Cómplices

Lunes 19 a domingo 25 de mayo de 2014

Doscientos dos. ¿Qué interés tienen las palabras escritas, las historias, los poemas…? No me refiero sólo a las mías, aunque sí principalmente a ellas.
Vivo en un mundo irreal, o eso pienso, al observar a las personas que forman mi cotidianidad. Salvo M. y S. nadie con quien comparto las horas se refiere a los libros como parte de sus días; como mucho forman un trozo de la decoración del hogar. Intuyo que algunos, si pudieran, los arrojarían completamente fuera de sí.
Esta tarde, sin ir más lejos, alguien me ha dado la enhorabuena por mi libro, y me ha dicho que no pudo asistir a su presentación porque tenía clase. Y me ha vuelto a dar la enhorabuena.
He pensado que para él el libro fue tan efímero que sólo duró lo que estuvimos durante su puesta de largo; como si diera a entender que escribir un libro es sólo presentarlo. No asistir a la presentación excusa su lectura.
No es que me preocupe lo más mínimo el asunto, pues nadie está obligado a leer, y menos que nada mis versos; sin embargo me sorprende la excusa. Siempre he creído que los libros, en condiciones de almacenamiento normal, no caducan como los yogures o se estropean como el pescado. Quiero decir que asistir o no a su presentación es lo de menos, que lo que importa es leerlos y que se pueden leer más tarde, que no haber acudido a su puesta de largo no lo impide.
Repito, tengo la impresión de ser un bicho raro; quizá lo sea. Por eso a mi alrededor no entienden que mis mejores amigos, están a cientos o a miles de kilómetros de esta ciudad. Quienes más cerca están de mí físicamente, en realidad soportan a un tipo extraño, aburridísimo, con tendencia al silencio y la melancolía, alguien que prefiere mirar y escuchar, y que, sin embargo, cada día se arrepiente por la cantidad de cosas que dice y que no debiera haber dicho. Alguien que anhela que lleguen las nueve o nueve y media de la noche para refugiarse en lecturas o escrituras; pero que todavía desea con más ardor que lleguen las siete de la mañana del fin de semana para poder dedicar esas primeras horas del día a esta tarea.
Leyendo Miedo a ser dos de Rafael Narbona, encuentro un pasaje sobre el matrimonio de sus padres. Cuando su madre se enamoró, lo hizo de un viudo —el padre del autor— trece años mayor que ella y ya con dos hijos.
«No tardé mucho en descubrir que mis padres no eran felices. Yo era un niño de seis años, pero ya notaba su sufrimiento. Nunca advertí odio, rabia o resentimiento, pero sí distancia e incomprensión. Mi madre lloró amargamente cuando murió mi padre, pero después del inevitable tiempo de luto y apaciguamiento de la pena, se hizo evidente que habían vivido en mundos opuestos. El despacho de mi padre permaneció intacto durante cinco años, pero al cabo de ese tiempo se llevó a cabo una purga que rozó el ajuste de cuentas. No quiero añadir más dolor a mis recuerdos, evocando las pérdidas de una semana de invierno, que se encargó de ahuyentar y dispersar libros, papeles y fotografías. En esa semana de invierno, mi padre murió de nuevo y mi familia se internó un poco más en el vacío, preparándose para el adiós definitivo. (…)
»(…) Los problemas de mi madre se agravaron cuando se enamoró de un viudo con dos hijos y con una diferencia de edad de trece años. (…)»(…) Mi madre no es una mujer frívola, pero creo que acabó lamentando su decisión de casarse con un escritor. No comprendía la vida ascética de mi padre, casi siempre encerrado en su despacho, escribiendo y leyendo. Le desalentaba su pesimismo, su incapacidad de hablar de cosas pueriles o de ilusionarse con un viaje o una cena. De joven, mi padre vivió la bohemia de de Madrid y Barcelona, familiarizándose con el hambre, las pensiones miserables y los rechazos de revistas y editores. Pasó muchas horas en tertulias y paseó por el Madrid de los Borbones, fascinado por la pintura del Museo del Prado, pero en seguida se cansó de los mentideros literarios y se refugió en un despacho espartano. Mi hermano Juan Luis se quejaba de su ensimismamiento y siempre le reprochó cierta frialdad, lo cual me sorprende enormemente, pues yo recuerdo a mi padre como un hombre extremadamente afectuoso. Tal vez intentó no cometer conmigo los mismos errores que le habían distanciado de su primer hijo.» (Miedo a ser dos. Rafael Narbona. Editorial Minobitia, 2013 Págs. 93-95)
Suspendo la lectura. Alzo la vista de las páginas del texto (impreso en cuerpo de letra más bien pequeño y abigarrado que dificulta la lectura). Se estremece mi piel, mis neuronas alteran. Crece la pregunta. ¿Tengo derecho a que mi pasión haga infeliz a alguien que cada día da su vida para que la mía sea feliz?
Al menos —a diferencia del padre del autor—, mi despacho se reduce a una mesa color cerezo de un metro y medio de largo, por cuarenta y cinco centímetros de ancho (ni un metro cuadrado de superficie) pegada al ventanal del salón. Sobre su encimera descansa la CPU, la pantalla del ordenador, dos altavoces a los que conecto los cascos para escuchar música (cuando la inevitable televisión coloniza la estancia), una vieja impresora HP 5150 y casi una veintena de libros; bajo este tablón, dos módulos la unen al suelo; el de su derecha es una cajonera de tres elementos y un hueco que da cierta airosidad al conjunto; el de su izquierda, en el fondo es una caja dividida por una balda central y cerrada con una puertecilla donde almaceno cartuchos de tinta, carpetas, papeles, folios….; en el centro de la estructura, una tabla, soporte del teclado, se hace corredera, encajada en dos raíles adosados a cada uno de los costados internos de ambos módulos.

Doscientos tres. Es la primera vez que estoy aquí en esta zona del hospital, y no es que me arrepienta de mi desconocimiento; en el fondo desearía continuar con mi ignorancia. Estuve durante pocos minutos hace unos meses en el hospital de día de neurología, con mi madre. El que se llama quirúrgico, donde acompaño a mi padre, lo desconocía.
Tal y como los intuyo, los hospitales de día parecen espacios de frontera, fielatos que intentan que el enfermo pague un pequeño pósito, pero no se adentre del todo en el hospital, tentáculos que crecen desde la consulta de los especialistas o desde las urgencias del hospital, pero no llegan a la hospitalización propiamente dicha. A veces son la antesala de un ingreso; a veces son similares al tercer grado penitenciario que augura la próxima libertad; a veces son la única farmacia posible para determinados tratamientos. Es como la oficina de la aduana que decide sobre el mejor modo de intentar restablecer la salud.
Frente a nosotros, a nuestro lado, los enfermos pelean contra sus dolencias. Son enfermos de larga trayectoria cuyo mal, para ser vencido, necesita de estos tratamientos ambulatorios y requieren constancia, tenacidad, paciencia, algo de resignación o de asunción de la realidad, conciencia de habitar únicamente el presente y cierta dosis de buen humor u optimismo.
Sin embargo, columbradas desde fuera, la resignación o el humor o el optimismo son forzados, parecen parodias de sí mismos; acaban causando tristeza. Es como una máscara hecha por un niño, como un maquillaje de payaso desleído por las lágrimas, un rostro cuya sonrisa se resquebraja o se debilita por la realidad cuya dureza atraviesa sin piedad los ojos cuajados de abismo. Es un esfuerzo tan heroico que merecería condecorarse con la curación definitiva de su enfermedad.

Doscientos cuatro. Queda el agradecimiento silencioso a quien cuida de nuestros latidos, la sonrisa tenue porque el brillo y el sonido de las alarmas haya sido un falso aviso, en fin, la euforia contenida, la satisfacción hondísima porque, al final, y después de todo, no era éste el momento para empezar a percibir el helor oscuro que causa la visita de la dama sin piel y de sonrisa ósea, para entablar la batalla contra su guadaña inapelable.
Será, no hay duda ni lágrima que lo impida, pero será otro día; será en otra jornada cuando el salmo se haga lamento; un cronista podría decir sobre el asunto que hoy el caballero sajón de la armadura negra se acercó, miró, consultó sus notas, las cerró, meneó la cabeza, comprobó su error y luego, incontinente, / caló el chapeo, requirió la espada / miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

Doscientos cinco. Varias informaciones sobre convocatorias diferentes, cuyo común denominador parece ser lo literario, me llevan a la misma conclusión: en verdad la literatura no interesa, salvo que sea un ingrediente más del menú turístico. Al final va a parecer que la literatura se visita, no se lee.
¿Este tipo de iniciativas serán el camino adecuado para provocar a la lectura?
Hay lectores alérgicos a la lectura que se conforman con un barniz superficial para presumir de su cultura, y de su bagaje sobre la actividad libresca. Hay autores que sólo desean ser visitados, alufrados apenas. Algunos, si pudieran, tendrían bastante con la cubierta, contratapa y unas solapas, si con eso se engarzan ceros a la derecha en el importe de sus cuentas corrientes.
Pero quiero creer con todas mis fuerzas que la mayoría de lectores y escritores desea ser recorrido en plenitud, habitado, injertado de literatura cuya savia alimente el venero que se nutre en manantiales de frases o de versos.

Doscientos seis. La lectura de Miedo de ser dos se hace complicada. No me refiero a algo literario: su calidad es indudable, sino a cuestiones vitales. Se hace difícil, casi intransitable, recorrer el contenido de algunas páginas transidas por un dolor tan descarnado, un dolor tan inhumano arraigado, como una paradoja insultante, en lo más humano que tiene nuestro organismo.
Me descubro el alma ante Rafael Narbona por el cuajo que ha tenido no sólo para publicar el libro, sino, sobre todo, para escribirlo. Si a mí su lectura —espoleada mi memoria hacia recuerdos de algún instante similar— me obliga a cerrarlo después de algún capítulo, a pesar de su calidad literaria, pues no soporto más, ¿qué habrá sido para él su escritura? Supongo que una vez culminados los párrafos habrá sentido cierta catarsis liberadora, pero me imagino que mientras los escribía (y, por tanto, revivía los hechos narrados) y mientras los corregía (es decir, volvía a revivirlos), aunque fuera de modo retrospectivo, el desgarro del sufrimiento volvería a poseerlo.
Hay que ser muy valiente, no para afrontar los comentarios que vengan desde fuera, sino para asomarse nuevamente a los abismos interiores, recorrerlos con el afán de que el resto del mundo atisbe el calvario que debe ser el trastorno bipolar, y no ser presa de sus fauces, de esas llamas infernales que todo lo destruyen. Creo que las autoridades sanitarias, los especialistas en salud mental, los enfermos, sus familias y el resto de ciudadanos, no tenemos modo de agradecer con un mínimo de justicia que RN se haya convertido en altavoz de esta enfermedad, para que de una vez comprendamos que no toda enfermedad mental es locura, sino que en la mayoría de casos es sufrimiento, acaso la verdadera esencia del infierno.

Doscientos siete. Por mucho que se intente, por mucho que la calidad del escritor pudiera ser limítrofe con lo divino, por mucho que las frases se adaptaran como la piel a la carne, incluso en tales improbables casos, las palabras son incapaces de reflejar la verdad a la que en el fondo siempre se refieren. Quizá en el mejor de los casos pudieran aspirar a ser un pálido reflejo, eco o reverbero de esa esencia hacia la que apuntan.
Y si eso sucede con el lenguaje, con la emisión de un mensaje articulado, qué decir de su silencio, qué decir del vacío o de la nada.
Mejor pensar que cuando se calla, la mudez es obra de misericordia.

Doscientos ocho. El poemario que continúa a Los andamios de los pájaros en la colección “Tierra” de Siltolá, titulado La víspera está escrito por Rodrigo Olay. Leo en la solapa que el joven autor nació en Noreña, Asturias. Me recorre una emoción, propia de las casualidades hermosas. Pues nadie de la editorial podía saber que un segoviano tiene su corazón puesto en Pola de Siero, localidad casi fronteriza con Noreña, ni que sus libros irían uno junto al otro en la misma colección.
Estas cosas suceden a veces. Ya sé que no tiene la más mínima importancia, pero me ha gustado esta coincidencia.
Junto con este libro, he recogido de las oficinas de Correos los otros dos poemarios que continúan la colección, a saber, Poemas de la incertidumbre de Fernando Sarría Abadía y El peregrino de Carlos Martínez Aguirre, así como Una segunda penumbra [Hacia el corazón de Japón] de Mª. Ángeles Robles, integrante de la colección “Levante”, y Apuntes y fuegos de Jesús Cotta de la colección “Álogos”.
Por seguir el orden aleatorio que la casualidad ha otorgado, y aprovechando la celebración de la patrona, es decir que la mañana me permite adentrarme en lo que en verdad me importa, de inmediato me enfrasco en la lectura de los versos del asturiano.
Pronto la emoción comienza su tarea de merodeo entorno a mis latidos, pronto compruebo que Olay es de la estirpe de quienes huyen del hermetismo y de lo oculto (a pesar de lo pobres que suenan los versos que se entienden —Pág. 39—), de quienes acechan lo más hondamente humano de las vivencias y recuerdos para trasladarlos en verso transparente y terso al lector. Tienen sus poemas sabor a historias, a lance en el tiempo, a suceso que sirve para escarbar y que afloren, como manantiales, ciertas situaciones. En sus poemas retarda hasta el final, o hasta los penúltimos versos, la razón que le ha empujado a escribirlos. Acumula informaciones que al lector le provocan curiosidad y deseo de avanzar hasta el final para descubrir el motivo que originó el poema, todo imbuido por el compás de los versos cuya melodía se basa en ecos imperecederos de endecasílabos, heptasílabos o alejandrinos que se llegan a acomodar con naturalidad a varios sonetos e incluso a una octava real. Al alcanzar su desembocadura, los ojos de quien lee, como si fueran un balón rebotado contra el suelo, regresan al principio en tic autómata, queriendo atrapar en el recuerdo cada hebra de la historia.
¿Cómo no admirar su primera propuesta de poética que se aleja de condicionantes teóricos y dispara hacia la actitud: escribir cada verso como si éste fuera el último? ¿Cómo no sentir un estremecimiento que provoca niebla en la mirada al leer “José”, poema que luego tiene continuación o paralelo en “R. V.” escrito en ese asturianu que el pueblo habla en la calle, que luego traduce al castellano y que reaparece —o tal intuyo— en el postrer poema del libro, el que le da título? ¿Cómo no mirar a la lluvia de la mañana con melancolía tras haber contemplado al viejo profesor del Trinity Collage retratado en “Diffugere Nives”?¿Cómo no abominar de la estirpe que causa destrozos en vidas similares a las que inspiran "La hija del hombre maldito"? ¿Cómo no desear haber escrito “Acción de gracias”? ¿Cómo no admirar la capacidad para escoger de entre todos los posibles datos los que toma de la historia del ajedrecista ruso Alexánder Aliojin? ¿Cómo no entender la tarea tan ardua de un traductor, la enorme responsabilidad de su labor, tras comprobar en “Voyage autour de Ma Chambre” que dos palabras de Virgilio —frigore membra— pueden tener tantas versiones como sensibilidades sus traductores y que sólo la del poeta de raza, aunque no sea tan literal, acierte con el sentir del poeta latino? ¿Cómo no estar casi de acuerdo con su propuesta de poética “La búsqueda”, esa continua batalla campal que se le presenta a quien escribe versos desde casi el principio de la historia?

Doscientos nueve. Negar a estas alturas que estoy contento porque el Real Madrid haya ganado esta edición de la Champions League, no sólo sería mentir, sino que, además, nadie lo creería. Sin embargo confieso que ciertas estéticas del triunfo me decepcionan. La alegría, incluso eufórica, es justo sentimiento, y mucho más del modo en que se han producido los lances del juego; pero la altanería de algunos, excesivamente jaleada por otros, empaña un resultado que estuvo a punto de ser el opuesto, aunque hubiera sido injusto, si nos atenemos al fútbol que se vio en el tapete del césped lisboeta.
Y a la vista de sueldos y contratos, quizá la inmadurez propia de los pocos años no termine de disculpar del todo esos gestos. La felicidad por el trabajo bien hecho nada tiene que ver con la altanería.