Doscientos setenta y
cinco.
No me imagino a Messi leyendo a Chejov, aunque nada es improbable y, mucho
menos, imposible, pero mejor no prejuzgar. Quizá sea más probable que le haya llegado
alguna de sus frases sueltas, alguna máxima, una de esas sentencias rotundas y
que con tanto acierto cultivaba, porque siendo tantas, acaso la vio alguna vez en un almanaque, o se la citaron tomada de Internet, o, como yo mismo la semana pasada,
la oyó en la radio o en la tele, justo la que el otro día dejé señalada, la que
recordaron en el veterano concurso de televisión y que hoy he buscado para
dejarla literalmente aquí anotada, cuya traducción, sin embargo, difiere de la escuchada:
“Si hay una pistola colgada en la pared en el primer acto, debe dispararse en
el último”.
Aunque, según cómo se mire, estoy convencido que, aún sin
escucharla o leerla, intuye la certeza del aserto, sabe que se trata de una
verdad dramática incuestionable. No se puede tener al público pendiente de un
hilo, esperando a que algo suceda, teniendo muy claro que algo va a suceder con
el arma que aparece a la vista de todos desde el principio. Una pistola no
suele ser una pieza decorativa. No es lo mismo que un rifle flanqueado por las
cabezas disecadas de dos piezas cobradas —o no— por el dueño de la casa.
Y, sin embargo, parecía que así iba a ser, que el mundial bajaba el telón sin
que la pistola hubiera sido disparada en el momento cumbre, justo en el
desenlace.
Pero en la última escena —algunos espectadores ya se levantaban
de sus asientos vitoreando a Alemania—, Messi, tras haber señalado el árbitro una falta que no lo parecía, decidió acercarse a la pistola,
empuñarla, guiñar un poco los ojos y apuntar… Todos, con más intensidad aún los
alemanes que ya rozaban la gloria, contuvimos la respiración… Pero se conoce
que el arma no estaba bien calibrada, o la potencia de su retroceso sorprendió
al experto tirador o simplemente dudó si cobrarse una pieza de caza mayor
(disparar directamente sobre la portería) o conformarse con una de caza menor
(asistir con un pase tenso y medido a uno cualquiera de los delanteros que
esperaban, aunque casi convencidos que su presencia en la zona del conflicto
tenía más que ver con la de espectadores que con la de actores, apenas un
puñado de figurantes que evitaran el vacío del plano en el postrer fotograma).
Decidió, como era previsible, asumir el absoluto papel
protagonista y disparó… Y la pelota subió tan alto, tan alto que pensamos que
habíamos escuchado estruendo de munición de fogueo, y era la última bala… Acaso
el arma había sido desenfundada más veces de la cuenta (que lo digan bosnios, iraníes
o nigerianos…) y cuando llegó la hora de la verdad ya no tenía metralla.
Doscientos setenta y
seis.
El problema de los grandes profesionales, de los especialistas indiscutibles en
una materia es que se hable de lo que se hable, acaban por conducir la
conversación hasta que desemboca en su tarea… La vida, salvo la suya, en
general, no les interesa.
A veces, por si lo anterior no fuera bastante, se sorprenden de
que a su alrededor pueda haber personas que lo pasen bien o les atraiga o
quieran aprender sobre esto y aquello, lo humano y lo divino, lo esencial y lo
prescindible, vino o salmos, fútbol o política, poesía o balidos de ovejas, contemplación
de estrellas o íntimas caricias…
Doscientos setenta y
siete.
Ha tardado. Este año se ha demorado más que otros. Algunos andaban muy quejosos
por la falta del calor propio del verano, esas jornadas caniculares, en que la
piel, a medida que avanzan las horas, adquiere tacto gomoso, como de sello humedecido,
por culpa del sudor que no cesa, pero ya está aquí. Y es bueno que así sea,
porque es señal de que aún el clima no ha cambiado tanto, aún es reconocible.
Algunas veces tengo la impresión de que esto del cambio
climático, para la mayoría suena a guasa, a tema de conversación para los
ascensores o los encuentros esporádicos, una variación, quizá sofisticada, de
la tópica y típica sobre el tiempo a la que estamos tan acostumbrados históricamente;
como si hubiéramos salpimentado con divulgación científica nuestros coloquios.
Las distintas eras de este planeta se deben a cambios brutales
en el clima: grandes glaciaciones seguidas por deshielos brutales. Nadie sabe
las causas que provocaron estas alteraciones —que no parece que fueran
repentinas ni rápidas, sino producto de una evolución más o menos veloz—, lo
que es un buen caldo de cultivo para las especulaciones propias de la ficción;
pero lo que sí parece descartado es que tales revoluciones climáticas tuvieran
que ver con actos humanos…, suponiendo, en contra de las evidencias científicas,
que en alguna de estas variaciones algún homínido con inteligencia deambulara
sobre la superficie del planeta…
¿Cuántas generaciones faltan para que por primera vez en cientos
de millones de años, sea una criatura la que modifique el clima del planeta
hasta que éste sea causa de la absoluta mortandad de la especie?
En el fondo a ninguno nos interesa, pues sospechamos que aún
resta un trecho hasta llegar al precipicio, un trecho de extensión aún impredecible,
en cualquier caso, barruntamos, excesivo para nuestras limitadas y escasas perspectivas
vitales… ¿Qué a nosotros si nuestros tataranietos agonizan entre horribles
estertores porque la atmósfera en realidad es ya un veneno, o el agua se ha
contaminado en todas partes, o el calor excede las capacidades del organismo
humano? ¿Qué a nosotros si tal les sucede a nuestros biznietos? ¿Qué, si les
pasa a nuestros nietos? ¿Qué, si es durante la ancianidad de nuestros hijos? ¿Qué
a nosotros…?
Doscientos setenta y
ocho.
Si es cierto que los políticos contemporáneos gobiernan o gestionan, proponen o
insinúan, con un ojo en las encuestas y otro en las urnas, el último sondeo del
CIS, donde aparece Podemos sobre las
tablas del escenario político, tal que nueva vedette muy atractiva para muchos,
habrá tenido el mismo efecto que una corriente de aire helado, que ha dejado de
una pieza a algunos dirigentes. Unos cuantos, acaso como consecuencia de ese
frío intenso y repentino, parece que hubieran acabado con tortícolis; es como
si no pudieran mover el cuello, y siempre miran en la misma dirección: hacia el
lugar que ocupa el grupo liderado por Pablo Iglesias. De pronto es su único
foco de atención, cuando hace unos meses, a pesar de su presencia sistemática
en los medios, era ninguneado o tenido como mero palabrista, como simple
utópico cuya propuesta da cierto aire moderno y plural al debate intrascendente.
Ahora se explica por qué la mayoría de partidos, durante las
últimas semanas, ceden buena parte de su tiempo a esta nueva ¿formación? Unos
para señalar con saña los defectos que, desde su perspectiva, atesora, aunque
en ocasiones, cuando los destacan, lo único que consiguen es que los demás
caigamos en la cuenta de que allí hay ninguna mácula, sino innegables virtudes;
otros, quizá con menos alharacas y sin tanto vocerío, proponen una cita, no sé
si a ciegas o por el contrario, muy calculada, con la esperanza nada disimulada
de acabarla en alguna alcoba donde fundirse o re-fundirse.
De todos modos —vuelvo a Chéjov—, quizá fuera más sencillo que
no olvidaran una sola cosa: “El perro hambriento
sólo tiene fe en la carne”. Y acaso entre nosotros haya demasiado necesitado
que contempla junto a sí cómo otros se atiborran sin empacho… y sin recato.
Doscientos setenta y
nueve.
De nuevo —y llevamos varios días, más de una semana— los muertos de Gaza tiñen
las portadas de los periódicos y de los informativos.
Otra vez uno siente que la pizca de razón que pueda asistir al
gobierno de Israel se evapora antes de empezar a pronunciar tal afirmación.
Otra vez uno piensa las mismas cosas. El mismo terror, el mismo
caos, la misma sensación de desamparo ante tanta injusticia, tanto dolor, tanto
crimen propiciado por las estructuras del Estado, de ese poder inamovible e
invencible…
Otra vez la mirada esquiva de Europa, más preocupada por saber a
qué nación pertenece tal o cual comisario, tal o cual portavoz. Otra vez las
palabras biensonantes de los yanquis que, sin embargo, actúan como si otros las
hubieran pronunciado. Otra vez la indecisión de los gobiernos del mundo árabe
que tienen miedo, miedo de dejar en la estacada a sus hermanos palestinos,
miedo de permitir que Hammas se vaya
asentando —con otros nombres, con otros rostros, con las mismas manos e
idénticos latidos— en sus naciones que hasta ahora controlan como inmensos
cortijos, como latifundios cuyos moradores son súbditos con mirada de esclavo.
Otra vez mi pensamiento apenas se estremece unas décimas de
segundo, al contemplar tanta barbarie, tanto crimen que quedará impune, tantos
niños muertos…
Otra vez constato, ya casi sin sorpresa, sin pudor casi, que la categoría
de los muertos no es la misma en todos los casos y que los hay de división de
honor, de primera, de segunda… y de deshecho. Justamente las mismas categorías
en que se divide el mundo de los vivos.
Doscientos ochenta. Me dice M.,
mientras el calor se consolida en los respiros de la noche, que un avión que ha
despegado de Holanda, ha sido derribado en Ucrania, a unos kilómetros de Donetsk.
Comentan en la radio que según EE. UU. no ha sido un accidente, sino que el
aparato ha sido derribado por un misil. Unos culpan a los prorusos, estos
acusan al ejército ucraniano.
Todo es confuso. Es probable que nunca se pruebe nada, aunque
todos sepamos con razonable certeza la autoría del disparo.
Y dicen, como si fuera una cuestión menor, casi intrascendente,
casi un dato para completar una estadística, que de entre los doscientos
noventa y ocho pasajeros, no hay supervivientes.
Todos muertos.
La estadística.
Parece que el mundo tiende a la locura, continúa con paso firme
por el sendero de la destrucción, o la autodestrucción. Banderas, tierras,
fobias, filias, fronteras, desprecios, ambiciones…
Interrumpo la lectura de la novela del concurso que ahora me
ocupa y me entretiene, busco por Internet en un periódico, en otro, en una emisora,
en otra… Unos tardan más que otros, pero en pocos minutos la información se
filtra en sus páginas web, para ocupar las cabeceras de cada medio.
Se confirma lo importante.
Se aportan nuevos detalles, alguna suposición que explique la
posible confusión.
Los doscientos noventa y ocho cadáveres se dispersan troceados
en un amplio área entre Ucrania, Crimea, Rusia, en ese punto en que parece que,
de nuevo, el único modo de arreglar las diferencias, es haciendo del uso de las
armas el principal de los argumentos…
Doscientos ochenta y
uno.
Pero si yo no quiero que el Planeta continúe degradándose, si estoy en contra
del uso de las armas, si aborrezco de la guerra como principal idea que
sustente la razón de un discurso, cómo puedo afirmar a continuación, que la
especie humana camina en pos de un precipicio que nos lleva a la aniquilación…
¿No convendría, acaso, empezar a repartir responsabilidades,
iniciar el matiz en las afirmaciones e incluir a los individuos y a sus
decisiones personales como inductores de todo este desastre? Quizá por omisión,
quizá por falta de ganas de implicarse, se nos podría acusar a la mayoría de
colaboración con este afán por destruir o derrumbar, pero aún así, a pesar de
esta especie de dejación de funciones, la mayoría no es culpable, la mayoría pretende
lo contrario, justo lo contrario, además la mayoría no puede ni sabe acceder
hasta el lugar o los lugares donde se toman esas decisiones que, sin embargo, a
todos nos incluyen y a todos nos afectan.
Doscientos ochenta y
dos.
Lo que venía disfrazado de pequeño contratiempo (otra avería en el ascensor de
su casa, un edificio de ocho plantas), que me ha hecho suspender la tarea de
escribir algo en lo que aún me empeño, a pesar de que el horizonte que se
dibuja no invita a nada halagüeño, se ha convertido, a la postre, para este
afán, en una vitamina más contundente que las que atesoran las frutas, verduras,
legumbres y hortalizas que despacha en el puesto del mercado regentado por su
madre.
Ni la conocía, ni me conocía. Aunque ambos hemos oído hablar el
uno del otro. El caso es que al preguntarme alarmada su madre por mi padre,
ella ha reaccionado con una enorme sonrisa, y tras confirmar que aquel cliente
a quien despachaba sus productos era quien sospechaba, me ha dado la enhorabuena
por Oscurece en Edimburgo. Junto a mí
el resto de clientes (clientas) del puesto de frutas, verduras, legumbres y
hortalizas, no hacían más que mirar a ese tipo a quien no conocían y que
parecía ser importante para la dueña y la hija de la dueña; aunque más bien tiendo
a pensar que en realidad se andaban desesperando porque la velocidad de la
compra se demoraba para sus intereses. Aceleren, aceleren, parecían decir sus
miradas; déjense de chácharas insustanciales, parecían comentar sus ojos escrutadores.
Pero la hija, sin detener la tarea de llenarme bolsas con mi
mandado (patatas, manzanas, judías verdes, el melón, algunos kiwis, peras,
naranjas, picotas, albaricoques….), no hacía más que ponderar la novela. Lo
impresionada que le dejó saber que la habíamos escrito entre siete, y que
estaba tan bien resuelta. Lo ha dicho dos, tres…, no sé cuántas veces. Y ha
mentado lo bien que está escrita, cómo le enganchó. Y me ha pedido encarecidamente
que dé la enhorabuena de su parte al resto de los autores, al resto de plumigos que fuimos capaces de lograrlo
y que por nuestro empeño y tarea conseguimos que durante unos días o unas
semanas ella también se entretuviera y disfrutara con la peripecia de Sophie,
con ese sufrimiento de joven cuyo pasado la sigue y la persigue…
Doscientos ochenta y
tres.
Todavía no sé, es imposible que lo sepa, si el libro en que me he empeñado será
o no será, pero al menos creo haber descubierto el modo de elaborarlo.
Me tendría que haber dado cuenta antes. Antes debería haber
hecho lo que esta mañana me ha ocupado. Son tareas mecánicas, pero
imprescindibles.
Después, sólo después veré si acaba siendo una mera libreta de
apuntes o quizá termine por ahormarse en un libro.
Doscientos ochenta y
cuatro.
Hay algunas tardes que son hermosas y acaban siendo las más hermosas, algunas
tardes de las que no leo, tardes en que no escribo nada, tardes lánguidas de
sol o nubes decorando con su luz distinta las fachadas que apenas se intuyen, tardes
engalanadas de caricias, cuyo único horizonte es ser caricia. Esas tardes…