Cómplices

Lunes 26 a sábado 31 de mayo de 2014

Doscientos diez. La verdadera sorpresa tras las elecciones al Parlamento Europeo me la causa su extrañeza y su enfado mal disimulado por los resultados. El desprecio hacia más de un millón de votantes es algo doloroso. A los grandes partidos políticos, incluso a los pequeños de corte tradicional y estructuras aferradas a un aparato con vocación de dinosaurio, les está pillando la glaciación de este modo de democracia, y no se están enterando. Mejor dicho, no les interesa que se sepa que existe otra posibilidad diferente.
Es tan lastimoso escuchar sus explicaciones, sentir que sus reacciones, por más que alguna parezca radical, son cosméticas y todas ellas predecibles —además de muy deseables en algún caso—. No han acudido al oculista, y va siendo hora que lo hagan: la miopía empieza a ser de tal envergadura que amenaza tornarse ceguera.
Por variar estaría bien que el lobby más importante, el que más interesara y preocupara a los políticos fuera el de la ciudadanía, el de las personas; el único que debiera importarles de veras.
También sorprende, pero sobre todo entristece, que buena parte de la prensa venda todo esto como una catástrofe, salvo que se entienda como prueba del comensalismo entre medios de comunicación y partidos políticos.
Los dinosaurios desaparecieron de la faz de la tierra y la vida continuó sin su presencia. Desaparecerán los partidos políticos tal y como se entienden y la democracia continuará su marcha lenta pero imparable. Cada paso a lo largo de la historia, a pesar de los sufrimientos que ha costado, siempre ha sido para acercar su camino a la real etimología de su nombre.
Si esta sacudida no es suficiente para que mediten sobre sus carencias, que miren también por el lado de quienes no creen en la democracia —ni entra en sus planes hacerlo nunca—, pero se aprovechan de ella. Tal asunto sí debiera preocuparles más.
Si empiezan a tratar a las mujeres y a los hombres como se merecen y como necesitan y como se espera de quien está para organizar, dinamizar y mejorar la vida de las sociedades, quizá el sarpullido de la extrema derecha de una parte no desdeñable de europeos, ese brote de odio, separación, xenofobia, no se torne pandemia cuya solución pase nuevamente por dolor, sangre y guerra.

Doscientos once. Escucho, leo, navego por la red y me doy cuenta de que hay algo mucho más hondo y de más larga duración de lo que a algunos les parece.
Viendo a unos y a otros, tengo la impresión de que buena parte del problema está en el déficit de imaginación, en el modo de tratar a los ciudadanos como simples electores a tiempo parcial, y en el pánico a perder sus prebendas.
La mezcla de miedo y desprecio es un plato cuya lenta digestión aleja de la realidad o, mejor dicho, acerca a la paranoia.

Doscientos doce. De todos modos no me parece el odio el mejor ingrediente para alcanzar cualquier pretensión. Significa empezar una tarea con una sustancia perniciosa que envenenará todo el proceso.
Y aunque no sea el primer elemento de su discurso, ni siquiera el más sobresaliente, pues ya desde el nombre se hace hincapié en la esperanza y en el porvenir como parte esencial de la propuesta, a poco que escucho o leo, percibo demasiada irritación y animadversión, cierto sabor tan añejo y podrido como las estructuras trasnochadas que se pretenden sustituir. Quizá esta inquina se pueda explicar en parte, porque una de las razones más importantes que ha aglutinado esta reacción, tiene que ver con el sufrimiento provocado por quienes han dinamitado la vida de tantas personas que para los poderosos se vieron reducidas a la categoría de clientes o deudores o meros electores. Pero habría que reducir al máximo este sentimiento destructivo, deberían ahondar más en transmitir ilusión y futuro. Hay suficientes anhelos, preparación e imaginación como para que sean los motores del camino a emprender, de esta nueva ruta que parece abrirse a nuestro paso.
Pero uno husmea un tufillo desagradable. Si para referirse a las bondades del nuevo hogar, se mencionan en exceso las deficiencias del viejo —más de lo cualquiera entiende como mínimo o básico—, quizá es que el nuevo tenga menos que ofrecer de lo que parece. O quizá es que tengamos que ir a ella, no porque nos guste, sino porque la otra se desploma y preferimos que nos pille dentro.
Por el contrario, cuando la nueva autovía hace el tráfico más fluido y más seguro, permite llegar al destino antes y con más garantías, nadie o casi nadie recuerda la vieja carretera. A nadie le importan sus defectos o sus riesgos, se disfruta de lo nuevo.
Convendría acentuar el discurso sobre las nuevas necesidades, sobre los retos desconocidos, sobre las diferencias de un conjunto de generaciones que atisban ya muy alejadas cuestiones de viejas ideologías y que, sin embargo, se acercan al futuro a sabiendas de que ya casi es el presente.

Doscientos trece. Aún no sé si estoy perdiendo el tiempo —mucho más de lo habitual, que ya es perder— durante estos días. Las horas en que debiera estar en otros menesteres, las paso intentando descubrir todo aquello que me he ido perdiendo en estos meses, en que se ha fraguado esta iniciativa que tiene aspecto de conseguir que la semántica se parezca un poco más con la realidad.
Analizo la raíz de mi desconocimiento —no absoluto, pero sí escaso y fragmentado— y me doy cuenta de que, si he sabido algo de Podemos antes de las elecciones, ha sido gracias a dos o tres carteles mal pegados en una pared desvencijada de la calle por donde cada tarde transito a casa de mis padres, muro ajeno a los espacios habilitados para propaganda electoral, y porque una pareja muy querida para mí, me dio el sábado un pequeño folleto… casi en la misma calle donde había visto los carteles, donde supe unas semanas atrás que había un procedimiento abierto para elegir la candidatura, la acera donde pensé que algo nuevo iba naciendo, y que los críticos del 15M, quienes reprochaban su inoperancia por falta de concreción política, a lo mejor se lamentaban al comprobar que su argumento dejaba de tener sentido. En resumen, si el nombre de la formación y una idea sobre su modo de actuar llegó a mis mientes antes del día de las elecciones fue por este doble método, quizá el más antiguo y residual.
Se habla de la potencia de los medios de masa, más en concreto de la televisión. Pero resulta que no veo la televisión, y menos aún los debates, pues no soporto las discusiones estériles, esos supuestos diálogos que más bien son pugilismo verbal, cuyo cimiento es el insulto, la descalificación y la inquina léxica. Más de uno de los tertulianos que acuden a los platós de las cadenas son expertos en usar como argumentos desprecio, burla, insulto, desconsideración…, llenar el camino del debate de tachuelas o clavos que evitan su fluidez. Parece que la bronca y la discusión son ingredientes imprescindibles para la continuidad del negocio televisivo. Conmigo no contarán en este asunto. Mis horas de ocio procuro disfrutarlas, y ver la televisión no entra en tal concepto, salvo algún partido de fútbol o alguna película.
Otros, con los que estoy más de acuerdo, sospechan que la verdadera clave del éxito está en su presencia activa y conocedora del buen uso de las redes sociales, es decir, la interactividad según la terminología informática, lo que más comúnmente se denomina diálogo o, al menos, cierto intercambio de informaciones. Como en tantos otros detalles, salvo honrosas excepciones, los políticos al uso no basan en el intercambio de ideas o propuestas su presencia en las redes, sino que las usan como altavoces de su discurso, como cauce para informar sobre lo que hacen o dejan de hacer: mera exposición de parte de su agenda. Es decir la persona es, como mucho un votante, un elector. Nada más. No tiene opinión propia, se debe adherir a una u otra u otra.
Sin embargo llevo meses prácticamente aislado, absorbido por una tarea inútil para la que no tengo tiempo. El ocio se limita a la tarea, la tarea al ocio. Trabajo, duermo, escribo o leo, a veces paseo.
Si no hubiera sido por ese puñado de carteles, si no hubiera sido por ese folleto, si no hubiera sido porque subo a casa de mis padres por el camino más corto, es decir por calles no muy céntricas, mi sorpresa hubiera sido aún mayor. Y ahora me siento en la necesidad de recabar más información, intuir un poco de dónde viene la nueva brisa y qué semillas atesora en su regazo de final de primavera…

Doscientos catorce. No es la primera vez que lamento la publicidad invasiva de la intimidad. No soporto la publicidad —quizá por ello es por lo que me provoca tanto pudor decir y recordar en las redes o a los amigos o a los familiares que me han publicado un libro de poesía—, pero entiendo que las empresas tienen que darse a conocer, pues lo que no se conoce casi no existe, si una empresa no vende sus productos se arruina. Hasta ahí llego, hasta ahí tolero su presencia. Que me envíen publicidad a través de correo ordinario o del electrónico, se acerca al concepto de invasión, me siento mal porque se cruza una frontera de intimidad que me molesta. Pero en estos casos puedo defenderme: con arrojar a la basura lo que envían es suficiente. Casi nunca me paro a comprobar el remitente.
Sin embargo que me aborden por la calle, que el teléfono sea vehículo para intentar venderme algo, que llamen a mi puerta con ese objeto, traspasa las fronteras permisibles. Y cada día crece este tipo de acoso.
Estas técnicas me provocan justo el movimiento adverso al previsto: mi respuesta será negativa. Siempre. Es algo que no puedo remediar. Quizá se trate de una reacción desproporcionada, pero inevitable. Se juega con los buenos sentimientos de la gente, con la sensación de culpa. Las empresas saben que contarán con un porcentaje de personas incapaces de decir que no para evitar que el vendedor piense que está ante una mala persona. No es lo mismo tirar a la papelera un folleto, una revista, un panfleto, que tener que decir que no a otro ser humano que parece mendigar y que ha sido adiestrado, además, para generar una necesidad que es pura ficción.
Porque se trata de otro ser humano quien tiene la penosa tarea de invadirme, es por lo que soy educado, me limito a decir que no me interesa lo que intenta venderme (ya sea una suscripción a una ONG, ya un contrato con una compañía de teléfono, ya una enciclopedia, ya un seguro o ya el cielo cuando una secta pulsa el timbre).
Lo de esta tarde ha sido peor aún, porque me han mentido. Les ha dado lo mismo, pues no han conseguido su objetivo. A pesar de mi inicial resistencia (mi gesto se acercaba más al fastidio que a la amabilidad), a pesar de mi primera advertencia de que no pensaba comprar nada que me ofrecieran, bajo la promesa de que no pretendían tal cosa, sino que debían actualizar unos datos y para ello necesitaban una superficie donde escribir, les he permitido cruzar el umbral.
Han sido menos de diez minutos tensos. Diez minutos que han perdido, pues en este tiempo han conseguido la misma respuesta que la inicial. Sabían que me estaban engañando, porque, de hecho lo único que hubieran necesitado escribir apoyándose en la mesa, hubiera sido el contrato de compraventa, el resto de datos se organizaba en una tablet.
Alguien debería prohibir todo esto. Ya sé que los vendedores ambulantes o los comerciales tienen derecho a vivir, sé que su tarea es antigua, dura y desagradable, su fruto mezquino: apenas unas migajas. Antaño su tarea quizá tuviera más sentido, cuando no existían tantos canales de información y de compra, sin embargo hoy resulta molesto, incongruente, invasivo.
Me parece ilícito jugar con el sentimiento de la gente. Es difícil abstraerse cuando una persona está ante ti. Es difícil mantener la sangre fría y tener bien presente que no se desprecia a un congénere, sino que te niegas a seguir enriqueciendo a un banco que desahucia, o al grupo editorial más poderoso de España, o a una de las compañías de teléfono que más factura en Europa, o a un grupo de seguros que después negará el pan y la sal si sufres un accidente más grave de lo habitual, o a una ONG que suple la falta de justicia con la caridad mal entendida, o a una secta que aniquila la libertad individual…
Se deberían prohibir de un plumazo todos estos abordajes a la intimidad, este atosigamiento a la libertad de decisión, este modo ladino de buscar que uno se sienta mal por decir que no, o por evitar explicar su situación económica o por la falta de necesidad de consumir tal o cual producto o, como en mi caso: lisa y llanamente no me da la gana de gastar en lo que no me interesa. Es decir, no entiendo que uno se sienta mal por ejercer su derecho a negarse, al no porque no, porque no quiero. Sin más, sin razones, sin justificaciones, sin excusas. No.

Doscientos quince. Ya se ha dado otro paso más en el proceso que origina el miedo.
Tras la sorpresa y un análisis superfluo se piensa en que el desprecio y la burla serán suficientes.
Vale todo con tal de no afrontar la cruda realidad, la gangrena en que va muriendo el obsoleto sistema político.

Doscientos dieciséis. Tras las declaraciones del Papa Francisco en el avión que le traía de regreso de los Santos Lugares, he pensado en aquel amigo que una mala madrugada decidió que su vida le estorbaba a él y quizá al mundo.
Nunca es tarde, si la luz va llegando y se abre paso el espíritu a pesar de lo férreo de las normas que por tantos siglos lo han encorsetado; pero el día en que el celibato sacerdotal sea opcional como al inicio, seguiré recordando su calvario, cuando se enamoró, cuando —como consecuencia— abandonó su vocación, cuando fue arrojado al olvido y a la soledad, cuando, a pesar de aquel amor, acabó con su vida colgado de una viga.
Lo curioso es que la información de que algún día quizá pueda haber noticia, ha servido para ocultar o esconder, al menos en cierto sector de la prensa, sus declaraciones sobre economía. Cuando ha vuelto a repetir que la economía no puede olvidar al ser humano como hace ahora, que la verdadera economía es la que tiene a los humanos como centro y eje de su actividad.

Doscientos diecisiete. Lo más grave, tras todas estas reacciones postelectorales es que se huya de la democracia como si ésta fuera la peste.
Después de una semana, apenas se han enterado de nada. El miedo sigue haciendo estragos. Ahora parecen avestruces.
¿Así piensan vertebrar entorno suyo la alternativa al poder establecido y que tanto critican…?

Doscientos dieciocho. Es lamentable que lo que estaba previsto acerca de las nuevas competencias del Parlamento Europeo, sea ninguneado por los gobiernos nacionales.
¿Por qué les sigue extrañando la desafección de los ciudadanos hacia los políticos?
Claro que ser político es parecido a ser marioneta en manos de taimados titiriteros, por lo que la consecuencia es inevitable: todo el día con la mentira entre las cuerdas vocales y los dientes, todos los días, como modelo de vida…

Doscientos diecinueve. Cuando uno ha alcanzado una opinión propia sobre un libro, aunque el crítico más reputado del mundo dictamine lo contrario sobre su contenido, es casi imposible que se modifique mi criterio.
Y si aquello que para el experto es defecto, para mí es virtud, entonces no sólo no se modifica, sino que se reafirma mi idea.