Ciento noventa y cuatro. Buscar el sendero por
donde la luz transita. No conformarme con su huella, con apenas la muesca de
sus sandalias sobre el camino. Ir más allá o ahondar más, tomar el rumbo que acerca
a la libertad.
Me propuse, hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo, escribir
sobre lo positivo de la existencia, sobre cuanto alumbra sin deslumbrar y, parafraseando
a san Pablo en su primera carta a la pequeña comunidad de Filipos —la que más
de una vez le sacó de apreturas económicas—, sobre cuanto las personas y sus
actos son o tienen de verdadero, noble, justo, puro, amable, honorable, es
decir, todo cuanto sea virtud y digno de elogio.
Aunque no sepa concretarlo, tal idea aún late y sobrevuela mi
interior. Y con más vigor se iza precisamente en estos días, a pesar de que barrunto
que iniciaremos un periplo en honduras tenebrosas, en un túnel de sufrimiento.
Durante algunas temporadas, influenciado por tantos desastres,
injusticias, sufrimiento o dolor como acechan a cada paso, parecía que había
renegado de semejante sueño. Incluso a mí mismo me parecía descartable del todo
poner sobre el papel o en la pantalla, la bondad, la hermosura, los sueños, la
luz…, porque parecía ingenuo, porque podría ser tomado como escapismo, porque se
podría confundir incluso con ceguera, con traición de una tarea…
¿Pero, no será todo lo contrario?
Quizá sea lo más revolucionario que se pueda colocar ante la
mirada de las personas, porque, en el fondo, el destino último de cualquier
teoría sobre la humanidad —me refiero, está claro, a cuantas elevan a la mujer y
al hombre hacia su plenitud— aspira a lograr las máximas cotas posibles de
libertad, respeto, solidaridad, justicia, paz, belleza, longevidad, cultura…
Por tanto, aupar a la palestra cuanta luz brote de nuestras manos, quizá sea
más necesario en este momento, pero sin olvidar cuanto cercena, aminora,
destruye o esclaviza.
Ciento noventa y
cinco.
Quien más, quien menos, en los primeros momentos de confusión y alarma, cuando
el cadáver aún yace sobre una pasarela peatonal que cruza el Bernesga, sospecha
o intuye que semejante barbarie tiene que ver con algún acto en ejercicio de alguno
de los doce cargos que ostentaba la fallecida. Una convulsión cruza el país por
culpa de un homicidio. La notoriedad y función pública de la asesinada —Isabel
Carrasco, Presidenta de la Diputación de León— provoca el terremoto, no el hecho
en sí mismo.
Desde hace siglos un mantra de la especie afirma que, salvo la
defensa personal, nada justifica que un semejante acabe a manos de otro. A pesar
de tal jaculatoria, repetida sin descanso desde el inicio de nuestro caminar
por el mundo, matar parece actividad predilecta de la humanidad que a sí misma
se califica y se tiene por la más inteligente de cuantas pueblan el Planeta.
Desde el instante en que se conoce el hecho —a los pocos minutos
de haberse producido—, quien tiene una teoría para explicarlo, más aún, quien
desea que se cumpla, la lanza al viento como si fuera el Oráculo de Delfos. No
espera a que se conozca ningún dato. Usan de su habitual lógica: cuando algo
puede suceder, ha sucedido. La inquina, el odio, la amenaza, la zafia acusación,
el insulto, la provocación parecen una epidemia en las plazas virtuales del
país, sobre todo en la enorme y frondosa arboleda de Twitter.
A medida que se conocen más detalles, unos deben replantearse
todas las acusaciones más o menos veladas que han elaborado y difundido en
menos de una hora, y otros acrecen su cacareo de provocación, insultos y mofa. (La
actuación de la Policía es veloz, parece que la presunta asesina y su cómplice
no hubieran preparado la huida, parece que escapar no estaba en sus planes, parece
que sólo deseaban matar, asesinar sólo.).
Leo a unos y a otros. No escribo ni un solo tuit, avergonzado por lo que mis ojos descubren entre los más
radicales de ambos lados. Con tristeza compruebo de nuevo que habito una tierra
maniquea y cainita, como si una maldición la incapacitara para los matices o el
respeto al adversario, que casi siempre acaba siendo enemigo. Twitter no es ese bosque del que parten trinos,
gorjeos, chirridos o cantos de millones
de aves, a veces descubro el graznido amplificado y jaleado de repugnantes
carroñeros, que termina por acallar el resto de sonidos.
Como gorrión perplejo —de piído inaudible—, viajo de rama en
rama, de árbol en árbol. Me topo con algún mensaje que manifiesta su alegría
por el suceso. Siento cómo una náusea me recorre la inteligencia. Por suerte no
alcanzo a descubrir ningún tuit que
aliente otras muertes, pero parce haberlos. También descubro a otros que hubieran
sido felices si sus teorías sobre la esencia intelectual y política del crimen
se hubieran confirmado.
Todo repugna, apesta, aturde, descorazona...
Si las soluciones a los problemas pasan por el asesinato, por la
calumnia, por el insulto, por la befa, no hay remedio para nuestros males, pues
siempre habrá un derrotado en busca de su oportunidad para vengarse con las
mismas armas u otras más poderosas.
Solo la libertad, el diálogo, la crítica, la negociación, la
flexibilidad, la generosidad intelectual, en fin, el uso libre y responsable de
la palabra, garantizan la paz, la justicia y el progreso.
Mientras, ajenas a tanto vocerío descerebrado, las
noticias avanzan a su ritmo, que no es lento, aunque para la velocidad de las
redes sociales parece propia de un galápago cansado y somnoliento. Muy pronto
la policía da por seguro, a falta de aclarar los detalles, que el crimen es una
venganza, una ira individual que ha desembocado en tres o cuatro tiros dirigidos
a la espalda de la Presidenta del PP de León disparados por una afiliada al
mismo partido y madre de una joven, también afiliada, que trabajaba hasta hace
poco en la Corporación Provincial leonesa. Un hondo despecho, parece. (Si en
este contexto cito la afiliación política —que es lo único que en verdad no
importa—, es porque ha sido la pertenencia de la asesinada a ese partido la que
ha desatado todos los excesos y barbaridades: unos por asumir de entrada que el
clima social favorece la reacción criminal de ciertos grupos, otros por
alegrarse, jalear y desear que se repitan hechos similares). Para despecho de
todos estos bocazas, el asunto sólo se explicará del todo en clave personal e íntima.
El griterío crece en las redes, tanto que algunas pocas
reflexiones sensatas —incluso las puramente irónicas— pasan inadvertidas, como
no emitidas. Ciertas cabezas parecen haber perdido el oremus. Me siento como en
medio de un graderío donde los forofos, en vez de animar a los suyos, insultan
a los rivales para ver si les provocan.
Si no voy a los campos de juego, entre otras cosas, precisamente
es por eso, por el ambiente enardecido e irracional que allí se respira. Quizá también
debería abandonar Twitter, exactamente
por las mismas razones.
Algunos se creen graciosos y se crecen porque tras insultar o
provocar, son jaleados por sus seguidores que apoyan sus fanfarronadas.
Desvarían y son capaces ellos solos de causar un desastre, por suerte ahora
mismo impensable. No me refiero a quienes cuya credibilidad e influjo son las
de un chulo de barrio; los peores son otros cuya notoriedad social y su
capacidad de generar y aglutinar opinión son grandes. Saben de su fuerza e influencia
y por ello deberían extremar mucho más el contenido de sus mensajes. Su
responsabilidad es mayor que la de un bocachancla
en posesión del megáfono tuitero:
éste aturde a su alrededor, pero el otro puede provocar daños irreparables.
Se pierden las perspectivas; la muerte de una mujer parece lo de
menos. Una mujer asesinada a manos de otra mujer quien así se ha vengado de una
supuesta injusticia cometida con su hija.
En el fondo algo personal o familiar, ajeno a cualquier teoría
conspiratoria, y que debería apenar a cualquiera con medio dedo de frente. Lo
que casi nunca traspasa las páginas de sucesos o los periódicos locales, ha atravesado
tales umbrales y ha servido para destapar la esencia podre de las cloacas de
nuestra convivencia.
Era verdad lo del Génesis, la estirpe de Caín vaga por la faz de
la tierra. Ni ha encontrado descanso ni ha cambiado un ápice.
Ciento noventa y
seis.
Se elogia su tenacidad, se pondera su fuerte carácter, se alaba su personalidad
de hierro. No he oído las típicas referencias a otras cualidades que suelen
abundar en casos similares como bondad, cercanía en el trato, fidelidad en la
amistad…
Lo más parecido que he visto a la emoción, han sido las lágrimas
de la hija, el resto se asemejaba más bien a una conmoción provocada por la
enormidad de un final tan imprevisto e indeseable.
No le veo ganancia a una existencia vivida así. Quizá para
muchos políticos sea la panacea, pero a mí me parecen vidas desperdiciadas,
inútiles pasos de jornadas que llevan a la soledad, al vacío. ¿Por qué, para
qué tanta ansia de poder, tantas ganas de controlarlo de todo? ¿Qué se logra,
si hasta la amistad se pierde, si alguna vez existió?
El ejercicio de un cargo debería beber de la verdadera esencia
de la política, el servicio público, y para ello ocho o diez años bastan. El
resto es aferrarse al puesto con alma de tirano. (Los tiranos abundan entre
tirios y troyanos; como demuestra la historia, no importan las ideologías que, en
realidad, son simples hábitos que no hacen al monje).
Ciento noventa y
siete.
Aprovechando el lamentable espectáculo ofrecido por un puñado de buitres sin
neuronas que jaleaban la muerte y pedían más cadáveres, se pretende poner
puertas al campo. No aprenden.
A algunos se les ve desde lejos el plumero de la vieja guardia,
los tic de épocas en que el silencio era sinónimo de justicia y los cementerios
metáfora de paz. Por más que sea deleznable mucho de lo dicho en Twitter, ni las palabras han matado ni se
hace caso porque sí a quien propone disparates.
Quien pretende acabar con las moscas a cañonazos y sólo usa
tirachinas contra leones, demuestra, no sólo el tamaño de su inteligencia, sino
el lado de quien está.
¿No hay suficiente legislación para actuar contra quien confunde
libertad de expresión con otro delito ya tipificado? Opinar contra algo o
contra alguien con ironía o sentido del humor —aunque sea corrosivo— no mata ni
incita a la violencia, salvo que quien lea o escuche carezca del mínimo
coeficiente intelectual.
Actúese contra quien delinque, cualquiera que sea el objeto de
su ira, porque aquí parece que sólo amenazan unos; pero úsese la legislación
que ya existe. Para evitar el esporádico vandalismo se persigue a los vándalos,
no se decreta el estado de sitio ni el toque de queda ni se regula el horario
de pasear por la calle. Puede suceder que los resultados se alcancen con más lentitud,
pero a la larga siempre son más eficaces.
Aún existen quienes sufren alergia a la libertad, aún muchos confunden
crítica con insulto y amenaza.
Ciento noventa y
ocho.
Recordaba AT en una de las entradas de su bitácora que, cuando publicó el
segundo tomo de su diario, un editor vino a preguntarle, con evidente sorna y
mal café, por qué se empeñaba en dar a la imprenta un diario si en su vida no pasaba
nada. El escritor le respondió que por eso mismo: como a él no le sucedía nada o casi nada,
en su diario hablaba de los otros.
Por mi parte añadiría —a mí me pasan menos cosas aún que al
autor de Las armas y las letras— que
si alguna vez me sucede algo que transita por las afueras de lo cotidiano y previsible, me da pudor contarlo: desnudar mi intimidad, pienso, no interesa a nadie.
Sin embargo, también descubrí hace años que una forma de evitar
que el dolor de un acontecimiento se convierta en veneno que infecte el
corazón, es dejarlo por escrito, hacer de las letras lenitivo. Por eso quizá
mis latidos más hondos y escondidos se alojan en el secreter de mi corazón, donde quizá puedan encontrarse algún día. Aunque
es probable que a nadie le interesen.
Ciento noventa y
nueve.
No son buenas las noticias que llegan a los oídos, casi sin tiempo para
sentarnos. Algunos más que anunciar, apedrean con la información. Unas clases
de psicología y de trato con las personas no les vendrían nada mal.
Tampoco se trata de algo definitivo. Es más, algunos datos
apuntan hacia la esperanza.
Pero en la cabeza han quedado, como huella de dinosaurio, sus
primeras palabras. Las que casi siempre más cuentan. Y en este caso, aproximan
al precipicio y abaten el ánimo.
Doscientos. Ahora más que nunca
se demostrará la templanza de los ánimos, la fuerza del carácter, el modo en
que se acompaña en este trance.
El miedo no es el mejor consejero nunca, sí la prudencia. Sin
embargo ante ciertas circunstancias aquel parece devorar a ésta. Sujetar las
riendas del caballo del pánico no es nada sencillo. Quizá ésta sea mi verdadera
tarea.
Doscientos uno. Se acaba otra
edición de Titirimundi a la que no he
hecho un caso excesivo. Pero a pesar de esta desidia de mi ánimo, he paseado
algunos ratos por las calles céntricas abarrotadas de sol y personas que contemplaban
a cada paso una actuación. Algunas programadas, previstas por la organización;
otras, toleradas, las de quienes se acercan hasta nosotros para presentarnos su
tarea como espontáneos, como fuera de programa, pero que, acaso, sean las que
dan más vitalidad y colorido al festival de títeres; las que otorgan más vida.
Vienen sin anunciarse, vienen a riesgo y ventura, por ver si
entre el gentío encuentran algunas monedas y algunas miradas que les permitan
escalar algún peldaño en el escalafón de los titiriteros.
Después de tantas ediciones, creo que veintiocho con la que
concluye, me gustaría saber si alguno de los que vino de este modo, luego ha
sido incluido en los carteles oficiales.
Este año, además, he observado el incremento de pequeños puestos
callejeros que ofrecían títeres (lo más lógico), pero también podían vender
bisutería o pulseras de cuero o sombreros o hacer tatuajes con gena… El caso es
sobrevivir…
Lo llevo diciendo varios años, y cada vez lo confirmo con más
evidencias, la verdadera fiesta de Segovia no es la de la última semana de
junio, sino ésta de Titirimundi, cuando
la magia de la ilusión de los niños parece hacer una parada en la ciudad y aplica
una transfusión de inocencia y sonrisas entre sus moradores, con fama de serios
y fríos, gracias a una expresión artística tan antigua como hermosa, tan contemporánea como necesaria.