Cómplices

Lunes 14 a domingo 20 de julio de 2014

Doscientos setenta y cinco. No me imagino a Messi leyendo a Chejov, aunque nada es improbable y, mucho menos, imposible, pero mejor no prejuzgar. Quizá sea más probable que le haya llegado alguna de sus frases sueltas, alguna máxima, una de esas sentencias rotundas y que con tanto acierto cultivaba, porque siendo tantas, acaso la vio alguna vez en un almanaque, o se la citaron tomada de Internet, o, como yo mismo la semana pasada, la oyó en la radio o en la tele, justo la que el otro día dejé señalada, la que recordaron en el veterano concurso de televisión y que hoy he buscado para dejarla literalmente aquí anotada, cuya traducción, sin embargo, difiere de la escuchada: “Si hay una pistola colgada en la pared en el primer acto, debe dispararse en el último”.
Aunque, según cómo se mire, estoy convencido que, aún sin escucharla o leerla, intuye la certeza del aserto, sabe que se trata de una verdad dramática incuestionable. No se puede tener al público pendiente de un hilo, esperando a que algo suceda, teniendo muy claro que algo va a suceder con el arma que aparece a la vista de todos desde el principio. Una pistola no suele ser una pieza decorativa. No es lo mismo que un rifle flanqueado por las cabezas disecadas de dos piezas cobradas —o no— por el dueño de la casa.
Y, sin embargo, parecía que así iba a ser, que el mundial bajaba el telón sin que la pistola hubiera sido disparada en el momento cumbre, justo en el desenlace.
Pero en la última escena —algunos espectadores ya se levantaban de sus asientos vitoreando a Alemania—, Messi, tras haber señalado el árbitro una falta que no lo parecía, decidió acercarse a la pistola, empuñarla, guiñar un poco los ojos y apuntar… Todos, con más intensidad aún los alemanes que ya rozaban la gloria, contuvimos la respiración… Pero se conoce que el arma no estaba bien calibrada, o la potencia de su retroceso sorprendió al experto tirador o simplemente dudó si cobrarse una pieza de caza mayor (disparar directamente sobre la portería) o conformarse con una de caza menor (asistir con un pase tenso y medido a uno cualquiera de los delanteros que esperaban, aunque casi convencidos que su presencia en la zona del conflicto tenía más que ver con la de espectadores que con la de actores, apenas un puñado de figurantes que evitaran el vacío del plano en el postrer fotograma).
Decidió, como era previsible, asumir el absoluto papel protagonista y disparó… Y la pelota subió tan alto, tan alto que pensamos que habíamos escuchado estruendo de munición de fogueo, y era la última bala… Acaso el arma había sido desenfundada más veces de la cuenta (que lo digan bosnios, iraníes o nigerianos…) y cuando llegó la hora de la verdad ya no tenía metralla.

Doscientos setenta y seis. El problema de los grandes profesionales, de los especialistas indiscutibles en una materia es que se hable de lo que se hable, acaban por conducir la conversación hasta que desemboca en su tarea… La vida, salvo la suya, en general, no les interesa.
A veces, por si lo anterior no fuera bastante, se sorprenden de que a su alrededor pueda haber personas que lo pasen bien o les atraiga o quieran aprender sobre esto y aquello, lo humano y lo divino, lo esencial y lo prescindible, vino o salmos, fútbol o política, poesía o balidos de ovejas, contemplación de estrellas o íntimas caricias…

Doscientos setenta y siete. Ha tardado. Este año se ha demorado más que otros. Algunos andaban muy quejosos por la falta del calor propio del verano, esas jornadas caniculares, en que la piel, a medida que avanzan las horas, adquiere tacto gomoso, como de sello humedecido, por culpa del sudor que no cesa, pero ya está aquí. Y es bueno que así sea, porque es señal de que aún el clima no ha cambiado tanto, aún es reconocible.
Algunas veces tengo la impresión de que esto del cambio climático, para la mayoría suena a guasa, a tema de conversación para los ascensores o los encuentros esporádicos, una variación, quizá sofisticada, de la tópica y típica sobre el tiempo a la que estamos tan acostumbrados históricamente; como si hubiéramos salpimentado con divulgación científica nuestros coloquios.
Las distintas eras de este planeta se deben a cambios brutales en el clima: grandes glaciaciones seguidas por deshielos brutales. Nadie sabe las causas que provocaron estas alteraciones —que no parece que fueran repentinas ni rápidas, sino producto de una evolución más o menos veloz—, lo que es un buen caldo de cultivo para las especulaciones propias de la ficción; pero lo que sí parece descartado es que tales revoluciones climáticas tuvieran que ver con actos humanos…, suponiendo, en contra de las evidencias científicas, que en alguna de estas variaciones algún homínido con inteligencia deambulara sobre la superficie del planeta…
¿Cuántas generaciones faltan para que por primera vez en cientos de millones de años, sea una criatura la que modifique el clima del planeta hasta que éste sea causa de la absoluta mortandad de la especie?
En el fondo a ninguno nos interesa, pues sospechamos que aún resta un trecho hasta llegar al precipicio, un trecho de extensión aún impredecible, en cualquier caso, barruntamos, excesivo para nuestras limitadas y escasas perspectivas vitales… ¿Qué a nosotros si nuestros tataranietos agonizan entre horribles estertores porque la atmósfera en realidad es ya un veneno, o el agua se ha contaminado en todas partes, o el calor excede las capacidades del organismo humano? ¿Qué a nosotros si tal les sucede a nuestros biznietos? ¿Qué, si les pasa a nuestros nietos? ¿Qué, si es durante la ancianidad de nuestros hijos? ¿Qué a nosotros…?

Doscientos setenta y ocho. Si es cierto que los políticos contemporáneos gobiernan o gestionan, proponen o insinúan, con un ojo en las encuestas y otro en las urnas, el último sondeo del CIS, donde aparece Podemos sobre las tablas del escenario político, tal que nueva vedette muy atractiva para muchos, habrá tenido el mismo efecto que una corriente de aire helado, que ha dejado de una pieza a algunos dirigentes. Unos cuantos, acaso como consecuencia de ese frío intenso y repentino, parece que hubieran acabado con tortícolis; es como si no pudieran mover el cuello, y siempre miran en la misma dirección: hacia el lugar que ocupa el grupo liderado por Pablo Iglesias. De pronto es su único foco de atención, cuando hace unos meses, a pesar de su presencia sistemática en los medios, era ninguneado o tenido como mero palabrista, como simple utópico cuya propuesta da cierto aire moderno y plural al debate intrascendente.
Ahora se explica por qué la mayoría de partidos, durante las últimas semanas, ceden buena parte de su tiempo a esta nueva ¿formación? Unos para señalar con saña los defectos que, desde su perspectiva, atesora, aunque en ocasiones, cuando los destacan, lo único que consiguen es que los demás caigamos en la cuenta de que allí hay ninguna mácula, sino innegables virtudes; otros, quizá con menos alharacas y sin tanto vocerío, proponen una cita, no sé si a ciegas o por el contrario, muy calculada, con la esperanza nada disimulada de acabarla en alguna alcoba donde fundirse o re-fundirse.
De todos modos —vuelvo a Chéjov—, quizá fuera más sencillo que no olvidaran una sola cosa: “El perro hambriento sólo tiene fe en la carne”. Y acaso entre nosotros haya demasiado necesitado que contempla junto a sí cómo otros se atiborran sin empacho… y sin recato.

Doscientos setenta y nueve. De nuevo —y llevamos varios días, más de una semana— los muertos de Gaza tiñen las portadas de los periódicos y de los informativos.
Otra vez uno siente que la pizca de razón que pueda asistir al gobierno de Israel se evapora antes de empezar a pronunciar tal afirmación.
Otra vez uno piensa las mismas cosas. El mismo terror, el mismo caos, la misma sensación de desamparo ante tanta injusticia, tanto dolor, tanto crimen propiciado por las estructuras del Estado, de ese poder inamovible e invencible…
Otra vez la mirada esquiva de Europa, más preocupada por saber a qué nación pertenece tal o cual comisario, tal o cual portavoz. Otra vez las palabras biensonantes de los yanquis que, sin embargo, actúan como si otros las hubieran pronunciado. Otra vez la indecisión de los gobiernos del mundo árabe que tienen miedo, miedo de dejar en la estacada a sus hermanos palestinos, miedo de permitir que Hammas se vaya asentando —con otros nombres, con otros rostros, con las mismas manos e idénticos latidos— en sus naciones que hasta ahora controlan como inmensos cortijos, como latifundios cuyos moradores son súbditos con mirada de esclavo.
Otra vez mi pensamiento apenas se estremece unas décimas de segundo, al contemplar tanta barbarie, tanto crimen que quedará impune, tantos niños muertos…
Otra vez constato, ya casi sin sorpresa, sin pudor casi, que la categoría de los muertos no es la misma en todos los casos y que los hay de división de honor, de primera, de segunda… y de deshecho. Justamente las mismas categorías en que se divide el mundo de los vivos.

Doscientos ochenta. Me dice M., mientras el calor se consolida en los respiros de la noche, que un avión que ha despegado de Holanda, ha sido derribado en Ucrania, a unos kilómetros de Donetsk. Comentan en la radio que según EE. UU. no ha sido un accidente, sino que el aparato ha sido derribado por un misil. Unos culpan a los prorusos, estos acusan al ejército ucraniano.
Todo es confuso. Es probable que nunca se pruebe nada, aunque todos sepamos con razonable certeza la autoría del disparo.
Y dicen, como si fuera una cuestión menor, casi intrascendente, casi un dato para completar una estadística, que de entre los doscientos noventa y ocho pasajeros, no hay supervivientes.
Todos muertos.
La estadística.
Parece que el mundo tiende a la locura, continúa con paso firme por el sendero de la destrucción, o la autodestrucción. Banderas, tierras, fobias, filias, fronteras, desprecios, ambiciones…
Interrumpo la lectura de la novela del concurso que ahora me ocupa y me entretiene, busco por Internet en un periódico, en otro, en una emisora, en otra… Unos tardan más que otros, pero en pocos minutos la información se filtra en sus páginas web, para ocupar las cabeceras de cada medio.
Se confirma lo importante.
Se aportan nuevos detalles, alguna suposición que explique la posible confusión.
Los doscientos noventa y ocho cadáveres se dispersan troceados en un amplio área entre Ucrania, Crimea, Rusia, en ese punto en que parece que, de nuevo, el único modo de arreglar las diferencias, es haciendo del uso de las armas el principal de los argumentos…

Doscientos ochenta y uno. Pero si yo no quiero que el Planeta continúe degradándose, si estoy en contra del uso de las armas, si aborrezco de la guerra como principal idea que sustente la razón de un discurso, cómo puedo afirmar a continuación, que la especie humana camina en pos de un precipicio que nos lleva a la aniquilación…
¿No convendría, acaso, empezar a repartir responsabilidades, iniciar el matiz en las afirmaciones e incluir a los individuos y a sus decisiones personales como inductores de todo este desastre? Quizá por omisión, quizá por falta de ganas de implicarse, se nos podría acusar a la mayoría de colaboración con este afán por destruir o derrumbar, pero aún así, a pesar de esta especie de dejación de funciones, la mayoría no es culpable, la mayoría pretende lo contrario, justo lo contrario, además la mayoría no puede ni sabe acceder hasta el lugar o los lugares donde se toman esas decisiones que, sin embargo, a todos nos incluyen y a todos nos afectan.

Doscientos ochenta y dos. Lo que venía disfrazado de pequeño contratiempo (otra avería en el ascensor de su casa, un edificio de ocho plantas), que me ha hecho suspender la tarea de escribir algo en lo que aún me empeño, a pesar de que el horizonte que se dibuja no invita a nada halagüeño, se ha convertido, a la postre, para este afán, en una vitamina más contundente que las que atesoran las frutas, verduras, legumbres y hortalizas que despacha en el puesto del mercado regentado por su madre.
Ni la conocía, ni me conocía. Aunque ambos hemos oído hablar el uno del otro. El caso es que al preguntarme alarmada su madre por mi padre, ella ha reaccionado con una enorme sonrisa, y tras confirmar que aquel cliente a quien despachaba sus productos era quien sospechaba, me ha dado la enhorabuena por Oscurece en Edimburgo. Junto a mí el resto de clientes (clientas) del puesto de frutas, verduras, legumbres y hortalizas, no hacían más que mirar a ese tipo a quien no conocían y que parecía ser importante para la dueña y la hija de la dueña; aunque más bien tiendo a pensar que en realidad se andaban desesperando porque la velocidad de la compra se demoraba para sus intereses. Aceleren, aceleren, parecían decir sus miradas; déjense de chácharas insustanciales, parecían comentar sus ojos escrutadores.
Pero la hija, sin detener la tarea de llenarme bolsas con mi mandado (patatas, manzanas, judías verdes, el melón, algunos kiwis, peras, naranjas, picotas, albaricoques….), no hacía más que ponderar la novela. Lo impresionada que le dejó saber que la habíamos escrito entre siete, y que estaba tan bien resuelta. Lo ha dicho dos, tres…, no sé cuántas veces. Y ha mentado lo bien que está escrita, cómo le enganchó. Y me ha pedido encarecidamente que dé la enhorabuena de su parte al resto de los autores, al resto de plumigos que fuimos capaces de lograrlo y que por nuestro empeño y tarea conseguimos que durante unos días o unas semanas ella también se entretuviera y disfrutara con la peripecia de Sophie, con ese sufrimiento de joven cuyo pasado la sigue y la persigue…

Doscientos ochenta y tres. Todavía no sé, es imposible que lo sepa, si el libro en que me he empeñado será o no será, pero al menos creo haber descubierto el modo de elaborarlo.
Me tendría que haber dado cuenta antes. Antes debería haber hecho lo que esta mañana me ha ocupado. Son tareas mecánicas, pero imprescindibles.
Después, sólo después veré si acaba siendo una mera libreta de apuntes o quizá termine por ahormarse en un libro.

Doscientos ochenta y cuatro. Hay algunas tardes que son hermosas y acaban siendo las más hermosas, algunas tardes de las que no leo, tardes en que no escribo nada, tardes lánguidas de sol o nubes decorando con su luz distinta las fachadas que apenas se intuyen, tardes engalanadas de caricias, cuyo único horizonte es ser caricia. Esas tardes…