Cómplices

Lunes 9 a domingo 15 de junio de 2014

Doscientos treinta. En demasiadas ocasiones se confunde Dios con religión, espiritualidad con liturgia, oración con devoción o piedad, misericordia con compasión, y caridad con limosna.
No digo, no estoy diciendo, que en la religión no esté Dios, ni que la liturgia no esté animada por la espiritualidad, o que en la devoción no fluya la oración, o que muchos actos compasivos no se enraícen en misericordia o que una limosna no sea, al menos, un jirón de caridad.
Lo que digo, lo que estoy diciendo, es que Dios, espiritualidad, oración, misericordia y caridad, desbordan, sobrepasan, exceden a religión, liturgia, devoción, piedad, compasión y limosna. Lo que digo, lo que estoy diciendo, es que una cosa es lo absoluto y otra el modo en que los humanos nos acercamos a ello. Lo que digo, lo que estoy diciendo, es que, dado que Dios, espiritualidad, oración, misericordia y caridad, son más que religión, liturgia, devoción, compasión o limosna —no siendo éstas algo malo, sino simplemente menores—, no se debería tomar como un fin lo que es medio, por mucho que tal medio sea veloz, simple, limpio, dotado con las mejores herramientas.
Por mucho que los ventanales de una casa sean amplios y hermosos, aunque se orienten al paisaje más excelso que cualquier inteligencia o sensibilidad pudiera imaginar, aún en el supuesto de que estén próximos a tal lugar, incluso a pesar de que sus cristales sean tan transparentes que ni un microscopio pueda detectar un germen en su superficie hialina, aún así, en ningún caso, en ninguno, dichos ventanales podrán suplir a la montaña o al bosque o al litoral o al río o a la estepa o al celaje que contemplamos tras ellos, dentro de nuestra casa.

Doscientos treinta y uno. Descubro con asombro que es cierto lo que muchos sospechan, y la mayoría, por lo que sea no quiere escuchar, quizá porque es preferible no ver aquello que molesta o nos sitúa en el puesto que quizá nos merezcamos como colectivo.
Vengo de la presentación del libro (un ensayo histórico concluido tras más de una década de investigación) España en la Gran Guerra, de Fernando García Sanz, investigador en Italia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. He acudido a la cita no porque sea de los escasos libros que habiendo sido publicitados y promocionados con tanto bombo y platillo por los grandes medios de comunicación, se presentan en Segovia. Sino porque su autor es de esta tierra, a pesar de que nunca había oído hablar de él, a pesar de que dos de sus hermanos son compañeros de trabajo, a pesar de que ambos nacimos el mismo año. Claro que mi mundo no es el de los historiadores, ni el de CSIC ni el de Italia.
A falta de hincarle el diente, aterrizan, después de haber escuchado sus palabras en el pequeño sótano que la librería Antares dedica a estos actos, algunas conclusiones nada halagüeñas para quienes nos hicieron creer que la I Guerra Mundial y España fueron algo ajeno entre sí, para quienes aún sostienen el argumento de nuestra neutralidad porque no se entró en el conflicto armado, y para quienes presumen de la importancia y grandeza de nuestra patria en el concierto de las naciones, así como de su independencia. En resumen, como ha declarado el propio autor, si España no entró en guerra, en realidad es porque no pudo y las potencias no le dejaron. Así de crudo, así de duro. Un verdadero desmontaje de la historia que nos han transferido, una época —de la que ahora se cumple un siglo— por la que en este país se pasa por encima, como si no hubiera existido. Como si el país entero, hubiera hecho un enorme triple salto de longitud desde la pérdida de las últimas colonias en el 98 hasta la II República, en 1931.
Pero no todo es negativo o tan negativo. Quizá fuera más saludable que nosotros mismos en cuanto que país, procurásemos actuar con la misma normalidad con que otros actúan. Parece, y esto es algo que me interesa mucho de este libro, que FGS ha utilizado como perspectiva la mirada que los otros (Alemania, Reino Unido, Inglaterra, Francia…) tenían de esta nación aún llamada España. Es decir, a lo largo de su obra ha procurado tratar a nuestra patria con normalidad, con la misma normalidad con que otros tratan los asuntos de sus patrias.
Estamos acostumbrados en exceso a la grandilocuencia vacua, a aparentar más de lo que se tiene una vez cruzado el umbral de nuestra casa, a invocar como razón de nuestros actos esas palabras que parecen por sí solas fiestas de etiqueta o gestos de heroicidad. En fin actuar como suelen hacer los demás, tratar cada asunto según requiere su propia esencia. Y sobre todo, o esa idea he sacado, no pensar que nuestros problemas son los problemas de los demás, que los demás han de actuar como si el centro del universo anduviera más cerca de la piel de toro que de cualquier otra parte del planeta.

Doscientos treinta y dos. Nunca ha sido, para mi suerte, el insomnio un problema de mis noches. En mis cincuenta y dos años, no sé cuántas habré pasado en vela, cuántas queriendo dormir y no pudiéndolo hacer. No sé si recuerdo una o dos, acaso desvelado por culpa de cierta febrícula, de algún dolor o molestia excesiva; quizá haya habido otras dos o tres que mi sistema nervioso central fue desarbolado por una dosis excesiva o muy tardía de cafeína; una hubo en que el miedo que me provocó un sargento beodo y más asustado que yo se apoderó de una madrugada burgalesa… En fin, quiero decir que, por más que escarbe en mi memoria, los motivos que me llevaron a no dormir —no más allá de diez o doce noches de mi vida— han tenido que ver con mi elección personal o con una circunstancia que me lo imponía como un deber insoslayable.
Esta última circunstancia es la más penosa de todas, porque el cuerpo rechina, se rebela contra la voluntad o el deber o ambos.
Hacía años, quizá en la última década, a pesar de que la enfermedad, como hiena hambrienta, nos acecha, que no pasaba una noche sin pegar ojo.
Se hace dura la travesía de esas cinco horas, sólo cinco, que separan durante este tiempo próximo al solsticio de verano, la una de la madrugada de las seis de la mañana. Sobre todo si este deambular de segundos y minutos, es lo único que tenemos entre los dedos, cuando ni una luz de linterna permite la lectura de un libro, por ejemplo.
Uno ha comprobado —como tantas veces en otras circunstancias— que somos criaturas complicadas o muy simples, y que nuestra cabeza tiende a jugarnos muy malas pasadas cuando choca contra sus necesidades o costumbres más habituales.
A plena luz del día, o enfrascado en cualquier otra tarea —y mucho más si me agrada— trescientos minutos discurren con diligencia; aunque algo más de la quinta parte del día es una fracción estimable, que permite avanzar en muchas tareas, incluso resolver alguna o algunas, tampoco es un periodo tan excesivo como para dejar una marca; pero en mitad de la negritud de la madrugada se tornan infinitas, como si el cerebro flotara o buceara en medio de la oscuridad, sin saber por qué, sin saber muy bien para qué, pero, sobre todo, anhelando hacer lo que se hace cada noche, desconectar, dejar que el sueño cumpla con su función de reparación y avituallamiento.

Doscientos treinta y tres. Dilma Rousseff saltaba emocionada como una hincha más, después de que Neymar marcase (a punto estuvo de no hacerlo) el penalti tan injusto que el trencilla nipón (Nishimura) se había sacado de la manga. El espectador se había fijado en el gesto entre marcial y atlético del árbitro, como si su marcialidad, atenuada por esa sonrisa medio acogedora, medio burlona, fuera a conseguir convertir en agarrón y posterior derribo dentro del área, lo que ya en directo al telespectador le había parecido mero contacto, apenas un choque de las decenas que se producen en cada partido.
Tampoco es que le haya sorprendido. La consigna, aunque no se haya formulado específicamente, seguro que es conocida por todos, y más o menos se puede resumir así: ante la duda, a favor de Brasil… Sonrió en el salón de su casa. En el fondo seguía siendo un bienpensante… Prefería no ir más allá, centrarse en el juego, en lo que sucedía a tantos miles de kilómetros. Sí, evadirse. ¿Y qué? ¿Por qué no? ¿Por qué no dejarse llevar por la pendiente de la nada, hacia la nada? ¿Por qué no disfrutar —o padecer— con este juego?
Sin embargo, más le hizo pensar la fugaz imagen de la mandataria, esa mujer de izquierdas a la que se le han rebelado las clases más desprotegidas que, ante el dineral que se ha invertido en el país para este Mundial de fútbol, han estallado.
No era muy difícil pensar que si la canarinha no vencía —ni siquiera un empate sería suficiente— los disturbios en Sau Paulo acrecerían aún más. Y la mujer, que no quiso hablar para evitar más abucheos e insultos que los sufridos cuando fue nombrada, debió de respirar aliviada.
Y acaso, intuyó el telespectador de España, que los gobernantes de su país estarían deseando algo similar para el día siguiente. La situación era tan semejante en tantas cosas. Y con una abdicación y una entronización a la vuelta de la esquina.
Lo que no sabía el telespectador a ciencia cierta, ni tampoco podría saberlo nunca, es si en la conciencia de Dilma Rousseff volaría, como un balón lanzado desde el lateral para ser rematado por el ariete, la idea de que por una vez adormecer al pueblo con el opio del fútbol —la religión más seguida en Brasil— sería perdonado por aquel filósofo alemán de pelo alborotado. Y si así fuera, pensó el espectador español, sería una nueva confirmación de que el verdadero profeta más que el judío alemán, fue el británico que queriendo fabular, escribió la verdad cuando escribió sobre aquella granja en que los animales tomaban el poder…

Doscientos treinta y cuatro. Más que un entrenador al uso, parecía el padre de los jugadores, o el abuelo, casi el abuelo.
La debacle no tenía paliativo. Lo peor no es la derrota —como ya sucedió en el primer partido del mismo torneo en 2010 el que acabó con la histeria colectiva asaltando la calles del país tras la consecución del título—, sino la sensación de que alguien ha ordenado que el telón se baje y los actores no sabían que interpretaban la última escena.
Si algunos hubieran conocido esta parte del guión quizá se habrían borrado… Pero la historia aún no está escrita. Y el gesto del seleccionador, acariciando las cabezas de todos los suplentes, como queriendo eliminar los malos pensamientos, como transmitiéndoles su deseo de que no pasaba nada, de que no se preocuparan, ha aliviado el ánimo del espectador que a tantos miles de kilómetros ha ido sintiendo —y compartiendo a través del móvil con un amigo canario— la crudeza de la realidad, la confirmación de un alejandrino de su último poemario que había usado como tuit por la mañana, casi como un juego, sin saber que sería tan oportuno: Nada es definitivo: ni triunfo ni derrota.
Nadie dijo que fuera posible; nadie dijo que fuera a ser fácil… Nadie dijo que fuera tan cruel.
Ahora muchos lanzarán los titulares como se lanzan los misiles antiaéreos, muchos reflexionarán buscando explicaciones, donde sólo hay razones deportivas, errores deportivos que otros analizarán tan bien, pero que el telespectador tiene tan claros, que se resumen en una sola frase: el único camino posible es ser fiel a uno mismo…

Doscientos treinta y cinco. Hacía calor, calor de verano. El partido entre griegos y colombianos estaba claro, excepto para la seguidora colombiana que había decidido entrar en el bar para ver la última media hora. Justo cuando su selección acababa de meter el segundo tanto.
Los griegos deambulaban sin ideas sobre el césped. Eran un pobre sparring frente al combinado sudamericano que corría con la elegancia de quien sabe qué hace y por qué lo hace.
Ella vestía la misma camisola amarilla que los jugadores y que los miles de hinchas que llenaban el estadio. Cada vez que un europeo —casi por error— se acercaba al área latina su rostro se tensaba y algún gritito desazonado salía de sus labios.
Y uno comprendía, sin entender muy bien, la esencia de esta competición que aúna voluntades y sentimientos, acaso porque uno se siente de verdad representado en esos jóvenes deportistas que se esfuerzan por una victoria tan efímera.

Doscientos treinta y seis. Pensó que nunca llegaría a secarse el manantial. Creyó que el agua no dejaría nunca de fluir.
Pero llegó ese día tan decisivo, porque, de pronto su vida cobraba un nuevo sentido. Algo que sentía como ruina, como desmoronamiento, como final.
Intentó, a sabiendas de que era algo inútil, prolongar la estancia junto a la fontana. Forzó según sus posibilidades para escarbar con sus manos la tierra por ver si tras ese gesto baldío afloraba de nuevo tan ansiado líquido. A veces la tierra se humedecía, se hacía barro y era capaz de estrujarlo para que alguna gota de agua, aunque supiera a fango, humedeciese sus labios.
Hubo incluso alguna ocasión que hirió la carnosidad del terreno y, como una herida, fluyo un leve cauce que no fue suficiente ni para llenar un par de garrafas de cinco litros…
A su alrededor todo comenzó a desmoronarse, cada señal que le llegaba era un signo inequívoco para abandonar aquel lugar o para contratar a un zahorí que buscara por las inmediaciones otro venero que él intuía, pero que era incapaz de encontrar con sus pobres recursos y capacidades.
Después de mucho tiempo, estaba agotado de luchar contra la realidad, de disfrazarla, de empeñarse en derrotar al destino…, sin embargo, cómo dejar aquel lugar, cómo abandonar el territorio, el único, en que podía ser él, cómo emigrar hacia donde todo sería melancolía y locura… Sí, probablemente locura.