Ciento ochenta y cuatro. Silencio en el arado del poeta.
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No toda labor es
efímera, ni todo viaje, turismo.
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El corazón es el
surco inabarcable donde labra el poeta.
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Se distingue al
viajero del turista en la diferente velocidad de su mirada y en la distinta
hondura de sus pasos.
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Los versos son
espigas que granan mientras el poeta duerme.
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El turista almacena
kilómetros, prisas e instantáneas, el viajero atesora senderos, miradas y
paisajes.
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Dolor, sufrimiento,
soledad, belleza, amor, ternura, sexo, espíritu, tiempo, muerte, tristeza,
alegría, infierno, miedo, Dios —cualquiera que sea su nombre—, sangre, purgatorio,
lágrimas, piel, alma… en cualquier paisaje el poeta puede arar, sembrar y
recoger.
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Viajar y hacer
turismo se parecen como escribir literatura y publicar libros.
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La enseñanza se
esfuerza para que el alumno almacene informaciones y datos. ¿Por qué no educa el
manejo de la razón, el sentimiento y la sensibilidad?
Ciento ochenta y cinco. A primera hora de la mañana —apenas una caricia
de sol se desliza sobre el vientre del horizonte—, en la curva de la calle,
sobre el pretil de la rampa que accede al palacio, parece dormir el cadáver de
una cigüeña. El ala derecha, semiabierta, grita gotas de sangre en su parte
superior.
Silencio.
Muchas veces me he
preguntado dónde entierran las aves a sus muertos. Sigo sin saberlo. Pero cada
vez que veo uno de sus cuerpos sin vida, me sorprendo y me inquieto. Quizá sea
más frecuente toparse con el resultado de un descuido en forma de paloma
embestida por un coche o como polluelo precipitado desde el nido, o una
golondrina que midió mal la distancia contra un muro…, pero una cigüeña adulta
y poderosa.
Si no me falla la
vista y el recuerdo, por la zona hay varios nidos. Podría sospechar que al acercarse
al suyo, se ha golpeado con algo en el ala, lo que le ha inutilizado y paralizado
impidiéndole continuar el vuelo y le ha arrojado contra el suelo, de pronto
vulnerable, de pronto sin recursos o defensas.
Poco importa, sin
embargo, la razón por la que su corpachón yace sobre la piedra, más bien es su
presencia nítida —blanco silencio salpicado por un pétalo de amapola— el
mensaje.
Ciento ochenta y seis. Es necesario ser valiente para mostrar las
propias limitaciones.
Salvo en los casos
de mendicidad —cada vez hay de más clases y es mayor la potencia de los altavoces
que las difunden—, este mundo está acostumbrado a contemplar las excelencias,
los méritos, las cualidades de quienes abandonan el anonimato de su existencia
cotidiana. Así pues, que el protagonista abra una ventana para que cualquiera
se asome a su debilidad, a su carencia, a su estigma supone un acto de
gallardía poco frecuente, y mucho más si autorretrata una patología de la mente
que puede llegar a provocar ingresos en hospitales o unidades psiquiátricas.
No he avanzado mucho
aún en la lectura de Miedo de ser dos de
Rafael Narbona, y por tanto es absurdo opinar sobre el libro, pero ya desde el
inicio el estremecimiento se hace compañero inseparable del lector.
En muchas ocasiones
pienso que la tarea de los intelectuales tiene más que ver con organizar un
discurso coherente que explique y dé luz al mundo que se habita, que a otras
veleidades o arcanos tan alejados del mundo que importa a los seres humanos.
Quizá algo así haya
pasado por la mente de RN al plantearse la escritura de este libro. Más allá de
la peripecia vital que en él se narre —por lo que se dice, casi todo es
autobiográfico—, el texto servirá para hacer más comprensible el trastorno
bipolar, una dolencia tan extendida —mucho más de lo que parece— y, sin
embargo, tan escondida. Sólo desde el conocimiento se puede llegar a la comprensión,
sólo desde la comprensión al respeto, sólo desde el respeto al cariño.
Durante aquellos
años de mi vida, cuando mis días transcurrían entre el laboreo oficinesco y un
pabellón de enfermos mentales, conocí a dos personas que padecían este
trastorno.
Más allá de las
manifestaciones concretas de sus síntomas, se prendía a mi atención el modo tan
lúcido en que sufrían cuando su mente no era acometida por la fase maníaca o por
la depresiva; pero quizá me fijé más aún en el desvalimiento que mostraban, esa
conciencia clara de que si no había alguien a su lado eran seres más indefensos
que un cachorrillo a la intemperie.
Uno, que reza porque
su cerebro no deje de segregar o no produzca en exceso las sustancias que
precisa para un funcionamiento normal, se siente cercano a esta dolencia. Quizá
por ser de un humor ciclotímico —a pesar de los esfuerzos para que no trascienda,
siempre se nota mi melancolía o mi euforia—, puedo intuir con cierta
aproximación, el sufrimiento que debe acarrear este mal.
Quizá sea casi
incomprensible para quien no transita por esta montaña rusa del ánimo. Quizá no
se crea lo que digo pues sé que mi imagen se aleja de tal perfil. Pero casi
nadie conoce tantos días de batalla, tanta lucha contra esas ideas como cuevas
o precipicios, tanto duelo contra esos afanes por creerme un Ícaro invencible…,
tanta batalla por caminar sobre el pavimento aunque sienta un poderoso lastre
que me empuje hacia las alcantarillas o perciba un desmedido impulso que me
eleva más alto que la más alta de las montañas.
Ciento ochenta y siete. Dejo constancia de que no reniego del Real
Madrid a pesar de sus últimos resultados. También dejo constancia de que no he
visto la primera hora del partido de esta noche, porque hemos estado en el
cine.
El Real Madrid, tras
su visita a Valladolid, ha perdido, salvo milagro, todas las opciones
verosímiles (incluso las menos probables) de conseguir este título de liga. Sin
embargo es de justicia aclarar que ambos partidos —aunque su resultado haya
sido de empate— no tienen que ver nada entre sí.
El domingo frente al
Valencia concluyó con un gol milagroso a última hora del Real Madrid que pudo
rescatar un resultado incomprensible, salvo por la grandísima actuación del
guardameta del Valencia. A pesar de que hubo fases en que los merengues
contemporizaron en exceso, su victoria final no hubiera sido extraña o injusta.
(Tampoco es injusto el empate ni hubiera sido extraña la derrota. Sí, ya sé, incomprensible,
pero así es el fútbol).
Sin embargo el encuentro
de esta noche, a pesar de que el gol del Real Valladolid ha sido a última hora
—como el de los blancos el domingo—, ha demostrado que este deporte tiene
muchísimo que ver con los estados de ánimo y con la distribución de roles
(quizá sueldos) dentro de la plantilla. La segunda parte del equipo merengue ha
sido una prueba más que de indolencia de naufragio, de asfixia de ánimo.
Hace un par de
meses, más o menos, en el estadio de Zorrilla perdió el Barça —por causa de una
desidia inexplicable, salvo para quienes comparten vestuario—; en el estadio de
Zorrilla ha empatado el Real Madrid —por causa de una desidia y un cansancio
incomprensibles salvo para quienes comparten vestuario—. El Real Valladolid en
ninguno de ambos partidos puso excesivo fútbol, pero sí una fe y un tesón
ilimitados.
Luego fue tarde.
Cuando sonaron las trompetas con su toque de rebato, faltaba tiempo y sobraba cansancio,
tanto que hubo dos lesionados por tanto esfuerzo de última hora… Y si llega a
durar más minutos…
La mayoría dice que
el Barça lo tiene en su mano. Pero la mayoría se olvida de que quien en verdad
se merece este título es el Atlético de Madrid.
Ciento ochenta y ocho. Nada de lo que ha dicho me autoriza a
sentir este desasosiego que me llena. Nada de lo ha callado me autoriza a
sentir calma.
Como insinúa una
amiga, intentaré evitar que la intuición sea huésped de mi ánimo. Me armaré de
paciencia y calma, pelearé sin tregua contra semejante pálpito
Y así en esta
zozobra de la espera, transcurrirá una semana. Después…
Ciento ochenta y nueve. Me llegan historias que suceden
prácticamente a mi vera, pero que cuando son relatadas, incluso en su versión de
puro esqueleto, parecen acontecimientos propios de lugares lejanos, situaciones
que sólo se dan en las grandes urbes o en las pantallas de cine.
Al escuchar la
narración, he sentido que las personas protagonistas nada tienen que ver con la
idea que tenía de ellas hasta este momento. Compruebo una vez más que, traspasado
el umbral de nuestro hogar y cerrada la puerta, no sólo se cuelga el abrigo o
la cazadora en la percha, no sólo nos calzamos las zapatillas de estar en casa;
en realidad, nos despojamos de la máscara que contempla el resto. Una vez
dentro de la casa, cada uno sabe lo que en verdad se cuece dentro.
Sin poderlo evitar,
tiendo a ponerme de parte de quien más conozco. Es imposible no hacerlo, al
menos en el primer momento, cuando el vigor de los hechos que me desgranan es
tan poderoso que me desarman.
Pero quizá por este
afán mío hacia la novela, me pregunto qué opinaría si los acontecimientos me
los hubiera referido otro cualquiera de los personajes de este drama.
Si me sorprende que
alguien de quien tenía determinada opinión, actúe como parece haber actuado
—pasando a ser malvado quien parecía dulce y bondadoso—, también debo poner en
cuarentena la versión que me llega. No digo que mienta; más bien intuyo que
quizá falte algún ‘detalle’ que
ubique todo en su lugar, que dote a esta historia de cierta lógica.
El caso es que el
sufrimiento que uno habitualmente ubica en las páginas de una novela o en las
escenas de una película, habita junto a nosotros, con su poderosa arritmia de destrucción
y miedo.
Ciento noventa. Han llegado cuatro poemarios a casa en estos días.
Llegó el primero,
como susurro que queda en el aire tras un beso, publicado por Ediciones La
Baragaña, El runrún de las palabras de
Paloma Corrales, quien al fin, para los que gustamos de sus versos de tono
surrealista y hondura apasionada, edita un libro.
Saray Pavón me envía
dos de sus obras. Por un lado, Esferas, poemario
erótico e ilustrado que obtuvo el segundo premio en el certamen de 2010 de Las
Noches del Baratillo; por otro, el ejemplar número 134 de una tirada de doscientos
de Literatura de penumbra,
inquietante viaje a los meandros de la locura.
Recojo hoy,
procedente de la editorial Vitela de Sevilla, la reedición de La muerte oculta de Javier Sánchez Menéndez.
Después de haber gustado la primera edición que me mandó hace unos diez días el
autor, ahora me apetecía contar con esta reedición, que cuenta con un nuevo
poema y además el prólogo de Antonio Colinas y el epílogo de Tomás Rodríguez
Reyes, aunque más que epílogo, podría considerársele un concienzudo estudio
sobre los versos de un poemario.
Tres autores bien
distintos, cuatro libros muy diferentes, aunque quizá no tanto, aunque quizá
sean sólo distintas corrientes de un mismo cauce. Eros y Thanatos en su eterna
batalla, en su eterna presencia en nuestra existencia.
Ciento noventa y uno. ¿Y si uno decidiera
emprender un largo viaje por el silencio, alimentarse y nutrirse de paisajes y
miradas imprescindibles y se dejara de tanto turismo que sólo sirve para tornar
el ruido en horizonte?
Ciento noventa y dos. A veces creo que sé algo de Segovia, esta
ciudad que habito y tanto quiero. Y sin embargo, no dejo de toparme con
sorpresas, datos, nombres, referencias… que rellenan tantos huecos y vacíos —muchos
más de los que parecen—, tantos que en ocasiones tal oquedad, sino lleva al
error, como mínimo empuja a una suposición coja, torpe, incompleta.
Esta mañana, a
primera hora y gracias a la voluntad de M hemos ido a una visita organizada por
el patronato de turismo de la ciudad, dentro de su programa Domingos de patrimonio que ha sido
dirigida por Mª Isabel Álvarez González y José Luis Manrique Sanz.
(Si por mí hubiera
sido, ni se me habría ocurrido levantarme de esta silla. Es tan escaso el
tiempo que puedo dedicar a esta tarea, que el fin de semana sigo madrugando
para sacarle un puñado de horas a este ejercicio de dedos en que se ha
convertido mi surco cotidiano…).
El caso es que a
estas horas de la noche agradezco tal empeño…
La visita al Barrio
de El Salvador, entorno a las iglesias de San Justo y El Salvador, tomando como
eje el acueducto y su misión en la vida cotidiana, ha servido para que comprendiera
aún con más nitidez la función de río que el Acueducto ha tenido históricamente
para esta urbe, y más que nunca cuando fue una de las ciudades más industriales
de Castilla, cuando la lana de sus ovejas se convertía en los famosos paños que
viajaron por todo el reino, por Europa e incluso cruzaban el Atlántico camino
de las Indias.
Ahora no es cuestión
de detallar los pasos de esta mañana, pero al menos sí dejar constancia de que
he ido de sorpresa en sorpresa, de descubrimiento en descubrimiento…
Ciento noventa y tres. Unos renglones más arriba he escrito
acerca de un milagro como única opción para que el Real Madrid ganara este
campeonato de liga. Era un milagro con dos patas, la victoria propia y las no
victorias ajenas.
Como dice un gran
amigo mío, da la impresión de que ninguno quiere ganar la liga, pues en las dos
últimas jornadas los blancos han sacado un punto sobre seis, al igual que los
colchoneros, mientras que los culés han alcanzado un par de ellos… Por fin los
madridistas lo han conseguido: es imposible que ganen la liga.
Me imagino esa
escena en que dos o tres porfían por ceder el paso a los otros:
—Pase usted, por
favor —comenta el primero.
—Faltaría más—.
Sonríe el aludido, quien a su vez pasa su mano por la espalda del tercero en
discordia, mientras se dirige a él. —Por favor, caballero, si tiene a bien.
Y el tercero,
corrido de vergüenza, se ancla al suelo y apenas musita:
—No, no, por favor,
ustedes habían llegado antes…
Y así durante dos o
tres minutos que acaban por convertirse en minutos de absurda tensión. Por suerte
no hay ninguna persona más en la escena, porque de ser así es probable que, al
final, se adelantara a este terceto tan dubitativo.