Doscientos ochenta
cinco.
Después de las dos últimas jornadas en que Verano hubo de retirarse a otras
posiciones más seguras, tras la acometida furiosa de una partida sin control de
rebeldes proinvierno dotados con el armamento reglamentario de las escuadras
popularmente conocidas como Frente frío,
lo que ha sido informado convenientemente al Tribunal Internacional de
Armamento del Clima, por incumplimiento del artículo tercero sección cuarta del
Tratado de Rotación Pacífica de las
Estaciones, hoy, de nuevo, aunque con ciertas dudas a la hora de la albada,
han regresado los defensores de Verano, que vuelven a ocupar sus puestos.
Se observa una calma generalizada, y según datos que facilitan
ambos bandos, tras una comprobación de urgencia, los primeros recuentos de
bajas entre golondrinas, vencejos, cigüeñas, murciélagos y otras especies
voladoras y volanderas —las referidas en la cuarta acepción que de esta palabra
establece la RAE— son mínimas; sin embargo, por el contrario, hay que lamentar
cuantiosas víctimas entre mariposas, orugas, moscas, mosquitos, abejas y demás
insectos, lo que ha provocado hondo malestar entre su población.
Según informan nuestros enviados especiales, los representantes
de Verano, destacados en las cimas del Sistema Central desde donde controlan
todos los accesos, han declarado con aire de resignación que todo hace temer
que, a pesar de sus denodados esfuerzos, este paréntesis de control de la zona concluirá,
como siempre, hacia septiembre, siendo muy optimistas, declaran, a principio de
octubre; añaden, con rostro de incomprensión al que imprimen un tono que no
esconde el reproche, que a pesar de sus denodados esfuerzos y de la atención
que prestan a la ciudadanía, no esperan que surta efecto la negociación que sus
diplomáticos mantienen para obtener una moratoria que permita algunos meses más
de estancia entre nosotros. Parece ser que para oponerse a tal desiderata, se esgrime
como razón fundamental la actitud de la ciudadanía, y estos representantes no
comprenden la división que reina en la población, y la presencia de tantos
individuos favorables al ejército y administración Invierno.
Por su parte, esta redacción se ha puesto en contacto con el
alto comisionado de Invierno, quien muy tranquilo y esperanzado, con cierta
autosuficiencia, ha declarado que este territorio históricamente ha sido
regentado por su estirpe y, por tanto, no pone en duda la lealtad de la mayoría
de los ciudadanos y anuncia su pronto regreso. Inquirido por el castigo que se
puede aplicar a esa parte de la población rebelde o reacia a su control, ha
mostrado magnanimidad, aunque de sus palabras no se puede deducir ninguna
medida concreta: «Seremos generosos, con todos», ha afirmado. «Nadie debe
preocuparse por mantener opiniones adversas a nuestra gestión». No obstante ha matizado: «Cada caso de
rebeldía será estudiado de forma particular, y se adoptarán las medidas
necesarias para la rehabilitación del individuo. Sólo en casos muy excepcionales,
y siempre de acuerdo con los tribunales competentes, se aplicarán las sanciones
más duras previstas en nuestro código, como gripes, faringitis, laringitis, anginas…» Y para finalizar ha confirmado que, «En ningún caso, repito, en ningún caso, se impondrá la pena
capital, pues ésta fue abolida de nuestro ordenamiento. Por más que
las apariencias pudieran indicar algo diferente, ninguna muerte que, por desgracia,
se produzca entre la población será causada por nuestra acción directa, salvo
que existan patologías previas que interactúen negativamente con nuestras
medidas».
Seguiremos informando.
Doscientos ochenta y
seis.
Debería alegrarme porque la intuición precavida que me empujó a tomar algunos
días de vacaciones en esta semana, se está demostrando bien certera, lo que
supone unas pocas grageas de sosiego para mi padre.
Sin embargo, un sabor agrio me envuelve, precisamente por haber
atinado. Aunque algunas veces uno procure que se activen o, al menos estén
listos para entrar en acción en cualquier momento todos o la mayoría de ‘porsiacaso’, lastima el ánimo deber
usarlos, porque eso viene a señalar, con la determinación propia de lo
inexorable, que más que ‘porsiacaso’,
era una evidencia limítrofe a lo obvio…
Cuando un niño comienza a dar sus primeros pasos, la madre, el
padre, los abuelos, algún hermano mayor, quizá algún primo, en fin, cualquiera
de ellos, encorvados y con los brazos extendidos, camina tras el impetuoso
aventurero, no ‘porsiacaso’ cae,
tropieza, se trastabilla o se tambalea tras perder el frágil equilibrio, sino
con la suposición, casi la certeza, de que algunos, varios o todos esos
avatares acabarán con ese hijo o nieto o hermano o primo en el suelo, y, acaso,
además, con una catarata de llanto brotando de sus ojos, provocado por el
susto, la sorpresa o el fracaso, más que por el daño que pudiere haber sufrido…
Así, también, cuando la enfermedad y los años aplastan la salud,
el vigor y los ánimos.
Quizá la vejez, la senectud no sea otra cosa —si antes algo imprevisto
y traumático no cercena el proceso natural— que ir disminuyendo las facultades
y componiendo la postura del cuerpo hacia la definitiva posición, la última, la
inquebrantable, ese quietud inamovible de lo orgánico que, según muchos dicen,
aunque otros nieguen, y ninguno podamos confirmar con nuestras limitadas
facultades, no se corresponde con la esencia del ser, eternamente vivo, acaso.
Doscientos ochenta y
siete.
Es verano y los horarios, para muchos se desmoronan, caen derrumbados por el
ocio y la vacación.
En esta casa las horas son, algunos días, como un cruce de
caminos, como una estación de mucho tráfico, en que unos salen cuando otros
llegan o viceversa.
Es verano, y desde hace algunos años, este tiempo es mi bosque
preferido, ese lugar donde los elfos, gnomos, hadas, náyades y otras criaturas
fantásticas venían a conversar conmigo en medio del silencio de la casa…
Es verano, los horarios se derrumban, al menos en esta casa,
menos para mí, o eso me gustaría, en que intento con más denuedo tomar mis
trebejos para que este laboreo dé su fruto; pero se engañan quienes piensan que
es un sacrificio mi tarea. Aunque nadie me crea, si el verano, su ocio, está
pensado para reponer algunas energías, y para disfrutar del tiempo libre, pocas
personas cumplirán con tanta precisión semejantes objetivos, como uno los cumple.
Doscientos ochenta y
ocho.
Cae el agua desde el estrecho caño de la fuente, hasta la pileta de granito, esa artesa circular, grande, honda. El patio del claustro rezuma el rescoldo del día, de ese
sol que aún amasa la galería superior. Me gusta este falso silencio, esta
ausencia de ruidos de la civilización, sólo el sonido de algunos gorriones, o
el chirleo de las golondrinas, o la melodía del agua cayendo sobre sí misma y
sobre la piedra gris o nuestras palabras que, poco a poco, atenúan su volumen tornándole
más liviano, más dúctil para no sobrepasar el del líquido o el de las aves,
quizá buscando el reverbero de las viejas salmodias que impregnaron esta parte
de la ciudad un día…
Doscientos ochenta y
nueve.
Doy gracias porque de nuevo respiro esa sensación de plenitud que me envuelve
desde hace tantos años en este periodo canicular del año. Doy gracias porque si
ser escritor —o escribidor— significa en esencia que uno escribe, vuelvo a
hacerlo. Igual que el ciclista se define porque monta en bicicleta, más allá de
que gane o no un Tour de Francia, o el cocinero porque prepara platos para sus
comensales, más allá o no de que el restaurante donde faena reciba alguna
estrella o ninguna, puedo volver a decir sin rubor y sin preocupación que soy
escritor —o escribidor—, más allá de que mis libros tengan cientos de lectores
o un puñado del tamaño de la manecita de un bebé.
Ahora no me importa —quizá sí mañana—, que el libro sea mejor o
peor, o el tiempo que tarde en concluirlo, ni siquiera si al final, después del
esfuerzo acabe no siendo y desemboque esta ilusión de ahora en la frustración
de una tarea truncada mañana. Y lo que menos me preocupa, en estos días, en
esta hoja del calendario, es que haya alguien dispuesto a pasarlo por la
imprenta (acaso lo efímero y ya pasado del hilo que lo hilvana lo impida desde
su mismo inicio).
Como hace unos meses comentaba a una amiga, quizá como escritor
no pase nunca de una mención dentro de una breve nota al pie de una página
escondida en una enciclopedia que nadie leerá, justo en el capítulo que trate
de los escribidores que una vez asomaron sus letras al fielato sur de Librópolis,
donde se tasan los poemarios, pero en realidad apenas traspasaron su umbral. Quizá
acabe siendo, simplemente, el abuelito que escribió algunos libros,
probablemente demasiados, y del que, acaso, sus nietos —aún futuribles, aún
simplemente seres posibles, ni siquiera probables—, hayan visto fugazmente el
lomo de algunos de ellos. Tampoco me importa, y menos ahora, que me esperan las
páginas en blanco que debo completar, que intentaré concluir con el empeño de
un profesional y la ilusión de un aficionado.
Sólo me importa que escribo, después de más de dos años. Y me
importa porque me alegra, porque me llena de plenitud —no sé si es lo mismo que
la felicidad, pero acaso se le parezca—, porque de nuevo el deseo y la tarea se
aúnan sin esfuerzo, como los viejos amantes, porque todas las horas no bastan,
porque los días pasan como el agua sobre el cauce del río o del arroyo.