Doscientos cuarenta
y ocho.
Al final el tiempo se echa encima sin hacer nada, aplastando cualquier
iniciativa, cualquier pensamiento, cualquier zona ilusión, aunque sea la de una
de sus sombras.
Había pensado unas cuantas cosas para intentar salir del paso,
para intentar dar forma a esta inmensidad de días que apenas se desperezan, que
apenas son capaces de emitir un bostezo; pero no tiene sentido, o tiene el
mismo sentido que inflar la goma de un globo… Al final se trataría sólo de
aire, de nada, por más que el volumen exista, por más que cualquier estudiante
de primaria comprenda que no es lo mismo aire que vacío, aire que nada…
Doscientos cuarenta
y nueve.
Tiene razón Alberto Olmos cuando afirma que la marca de espray que los árbitros
pintan sobre el césped, tanto entorno al balón, como donde debe situarse la
barrera defensiva, es hacer visible la ley, ya que la ley sólo se respeta si es
visible…
Sí, tiene razón; pero es tan triste que la tenga, es tan definitivamente
descorazonador que para obtener un fin se pretenda casi siempre incumplir lo
reglamentado. Y es lo mismo que sea adelantar la barrera, para que quien chute
a puerta tenga menos posibilidades de acertar, como defraudar a Hacienda o
saltarse un semáforo que nos está impidiendo llegar un minuto antes a la cita…
Doscientos cincuenta. Soy perfectamente
consciente de que pierdo el tiempo de un modo poco defendible o justificable.
Sé que tampoco tengo por qué hacerlo, tengo derecho —siempre y cuando no dañe a
nadie— a pasarlo como me parezca mejor o más necesite. Pero también sé que no debería
lamentarme, después, porque no dispongo de él, porque es como si fuera a abrir
un botellín de cerveza, y siempre, siempre, estuviese vacío o con apenas un
culín del rubio líquido.
También sé, quizá por ello publique lo que publico, que apenas
un puñado de lectores se asoman por esta ventana, y que quienes lo hacen son
amigos o conocidos que no tienen en cuenta estas salidas de tono que me
distinguen, las toman como parte de una conversación en cualquier bar, ante una
taza de café:
—¿Qué tal va todo? —pregunta mientras con parsimonia remueve el
azúcar.
—Mal, chico… Bueno, entiéndeme, no muy bien —contesto con la
mirada perdida, pues no tengo la excusa de remover los granitos blancos del
edulcorante, no me gusta el café con azúcar…, ni con leche—. Ando como descentrado,
como despistado… Esto de no tener tiempo, me agobia. Ya sabes entre el trabajo,
lo de mis padres, las cuatro cosas que hago en casa, el concurso de novela
corta del que soy jurado, el madrugón que hay que pegarse cada día, y encima
ahora con el Mundial… Qué narices, cada día me gusta más el fútbol de
selecciones. Creo que es de lo poco que queda un poco puro en este juego, que
ya sólo es espectáculo de masas que genera y genera cientos de miles de millones…
Y eso que si hablamos de la FIFA, lo mismo es peor que hablar de una colonia de
víboras.
Acerca la taza a los labios y asiente en silencio, comprensivo,
aunque sé que en el fondo no me cree del todo o barrunta que hay más, que lo
que cuento, sin que sea mentira del todo, tampoco es toda la verdad.
Pudiera ser, me digo.
O no, ¿quién sabe? Al menos yo no lo sé a ciencia cierta, quizá
porque tampoco esté haciendo nada por descubrirlo. Y esto puede ser peor aún.
Pero prefiero desviar la conversación hacia donde me interesa…
—Fíjate, sin dejar lo del fútbol, anoche estuve viendo el
Alemania Ghana. Y, a priori, si no viste el partido, si no sabes resultado
final, pensarás que Alemania debió golear a los africanos. La todopoderosa
Alemania, una de las locomotoras de la economía mundial, una de las ligas más
prestigiosas del mundo, una tradición futbolera de tantas décadas, tres
mundiales, otras cuatro o cinco finales perdidas, varios terceros puestos,
contra un país africano… Y sin embargo sobre el césped son once contra once,
dos tácticas, dos sueños, dos ilusiones… Fue un partidazo… —Él quizá me esté
mirando de hito en hito, sin saber a dónde voy, intuyendo, con razón, que
construyo toda una teoría para justificar algo tan simple, como que me gusta el
fútbol y me apetece verlo, sin más, pero que debo cargarme de razones, porque
semejante afición, quizá algo desmedida, no rima muy bien con un escritor, un
lector empedernido, uno que dice que es poeta…— Después de que Alemania
empezase en plan dominador, en plan aquí está un aspirante sólido al título,
los ghaneses plantaron cara, tanto que la segunda parte se convirtió en una
locura, y casi un infierno para los germanos, menos acostumbrados al clima
tropical. Se adelantaron los teutones, pero la inercia del choque y la fortaleza
física de los jugadores, dieron la vuelta al marcador y estuvieron ganando el
partido muchos minutos; tanto que Alemania tuvo que aplicar el plan b, y
retornar a sus esencias más arraigadas en los genes de su balompié, que poco o
nada tienen que ver con el camino que ahora siguen, para sacar un empate, un
empate casi redentor, porque más de uno pensó que se la pegaban. Y es que aquí
lo que vale es la nacionalidad, no el talonario para hacer el equipo… No soy
tan iluso como para pensar que todo es puro. El dinero —o su falta— son
determinantes, por eso digo que quizá sea en los partidos de selecciones donde
queda algo de pureza.
Sé que me está mirando como si se enfrentase a un orate, o algo
así.
—Mira, si hubiera sido por dinero, los de España seguirían jugando.
Es la selección con mejor prima pactada. Sin embargo, a las primeras de cambio,
de vuelta a casa, tras dos partidos muy pobres, por decir algo.
Doscientos cincuenta. Leo su correo,
respuesta a uno mío en que le explicaba algunas inquietudes sobre mis letras y
mis ánimos.
¿Qué importancia tienen mis lamentos ante su respuesta? ¿Qué
valor mis paranoias caprichosas? ¿Dónde queda la asunción de los reveses de la
vida, que, a lo mejor, ni siquiera lo son, o lo son apenas? ¿Dónde queda
aprovechar el tiempo de barbecho, como tiempo productivo, aunque no brote ni
una espiga? ¿Acaso no es fundamental este periodo para que la tierra se cargue
de nutrientes y pueda volver a dar el fruto que se espera de ella?
Doscientos cincuenta
y uno.
No puede ser consuelo. Tampoco debiera, pero viendo cómo otras selecciones europeas
—me refiero a las que sobre el papel estaban llamadas a llegar lejos en este
campeonato— van hincando la rodilla y aunque no estén fuera del todo, casi lo
están, uno se plantea que quizá halla otras razones que estén pesando en el
desarrollo del torneo. Cuestiones sabidas por todos, me imagino, pero que no
todos han sabido resolver.
Y más que en el clima, pienso en el horario, en la unión de
ambas circunstancias. Jugar a la una del mediodía y a las cuatro de la tarde,
para que por esta parte del planeta sean las seis o las nueve de la tarde, creo
que no es lo más acertado, creo que sólo se debe a dar satisfacción al negocio
televisivo, porque cuando los mundiales se celebran en Europa el horario es el
mismo, sólo que allí miran y aquí se juega…
Doscientos cincuenta
y dos.
No es fácil decir adiós. De hecho, la mayoría no lo dice, da a entender que
quizá se marche, pero no lo asegura del todo. Se dejan puertas entornadas, se
guardan llaves en los bolsillos. En el fondo, acaso, se piense que la realidad
se puede modificar, que el paso del tiempo es para otros, que alguna divinidad
generosa, o algún diablillo con poderes, nos ha laureado con el don de la
eterna juventud. Quizá haya vencido el deseo sobre la realidad; pero, por más
que el anhelo sea un músculo poderoso y lleno de vigor, la verdad suele
imponerse y es inaplazable y no canjeable, apenas suele demorarse unos
instantes. Y lo peor, en muchas ocasiones, no es sólo el resultado final de
este enfrentamiento o, mejor dicho, de esta ceguera que impide afrontar la retirada
a tiempo, sino el modo en que se llega a él, lo patético que puede resultar no
hacer de las puertas un camino de salida, creer a pies juntillas que los
umbrales sólo nacieron para entrar, nunca para marcharse.
Doscientos cincuenta
y tres.
La épica forma parte de la historia de la humanidad, de los genes de cada uno
de los seres humanos. Acaso podría afirmar que la épica es la elevación a la máxima
potencia del afán de superación, que, en el fondo, no es más que el motor que
ha permitido, permite y permitirá el avance de la humanidad entendida como
especie y tomada individuo a individuo. La épica no es más —ni menos— que el
intento de que destino y voluntad o deseo rimen en consonante o se lleguen a
fundir en una sola esencia.
A veces no es tan fácil. A veces, incluso, parece tan imposible
que lograrlo es una gesta.
Ocurre que algunas gestas abarcan o afectan o interesan a un
colectivo. En otras ocasiones esta proeza tiene que ver únicamente con un
individuo, con una vida recóndita y solitaria.
Quizá por ello es que la épica pasó a la literatura y quizá por
ello siempre ha interesado y ha gustado a tantos. Quizá la única épica civilizada que reste al hombre contemporáneo
anide en las competiciones deportivas. Y entre ellos, acaso uno de los mayores
exponentes —junto con el ciclismo y algunos partidos de tenis— es el fútbol.
Doscientos cincuenta
y cuatro. Olvidado rey Gudú es
una novela para adultos como un cuento para niños, donde la épica y la lírica
se dan la mano, como la luz y la sombra juegan al correquetepillo en las entrañas del bosque, mientras los
duendecillos, elfos, ninfas u ondinas y otras criaturas contemplan ese
divertimento que es un sinfín imparable, salvo por la noche.
Olvidado rey Gudú inundó mi corazón
cuando lo leí, hace ya unos cuantos años. Me reconcilió con cierto tipo de literatura
fantástica y me recordó que las historias que se cuentan a los niños siempre
son la versión abreviada de la historia que cicatriza los latidos de los
mayores.
Sé que debería volver a leerlo, pero ¿cuándo…?
Doscientos cincuenta
y cinco.
Si escribiera lo que de verdad siento justo a esta hora de la mañana, apenas
amanecido, apenas llegado a mi laboreo, hasta yo mismo me odiaría. Mejor, pues
no escribirlo; pero sí dejar esta nota para que recuerde que estos pensamientos
debería tenerlos vedados…
¿Pero alguien sabe cómo se puede controlar el furor del
subconsciente?