Cómplices

Domingo 1 a domingo 8 de junio de 2014

Doscientos veinte. Cómo no sentir emoción ante el puñado de líneas que Santos Domínguez dedica a Los andamios de los pájaros. Si uno fuera el cerillero de todos cuantos acompaño en su selección, de cualquiera, sería feliz, así que compartir una página con tales nombres y obras me escalofría y reafirma que el magma que me empuja hacia la escritura es la materia que me moldea, es el hálito que otorga el ritmo y las ganas de mis latidos. Cómo no revivir la misma sensación con las palabras de Álvaro Valverde que me incluye en el grupo de los siltolianos. Es imposible no elevar un recuerdo a quien confió en mis versos y los publicó.

Doscientos veintiuno. Para la inmensa mayoría, la abdicación ha sucedido de improviso, por sorpresa. Aunque a nadie termina de extrañarle, a todos nos ha pillado en fuera de juego. Es como una nevada en enero sin previo pronóstico: tras el desconcierto del primer minuto, se acaba admitiendo que en invierno nieva, aunque ese día en concreto nadie lo hubiera vaticinado… y nada lo presagiara.
Al abrir la puerta para irse, ha entrado, como viento borrascoso y algo huraño, el grito de quienes desean no sólo que abandone el puesto, sino que se lleve el puesto tras la despedida, y se lo lleve para siempre. El grito tricolor es más vigoroso que nunca desde hace décadas, probablemente fortalecido más por las tropelías de algún miembro de la familia, que por lo que hayan aportado los republicanos; muchos, aunque no todos —justo es reconocerlo—, gritan por la tercera, pero parece que piensan en la segunda, más que ilusión y futuro, algunos exhiben viejos daguerrotipos monocromos, envenenados por el rencor.
Parece pronto para valorar si tal energía renovada es suficiente para provocar un debate de hondura o simplemente supondrá un sarpullido que tras unas semanas desaparecerá sin haber dejado marcas sobre la piel.

Doscientos veintidós. Aunque no sea muy arriesgado afirmarlo, a la vista de cuanto ha acontecido durante las últimas décadas, a mi modo de ver —que puede obviarse a la vista de mis nulas dotes para el vaticinio—, la clave está en la rosa y la esencia de su aroma.
Sin embargo la rosa anda medio marchitándose o medio floreciendo, no se sabe; su esencia ha enmudecido o está a punto de alzar el vuelo, tampoco está muy claro… La rosa más que médica, parece enferma o convaleciente o lesionada. Y es ahora cuando bien se ha visto el error de aquel incauto jardinero que cambió la planta de terreno, cuando olvidó a quién debe su vigor, cuando traicionó —o casi— a los únicos a quienes debería haber arropado con su fragancia y haber protegido con sus espinas.

Doscientos veintitrés. En la casa donde vivo, se descubrió hace un puñado de años que buena parte de las chimeneas en realidad eran una decoración del tejado, puesto que los conductos que allí debían desembocar no existían. Parece que los trabajadores por inquina hacia su empresa —y a falta de control de la dirección de la obra— decidieron no hacerlos o no hacerlos del todo. (Así lo dictaminó la justicia según una sentencia firme, no recurrida y ya ejecutada).
Cuando se pregonó el asunto, tras un comunitario escalofrío de miedo retrospectivo, pues habíamos corrido peligro serio sin saberlo, se acometieron las obras necesarias para subsanar el problema y que las chimeneas no fueran como esas piezas de las construcciones infantiles que se colocan por pura apariencia.
Después de unos meses, concluido el trabajo de los albañiles, nadie ajeno a los hechos podría adivinar qué había sucedido. No se produjo ningún cambio en la fachada o en la estructura, salvo rematar aquellos conductos que quedaron inconclusos en su día. A nadie se le ocurrió demoler el edifico para construir otro sobre el mismo solar devastado.

Doscientos veinticuatro. Porque ocupa parte de mis reflexiones, porque aún me preocupa el futuro, porque los afanes de mi existencia también dependen —y no poco— del modo en que se organicen los asuntos públicos, siento que debo anotar algo sobre el asunto; sin embargo, me digo, para qué hablar de estos temas cuando otros con mejor preparación y mirada más afilada ya lo hacen y logran decir con sus palabras, las palabras que a mí me gustaría escribir y que, sin embargo, soy incapaz de pensar siquiera. Y más en esta situación en que quienes ganan, en realidad saben que han perdido —a pesar de que no lo reconozcan del mismo modo unos que otros—, y quienes han perdido intuyen que, de pronto, dirigen el caballo ganador a poco que se den las circunstancias propicias, aunque antes deben suceder unas cuantas cosas, y algunas no precisamente para organizar una fiesta.

Doscientos veinticinco. Quizá por cobardía de unos, quizá por cálculos interesados y nada confesables de otros, sólo una parte del espectro político se encarga de enarbolar y defender en público el discurso lógico, más aún, portan el estandarte de la evidencia. Sucede, o así me lo parece, que están aprovechando la parte de razón que les asiste para revestirla de ropajes que a muchos otros repugnan y alejan de la esencia de lo que se dice proclamar.
Se me plantea la tremenda duda de si lo que se pretende es engalanar nuestras normas de convivencia con el necesario ropaje de la razón y la lógica, o lo que se busca es imponer un atavío que disfraza más que viste. Así las cosas, dudo que esa lógica lo sea tanto, o que la supuesta razón, no sea, en realidad, un desatino en toda regla. E incluso olfateó en algunos un viejo y podrido anhelo de revancha.

Doscientos veintiséis. Me producen sorpresa, e incluso extrañeza algunas suposiciones que se dan como verdades irrefutables e inamovibles, precisamente ahora que un grupo no desdeñable está porque algunas cosas varíen.
Y ya que parece que está de moda formular preguntas de cara a referéndums de todo tipo, también me gustaría proponer algunas, a sabiendas de que nadie les hará ningún caso.
¿Por qué se da por supuesto que en el ala conservadora española no hay republicanos?
¿Qué razón se opone a que existan progresistas que piensen que la monarquía parlamentaria y constitucional siga siendo la mejor opción para la jefatura de este estado cuya esencia constitucional es la de estado social, democrático y de derecho?
¿Por qué una fracción de Cataluña y de Euskadi han decidido que no son también España?
¿Por qué la rojigualda no puede ser la bandera de una tercera república española, como lo fue durante la primera, ya que lleva ocho lustros siendo bandera democrática y ha acogido y representado todas las ideas, hasta las de quienes siempre han propuesto sin rubor el final de la monarquía parlamentaria?
¿Por qué cuando algunos abogan por la república como forma para la jefatura del estado, parece que pretenden resucitar la II República, en vez de apostar por el futuro?

Doscientos veintisiete. Decía esta mañana una buena amiga, que le dolía que su hija se dedicara a la pintura, porque sabe por experiencia de muchos años del sufrimiento y la constante insatisfacción que anidan en el corazón de los artistas.
No le falta ni un ápice de razón. Aunque uno disfrute con la tarea, pues de lo contrario estaríamos hablando de un trabajo a destajo o de un suplicio, queda la continua sensación de insatisfacción, la conciencia precisa de que cada paso podría haberse mejorado, la convicción de que la obra de uno es perfectamente prescindible…
Y sin embargo, como le he dicho, mayor sería el desasosiego, el sufrimiento, la sensación de impotencia si no hubiera modo de dar salida a la lava que oprime nuestro corazón y nos empuja sacarla fuera, aunque sea con torpeza y dudas.

Doscientos veintiocho. Concluyo el día de mi cumpleaños sumido el corazón en las brasas del cariño, acaso el mejor de los nutrientes de la vida, el fundamental, sin duda, el que otorga a la existencia la verdadera dimensión de humana. Sin cariño el ser humano, creo que deja de serlo, quizá no en su aspecto, pero sí en la esencia, a pesar de que se trate de un abono intangible, invisible, inmaterial.
Fundir en un solo crisol la tarea de ambos, la pasión que en cada uno viene a ser el tránsito de una búsqueda incesante, sólo se lo puedo agradecer a su generosidad, a esa hondísima y vigorosa amistad que se sostiene a cientos de kilómetros y a la inmensa tarea de él que ha debido dejar (no hace falta que me lo diga para saberlo) tantas tareas para elaborar este detalle que tendré como una joya valiosa e irremplazable entre mis pobres pertenencias.
Y sé que mis palabras no les han de gustar ni a ella ni a él, pues soy consciente de que su anhelo es mi absoluto silencio, pero cómo ya dijo alguien en otro contexto, una luz no se enciende para, a continuación, esconderla.

Doscientos veintinueve. El próximo silencio, el más que probable adelgazamiento de estos números o la dilatación temporal, tendrá la justificación del descanso o de la pereza, pero también del desasosiego que me produce esta nueva montaña rusa en que entra nuestra cotidianidad.