Doscientos treinta y
siete.
Siempre me ha parecido el joven luso un lobezno, una criatura joven y voraz,
sin límites a la hora de atesorar para sí cualquier gloria y honor, a pesar de
que el fútbol sea un juego cuyo esplendor brilla a su máxima potencia, cuanto
más colectivo es el modo de interpretarlo. Ocurre con este deporte, como con
los grandes conciertos para un instrumento y orquesta: cuanto mejor suene la
orquesta, cuanto más espléndida sea la interpretación de la parte colectiva,
más luce la tarea del solista, más impresiona el virtuosismo y calidad individuales.
Como ayer mismo sucedía con Italia e Inglaterra. Hasta ahora el mejor partido
de este torneo mundial. A pesar de que aún faltan por disputarse la mayoría de
partidos, sobre todo los decisivos, será difícil ver otro mejor, en el que los
dos contendientes eleven tanto la interpretación de su estilo. Quizá suceda que
algún equipo —como hoy Alemania— despliegue un juego que anonade al rival, pero
el partido, por así decir, sólo será espléndido para una de las facciones, como
ocurrió en el que Holanda desnudó cada miseria de España.
Hoy veo al portugués, como tantas otras veces por los campos de
España —quizá mucho menos en esta temporada—, deambular solitario sobre el
césped, esperando su oportunidad para saltar sobre la yugular de su presa y a
toda velocidad y con toda potencia, reducirlo hasta escombrarlo, si pudiera; sin
embargo parece desvalido desde el primer minuto, como si sospechara desde el
comienzo que en esta tarde toca lamerse heridas propias.
Mientras suenan los himnos, en el magín del telespectador
aterriza una idea inverosímil: los dos combinados ibéricos comparten, o casi,
hasta el mismo tono en el color de sus indumentarias. Siempre ha sido el rojo
común en ambos, pero en dos tonalidades diferentes, más intensa, más roja la
española; un poco más cobriza, más hacia el color de ocaso la portuguesa, como
más melancólica, como si se hubiera tejido con una melodía de fado. En esta ocasión
ambos uniformes han confluido muy próximos al carmesí, pues la española ha oscurecido
un tanto su habitual intensidad. Y el espectador piensa, con una pizca de
lástima, que además del color, quizá se comparta destino en este torneo.
Los germanos, a medida que pasan los minutos, y desde el primero,
van aplastando a los portugueses, pero lo hacen como no hace tanto lo hacía
nuestro equipo español. En este partido han tomado, ¿quién lo diría?, la
herencia de la propuesta hispana, con una aportación propia: la contundencia en
el remate, acaso más similar a la holandesa de los años setenta, aquella
naranja mecánica que trituraba casi todo a su paso. Proponen, por así decir, un
estilo con menos adjetivación y menos circunloquios, un fraseo menos prolijo,
una sintaxis más próxima a Azorín.
Me doy cuenta —pues aún tengo muy fresca en la retina el
destrozo que provocó Holanda a nuestro equipo—, de cuál es el motivo verdadero
del fracaso español de la otra noche, lo que, dicho sea de paso, no es síntoma
halagüeño para el partido de pasado mañana contra Chile. Sólo se puede ganar
jugando de este modo y sin salir apenas del campo del rival, si físicamente se
está perfecto, se está en una forma de verdadero atleta de fondo. En caso contrario,
falla la velocidad, falla la precisión, fallan los movimientos continuos,
fallan las recuperaciones rápidas, el castillo se derrumba. Mal ejecutado, lo
que aquel periodista apasionado y optimista bautizó como tiqui-taca, es el sistema más vulnerable, el que más vendido deja a
la zaga, porque la única defensa posible de este modo de juego es no ser atacado,
es evitar que el rival ponga en juego sus armas. En realidad el tiqui-taca es una invasión en toda regla,
una invasión que desarbola y desconecta al rival.
Y así lo han logrado los germanos con Portugal, que se ve
desbordada. Como un barco que tiene varias vías de agua. Ya no importa la
singladura, sino evitar el hundimiento: achicar agua es la consigna. El resto
no importa. Y si el árbitro, un polizón infiltrado, arroja por la borda al
oficial encargado de los achiques, nada ya es posible.
Y a pesar de su apetito insaciable, el lobezno ni aúlla.
Sospecho que su maltrecha rodilla aún no está en plenas condiciones.
Todavía hay tiempo. El combinado del poniente ibérico, lo tiene
algo más sencillo, sobre el papel, que el otro equipo de la península del
suroeste de Europa, pero las sensaciones son igual de malas, las heridas
similares.
Doscientos treinta y
ocho.
¿Cómo evitar que estas líneas suenen a continuo lamento sin dejar de ser
sincero del todo? ¿No sería acaso ocultar esta desazón, este cansancio, este
miedo a que hasta aquí hayan llegado mis posibilidades, como mentir, pues sólo
quedaría al aire una zona, la más amable? Si escribo un diario debo ser
sincero, pues de lo contrario, mejor que deje de escribirse. Aunque quizá lo
más sensato fuera no hacerse este planteamiento, pues, en el fondo, un diario
sólo debería publicarse cuando su autora o autor no viva o viva tan lejos del
instante de su escritura que parezca la de otro, la vida que en sus líneas late.
Intuyo, o quiero hacerlo así, un mero bache pasajero, la
travesía de un desierto que concluirá en una tierra nueva, aunque dudo que sea
la tierra prometida. Pero quizá haya que tomar medidas quirúrgicas de cierta
trascendencia.
Lo vengo rumiando —como un buey cansado— hace meses, muchos
meses, y va llegando la hora de pasar nuevamente por el quirófano del tiempo.
Aunque no deja de ser cierto que si uno se ha comprometido con un grupo de
amigos para hacer una tarea, lo propio es ejecutarla, y si no, haberlo pensado
con antelación.
De todos modos el principal problema no es el tiempo, acaso ésta
sea una excusa baladí, por no decir mentirosa, es algo diferente, es un
precipicio al que no me atrevo de bautizar, aunque mi corazón bien conoce el
nombre.
Doscientos treinta y
nueve.
Al final, después de tanto tiempo preparándolo, se me han olvidado esta mañana
los libros para que Antonio Colinas me los dedicara. Ya sé que no es lo que más
importa, pero tenía cierta ilusión porque su firma figurase en algunos de
ellos. En el fondo este olvido no es más que otro síntoma de esta acidia que
empieza a invadirme, con la misma lentitud, pero con la misma constancia con que
las termitas invaden las vigas, hasta que las tornan puro serrín endeble.
Otro año más, poco antes del inicio del verano, la edición anual
del Premio Gil de Biedma de poesía ya
tiene galardonados. Este año la gran sorpresa ha sido que el accésit está otorgado
por Bankia. Algo que me ha dejado muy sorprendido. ¿Será que la estrategia de
Caja Rural —su competidos natural entre muchos ahorradores de esta tierra— de
patrocinios y presencia en la sociedad, los impele a volver a sus orígenes de
cuando este banco eran tantas cajas…?
El premio se ha quedado en estas tierras de Castilla. El ganador
es Fermín Herrero, soriano que vive y da clases en Simancas, Valladolid. El
accésit viaja hasta El Salvador, donde vive y nació Alfredo Colocho Borja.
Doscientos cuarenta. Nada mejor contra
esta especie de desasosiego inexplicable, contra este cansancio interior que
crece como hiedra venenosa en mi entraña, que haber quedado con Abella.
Uno se da cuenta de lo baldío de su sentimiento, de la falta de
razones objetivas —por tanto de la falta de razones— sobre las que se sustenta
ese lastre.
Dentro de mi bandolera de cuero rojo y verde, una tercera
edición de Yuda, esa novela que me
fascinó hace ya muchos años. Una obra que me descubrió a un novelista de auténtica
raza.
Un libro que iba a ser presentado supuestamente el próximo
viernes, pero que por razones aún inexplicadas, aunque intuidas sin dificultad,
pues tal día empiezan las fiestas de la ciudad y alguien se habrá dado cuenta
de la inutilidad de un acto así, coincidente con el estallido de la algarabía
festiva y de la multitud de actos que obligarán a las presencias
institucionales de Alcaldesa y concejales, ya no tiene fecha para una
presentación literaria… Por suerte, podría decirse, pues en el fondo, la idea
de JA es que este novela —cuya actual edición es un primor— se torne casi en
libro secreto. Y dando la vuelta por completo al concepto, ha decidido que —a
pesar de lo que la lógica dicta— sólo se pueda conseguir acercándose hasta la
casa de Abraham Senneor en Segovia… Como en los tiempos iniciales de la
imprenta, en que no existía distinción entre impresor, editor, distribuidor y
librero, en que las cuatro profesiones eran la misma y todas se ejercían,
probablemente en el mismo lugar, adonde el lector debía acudir para adquirir el
libro.
Y es curioso, como le he comentado, que siendo él un editor y
distribuidor internáutico, ahora haga
lo contrario, lo más opuesto: en vez de ofrecerse al lector, que sea el lector
quien venga hasta aquí, y aquí halle lo que busca, o simplemente encuentre algo
que desconocía, como quien descubre una nueva tierra.
Doscientos cuarenta
y uno.
Tras el prólogo, la introducción, y una nota de advertencia, dice la quintilla
que antecede al libro propiamente dicho: El
que en honduras se mete / vivirá siempre en un brete, / tristón y aburrido, y
sepa / que la vida es un sainete… / ¡Salud, y viva la Pepa! También se
repite en la contratapa, y el autor del libro, Carlos Álvaro, la ha referido
durante la presentación. El libro es una biografía de uno de los poetas más
populares que dio Segovia en el umbral que unió el final del siglo XIX con el
inicio del XX, y que sin embargo, ahora es apenas conocido.
Esta quintilla jocosa, pero menos superficial de lo que el mismo
poeta quiere hacernos creer, acaso más irónica de lo que parece, podría ser una
buena píldora para mi desánimo, para esta sensación tan extraña y tan
sorprendente en mí.
El salón de actos —que no sé si pertenece aún a la Fundación de
Caja Segovia, o es propiedad de Bankia— estaba repleto, como en las mejores
ocasiones. De hecho, cuando he entrado —aún faltaban unos minutos para la hora
señalada— he tenido que subir a la parte de arriba, y no he sido el único, ya
que en pocos minutos casi se ha llenado también… Entre otros, los tres senadores
del PP de esta provincia que llegarían, me imagino, de votar a favor de la ley
de abdicación de don Juan Carlos, el rey saliente.
Doscientos cuarenta
y dos.
Escribir para tachar. Enmendar es poco ya, inútil. Mejor borrar del todo.
Seleccionar el texto y apretar, sin miedo, decidido, la tecla 'Supr'.
Doscientos cuarenta
y tres.
No he visto las imágenes en directo. Juan Carlos I ha estampado su firma en la
ley que aprueba su abdicación en Felipe VI.
Sin dudas tiempos bien distintos a los de antaño. Ni en Holanda,
ni en Bélgica… ni en la Iglesia Católica su rey espera a morir para dejar su
cargo.
Doscientos cuarenta
y cuatro. Ahora los chistes son fáciles, evidentes. Pocas horas después
de la abdicación real, nuestra selección ha dicho adiós a esta Copa del Mundo.
En 1998 es la última vez que España no pasó de la primera fase.
Pasan fugaces las imágenes por la mirada perdida de uno de los
artífices de este milagro. El futbolista de Tarrasa que tanto ha hecho, que
tantos kilómetros ha recorrido sin que muchos nos diéramos cuenta de su
presencia. Es como ese bajo continuo que usaban los barrocos, que apenas se
percibe de inicio, salvo que silencie su aparente monotonía, sobre la que, sin
embargo, descansa el resto de la melodía.
No es justo este deporte. Nunca lo ha sido, por tanto no tiene
por qué serlo ahora. Quizá esté en sus protagonistas la razón de esta
injusticia. A veces una retirada a tiempo…; pero cómo saber de antemano el
guión…
Saldrán a relucir las hachas en manos de quienes sólo esperan el
desastre para desenfundarlas. Habrá que esperar algunos días, o semanas, para
que las aguas vuelvan a su cauce y las críticas constructivas tomen cuerpo y
sirvan para evitar algunos errores.
Daban pena los últimos veinte o veinticinco minutos, cuando los
chilenos han estado más próximos a marcar el tercer tanto que los españoles a
acortar diferencias. Viendo a los que tantas alegrías nos han dado en los
últimos ocho o diez años, pensaba que será imposible ni siquiera un empate
contra Australia, en el inútil partido del próximo lunes.
Quizá, por buscar algo positivo, a los más jóvenes, les vendrá
bien esta debacle. Nada se consigue porque sí, nada se logra sin una mezcla de circunstancias
que incluyen trabajo, voluntad, y una dosis de suerte suficiente.
Ahora, se dice el telespectador, se podría comenzar con la
jaculatoria del, “y si…”; pero de qué sirve.
Hace ocho años, cuando un par de jugadas destrozaron toda la
esperanza de una afición en un partido de octavos contra Francia, el
escribidor, pensó en la mala noche de un niño, quien arrastrado por un tsunami
de optimismo desproporcionado, sufrió por vez primera la decepción de una
derrota, que más pareció un cataclismo.
Hoy, aquel Ricar de nueve años, tendrá diecisiete, y quizá haya
olvidado aquella noche. Sólo tendrá recuerdos de la euforia de sus trece años.
Quizá aún no sepa que su padre, aquella noche del 27 de junio de 2006 apenas
durmió, pegado al sentimiento de frustración que le invadió y que se acrecentó
al ver cómo uno de sus jóvenes vecinos, un tal Dani, regresaba a casa,
barriendo el suelo con una bandera española, y con evidentes rastros
lacrimógenos por su rostro juvenil.
Dos años después, sólo dos años más tarde, esa misma selección
consiguió su primera Eurocopa. Quizá, sólo quizá, convenga entender para
siempre que nada es definitivo, ni
triunfo ni derrota.
Sin embargo —y conviene ser realista para que no se vuelva a
caer en el engaño de los espejismos— la derrota de 2006 sirvió para curtir a un
grupo que iniciaba la subida hacia la cima. La de 2014 acaso certifique la
necesidad de una nueva travesía por el desierto, mientras aparecen los dignos
sucesores de este grupo.
Doscientos cuarenta
y cinco.
La sonrisa, supongo, se me habrá visto bien. Las noticias han sido
excepcionales. Aunque el alivio no puede ser definitivo, la sensación de alejarnos
del precipicio se hace palpable.
Y uno cambia todas las eliminaciones de todos los torneos por
una noticia semejante.
Doscientos cuarenta
y seis.
Aunque es muy diferente un modo de caer a otro, al final, suelen quedar los
datos. Y en la misma jornada —la segunda— Inglaterra se ha quedado sin opciones
de pasar a octavos de final. Eliminada como España.
Pero no es lo mismo. Aunque no hayan jugado tan bien como lo
hicieron contra los italianos, los ingleses han vuelto a construir una bella
canción loando al fútbol que prefieren: veloz, vertical, valiente. Un balompié
que en pocos años, pues muchos de sus jugadores más valiosos son muy jóvenes,
volverá a dar que hablar.
A veces ver fútbol, cuando los contendientes interpretan bien
sus respectivos estilos, es como leer buenos libros de escritores diferentes.
Uruguay ha puesto la pasión y muchas más ganas, quizá más
experiencia, y sobre todo, como sin duda proclamarán los periódicos deportivos
mañana mismo, la presencia de un goleador nato, de un hombre como Luis Suárez
(compañero en Inglaterra de unos cuantos de los que hoy han salido derrotados,
así es este deporte) que es capaz de cerrar una jugada dentro de la red rival.
Acabar bien un relato es fundamental para dar sentido a las
historias, quizá por ello son tan caros e imprescindibles los jugadores cuyo
principal talento es el de marcar gol.
Doscientos cuarenta
y siete.
Releo las primeras páginas de Yuda.
Tenía miedo —a veces me ha pasado— que el recuerdo de
la sensación que me dejó la primera lectura hace tantos años, no se
correspondiera con lo que hoy llegase a mi corazón. No es que el relato hubiera
empeorado, ni siquiera que hubiera envejecido, más bien hubiera sido que el
lector de entonces nada o poco tiene que ver con el de ahora…
Pero, no, no ha sucedido nada de eso. Al contrario, el texto me
emociona más aún, me enerva en algunos de sus párrafos que quizá entonces me
pasaron más desapercibidos, porque uno era más inocente o no conocía tantos datos
sobre la parte más oscura de la historia de este país. Ésa que se empeñaban en
ocultar o disfrazar de modo sistemático.
Hoy, si ello es posible, la historia del niño llamado Yuda, judío
de la aljama de Segovia, que hubo de abandonar su tierra, su casa, la luz que
primero vio al nacer, me llega con más fuerza y me hace maldecir la
intransigencia y la intolerancia humanas, que, a pesar de tanto dolor como causaron,
se perpetúan de generación en generación. Y así, la historia de Yuda, en el
fondo es la historia de tantos y tantos seres humanos que a lo largo de la
historia han visto como eran y son arrancados por la fuerza y contra su voluntad
del lugar donde nacieron, del lugar donde quisieran seguir viviendo…