Doscientos sesenta y
cuatro. Desde hace veintiún años este día es una jornada que se encarama
sobre el pódium de las fechas que me atañen aunque el calendario no las ilumine
con ningún color especial, excepto en Pamplona, y es que lo que importa no lleva
marca o señal o subrayado sobre la piel, en realidad es la mejor calefacción para
el corazón y llena los recuerdos de ascuas agradables, como gollerías para la carne
aterida.
A veces busco tesoros con que ahuyentar la niebla de la
melancolía que me acecha mucho más de lo que casi nadie imagina, y aquí están,
son estos y no otros, y serán indelebles e inexpugnables para cualquier enemigo
que pretenda asediarme, al menos mientras la memoria continúe con su laboreo,
mientras los recuerdos no decidan abandonarme un día.
Doscientos sesenta y
cinco. Era perfectamente consciente de que mi espalda no había
sido sometida a ninguna postura especialmente dañina para los músculos
lumbares. Normalmente, cuando estoy sentado en la silla del trabajo, o en esta
de casa donde ahora pergeño estas palabras, acabo por olvidar los consejos de
los médicos y los expertos en evitar pequeñas contracturas, lumbalgias, dolores
varios en cuello o espalda, me olvido al cien por cien de la parte física de mi
organismo, me centro en dejar que las palabras que brotan de las neuronas
aparezcan en la pantalla del modo más fiel posible, como si esto fuera lo único
que importa, mejor, lo único que existe en el mundo y en el universo.
Pero no esta mañana.
Esta mañana, porque ya el cuello me molestaba desde que me he
levantado, he tenido muy presente mi postura corporal: he procurado sentarme
con la espalda bien recta, aunque, al mismo tiempo, lo más relajada posible…
Sin embargo, cuando a eso de las ocho y media, me he levantado,
con la intención de recoger de la impresora de la oficina algún documento
recién escrito, ha llegado el latigazo, el agudo dolor que me ha cruzado la
zona lumbar de oriente a occidente. No me he quedado clavado, he podido seguir
con el movimiento, pero, de pronto, además de ese dolor, he tenido la sensación
cierta de que la musculatura de la zona se había tornado tabla o compacta
argamasa casi sólida, carente de la mínima flexibilidad que permite los
movimientos, incluso los más básicos, los más alejados de un ejercicio
atlético. Me refiero a caminar, sentarse, ponerse en pie, permanecer a pie firme,
qué sé yo…
Se trata de una franja no muy ancha, pero que parecía un muro
que dividía al cuerpo en dos, como si la cintura (aunque hablar en mí de tal
parte de la fisonomía humana más bien sea una hipérbole o una muestra desmesurada
de autoestima) no fuera mía, sino un objeto extraño por donde se unían dos
porciones de cuerpo que nada tenían que ver entre sí.
Después de cuatro horas en que el dolor avanzaba paulatino pero
constante, he decidido acudir al médico. Quizá si no hubiera tenido esta tarde firma
en la feria del libro, habría intentado que pasaran más horas, y ver si después
de la noche mañana mejoraba algo. Pero no quería arriesgarme a alguna
contingencia de peores consecuencias.
Es curioso, el cuerpo por sí solo es sabio, intuye y suele acertar.
El dolor era bien distinto al de otras veces, cuando uno pasa demasiadas horas
en la misma posición leyendo o escribiendo. No sabría definirlo con más
precisión de lo que ya he hecho.
Tras la consulta, me alegro de haber ido, porque el dolor no sólo
no remite, a pesar del vendaje y los relajantes musculares, sino que se adensa.
No es que sea más intenso, sino que se extiende con la misma
contundencia, como si fuera un ejército invasor, sobre posiciones limítrofes
que unos minutos antes aún eran libres, aún conservaban la ductilidad propia de
eso que llamamos músculo.
Doscientos sesenta y
seis. Definir el éxito o el fracaso puede ser sencillo o muy
complicado. La cuestión depende del criterio que se use como unidad de medida.
Lo habitual, y probablemente lo razonable, sea utilizar una
magnitud objetiva que permita esgrimir datos que cualquiera pueda contrastar e
incluso valorar.
Desde esta perspectiva, la firma de esta tarde noche no ha sido
para pasar a los anales. Aunque, en realidad, salvo la primera que tuve en mi
vida, la de 1981, no ha habido ninguna que pueda llegar a semejante
calificación, casi ni por aproximación.
Sin embargo hay otras escalas que también se pueden usar. Acaso
para los poemarios sean más precisas.
Y la luz intensa de los ojos de esa joven desconocida—María,
simplemente María ha dicho que se llamaba— que ha venido con su madre a por el
libro no tiene parangón con ninguna otra escala que se pueda manejar. Nunca jamás
había visto tanta ilusión emocionada en una mirada, y al firmar el libro a esta
lectora —espero que aún lo siga siendo, espero que mis versos no le hayan
decepcionado— me he sentido pagado hasta el extremo, y he descubierto, otra
vez, que no hay nada comparable para quien escribe que contar con quien
complete sus textos, es decir, ávidos lectores, lectores revestidos de ilusión.
Doscientos sesenta y
siete. Escribí, tras la debacle del primer partido de la
selección española de fútbol, que el camino más seguro para acabar en el
fracaso es dejar de ser fiel a uno mismo, traicionar la esencia que confiere la
carta de naturaleza. Quizá lo más difícil —recuerdo que durante muchos años se
habló de este asunto— es encontrar las señas de identidad; pues bien, peor que
no tenerlas es abandonar las que se tienen.
Hoy, de modo acaso desmesurado, la debacle española ha quedado
pálida, apenas una anécdota imperceptible, ante la hecatombe brasileña, mayor
aún por la resonancia planetaria que tendrá. En la historia de este deporte, la
victoria teutona por 7 a 1 (escrito con caracteres numéricos parece más contundente
aún) en una de las semifinales de la Copa del Mundo que organiza Brasil,
precisamente, será una de las cumbres, una de las referencias de este deporte,
una de esas menciones que no podrá obviar ningún texto que pretenda contar, aún
a modo de resumen, la crónica de este juego que se ha convertido, para nuestra
desgracia, en uno de los negocios más descomunales y opacos del planeta. Y si
el torneo concluye con la victoria de los germanos —que, además, sería el
primer combinado no americano en alcanzar el título en tal continente—, este
partido será una de las gestas históricas de este juego.
Sin embargo la consecuencia más importante de este partido,
acaso no sea la evidente, ni la primera; quizá, y si la cordura impera en donde
debe imperar, lo mejor de haber hundido a la canarinha es que la seleçao regresará
al camino que nunca debió abandonar, hará un repaso de su carga genética y
arrojará lejos de sí la desmesura que le ha llevado a derrumbarse precipicio
abajo.
Doscientos sesenta y
ocho. Cada vez que tengo la ocasión de charlar con un editor,
llego al convencimiento de que he sido muy cretino, por no decir injusto, con
este gremio a lo largo de mi vida, aunque se hayan limitado por lo general a
meros pensamientos, como mucho manidas opiniones de repertorio que se esgrimen
en conversaciones de barra de bar. Quizá sirva como excusa el que la única
imagen de editor que tenía era la de un hombre o mujer de negocios cuyo máximo
afán era el de atesorar dinero, influencia y poder, pasando por encima —incluso,
o sobre todo— de la literatura. Ya digo una excusa simplona y acaso traída por
los pelos, pues a poco que sea honesto conmigo mismo, a poco que repase mis
recuerdos sobre este asunto, enseguida aterrizan nombres de editoriales cuyo
único afán ha sido el de dar a la luz verdaderas obras literarias. Si, además,
esto significaba incrementar la cuenta corriente de los propietarios, se trata
de una consecuencia que no siempre se produce y que, no sólo es lógica y
lícita, sino que debería ser deseable, como en cualquier tarea humana, dicho
sea de paso.
Es más, a medida que sumo años, algún conocimiento y
experiencia, compruebo que los hombres o mujeres de negocios que se dedican a
enriquecerse circulando libros son los menos abundantes en el gremio, si es que
estos publicalibros, más allá de una
mera cuestión técnica, pueden ser tomados como editores.
Al contrario, las editoras y editores, son tipos en principio
extraños, casi aventureros, pero, sobre todo, apasionados a punto de enloquecer
por esta pasión. Es verdad que pretenden vivir de su trabajo, incluso vivir lo
mejor posible, lo que no es desdoro, sino que enaltece su profesionalidad,
porque en este hecho se demuestra que creen a pies juntillas en lo que hacen;
ellos sí están convencidos hasta el tuétano de que los libros son un tesoro.
Sin embargo uno sigue pensando que parece misión imposible
siquiera recuperar lo que invierten en cada uno de los libros que acaban en las
estanterías de las librerías o en el lugar de la editorial donde los almacenen
a la espera de que haya algún extraviado lector que les solicite algún ejemplar
por Internet.
Ayer me contaba el joven editor de La uña rota, paradigma del editor apasionado por la lectura y los
libros, que ha optado por una línea similar a la de los viajeros por lugares
casi desconocidos y sólo frecuentados por algunos aventureros, que a él la
literatura que le gusta es aquella en que escritora o escritor no hacen literatura,
o huyen de la literatura, o se limitan a contar, sin más afán que contar, sin
otro deseo que poner sobre el papel aquello que les ocupa el corazón. No es una
afirmación nueva, por el contrario es uno de los pivotes sobre los que gira la
historia de la literatura universal: la sencillez como norma, como horizonte,
como técnica, como filosofía de vida, pero sirve para definir bien el común
denominador de su catálogo.
Y él es así. Él, que probablemente nunca me publicará, lee con
desmesura y pasión tanto lo que puede ser objeto de su sello, como lo que no le
atañe. Él avanza por la existencia —aún de muy pocos años— regalando sonrisas,
buen humor y despreocupación de lo material, aunque no quiere decir que no
forme parte de sus pensamientos; simplemente no se obsesiona con este asunto. En
la caseta de la feria que comparte con la asociación de libreros, donde los
autores vamos a firmar, al menos en teoría, ejemplares de nuestros libros,
además de libros de su editorial, ha hecho hueco a volúmenes de otros sellos
afines a él, supongo que también pertenecientes a jóvenes editores como él. No
es su afán —y eso me lleva pareciendo tiempo—, enriquecerse con esta tarea,
simplemente vive de su trabajo y, sobre todo, disfruta con él.
Es consciente de los malos momentos que se viven, tanto que
intuye que, en cualquier instante, la burbuja editorial, como tantas otras a lo
largo de la historia, acabará por explotar. Sin embargo no sufre por ello,
prefiere, como las cigüeñas, planear lo más alto que pueda y cuando aterriza,
atender su nido y contemplar el mundo con cierta displicencia.
A veces he dicho que uno escribe, porque quiere hacer real el
texto que le gustaría leer. Últimamente tiendo a pensar que esta tarea es más
de los editores. Ellas y ellos son lectores compulsivos que sueñan con dar al
mundo el mejor libro jamás escrito.
Doscientos sesenta y
nueve.
¿Cómo es posible que se diera el caso de que me quedara dormido viendo una
semifinal de un campeonato del Mundo?
No se trata de una metáfora, ni de un montaje como esos que ya
corren por redes sociales y periódicos digitales, eso que en terminología contemporánea
se llama meme, sino que describo la
más pura literalidad de desplome de cuello con el consiguiente cabezazo y
pérdida momentánea de la consciencia…
He llegado a proponer el indulto para Brasil y que la final sea
la repetición del Brasil contra Alemania de anoche, lo mismo hasta hay
revancha.
Tanto miedo a perder ha llevado a la parálisis y a la renuncia.
De pronto es como si se hubieran retrocedido veinticuatro años, y estuviéramos
soportando el Mundial de Italia en 1990 en que el fútbol llegó a parecer la
encarnación de la cobardía…
Aquel año, por cierto, la final tuvo como protagonistas a las
mismas selecciones de este torneo, las mismas que en 1986 nos regalaron un
partido lleno de pasión y fútbol…
Doscientos setenta.
Cuando
uno lee sus artículos de crítica literaria o su diario, no imagina, es
imposible de imaginar, su timidez en las distancias cortas, y ese esfuerzo por
ocultar las emociones, cosa imposible, pues sus ojos, más expresivos de lo que
quizá desease, son tan nítidos y locuaces que se comprenden con la misma
precisión con la que se llega al tuétano de esas frases que construye en sus textos
más personales, a pesar de su longitud, a pesar de su densidad, a pesar de la
acumulación de capas que atesoran.
¿Dónde la máscara, cuándo el personaje?
Doscientos setenta y
uno. La contemplo mientras envejece, mientras la enfermedad
desgasta y aminora sus neuronas, tal que un mar de apariencia sosegada, pero de
afán imparable, golpea infatigable e invencible sobre la arena y las rocas de
la playa, y me gustaría —y por ello suplico, aunque no sé a quién y no sé cómo—
que esta erosión sin pausa quedase donde respira esta tarde, demasiado fresca
para julio, tan luminosa sin embargo.
La contemplo quizá desubicada, acaso como ya ausente, casi
flotando sobre la realidad, sin asideros a la corteza terrestre, pero tan
serena, tan despreocupada. Hoy, ahora, esta tarde luminosa y casi fresca, no
parece sufrir, no hay fantasmas o monstruos invertebrados dirigiendo el ovillo
enredado de su pensar.
Aunque intuyo que este anhelo mío es pura utopía, ya que después
de estos años sucede lo contrario, pido, suplico, imploro, que su cabeza deje
de ser herida por una luz sin piel, por la cuchillada descarnada de ese
sufrimiento…
El mar, la mar, rompe sin posible pausa sobre el litoral y en
cada ola que besa la orilla, desaparecen o se desmenuzan más sus neuronas,
pero, al menos, que no haya galerna, que el desgaste imparable no sea de
crueles dentelladas, que el miedo y el sufrimiento no sean los buitres que a
diario asedian su laberinto…
Pido, suplico, imploro…
Doscientos setenta y
dos. Miran los dos con esos ojos que sólo los niños ponen
cuando ha quedado atrapada su atención por algo que los fascina.
Juan Carlos Mestre me dedicaba un libro, es un decir, en
realidad enriquecía mi ejemplar con otra obra de arte, esta vez una dedicatoria
que es un dibujo de acuarela.
Como ha comentado uno de los libreros, esto es dedicar un libro,
y no lo que otros hacemos. (Risas y sonrisas al fondo, todos conscientes de la
broma inocente e irónica). Esta es la suerte de los autores minoritarios, por
mucho que sea por dos veces Premio Nacional de Poesía, pues si fuera un
conocidísimo escritor al que decenas de impacientes lectores esperan para que
les dedique su libro, sería impensable este regalo.
Ahora mis libros sí tienen verdadero valor añadido, y no es,
precisamente, lo que el señor ministro del ramo aplica a la cultura.
Doscientos setenta y
tres. En esta ocasión ha errado —otra vez— mi intuición (como
no ha tenido mucho eco mi súplica).
Cuando los dos perdedores saltaban al césped, dispuestos a
resolver el único partido del Mundial que nadie quiere jugar, pero todos desean
ganar, he visto que actuaría como cuarto árbitro el trencilla nipón que pitó el
partido inaugural del torneo, el señor Nishimura, aquel colegiado que se
inventó un penalti a favor de Brasil, lo que en el fondo fue introducir en un
sueño de irrealidad a una selección y a un país que quizá, de no haber mediado
semejante error, no habría llegado tan lejos, pero tampoco habría sufrido la
debacle del otro día.
Y me he equivocado, porque he pensado que el arbitraje de hoy
—aunque él no estuviera en el campo, sino ejerciendo las tareas propias del
reserva—, también usaría la misma máxima que él aplicó, tan atlético, tan
delgado, tan sonriente, en el partido de la verdeamarela
contra Croacia: ante la duda, a favor de Brasil.
Ha sucedido algo distinto, aunque especialmente extraño. Además
no ha sido necesario esperar mucho. Es verdad que el ímpetu inicial de los
cariocas no era tan intenso como en otros encuentros, pero en menos de cinco
minutos, ya daba lo mismo.
El árbitro argelino (la FIFA parece cada vez más un organismo
político o diplomático y sus decisiones tienen que ver con cuestiones de
carácter geoestratégico más que futbolísticas) a las primeras de cambio, en una
sola decisión ha cometido dos errores.
A pesar de la opinión general, creo que al pitar penalti en el
agarrón de Silva a Robben, pensaba que lo más grave era la tarjeta roja que
debía mostrar al defensa. Y en un único gesto de sabiduría diplomática, ha
compensado su decisión de no expulsar al jugador brasileño —lo que era un
alivio para afición y equipo sudamericanos—, trasladando dentro del área un
agarrón que había sido fuera, con lo que la infracción se convertido en
penalti, cuando no lo era, y así hinchas y escuadra europeas, también se
alegrarían. Ha decidido el norteafricano que sería menos dañino para los
sudamericanos un probable gol que una expulsión.
Y así, en manos de este árbitro (aunque probablemente sus
decisiones sean frutos de algunas recomendaciones o directrices recibidas por
todos los colegiados), el reglamento se convierte en una componenda, en una
suerte de norma que siempre se interpreta, que carece de elementos objetivos.
No es difícil imaginar a los dirigentes de este organismo asesorando a quien
debe impartir justicia, sobre la importancia de no expulsar a los jugadores,
salvo agresión, pues el espectáculo se vería dañado… ¿Entonces, por qué no
varían la norma que establece la expulsión directa cuando el defensor comete
falta sobre el atacante cuando en manifiesta ocasión de gol?
Quizá el árbitro ha pensado que era demasiado temprano para que
el publico brasileño perdiera la esperanza de que su selección iba a ganar el
último partido que disputaba en su Mundial. Quizá. Pero daba lo mismo, en
realidad los jugadores no se lo creían, en realidad han salido al campo
sabiendo de antemano su derrota, pues aún seguían noqueados tras la brutal
paliza del martes.
Doscientos setenta y
cuatro. Quizá me pillarían las primeras caricias de la madrugada
con la tarea, si esperase al final del partido para decir algo sobre él hoy
mismo, día en que tengo la costumbre de hacer rodar por la red estas
reflexiones mías que, a pesar de mi sorpresa, parecen interesar a más de dos o
tres personas.
No es seguro, a pesar de algunos vaticinios de los que dicen ser
expertos en esto del balompié, que cuando concluya el partido entre Alemania y
Argentina aún sea domingo.
Es más —y puesta a funcionar mi fantasía de escribidor con
afanes noveleros—, a pesar de lo que hasta ahora proclame el fútbol practicado
por unos y por otros, lo mismo el partido acaba siendo un relato largo, con
sorprendentes giros argumentales, con alteraciones sustanciales en la psicología
de los personajes, con elementos que hasta ahora no habían salido en escena.
Escuché la otra tarde en un veterano concurso televisivo una
frase que atribuyen a Chéjov que, más o menos decía, que si en el escenario se
ve un rifle desde el primer acto, debe dispararse en el último.
No sé qué ocurrirá (y algunos lectores quizá sean testigos de
que lo publico casi medio día antes de que el partido se inicie), pero el rifle
de Argentina apenas ha pasado de ser parte de un decorado que intimida, pero
permanece —en apariencia— ajeno a todo el devenir de los acontecimientos…