Doscientos veinte. Cómo no sentir
emoción ante el puñado de líneas que Santos Domínguez dedica a Los andamios de los pájaros. Si uno
fuera el cerillero de todos cuantos acompaño en su selección, de cualquiera, sería
feliz, así que compartir una página con tales nombres y obras me escalofría y
reafirma que el magma que me empuja hacia la escritura es la materia que me
moldea, es el hálito que otorga el ritmo y las ganas de mis latidos. Cómo no revivir la misma sensación con las palabras de Álvaro Valverde que me incluye en el grupo de los siltolianos. Es
imposible no elevar un recuerdo a quien confió en mis versos y los publicó.
Doscientos veintiuno. Para la inmensa
mayoría, la abdicación ha sucedido de improviso, por sorpresa. Aunque a nadie
termina de extrañarle, a todos nos ha pillado en fuera de juego. Es como una
nevada en enero sin previo pronóstico: tras el desconcierto del primer minuto, se
acaba admitiendo que en invierno nieva, aunque ese día en concreto nadie lo
hubiera vaticinado… y nada lo presagiara.
Al abrir la puerta para irse, ha entrado, como viento borrascoso
y algo huraño, el grito de quienes desean no sólo que abandone el puesto, sino
que se lleve el puesto tras la despedida, y se lo lleve para siempre. El grito
tricolor es más vigoroso que nunca desde hace décadas, probablemente
fortalecido más por las tropelías de algún miembro de la familia, que por lo
que hayan aportado los republicanos; muchos, aunque no todos —justo es
reconocerlo—, gritan por la tercera, pero parece que piensan en la segunda, más
que ilusión y futuro, algunos exhiben viejos daguerrotipos monocromos,
envenenados por el rencor.
Parece pronto para valorar si tal energía renovada es suficiente
para provocar un debate de hondura o simplemente supondrá un sarpullido que
tras unas semanas desaparecerá sin haber dejado marcas sobre la piel.
Doscientos veintidós. Aunque no sea muy
arriesgado afirmarlo, a la vista de cuanto ha acontecido durante las últimas décadas,
a mi modo de ver —que puede obviarse a la vista de mis nulas dotes para el
vaticinio—, la clave está en la rosa y la esencia de su aroma.
Sin embargo la rosa anda medio marchitándose o medio
floreciendo, no se sabe; su esencia ha enmudecido o está a punto de alzar el
vuelo, tampoco está muy claro… La rosa más que médica, parece enferma o
convaleciente o lesionada. Y es ahora cuando bien se ha visto el error de aquel
incauto jardinero que cambió la planta de terreno, cuando olvidó a quién debe
su vigor, cuando traicionó —o casi— a los únicos a quienes debería haber
arropado con su fragancia y haber protegido con sus espinas.
Doscientos veintitrés. En la casa donde
vivo, se descubrió hace un puñado de años que buena parte de las chimeneas en
realidad eran una decoración del tejado, puesto que los conductos que allí
debían desembocar no existían. Parece que los trabajadores por inquina hacia su
empresa —y a falta de control de la dirección de la obra— decidieron no
hacerlos o no hacerlos del todo. (Así lo dictaminó la justicia según una
sentencia firme, no recurrida y ya ejecutada).
Cuando se pregonó el asunto, tras un comunitario escalofrío de
miedo retrospectivo, pues habíamos corrido peligro serio sin saberlo, se
acometieron las obras necesarias para subsanar el problema y que las chimeneas
no fueran como esas piezas de las construcciones infantiles que se colocan por pura
apariencia.
Después de unos meses, concluido el trabajo de los albañiles, nadie
ajeno a los hechos podría adivinar qué había sucedido. No se produjo ningún
cambio en la fachada o en la estructura, salvo rematar aquellos conductos que
quedaron inconclusos en su día. A nadie se le ocurrió demoler el edifico para
construir otro sobre el mismo solar devastado.
Doscientos veinticuatro. Porque ocupa parte
de mis reflexiones, porque aún me preocupa el futuro, porque los afanes de mi
existencia también dependen —y no poco— del modo en que se organicen los
asuntos públicos, siento que debo anotar algo sobre el asunto; sin embargo, me
digo, para qué hablar de estos temas cuando otros con mejor preparación y mirada
más afilada ya lo hacen y logran decir con sus palabras, las palabras que a mí
me gustaría escribir y que, sin embargo, soy incapaz de pensar siquiera. Y más
en esta situación en que quienes ganan, en realidad saben que han perdido —a
pesar de que no lo reconozcan del mismo modo unos que otros—, y quienes han
perdido intuyen que, de pronto, dirigen el caballo ganador a poco que se den
las circunstancias propicias, aunque antes deben suceder unas cuantas cosas, y
algunas no precisamente para organizar una fiesta.
Doscientos veinticinco. Quizá por cobardía
de unos, quizá por cálculos interesados y nada confesables de otros, sólo una
parte del espectro político se encarga de enarbolar y defender en público el
discurso lógico, más aún, portan el estandarte de la evidencia. Sucede, o así
me lo parece, que están aprovechando la parte de razón que les asiste para
revestirla de ropajes que a muchos otros repugnan y alejan de la esencia de lo
que se dice proclamar.
Se me plantea la tremenda duda de si lo que se pretende es engalanar
nuestras normas de convivencia con el necesario ropaje de la razón y la lógica,
o lo que se busca es imponer un atavío que disfraza más que viste. Así las
cosas, dudo que esa lógica lo sea tanto, o que la supuesta razón, no sea, en
realidad, un desatino en toda regla. E incluso olfateó en algunos un viejo y podrido
anhelo de revancha.
Doscientos veintiséis. Me producen
sorpresa, e incluso extrañeza algunas suposiciones que se dan como verdades
irrefutables e inamovibles, precisamente ahora que un grupo no desdeñable está
porque algunas cosas varíen.
Y ya que parece que está de moda formular preguntas de cara a
referéndums de todo tipo, también me gustaría proponer algunas, a sabiendas de
que nadie les hará ningún caso.
¿Por qué se da por supuesto que en el ala conservadora española
no hay republicanos?
¿Qué razón se opone a que existan progresistas que piensen que
la monarquía parlamentaria y constitucional siga siendo la mejor opción para la
jefatura de este estado cuya esencia constitucional es la de estado social,
democrático y de derecho?
¿Por qué una fracción de Cataluña y de Euskadi han decidido que no
son también España?
¿Por qué la rojigualda no puede ser la bandera de una tercera
república española, como lo fue durante la primera, ya que lleva ocho lustros
siendo bandera democrática y ha acogido y representado todas las ideas, hasta las
de quienes siempre han propuesto sin rubor el final de la monarquía
parlamentaria?
¿Por qué cuando algunos abogan por la
república como forma para la jefatura del estado, parece que pretenden
resucitar la II República, en vez de apostar por el futuro?
Doscientos veintisiete. Decía esta
mañana una buena amiga, que le dolía que su hija se dedicara a la pintura,
porque sabe por experiencia de muchos años del sufrimiento y la constante
insatisfacción que anidan en el corazón de los artistas.
No le falta ni un ápice de razón. Aunque uno disfrute con la
tarea, pues de lo contrario estaríamos hablando de un trabajo a destajo o de un
suplicio, queda la continua sensación de insatisfacción, la conciencia precisa
de que cada paso podría haberse mejorado, la convicción de que la obra de uno
es perfectamente prescindible…
Y sin embargo, como le he dicho, mayor sería el desasosiego, el
sufrimiento, la sensación de impotencia si no hubiera modo de dar salida a la
lava que oprime nuestro corazón y nos empuja sacarla fuera, aunque sea con torpeza
y dudas.
Doscientos veintiocho. Concluyo el día de
mi cumpleaños sumido el corazón en las brasas del cariño, acaso el mejor de los
nutrientes de la vida, el fundamental, sin duda, el que otorga a la existencia
la verdadera dimensión de humana. Sin cariño el ser humano, creo que deja de serlo,
quizá no en su aspecto, pero sí en la esencia, a pesar de que se trate de un
abono intangible, invisible, inmaterial.
Fundir en un solo crisol la tarea de ambos, la pasión que en
cada uno viene a ser el tránsito de una búsqueda incesante, sólo se lo puedo
agradecer a su generosidad, a esa hondísima y vigorosa amistad que se sostiene
a cientos de kilómetros y a la inmensa tarea de él que ha debido dejar (no hace
falta que me lo diga para saberlo) tantas tareas para elaborar este detalle que
tendré como una joya valiosa e irremplazable entre mis pobres pertenencias.
Y sé que mis palabras no les han de gustar ni a ella ni a él,
pues soy consciente de que su anhelo es mi absoluto silencio, pero cómo ya dijo
alguien en otro contexto, una luz no se enciende para, a continuación,
esconderla.