arte.
Un breve concierto de canto gregoriano (siete canciones componen el programa) se expande y envuelve los colores, las formas, los rostros, los gestos de las pinturas de Mariano. Más de doscientas personas contemplamos mientras escuchamos, o escuchamos mientras contemplamos. El coro no interpreta desde un solo lugar, primero en la sala central, luego en torno al cuadro titulado María, a continuación cerca del inmenso tríptico La luz de Jesús, por último en mitad de la sala principal. Su canto, sin embargo, se escucha bien desde cualquier lugar. Me muevo, escucho, observo, contemplo…
Todo (cuadros, música, corazón) camina o avanza o fluye hacia cierta unidad, hacia cierto equilibrio, hacia cierto destino de simbiosis o abrazo en pos de la luz, la misericordia, el perdón, la exaltación del hombre, tan poco inferior a los ángeles. Todo (melodías, colores, pulsiones) huye del dolor, de la muerte, de la miseria moral, de la banalidad, de lo accesorio, de lo pasajero, de lo efímero…

Ciento ochenta y dos. ¿Qué suerte de inconsciencia o de falta de autocrítica o de vanagloria o de afán de compartir empuja a alguien que escribe a enviar a un concurso según qué cosas?
A pesar de esa escasa calidad uno descubre que el dolor atenaza al mundo, que la esperanza es un deseo que ni siquiera se baraja como posibilidad lejana o como tesoro escondido.
Hay mucho sufrimiento. Mucho más del que se pueda presumir o del que se pueda ser consciente a diario, obligado por la cotidianidad de las cosas y deberes que a uno le ocupan sus jornadas. Locura, esclavitud, soledad, complejos, prostitución, soledad, violencia, incomprensión, desamor, soledad… Soledad, tanta soledad.
Dijo alguien en La Esfera Cultural que la parte más positiva de un concurso literario es cuando un autor, con la excusa del certamen, ha escrito otra obra. Estoy de acuerdo.
Añado: la parte más positiva de un concurso, desde la perspectiva saturada y tan comprometedora del jurado, es que uno recibe maravillosas lecciones acerca de la verdadera materia de la literatura: la humanidad. Quizá, en muchos casos, su valor literario no sea el más aconsejable, pero sí es grande su ponderación en cuanto que parte de la enciclopedia del desgarro, el éxodo, el zarandeo y el abismo que habita esta generación.

Ciento ochenta y tres. Uno hace lo que puede, exprime el zumo de su esencia hasta donde es capaz, hasta ese punto en que acaba exhausto.
Uno, con ese jugo escanciado en delicados recipientes, decide repartirlo con quien lo desee saborear. A partir de ese momento, ya no es cuenta del escanciador ni de la copa que la bebida quede intacta. Quizá, en algún caso, se pueda insistir con alguien, aunque se corre el riesgo de una respuesta, sino desairada, al menos dolorosa o incomprensible.
Si uno hace lo que puede, y lo que puede lo hace del modo que mejor sabe, y si el resultado de esa tarea no queda oculto en una cueva inaccesible ni se esconde, entonces todo lo que después suceda —o cuanto no suceda—, ya no corresponde a nuestros dominio o voluntad, sino a la libertad de otras miradas y otros corazones que quizá no vean como nosotros vemos ni escuchen lo que nosotros oímos ni sientan como sentimos. Pudiera ser que incluso, algunos, mirando no vean, oyendo no escuchen o queriendo no puedan.
Y si todo es así, por qué entonces esa sensación pegajosa y acuciante y umbrosa de que hemos descuidado la tarea, de que quizá se debería o se podría haber hecho algo más.