Doscientos noventa. Quizá sea como una
pócima mágica que al ingerirse modifica algo sustancial en quien la
toma: la fuerza, el color de los ojos, la cantidad de vello corporal, la
estatura, la voz, el aspecto muscular… Quizá sea algo así, digo, lo que sucede con
el poder, incluso con pequeñas parcelas de poder.
Cuando la persona llega a ese lugar maravilloso (o así debe ser
por lo que ansían alcanzarlo y por lo que tardan en abandonarlo), mudan la
sintaxis como las serpientes mudan su camisa, alteran la semántica del discurso
como aquel cordero que se desnuda de sus vellones blanquizcos y muestra de repente su auténtica
esencia de feroz lobo a cargo del rebaño, tiran al contenedor de la basura, sin
preocuparse por reciclar, más de la mitad del diccionario, precisamente aquella
parte que más usaron para recorrer la senda que les aupó a la poltrona.
Hay algo mágico (más bien de tonos oscuros, tirando a negros),
repito, en ese lugar llamado poder. Cuando alguien camina hacia ese punto todos
entendemos qué pretende, qué busca, por dónde quiere que se avance. Sin embargo,
cuando allí atraca, todos dejamos de entenderlo y empiezan a sonar tan
sospechosamente iguales al pasado sus palabras, que uno comprende que no importa
quién se siente en tal sede, lo que importa —a las pruebas deberíamos
remitirnos— es el sitial, la energía que emana, la dirección del timón que
nunca elige el timonel que en apariencia lo empuña y lo maneja, sino un capitán
de presencia invisible, bien escondido en la torre de mando, ajeno por completo
a lo que sucede en la cubierta e indiferente a los llantos de su bodega.
Doscientos noventa y
uno.
El rincón de la ciudad, acaso su cobijo más vetusto, realzado por esta luz
cristal de la tarde, es pura soledad y silencio, que en la desembocadura de
julio, ya no acompasan las corcheas charol de los vencejos, quienes, fieles
cumplidores del almanaque secular, el mismo día de Santiago —ni la víspera ni
el día siguiente, puedo asegurarlo, pues me ocupé de comprobarlo— tomaron su
equipaje, cruzaron el portón del sur y salieron raudos, camino de su invierno.
El rincón de la ciudad, acaso su cobijo más vetusto, mecido por
el fanal hialino de esta tarde, parece adormecerse en otros tiempos fugitivos,
tan pretéritos, que alguno creería sepultados.
El rincón de la ciudad, acaso su cobijo más vetusto, a falta de
más sonidos que los piídos monótonos de los gorriones y el zureo esquivo de una
paloma, pues tampoco se percibe el chirleo blanquinegro de los pequeños aviones
o el silbo cítrico del mirlo, rebusca en el olvido la cadencia gregoriana de
las salmodias entonadas por las monjas, cuya melodía preñada de paz y sosiego, como
feliz pirueta del tiempo, rebrota, resuena, reaparece, para señalar la senda
que conduce al equilibrio y a la armonía, y, como si fuera, en vez de música,
llovizna del espíritu, rocía, empapa, rezuma y atraviesa los muros de la
iglesia, y empieza a regar los bordes de la placita hasta que asperja mis latidos,
para que asienten su ritmo, para que sosieguen su paso, y guíen a mi voz y
eviten que yerre, si lamento la decadencia de este lugar de aspecto casi
abandonado —visión superficial, engañosa apariencia— y para que, por el contrario,
mis labios serenos ensalcen la presencia esencial de lo inefable; un gesto, una
mirada, una alabanza que se infiltrarán en el respiro de de mis letras, cuando
mis pupilas alcancen un mirar transparente y pulido, un desnudarse de
algarabías y afeites vanos; un gesto, una mirada, una alabanza, que nutrirán de
vida el respiro de mis letras cuando al fin una brisa del norte vigorosa limpie
de impurezas la atmósfera que inhalo y el cielo que me envuelve.
Doscientos noventa y
dos.
Parece que también mi espalda ha decidido en estos últimos días que no sea
escritor, que olvide tanto interés como me asedia o creo que me asedia. Quizá,
aprovechando la ausencia del fin de semana de M., y espoleado por el afán de
avanzar en el sendero iniciado, he pasado demasiadas horas sentado ante esta
pantalla, y mis músculos lumbares, no recuperados del todo, han vuelto a
rebelarse. No es la misma contundencia, no es el mismo vigor el de su revuelta,
pero se hacen oír con constancia y apenas sin descanso.
Quizá las soluciones sean varias, pero no pienso cejar en el
empeño, aunque enlentezca el proceso, no está en mi ánimo detenerlo, aunque sus
gritos, su conversación o su susurro distraigan mi atención y a veces hasta
asfixien la incipiente vida de una idea que podría haber sido el germen de uno
de los relatos que formarán parte del libro, o de uno de sus comentarios, o de
una de sus reflexiones, no pienso pararme ahora.
Ha sido tanto tiempo, han sido tantos meses esperando su llegada
que aunque en mi ánimo quede bautizado como el libro del lumbago, no me
detendré, aunque tarde más tiempo, aún, en redactarlo.
Doscientos noventa y
tres.
Siempre que sale esta cuestión —como esta tarde ha surgido a través de la
conversación del teléfono—, recuerdo una novela de Francisco Umbral, quizá la
novela que con más contundencia me empujó a intentar dedicarme a la escritura.
A Las ninfas me refiero, en su día
premio Nadal, cuando el Nadal era un premio en que la literatura
era la única premisa.
No se trata de que intentara emular su estilo (cosa tan difícil
y tan inútil, pues él es único —no es error este presente, pues sus obras
siguen vivas, en cuanto uno abre uno de sus libros—), sino su actitud, su
deseo, su convicción de ser escritor a toda costa, de vivir en modo escritor,
valdría decir. No se trata —esto me interesa mucho menos aún que lo del estilo—
de emular la senda que siguió su biografía, abandonando Valladolid para
conquistar Madrid y lograr, no sólo vivir como escritor a toda costa (y
prefiero desconocer que encierra esa locución, a toda costa, prefiero seguir sabiendo solamente de sus obras),
sino ese modo de saber que cualquier cosa o actividad a la que en un momento
determinado se dedique un escritor puede ser objeto de un texto literario.
Hay un episodio concreto de ella que se me quedó grabado y que,
como ha sucedido esta tarde, con frecuencia me viene a la cabeza.
Al poco de iniciarse la obra, el protagonista, un joven o un
adolescente a punto de dejar de serlo, recuerda aquella vez en que recibió el
encargo materno de acercarse hasta la carbonería más próxima para acarrear en
un viejo capazo la cantidad de combustible que necesitaba la casa para
mantenerse mínimamente caldeada, lo que entonces no sería fácil. (Para
comprender la crudeza del invierno vallisoletano, salvo por el exceso de sus
nieblas, a un joven lector segoviano no le hacía falta echarle mucha
imaginación). El caso es que el jovencito aspirante a escritor, devorador de
toda suerte de libros, buscador de ejemplares raros, mejor si estaban
prohibidos, enfermo incurable de literatura, el hombrecito que sólo considera
un valor más elevado que la literatura: la pasión por encontrar a la mujer
ideal, esa ninfa a la que da título la obra, el escritor en ciernes, digo, está
convencido de que ir hasta la carbonería, o cumplir cualquier otro mandado, va
en contra de la máxima de Baudelaire, el poeta en quien se mira el joven aspirante
a escritor. Él, como el poeta francés, debía ser sublime sin interrupción pues en tal modo de vivir, y no en las
palabras o en la imaginación, está la esencia del ser escritor. Acarrear carbón
o cualquier otro producto adquirido en el mercado como pescado, por ejemplo, al
menos hasta que la pescadería, gracias a la hija de la pescadera, se convirtió
en una suerte de joyería marina, era lo más opuesto, era un atentado contra el
postulado baudelaireano, una traición
cuya consecuencia sería la imposibilidad de ser escritor. Avergonzado recorría
las calles vallisoletanas, procuraba tardar poco o nada y durante ese tiempo
hacerse invisible o ahilarse a las fachadas de los edificios por ver si así
nadie lo veía. Hasta que, una mañana, descubrió en el chiscón donde se
despachaba el carbón a otro artista, no lo sé precisar ahora, quizá fuera un
veterano y respetado poeta de Valladolid que, acaso con más vergüenza aún que
él, pero apretado por la necesidad, también iba al mismo asunto.
La primera reacción del joven fue la caída del mito a los pies, desde
aquella mañana, al menos durante unas semanas, aquel poeta de tanto prestigio,
a sus ojos descendió a la categoría de un ser humano, uno del montón. Y acaso
en el proceso de asimilación de este trayecto esté la semilla de la novela, es
decir que lo raro, lo imposible, lo inhumano es ser sublime sin interrupción;
quizá la verdadera fecha que marca la salida de la adolescencia y la arribada a
la juventud, es cuando se aprende que sólo de vez en cuando se puede ser
sublime sin interrupción. Y esto que valía para los poetas o escritores o
artistas, también valía para las mujeres ideales, para las ninfas, que quizá a
pesar de ser el único tesoro que el adolescente quería encontrar, era el único
que no existía, pues las ninfas, eran tan de carne y hueso como ellos mismos
eran. Acaso éste sea el verdadero asunto de la obra.
Esta tarde, curiosamente mi interlocutora me hablaba desde
Valladolid, conversando de letras y otros asuntos, he tenido que cortar la charla
pues ya el reloj rozaba las nueve, y a esa hora cerraban la tienda —amplia y
luminosa, no como la carbonería de la que habla Umbral—, y era imprescindible,
de obligado cumplimiento, que comprase, no un endecasílabo, o un microrrelato, o
una nube de inspiración o un sortilegio contra los faltas de ortografía o de sintaxis
—más dañinos que una errata irremediable—, sino una esponja, un humilde
artilugio para poder fregar la cacharrería que se usa en una casa cuando se
prepara y se consume la comida.
Se reía ella, me reía yo. Me decía que aunque no me lo haga
saber, me sigo leyendo, le he dicho que, como escuchaba, no todo lo que hago lo
pongo en estas páginas… Y luego, sobre la misma sombra de la frase, he
rectificado: «Pues no, esto lo pondré, porque al final la
vida es lo que cuenta»…
O algo así.
Doscientos noventa y
cuatro.
Quien aspira a disponer de tiempo y no oro, aspira a alcanzar altas cumbres.
Doscientos noventa y
cinco.
Los que ostentan el poder en ejercicio del mandato popular que las urnas
dictaminan, procuran entretenernos y crear problemas para que miremos a otro
lado, mientras que sus manos se dedican a otras cosas, de las que prefieren que
no nos enteremos. La única bandera, la única frontera, el único idioma que en
verdad les interesa tiene que ver con su cartera.
A las pruebas convendría remitirse.
Uno intenta creer que se trata de unos cuantos individuos que se
aprovechan de la situación que ocupan, para esquilmar cuanto puedan, uno
intenta creer la manida máxima de que no todos los políticos son iguales.
Quizá sea verdad, y conviene no enzarzarse en discusiones
baladíes, porque a la postre —y por lo visto— sólo después de una serie de años
se van encontrando los rastros que el dinero ha ido dejando en su camino.
Sin embargo (lo digo con todo el hastío y la tristeza que
producen estas cosas) cada día me lo creo menos, cada día sospecho más de
cualquier político, porque hasta ahora lo que demuestran día sí y día también
es que no se apartan del poder, o de los puestos que podrían otorgárselo
mientras les dura el tiempo de oposición.
El día en que se ponga fecha de caducidad al tiempo en que una
persona puede estar en el mismo cargo, en que además se establezca un tiempo
mínimo apartado de la vida pública después de ese periodo, ese día, empezaré a
creerme que hay políticos cuyo discurso e interés personal van de la mano,
coinciden y ocultan pocas cosas.
Doscientos noventa y seis. Llevo tres días, dándole vueltas a un relato. Y sólo después de este tiempo, me he dado cuenta que la solución, como siempre no es lo que se cuenta, sino cómo se hace. Estas peleas conmigo mismo, hacen que me sienta bien, muy vivo.
Doscientos noventa y siete. El silencio es el árbol del que brota la sabiduría, dice un proverbio árabe.
Acierta, me parece.