Doscientos diez. La verdadera
sorpresa tras las elecciones al Parlamento Europeo me la causa su extrañeza y
su enfado mal disimulado por los resultados. El desprecio hacia más de un
millón de votantes es algo doloroso. A los grandes partidos políticos, incluso
a los pequeños de corte tradicional y estructuras aferradas a un aparato con
vocación de dinosaurio, les está pillando la glaciación de este modo de democracia,
y no se están enterando. Mejor dicho, no les interesa que se sepa que existe
otra posibilidad diferente.
Es tan lastimoso
escuchar sus explicaciones, sentir que sus reacciones, por más que alguna
parezca radical, son cosméticas y todas ellas predecibles —además de muy
deseables en algún caso—. No han acudido al oculista, y va siendo hora que lo
hagan: la miopía empieza a ser de tal envergadura que amenaza tornarse ceguera.
Por variar estaría bien
que el lobby más importante, el que más interesara y preocupara a los políticos
fuera el de la ciudadanía, el de las personas; el único que debiera importarles
de veras.
También sorprende,
pero sobre todo entristece, que buena parte de la prensa venda todo esto como
una catástrofe, salvo que se entienda como prueba del comensalismo entre medios
de comunicación y partidos políticos.
Los dinosaurios
desaparecieron de la faz de la tierra y la vida continuó sin su presencia. Desaparecerán
los partidos políticos tal y como se entienden y la democracia continuará su
marcha lenta pero imparable. Cada paso a lo largo de la historia, a pesar de
los sufrimientos que ha costado, siempre ha sido para acercar su camino a la real
etimología de su nombre.
Si esta sacudida no
es suficiente para que mediten sobre sus carencias, que miren también por el
lado de quienes no creen en la democracia —ni entra en sus planes hacerlo
nunca—, pero se aprovechan de ella. Tal asunto sí debiera preocuparles más.
Si empiezan a tratar
a las mujeres y a los hombres como se merecen y como necesitan y como se espera
de quien está para organizar, dinamizar y mejorar la vida de las sociedades, quizá
el sarpullido de la extrema derecha de una parte no desdeñable de europeos, ese
brote de odio, separación, xenofobia, no se torne pandemia cuya solución pase
nuevamente por dolor, sangre y guerra.
Doscientos once. Escucho, leo, navego
por la red y me doy cuenta de que hay algo mucho más hondo y de más larga
duración de lo que a algunos les parece.
Viendo a unos y a
otros, tengo la impresión de que buena parte del problema está en el déficit de
imaginación, en el modo de tratar a los ciudadanos como simples electores a
tiempo parcial, y en el pánico a perder sus prebendas.
La mezcla de miedo y
desprecio es un plato cuya lenta digestión aleja de la realidad o, mejor dicho,
acerca a la paranoia.
Doscientos doce. De todos modos no
me parece el odio el mejor ingrediente para alcanzar cualquier pretensión. Significa
empezar una tarea con una sustancia perniciosa que envenenará todo el proceso.
Y aunque no sea el
primer elemento de su discurso, ni siquiera el más sobresaliente, pues ya desde
el nombre se hace hincapié en la esperanza y en el porvenir como parte esencial
de la propuesta, a poco que escucho o leo, percibo demasiada irritación y animadversión,
cierto sabor tan añejo y podrido como las estructuras trasnochadas que se pretenden
sustituir. Quizá esta inquina se pueda explicar en parte, porque una de las razones
más importantes que ha aglutinado esta reacción, tiene que ver con el sufrimiento
provocado por quienes han dinamitado la vida de tantas personas que para los
poderosos se vieron reducidas a la categoría de clientes o deudores o meros
electores. Pero habría que reducir al máximo este sentimiento destructivo, deberían
ahondar más en transmitir ilusión y futuro. Hay suficientes anhelos,
preparación e imaginación como para que sean los motores del camino a emprender,
de esta nueva ruta que parece abrirse a nuestro paso.
Pero uno husmea un
tufillo desagradable. Si para referirse a las bondades del nuevo hogar, se mencionan
en exceso las deficiencias del viejo —más de lo cualquiera entiende como mínimo
o básico—, quizá es que el nuevo tenga menos que ofrecer de lo que parece. O
quizá es que tengamos que ir a ella, no porque nos guste, sino porque la otra
se desploma y preferimos que nos pille dentro.
Por el contrario,
cuando la nueva autovía hace el tráfico más fluido y más seguro, permite llegar
al destino antes y con más garantías, nadie o casi nadie recuerda la vieja carretera.
A nadie le importan sus defectos o sus riesgos, se disfruta de lo nuevo.
Convendría acentuar
el discurso sobre las nuevas necesidades, sobre los retos desconocidos, sobre
las diferencias de un conjunto de generaciones que atisban ya muy alejadas
cuestiones de viejas ideologías y que, sin embargo, se acercan al futuro a
sabiendas de que ya casi es el presente.
Doscientos trece. Aún no sé si estoy
perdiendo el tiempo —mucho más de lo habitual, que ya es perder— durante estos
días. Las horas en que debiera estar en otros menesteres, las paso intentando
descubrir todo aquello que me he ido perdiendo en estos meses, en que se ha fraguado
esta iniciativa que tiene aspecto de conseguir que la semántica se parezca un
poco más con la realidad.
Analizo la raíz de mi
desconocimiento —no absoluto, pero sí escaso y fragmentado— y me doy cuenta de
que, si he sabido algo de Podemos
antes de las elecciones, ha sido gracias a dos o tres carteles mal pegados en
una pared desvencijada de la calle por donde cada tarde transito a casa de mis
padres, muro ajeno a los espacios habilitados para propaganda electoral, y
porque una pareja muy querida para mí, me dio el sábado un pequeño folleto…
casi en la misma calle donde había visto los carteles, donde supe unas semanas
atrás que había un procedimiento abierto para elegir la candidatura, la acera donde
pensé que algo nuevo iba naciendo, y que los críticos del 15M, quienes reprochaban
su inoperancia por falta de concreción política, a lo mejor se lamentaban al
comprobar que su argumento dejaba de tener sentido. En resumen, si el nombre de
la formación y una idea sobre su modo de actuar llegó a mis mientes antes del
día de las elecciones fue por este doble método, quizá el más antiguo y
residual.
Se habla de la
potencia de los medios de masa, más en concreto de la televisión. Pero resulta
que no veo la televisión, y menos aún los debates, pues no soporto las discusiones
estériles, esos supuestos diálogos que más bien son pugilismo verbal, cuyo
cimiento es el insulto, la descalificación y la inquina léxica. Más de uno de
los tertulianos que acuden a los platós de las cadenas son expertos en usar como
argumentos desprecio, burla, insulto, desconsideración…, llenar el camino del debate
de tachuelas o clavos que evitan su fluidez. Parece que la bronca y la
discusión son ingredientes imprescindibles para la continuidad del negocio
televisivo. Conmigo no contarán en este asunto. Mis horas de ocio procuro disfrutarlas,
y ver la televisión no entra en tal concepto, salvo algún partido de fútbol o alguna
película.
Otros, con los que
estoy más de acuerdo, sospechan que la verdadera clave del éxito está en su
presencia activa y conocedora del buen uso de las redes sociales, es decir, la
interactividad según la terminología informática, lo que más comúnmente se
denomina diálogo o, al menos, cierto intercambio de informaciones. Como en
tantos otros detalles, salvo honrosas excepciones, los políticos al uso no
basan en el intercambio de ideas o propuestas su presencia en las redes, sino
que las usan como altavoces de su discurso, como cauce para informar sobre lo
que hacen o dejan de hacer: mera exposición de parte de su agenda. Es decir la
persona es, como mucho un votante, un elector. Nada más. No tiene opinión
propia, se debe adherir a una u otra u otra.
Sin embargo llevo
meses prácticamente aislado, absorbido por una tarea inútil para la que no
tengo tiempo. El ocio se limita a la tarea, la tarea al ocio. Trabajo, duermo,
escribo o leo, a veces paseo.
Si no hubiera sido
por ese puñado de carteles, si no hubiera sido por ese folleto, si no hubiera
sido porque subo a casa de mis padres por el camino más corto, es decir por
calles no muy céntricas, mi sorpresa hubiera sido aún mayor. Y ahora me siento
en la necesidad de recabar más información, intuir un poco de dónde viene la
nueva brisa y qué semillas atesora en su regazo de final de primavera…
Doscientos catorce. No es la primera
vez que lamento la publicidad invasiva de la intimidad. No soporto la publicidad
—quizá por ello es por lo que me provoca tanto pudor decir y recordar en las
redes o a los amigos o a los familiares que me han publicado un libro de
poesía—, pero entiendo que las empresas tienen que darse a conocer, pues lo que
no se conoce casi no existe, si una empresa no vende sus productos se arruina.
Hasta ahí llego, hasta ahí tolero su presencia. Que me envíen publicidad a través
de correo ordinario o del electrónico, se acerca al concepto de invasión, me
siento mal porque se cruza una frontera de intimidad que me molesta. Pero en
estos casos puedo defenderme: con arrojar a la basura lo que envían es suficiente.
Casi nunca me paro a comprobar el remitente.
Sin embargo que me aborden
por la calle, que el teléfono sea vehículo para intentar venderme algo, que
llamen a mi puerta con ese objeto, traspasa las fronteras permisibles. Y cada día
crece este tipo de acoso.
Estas técnicas me
provocan justo el movimiento adverso al previsto: mi respuesta será negativa. Siempre.
Es algo que no puedo remediar. Quizá se trate de una reacción desproporcionada,
pero inevitable. Se juega con los buenos sentimientos de la gente, con la sensación
de culpa. Las empresas saben que contarán con un porcentaje de personas
incapaces de decir que no para evitar que el vendedor piense que está ante una
mala persona. No es lo mismo tirar a la papelera un folleto, una revista, un
panfleto, que tener que decir que no a otro ser humano que parece mendigar y
que ha sido adiestrado, además, para generar una necesidad que es pura ficción.
Porque se trata de
otro ser humano quien tiene la penosa tarea de invadirme, es por lo que soy
educado, me limito a decir que no me interesa lo que intenta venderme (ya sea
una suscripción a una ONG, ya un contrato con una compañía de teléfono, ya una
enciclopedia, ya un seguro o ya el cielo cuando una secta pulsa el timbre).
Lo de esta tarde ha
sido peor aún, porque me han mentido. Les ha dado lo mismo, pues no han
conseguido su objetivo. A pesar de mi inicial resistencia (mi gesto se acercaba
más al fastidio que a la amabilidad), a pesar de mi primera advertencia de que
no pensaba comprar nada que me ofrecieran, bajo la promesa de que no pretendían
tal cosa, sino que debían actualizar unos datos y para ello necesitaban una
superficie donde escribir, les he permitido cruzar el umbral.
Han sido menos de
diez minutos tensos. Diez minutos que han perdido, pues en este tiempo han conseguido
la misma respuesta que la inicial. Sabían que me estaban engañando, porque, de
hecho lo único que hubieran necesitado escribir apoyándose en la mesa, hubiera
sido el contrato de compraventa, el resto de datos se organizaba en una tablet.
Alguien debería
prohibir todo esto. Ya sé que los vendedores ambulantes o los comerciales
tienen derecho a vivir, sé que su tarea es antigua, dura y desagradable, su
fruto mezquino: apenas unas migajas. Antaño su tarea quizá tuviera más sentido,
cuando no existían tantos canales de información y de compra, sin embargo hoy
resulta molesto, incongruente, invasivo.
Me parece ilícito
jugar con el sentimiento de la gente. Es difícil abstraerse cuando una persona
está ante ti. Es difícil mantener la sangre fría y tener bien presente que no se
desprecia a un congénere, sino que te niegas a seguir enriqueciendo a un banco
que desahucia, o al grupo editorial más poderoso de España, o a una de las
compañías de teléfono que más factura en Europa, o a un grupo de seguros que después
negará el pan y la sal si sufres un accidente más grave de lo habitual, o a una
ONG que suple la falta de justicia con la caridad mal entendida, o a una secta
que aniquila la libertad individual…
Se deberían prohibir
de un plumazo todos estos abordajes a la intimidad, este atosigamiento a la
libertad de decisión, este modo ladino de buscar que uno se sienta mal por
decir que no, o por evitar explicar su situación económica o por la falta de
necesidad de consumir tal o cual producto o, como en mi caso: lisa y llanamente
no me da la gana de gastar en lo que no me interesa. Es decir, no entiendo que
uno se sienta mal por ejercer su derecho a negarse, al no porque no, porque no quiero.
Sin más, sin razones, sin justificaciones, sin excusas. No.
Doscientos quince. Ya se ha dado otro
paso más en el proceso que origina el miedo.
Tras la sorpresa y
un análisis superfluo se piensa en que el desprecio y la burla serán
suficientes.
Vale todo con tal de
no afrontar la cruda realidad, la gangrena en que va muriendo el obsoleto
sistema político.
Doscientos dieciséis. Tras las
declaraciones del Papa Francisco en el avión que le traía de regreso de los
Santos Lugares, he pensado en aquel amigo que una mala madrugada decidió que su
vida le estorbaba a él y quizá al mundo.
Nunca es tarde, si
la luz va llegando y se abre paso el espíritu a pesar de lo férreo de las
normas que por tantos siglos lo han encorsetado; pero el día en que el celibato
sacerdotal sea opcional como al inicio, seguiré recordando su calvario, cuando
se enamoró, cuando —como consecuencia— abandonó su vocación, cuando fue arrojado
al olvido y a la soledad, cuando, a pesar de aquel amor, acabó con su vida
colgado de una viga.
Lo curioso es que la
información de que algún día quizá pueda haber noticia, ha servido para ocultar
o esconder, al menos en cierto sector de la prensa, sus declaraciones sobre economía.
Cuando ha vuelto a repetir que la economía no puede olvidar al ser humano como
hace ahora, que la verdadera economía es la que tiene a los humanos como centro
y eje de su actividad.
Doscientos diecisiete. Lo más grave, tras
todas estas reacciones postelectorales es que se huya de la democracia como si
ésta fuera la peste.
Después de una
semana, apenas se han enterado de nada. El miedo sigue haciendo estragos. Ahora
parecen avestruces.
¿Así piensan
vertebrar entorno suyo la alternativa al poder establecido y que tanto
critican…?
Doscientos dieciocho. Es lamentable que lo que estaba previsto acerca de las nuevas competencias del
Parlamento Europeo, sea ninguneado por los gobiernos nacionales.
¿Por qué les sigue
extrañando la desafección de los ciudadanos hacia los políticos?
Claro que ser político
es parecido a ser marioneta en manos de taimados titiriteros, por lo que la
consecuencia es inevitable: todo el día con la mentira entre las cuerdas
vocales y los dientes, todos los días, como modelo de vida…
Doscientos diecinueve. Cuando uno ha
alcanzado una opinión propia sobre un libro, aunque el crítico más reputado del
mundo dictamine lo contrario sobre su contenido, es casi imposible que se
modifique mi criterio.
Y si aquello que
para el experto es defecto, para mí es virtud, entonces no sólo no se modifica,
sino que se reafirma mi idea.