Doscientos cincuenta
y seis.
Ahora, tras el final del partido, casi de madrugada, pienso en su nieto, a quien no conozco
personalmente. Sé que le gusta el baloncesto y que allá, en Bélgica, lo juega
en el colegio. Supongo que alguna vez soñará con formar parte de algún equipo
importante, porque soñar, y más en la infancia, es la gasolina de la existencia.
Desconozco si le gusta el fútbol, pero supongo que viviendo en
Europa, al menos no le será extraño. Sin embargo, aunque no fuera de su agrado,
esta noche habrá estado pegado a la pantalla, viendo el partido de sus compatriotas
frente a los todopoderosos EE. UU. en casi todo, no en este juego.
Me lo imagino, aún sin conocerlo, nervioso, porque a pesar del
dominio, a pesar de las múltiples ocasiones, de los continuos chuts entre los
tres palos, no había forma de que el balón cruzara la línea de meta, protegida
por un guardián que esta vez sí parecía el auténtico can Cerbero de la
mitología griega. Según las estadísticas, Tim Howards, el portero yanqui, ha
hecho catorce paradas esta noche. No sé si será récord, pero si no lo es estará
muy próximo.
Subconscientemente me alío al equipo de los diablos rojos que,
como el de tantos países europeos, se nutre de múltiples procedencias, de
diversas razas y etnias. Veo, o intuyo por los rasgos de sus rostros,
descendientes de africanos, de bereberes, de eslavos, de arios, de valones, de
mediterráneos, incluso uno de sus jugadores procede de emigrantes andaluces…
Compartimos los españoles y los belgas colores y acaso compartamos muchas más
cosas, a pesar de las cicatrices que la historia ha trazado en el subconsciente.
Es verdad que uno —acaso influido por la prensa— esperaba más de
su selección, pero sin ser la escuadra más notable, ha remado bien durante el
torneo, al menos con suficiente eficacia, y ha llegado lejos. Quizá cuando el
sábado se mida a Argentina sea su puerto de arribe… O quizá no. El fútbol es
tan extraño e impredecible como la misma existencia. Y si su nieto está pasando
buenos ratos, tanto mejor. Seguro que esta noche le costará más tiempo del habitual
conciliar el sueño. La adrenalina recorrerá su venero infantil, ya casi
adolescente.
Quizá durante sus sueños de esta madrugada se convierta en Kevin
De Bruyne recorriendo la banda y plantando el balón delante de la bota derecha de
Lukako para que éste la emboque en la red; o mejor aún, quizá el atlético descendiente
de los hijos de la selva le entregue un pase dentro del área, sobrepasará a un
par de defensores que no podrán quitarle el balón y, ya con el horizonte
despejado, cruzará el disparo ante la desesperada e inútil salida de Howards
que no podrá atajar, por segunda vez, el fulminante puntapié…
Doscientos cincuenta
y siete.
Escribe Antonio Colinas en el poema “El soñador de espigas lejanas”, que
pertenece a su último poemario, Canciones
para una música silente:
(…)«Tiene que ser posible la existencia
de un hombre que dé paz,
que aquí o allá
aún venza sin luchar en las batallas.
Lo encontrarás mientras haya un jardín
o un huerto que perduren,
y en los que un hombre quieto,
sentado entre el sereno verdor,
abierto con sus ojos y sus manos
a la tierra y al cielo,
aspire al más allá
respirando
la invisibilidad.Un más allá que está ya aquí, en ese punto
entre nuestros dos ojos
cerrados,
cuando respiramos
la luz.
Pero nunca aprendemos.
Pero nunca aprendemos.
No sirven en la vida las ideas,
ni los hechos
que no sean semilla
de paz.»(…)
Tiene que ser posible, tiene que serlo.
Que se mofen de mí, que me llamen romántico, si quieren; si
quieren que me tachen de iluso. Que me acusen de vivir alejado de la realidad
de este mundo que se desplaza y gira en una órbita tan diferente, tan insensatamente
distinta de ésta. Tiene que ser posible ese ser humano; semejante mujer u hombre
ha de poblar el planeta. Semejante criatura debería ser el prototipo de nuestra
especie.
A mí que tanto se me acusó de ese idealismo absurdo, de ser un soñador
sin fundamento, me llena de felicidad saber que mi corazón no es el único que
late al son de semejante melodía, por más que parezca una quimera inalcanzable
en mitad del dolor y podredumbre del planeta.
Doscientos cincuenta
y ocho.
Ahora, frente a mí, cuando el ocaso inicia sus escenas, las de este día oscuro
y más bien fresco, jornada de tormentas y humedades, un racimo de nubes se incorpora,
como selva de flores blancas, al recibir los rayos de este sol que al fin se
asoman tímidos. Pero más que abrazar la luz, parece que brotara de su entraña el
fulgor. Como si de verdad fuera su aroma, nos entrega el perfume de su brillo. Detengo
mi tecleo. Observo su andadura de ser vivo, un vuelo vertical, incansable y
continuo, aunque sea invisible para la mayoría de los ojos que casi siempre miran
y no ven.
Alba espuma de luz. Carnosidad del aire efervescente. Nubes como
los labios henchidos de pasión. Juegos de aromas blancos con los grises, que
hacia el este se adensan en efluvios de plomo.
Sobre su cresta asoma, de repente —no sé si muy terrible o
juguetona—, la silueta de un águila nevada. Su perfil no termina de ser amenazante,
sus alas permanecen en reposo, sin embargo percibo su vigor, el poder de rapaz
hambrienta y ávida.
Desaparece.
En muy pocos minutos, quizá esté algo cansado, el ocaso aminora su
potencia, se licua como el resto de este día, se zambulle en el mar del
universo. Entre las flores de la nube blanca, emerge un cuerpecillo infantil,
trepa; mientras juega, unas manos, más allá, parece que lo esperan, como para
acunarlo y protegerlo…
Después vendrán los hombres y mujeres del tiempo, después explicarán
las razones científicas: indiscutibles, implacables, tristes… ¿Pero a quién le interesa
la certeza de la ciencia, si no puede explicar tanta belleza?
Doscientos cincuenta
y nueve.
Todos los medios repiten las declaraciones de Neymar, la jovencísima estrella
brasileña, ese jugador que en sus pies y en su cabeza —o viceversa— atesora el
arcano del balompié.
Dice el jovencito veinteañero, quien gracias a su concepción
imaginativa y festiva del fútbol ya ha ganado dinero suficiente para que dos o
tres generaciones de su estirpe no se tengan que preocupar por nada material,
que ellos —los jugadores de la selección brasileña— están en el mundial
para ganar, no para dar espectáculo.
A mi modo de ver él sí ha dado el espectáculo con tales
palabras…
A simple vista cualquier aficionado —y más los brasileños—
podrán estar de acuerdo con semejante afirmación, y sin embargo en ella percibo
el eco del miedo a la derrota, y, además, o sobre todo, la traición al juego
que ellos, los brasileños, deberían cuidar como verdadero tesoro de su
propiedad.
Es como afirmar que uno vive para existir, no también, y sobre
todo, para ser feliz con su existencia. Es como afirmar que uno escribe para
ganar dinero y no también, y sobre todo, para gozar y procurar algo de belleza
o sensibilidad con el uso de las palabras y su sintaxis. Es como afirmar que
uno come para alimentarse, y no también, y sobre todo, para deleitarse con la
comida.
Si la literatura no es lo que se dice, sino cómo se cuenta; si
la pintura no es el asunto que muestra el lienzo, sino el modo en que el
artista ubica colores, formas, texturas, perspectivas, composiciones…, si el fútbol,
digo, se convierte sólo en el afán por la victoria, no en el modo en que ésta
se alcance, ya no me interesa. Demasiado daño han hecho ya a este deporte algunos
determinados modos de vencer. Se trata de un juego, de un pasatiempo, de divertirse
durante el ocio, no de una operación quirúrgica, no de una obra de ingeniería
subterránea, como tender tuberías que garanticen el suministro de agua a cada
hogar… Se trata de un relato o un poema, no de un escrito administrativo que
tramita o despacha asuntos ordinarios, se trata de pintar un cuadro, no los
muros de una casa…
De partida, este joven de mirada astuta y pícara, parece que se
rinde, porque para él —supongo que bien adiestrado por el entrenador— ganar y
dar espectáculo son incompatibles, destinos diferentes, una contradicción en
sus propios términos, por así decir. (¿De dónde nace semejante lógica, salvo
del imperativo categórico de que sólo la victoria obtiene réditos inmediatos?)
Y ése será su error, probablemente el camino hacia su tumba
futbolística en este campeonato. Ir contra lo que cada quien es, es el mejor sendero
hacia el abismo del fracaso. Ser uno mismo, consecuente con su esencia, no garantiza
el éxito —entendido desde la pobre perspectiva del triunfo—, de acuerdo; sin
embargo ir contra sí mismo, asegura el fracaso.
Que la selección de fútbol de Brasil pretenda alcanzar su sexto
título mundial buscando la victoria sin dar espectáculo, es como obligar a los
niños a que no se tomen en serio las risas de sus juegos.
Vivir o practicar una profesión para que las estadísticas sean
favorables, olvidando lo que late bajo la aparente frialdad de los números, qué
sentido tiene.
Aunque no es imposible que Brasil venza poniendo en práctica
semejante teoría, diría que es el camino adecuado para no conseguirlo. Otras selecciones
hay más acostumbradas a semejante modo de ganar títulos, y en ningún caso
permanecen en el recuerdo de los aficionados que, acaso, sea la victoria más
apetecible, por más que no engrose ninguna estadística.
Doscientos sesenta. Abella ha pregonado
la feria del libro de Segovia de este año que esta tarde se ha inaugurado. Sus
palabras han sido un elogio a la lectura, pues en los libros anida lo que más
humanos nos hace, las palabras. Un himno que invita a asomarnos a los libros
como quien se asoma al paisaje más variado y más hermoso, un canto para que no
cese el viaje más apasionante que puede emprender el ser humano, el que se
inicia con cada libro que se abre y se lee.
Lo que menos me ha gustado de su loa ha sido el método que ha
propuesto a los padres de los niños para que estos accedan a la lectura. A modo
de broma irónica, supongo, y dado que las teles y las radios y los periódicos andan
estos días ocupadas por el fútbol a casi cualquier hora, digo que ha propuesto
que los progenitores prohíban a sus hijos leer y que, a cambio, les obliguen a
ver balompié a todas horas, a cada minuto, que sólo contemplen partido tras
partido, incluso repetidos, puesto que el ser humano tiende a desear aquello
que le vetan y termina por repudiar la repetición incansable de lo mismo.
Y no me ha gustado, porque acaso Abella ignore el poder
hipnótico del fútbol y, si algunos progenitores le hacen caso, lo mismo sucede
que su propuesta deriva justamente en lo contrario de lo que pretende, y disminuyan,
más aún, los lectores…
Además, ¿no hay tiempo para todo? ¿No se puede leer un poema
entre un partido y otro? ¿No se puede escuchar un pregón entre un partido y
otro?
Doscientos setenta y
uno.
Vuelve a estar mi nombre en el programa de la feria de este año. Y como en 2011,
cuando con tres de mis amigos tinerfeños firmamos ejemplares de Oscurece en Edimburgo, la imprenta sigue
pensando que Armando y Amando es lo mismo…
Me da un poco de rubor aparecer en el mismo programa en que
figuran José Antonio Abella, Virginia Cantó, Gonzalo Giner, Carlos Álvaro, Aurora
Sáncez Sousa, Jorge Iglesias, Alberto Olmos, Ignacio Sanz o Juan Carlos Mestre.
Es de agradecer que, de nuevo, los libreros de esta ciudad se
acuerden de uno, y poder acaso, dedicar a algún desconocido Los andamios de los pájaros.
Doscientos sesenta y
dos. ¿Debería borrar y que nadie supiera que escribí más
arriba, ahora que el joven de frágil aspecto —el menos atlético de los
jugadores de esta selección brasileña de fútbol—, se retuerce de dolor camino
de un hospital y no podrá jugar más partidos de este torneo, ahora que el rodillazo
desafortunado de un colombiano de charol con apellido vasco parece que ha
resquebrajado por algo más de un mes la tercera vértebra lumbar del veinteañero
futbolista?
Deseaba ver este partido con la esperanza utópica de que fuera
el momento de la reconciliación de un equipo con su esencia, obligado por la
propuesta de un rival cuyo convencimiento es que vence quien mejor juega.
Sin embargo, como desde el primer día, la canariña apela al músculo, no sólo para su tarea obvia, es decir, el
esfuerzo físico como motor de su juego, sino que lo hace como si fuera el único
ingrediente de su propuesta, como si pensaran, sintieran y jugaran sólo con el
esternocleidomastoideo, los pectorales, los dorsales, los bíceps, los cuádriceps,
el vasto, los gemelos…
En esta ocasión, quizá conscientes de las dudas que han ido
sembrando en los encuentros previos, han planteado el partido como si tripularan
a máxima velocidad y potencia una compañía de tanques sobre territorio enemigo;
durante el primer tiempo han intentado devastar la, en apariencia, pobre
resistencia colombiana que, sin embargo, como los juncos del cañaveral, ha sido
lo suficientemente flexible como para no resquebrajarse del todo. Cuando el
poderío físico de los cariocas, ya en la segunda parte, ha aminorado su vigor,
poco a poco, aunque algo tarde y con un convencimiento no unánime de su
escuadra, los caribeños han podido empezar a tejer su fútbol, siguiendo las
primeras y decisivas puntadas que los botines de James Rodríguez han
pespunteado.
Pero era tarde, o no era el día. Quizá empiece a pesar la
historia del torneo, una tradición que se incorpora, acaso por ósmosis, a la hilatura
y la urdimbre de las camisetas. Después de la ronda de octavos, teñida por la
épica, salvo, precisamente en el caso del encuentro entre Colombia y Uruguay,
sin duda la victoria más cómoda, holgada y convincente, la fase de cuartos quizá
sea la que corresponda al señorío de la historia. Si va a ser así, los pronósticos
no son complicados, las sorpresas, nulas y podríamos apuntar ya los otros tres
equipos que disputarán las semifinales, lo que será muy doloroso para franceses,
costarricenses y belgas. No obstante esperaré a que concluya el sábado, mejor
no precipitarse.
Pero, a pesar de lo anterior, por mucho que la historia pese o
se cite en cada camiseta, por mucho que los pronósticos previos coincidan con
el resultado final, cualquier partido se explica desde la lógica o la
irracionalidad intrínsecas a este juego. En este sentido, la labor del trencilla
español no ha ayudado en exceso a que el fútbol de los cafeteros haya alcanzado
su son habitual. Su arbitraje, perezoso a la hora de sancionar la dureza del
juego, el exceso de faltas que cortaban el ritmo, penalizaba el sutil bordado del
combinado colombiano, ayudaba más al tosco y poderoso hilván brasileño.
Hasta que al final, cuando la épica ya era el latido de la
selección del país que se asoma al Atlántico y al Pacífico, el mayor artista de
este juego deportivo ha sido víctima inocente de sus propias palabras de la víspera
o al antevíspera, cuando afirmaba que no habían venido para dar espectáculo
sino para ganar.
No creo que Zúñiga haya pretendido dañar a Neymar; ha sido el
choque a excesiva velocidad de un vehículo muy potente contra otro de
carrocería más endeble que no ha ofrecido ninguna resistencia, acaso
desprevenido.
Tampoco creo que Velasco Carballo haya querido favorecer a
Brasil, simplemente quería evitar un exceso de tarjetas, quería pasar
desapercibido, quería, quizá, arribar a la final del Mundial usando un método
al que no está acostumbrado, pues por aquí los jueces centrales (como les dicen
en Colombia a los árbitros) castigan hasta las miradas en los calentamientos…
No es que hubiera mala intención en las entradas, sino un celo desmedido. Como
un exceso de velocidad continuo que convierte al automóvil en un bólido que puede
causar un accidente en cualquier momento, porque es más difícil de controlar.
Como un caballo demasiado exigido por su jinete que acaba desbocándose, indomable
de pronto…
En fin, el árbitro ha interpretado un papel, ha dejado de ser él
mismo y, a la postre lo ha hecho mal, ha sido criticado, juzgado y casi
insultado por todos… Un sutil mal arbitraje que ha dañado a todos por igual, y
ha sido permisivo en exceso desde el primer minuto.
Doscientos sesenta y
tres. no cejo en el empeño, tomo notas, procuro dejar por
escrito lo más relevante…, pero no encuentro el tono, el camino, el hilo del
ovillo que sirva para que el libro —si lo es al final— se convierta en algo más
que una mera recopilación de algunos resúmenes insulsos e insustanciales de los
partidos. Y más cunado los pronósticos se ajustan, como un guante, a la realidad...