Cómplices

Lunes 12 a domingo 18 de mayo de 2014

Ciento noventa y cuatro. Buscar el sendero por donde la luz transita. No conformarme con su huella, con apenas la muesca de sus sandalias sobre el camino. Ir más allá o ahondar más, tomar el rumbo que acerca a la libertad.
Me propuse, hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo, escribir sobre lo positivo de la existencia, sobre cuanto alumbra sin deslumbrar y, parafraseando a san Pablo en su primera carta a la pequeña comunidad de Filipos —la que más de una vez le sacó de apreturas económicas—, sobre cuanto las personas y sus actos son o tienen de verdadero, noble, justo, puro, amable, honorable, es decir, todo cuanto sea virtud y digno de elogio.
Aunque no sepa concretarlo, tal idea aún late y sobrevuela mi interior. Y con más vigor se iza precisamente en estos días, a pesar de que barrunto que iniciaremos un periplo en honduras tenebrosas, en un túnel de sufrimiento.
Durante algunas temporadas, influenciado por tantos desastres, injusticias, sufrimiento o dolor como acechan a cada paso, parecía que había renegado de semejante sueño. Incluso a mí mismo me parecía descartable del todo poner sobre el papel o en la pantalla, la bondad, la hermosura, los sueños, la luz…, porque parecía ingenuo, porque podría ser tomado como escapismo, porque se podría confundir incluso con ceguera, con traición de una tarea…
¿Pero, no será todo lo contrario?
Quizá sea lo más revolucionario que se pueda colocar ante la mirada de las personas, porque, en el fondo, el destino último de cualquier teoría sobre la humanidad —me refiero, está claro, a cuantas elevan a la mujer y al hombre hacia su plenitud— aspira a lograr las máximas cotas posibles de libertad, respeto, solidaridad, justicia, paz, belleza, longevidad, cultura… Por tanto, aupar a la palestra cuanta luz brote de nuestras manos, quizá sea más necesario en este momento, pero sin olvidar cuanto cercena, aminora, destruye o esclaviza.

Ciento noventa y cinco. Quien más, quien menos, en los primeros momentos de confusión y alarma, cuando el cadáver aún yace sobre una pasarela peatonal que cruza el Bernesga, sospecha o intuye que semejante barbarie tiene que ver con algún acto en ejercicio de alguno de los doce cargos que ostentaba la fallecida. Una convulsión cruza el país por culpa de un homicidio. La notoriedad y función pública de la asesinada —Isabel Carrasco, Presidenta de la Diputación de León— provoca el terremoto, no el hecho en sí mismo.
Desde hace siglos un mantra de la especie afirma que, salvo la defensa personal, nada justifica que un semejante acabe a manos de otro. A pesar de tal jaculatoria, repetida sin descanso desde el inicio de nuestro caminar por el mundo, matar parece actividad predilecta de la humanidad que a sí misma se califica y se tiene por la más inteligente de cuantas pueblan el Planeta.
Desde el instante en que se conoce el hecho —a los pocos minutos de haberse producido—, quien tiene una teoría para explicarlo, más aún, quien desea que se cumpla, la lanza al viento como si fuera el Oráculo de Delfos. No espera a que se conozca ningún dato. Usan de su habitual lógica: cuando algo puede suceder, ha sucedido. La inquina, el odio, la amenaza, la zafia acusación, el insulto, la provocación parecen una epidemia en las plazas virtuales del país, sobre todo en la enorme y frondosa arboleda de Twitter.
A medida que se conocen más detalles, unos deben replantearse todas las acusaciones más o menos veladas que han elaborado y difundido en menos de una hora, y otros acrecen su cacareo de provocación, insultos y mofa. (La actuación de la Policía es veloz, parece que la presunta asesina y su cómplice no hubieran preparado la huida, parece que escapar no estaba en sus planes, parece que sólo deseaban matar, asesinar sólo.).
Leo a unos y a otros. No escribo ni un solo tuit, avergonzado por lo que mis ojos descubren entre los más radicales de ambos lados. Con tristeza compruebo de nuevo que habito una tierra maniquea y cainita, como si una maldición la incapacitara para los matices o el respeto al adversario, que casi siempre acaba siendo enemigo. Twitter no es ese bosque del que parten trinos, gorjeos, chirridos o cantos de millones de aves, a veces descubro el graznido amplificado y jaleado de repugnantes carroñeros, que termina por acallar el resto de sonidos.
Como gorrión perplejo —de piído inaudible—, viajo de rama en rama, de árbol en árbol. Me topo con algún mensaje que manifiesta su alegría por el suceso. Siento cómo una náusea me recorre la inteligencia. Por suerte no alcanzo a descubrir ningún tuit que aliente otras muertes, pero parce haberlos. También descubro a otros que hubieran sido felices si sus teorías sobre la esencia intelectual y política del crimen se hubieran confirmado.
Todo repugna, apesta, aturde, descorazona...
Si las soluciones a los problemas pasan por el asesinato, por la calumnia, por el insulto, por la befa, no hay remedio para nuestros males, pues siempre habrá un derrotado en busca de su oportunidad para vengarse con las mismas armas u otras más poderosas.
Solo la libertad, el diálogo, la crítica, la negociación, la flexibilidad, la generosidad intelectual, en fin, el uso libre y responsable de la palabra, garantizan la paz, la justicia y el progreso.
Mientras, ajenas a tanto vocerío descerebrado, las noticias avanzan a su ritmo, que no es lento, aunque para la velocidad de las redes sociales parece propia de un galápago cansado y somnoliento. Muy pronto la policía da por seguro, a falta de aclarar los detalles, que el crimen es una venganza, una ira individual que ha desembocado en tres o cuatro tiros dirigidos a la espalda de la Presidenta del PP de León disparados por una afiliada al mismo partido y madre de una joven, también afiliada, que trabajaba hasta hace poco en la Corporación Provincial leonesa. Un hondo despecho, parece. (Si en este contexto cito la afiliación política —que es lo único que en verdad no importa—, es porque ha sido la pertenencia de la asesinada a ese partido la que ha desatado todos los excesos y barbaridades: unos por asumir de entrada que el clima social favorece la reacción criminal de ciertos grupos, otros por alegrarse, jalear y desear que se repitan hechos similares). Para despecho de todos estos bocazas, el asunto sólo se explicará del todo en clave personal e íntima.
El griterío crece en las redes, tanto que algunas pocas reflexiones sensatas —incluso las puramente irónicas— pasan inadvertidas, como no emitidas. Ciertas cabezas parecen haber perdido el oremus. Me siento como en medio de un graderío donde los forofos, en vez de animar a los suyos, insultan a los rivales para ver si les provocan.
Si no voy a los campos de juego, entre otras cosas, precisamente es por eso, por el ambiente enardecido e irracional que allí se respira. Quizá también debería abandonar Twitter, exactamente por las mismas razones.
Algunos se creen graciosos y se crecen porque tras insultar o provocar, son jaleados por sus seguidores que apoyan sus fanfarronadas. Desvarían y son capaces ellos solos de causar un desastre, por suerte ahora mismo impensable. No me refiero a quienes cuya credibilidad e influjo son las de un chulo de barrio; los peores son otros cuya notoriedad social y su capacidad de generar y aglutinar opinión son grandes. Saben de su fuerza e influencia y por ello deberían extremar mucho más el contenido de sus mensajes. Su responsabilidad es mayor que la de un bocachancla en posesión del megáfono tuitero: éste aturde a su alrededor, pero el otro puede provocar daños irreparables.
Se pierden las perspectivas; la muerte de una mujer parece lo de menos. Una mujer asesinada a manos de otra mujer quien así se ha vengado de una supuesta injusticia cometida con su hija.
En el fondo algo personal o familiar, ajeno a cualquier teoría conspiratoria, y que debería apenar a cualquiera con medio dedo de frente. Lo que casi nunca traspasa las páginas de sucesos o los periódicos locales, ha atravesado tales umbrales y ha servido para destapar la esencia podre de las cloacas de nuestra convivencia.
Era verdad lo del Génesis, la estirpe de Caín vaga por la faz de la tierra. Ni ha encontrado descanso ni ha cambiado un ápice.

Ciento noventa y seis. Se elogia su tenacidad, se pondera su fuerte carácter, se alaba su personalidad de hierro. No he oído las típicas referencias a otras cualidades que suelen abundar en casos similares como bondad, cercanía en el trato, fidelidad en la amistad…
Lo más parecido que he visto a la emoción, han sido las lágrimas de la hija, el resto se asemejaba más bien a una conmoción provocada por la enormidad de un final tan imprevisto e indeseable.
No le veo ganancia a una existencia vivida así. Quizá para muchos políticos sea la panacea, pero a mí me parecen vidas desperdiciadas, inútiles pasos de jornadas que llevan a la soledad, al vacío. ¿Por qué, para qué tanta ansia de poder, tantas ganas de controlarlo de todo? ¿Qué se logra, si hasta la amistad se pierde, si alguna vez existió?
El ejercicio de un cargo debería beber de la verdadera esencia de la política, el servicio público, y para ello ocho o diez años bastan. El resto es aferrarse al puesto con alma de tirano. (Los tiranos abundan entre tirios y troyanos; como demuestra la historia, no importan las ideologías que, en realidad, son simples hábitos que no hacen al monje).

Ciento noventa y siete. Aprovechando el lamentable espectáculo ofrecido por un puñado de buitres sin neuronas que jaleaban la muerte y pedían más cadáveres, se pretende poner puertas al campo. No aprenden.
A algunos se les ve desde lejos el plumero de la vieja guardia, los tic de épocas en que el silencio era sinónimo de justicia y los cementerios metáfora de paz. Por más que sea deleznable mucho de lo dicho en Twitter, ni las palabras han matado ni se hace caso porque sí a quien propone disparates.
Quien pretende acabar con las moscas a cañonazos y sólo usa tirachinas contra leones, demuestra, no sólo el tamaño de su inteligencia, sino el lado de quien está.
¿No hay suficiente legislación para actuar contra quien confunde libertad de expresión con otro delito ya tipificado? Opinar contra algo o contra alguien con ironía o sentido del humor —aunque sea corrosivo— no mata ni incita a la violencia, salvo que quien lea o escuche carezca del mínimo coeficiente intelectual.
Actúese contra quien delinque, cualquiera que sea el objeto de su ira, porque aquí parece que sólo amenazan unos; pero úsese la legislación que ya existe. Para evitar el esporádico vandalismo se persigue a los vándalos, no se decreta el estado de sitio ni el toque de queda ni se regula el horario de pasear por la calle. Puede suceder que los resultados se alcancen con más lentitud, pero a la larga siempre son más eficaces.
Aún existen quienes sufren alergia a la libertad, aún muchos confunden crítica con insulto y amenaza.

Ciento noventa y ocho. Recordaba AT en una de las entradas de su bitácora que, cuando publicó el segundo tomo de su diario, un editor vino a preguntarle, con evidente sorna y mal café, por qué se empeñaba en dar a la imprenta un diario si en su vida no pasaba nada. El escritor le respondió que por eso mismo: como a él no le sucedía nada o casi nada, en su diario hablaba de los otros.
Por mi parte añadiría —a mí me pasan menos cosas aún que al autor de Las armas y las letras— que si alguna vez me sucede algo que transita por las afueras de lo cotidiano y previsible, me da pudor contarlo: desnudar mi intimidad, pienso, no interesa a nadie.
Sin embargo, también descubrí hace años que una forma de evitar que el dolor de un acontecimiento se convierta en veneno que infecte el corazón, es dejarlo por escrito, hacer de las letras lenitivo. Por eso quizá mis latidos más hondos y escondidos se alojan en el secreter de mi corazón, donde quizá puedan encontrarse algún día. Aunque es probable que a nadie le interesen.

Ciento noventa y nueve. No son buenas las noticias que llegan a los oídos, casi sin tiempo para sentarnos. Algunos más que anunciar, apedrean con la información. Unas clases de psicología y de trato con las personas no les vendrían nada mal.
Tampoco se trata de algo definitivo. Es más, algunos datos apuntan hacia la esperanza.
Pero en la cabeza han quedado, como huella de dinosaurio, sus primeras palabras. Las que casi siempre más cuentan. Y en este caso, aproximan al precipicio y abaten el ánimo.

Doscientos. Ahora más que nunca se demostrará la templanza de los ánimos, la fuerza del carácter, el modo en que se acompaña en este trance.
El miedo no es el mejor consejero nunca, sí la prudencia. Sin embargo ante ciertas circunstancias aquel parece devorar a ésta. Sujetar las riendas del caballo del pánico no es nada sencillo. Quizá ésta sea mi verdadera tarea.

Doscientos uno. Se acaba otra edición de Titirimundi a la que no he hecho un caso excesivo. Pero a pesar de esta desidia de mi ánimo, he paseado algunos ratos por las calles céntricas abarrotadas de sol y personas que contemplaban a cada paso una actuación. Algunas programadas, previstas por la organización; otras, toleradas, las de quienes se acercan hasta nosotros para presentarnos su tarea como espontáneos, como fuera de programa, pero que, acaso, sean las que dan más vitalidad y colorido al festival de títeres; las que otorgan más vida.
Vienen sin anunciarse, vienen a riesgo y ventura, por ver si entre el gentío encuentran algunas monedas y algunas miradas que les permitan escalar algún peldaño en el escalafón de los titiriteros.
Después de tantas ediciones, creo que veintiocho con la que concluye, me gustaría saber si alguno de los que vino de este modo, luego ha sido incluido en los carteles oficiales.
Este año, además, he observado el incremento de pequeños puestos callejeros que ofrecían títeres (lo más lógico), pero también podían vender bisutería o pulseras de cuero o sombreros o hacer tatuajes con gena… El caso es sobrevivir…
Lo llevo diciendo varios años, y cada vez lo confirmo con más evidencias, la verdadera fiesta de Segovia no es la de la última semana de junio, sino ésta de Titirimundi, cuando la magia de la ilusión de los niños parece hacer una parada en la ciudad y aplica una transfusión de inocencia y sonrisas entre sus moradores, con fama de serios y fríos, gracias a una expresión artística tan antigua como hermosa, tan contemporánea como necesaria.