Cómplices

Martes 1 a domingo 6 de julio de 2014

Doscientos cincuenta y seis. Ahora, tras el final del partido, casi de madrugada, pienso en su nieto, a quien no conozco personalmente. Sé que le gusta el baloncesto y que allá, en Bélgica, lo juega en el colegio. Supongo que alguna vez soñará con formar parte de algún equipo importante, porque soñar, y más en la infancia, es la gasolina de la existencia.
Desconozco si le gusta el fútbol, pero supongo que viviendo en Europa, al menos no le será extraño. Sin embargo, aunque no fuera de su agrado, esta noche habrá estado pegado a la pantalla, viendo el partido de sus compatriotas frente a los todopoderosos EE. UU. en casi todo, no en este juego.
Me lo imagino, aún sin conocerlo, nervioso, porque a pesar del dominio, a pesar de las múltiples ocasiones, de los continuos chuts entre los tres palos, no había forma de que el balón cruzara la línea de meta, protegida por un guardián que esta vez sí parecía el auténtico can Cerbero de la mitología griega. Según las estadísticas, Tim Howards, el portero yanqui, ha hecho catorce paradas esta noche. No sé si será récord, pero si no lo es estará muy próximo.
Subconscientemente me alío al equipo de los diablos rojos que, como el de tantos países europeos, se nutre de múltiples procedencias, de diversas razas y etnias. Veo, o intuyo por los rasgos de sus rostros, descendientes de africanos, de bereberes, de eslavos, de arios, de valones, de mediterráneos, incluso uno de sus jugadores procede de emigrantes andaluces… Compartimos los españoles y los belgas colores y acaso compartamos muchas más cosas, a pesar de las cicatrices que la historia ha trazado en el subconsciente.
Es verdad que uno —acaso influido por la prensa— esperaba más de su selección, pero sin ser la escuadra más notable, ha remado bien durante el torneo, al menos con suficiente eficacia, y ha llegado lejos. Quizá cuando el sábado se mida a Argentina sea su puerto de arribe… O quizá no. El fútbol es tan extraño e impredecible como la misma existencia. Y si su nieto está pasando buenos ratos, tanto mejor. Seguro que esta noche le costará más tiempo del habitual conciliar el sueño. La adrenalina recorrerá su venero infantil, ya casi adolescente.
Quizá durante sus sueños de esta madrugada se convierta en Kevin De Bruyne recorriendo la banda y plantando el balón delante de la bota derecha de Lukako para que éste la emboque en la red; o mejor aún, quizá el atlético descendiente de los hijos de la selva le entregue un pase dentro del área, sobrepasará a un par de defensores que no podrán quitarle el balón y, ya con el horizonte despejado, cruzará el disparo ante la desesperada e inútil salida de Howards que no podrá atajar, por segunda vez, el fulminante puntapié…

Doscientos cincuenta y siete. Escribe Antonio Colinas en el poema “El soñador de espigas lejanas”, que pertenece a su último poemario, Canciones para una música silente:
(…)
«Tiene que ser posible la existencia
de un hombre que dé paz,
que aquí o allá
aún venza sin luchar en las batallas.
Lo encontrarás mientras haya un jardín
o un huerto que perduren,
y en los que un hombre quieto,
sentado entre el sereno verdor,
abierto con sus ojos y sus manos
a la tierra y al cielo,
aspire al más allá
respirando
la invisibilidad.
Un más allá que está ya aquí, en ese punto
entre nuestros dos ojos
cerrados,
cuando respiramos
la luz.
Pero nunca aprendemos.
Pero nunca aprendemos.
No sirven en la vida las ideas,
ni los hechos
que no sean semilla
de paz.
»
(…)
Tiene que ser posible, tiene que serlo.
Que se mofen de mí, que me llamen romántico, si quieren; si quieren que me tachen de iluso. Que me acusen de vivir alejado de la realidad de este mundo que se desplaza y gira en una órbita tan diferente, tan insensatamente distinta de ésta. Tiene que ser posible ese ser humano; semejante mujer u hombre ha de poblar el planeta. Semejante criatura debería ser el prototipo de nuestra especie.
A mí que tanto se me acusó de ese idealismo absurdo, de ser un soñador sin fundamento, me llena de felicidad saber que mi corazón no es el único que late al son de semejante melodía, por más que parezca una quimera inalcanzable en mitad del dolor y podredumbre del planeta.

Doscientos cincuenta y ocho. Ahora, frente a mí, cuando el ocaso inicia sus escenas, las de este día oscuro y más bien fresco, jornada de tormentas y humedades, un racimo de nubes se incorpora, como selva de flores blancas, al recibir los rayos de este sol que al fin se asoman tímidos. Pero más que abrazar la luz, parece que brotara de su entraña el fulgor. Como si de verdad fuera su aroma, nos entrega el perfume de su brillo. Detengo mi tecleo. Observo su andadura de ser vivo, un vuelo vertical, incansable y continuo, aunque sea invisible para la mayoría de los ojos que casi siempre miran y no ven.
Alba espuma de luz. Carnosidad del aire efervescente. Nubes como los labios henchidos de pasión. Juegos de aromas blancos con los grises, que hacia el este se adensan en efluvios de plomo.
Sobre su cresta asoma, de repente —no sé si muy terrible o juguetona—, la silueta de un águila nevada. Su perfil no termina de ser amenazante, sus alas permanecen en reposo, sin embargo percibo su vigor, el poder de rapaz hambrienta y ávida.
Desaparece.
En muy pocos minutos, quizá esté algo cansado, el ocaso aminora su potencia, se licua como el resto de este día, se zambulle en el mar del universo. Entre las flores de la nube blanca, emerge un cuerpecillo infantil, trepa; mientras juega, unas manos, más allá, parece que lo esperan, como para acunarlo y protegerlo…
Después vendrán los hombres y mujeres del tiempo, después explicarán las razones científicas: indiscutibles, implacables, tristes… ¿Pero a quién le interesa la certeza de la ciencia, si no puede explicar tanta belleza?

Doscientos cincuenta y nueve. Todos los medios repiten las declaraciones de Neymar, la jovencísima estrella brasileña, ese jugador que en sus pies y en su cabeza —o viceversa— atesora el arcano del balompié.
Dice el jovencito veinteañero, quien gracias a su concepción imaginativa y festiva del fútbol ya ha ganado dinero suficiente para que dos o tres generaciones de su estirpe no se tengan que preocupar por nada material, que ellos —los jugadores de la selección brasileña— están en el mundial para ganar, no para dar espectáculo.
A mi modo de ver él sí ha dado el espectáculo con tales palabras…
A simple vista cualquier aficionado —y más los brasileños— podrán estar de acuerdo con semejante afirmación, y sin embargo en ella percibo el eco del miedo a la derrota, y, además, o sobre todo, la traición al juego que ellos, los brasileños, deberían cuidar como verdadero tesoro de su propiedad.
Es como afirmar que uno vive para existir, no también, y sobre todo, para ser feliz con su existencia. Es como afirmar que uno escribe para ganar dinero y no también, y sobre todo, para gozar y procurar algo de belleza o sensibilidad con el uso de las palabras y su sintaxis. Es como afirmar que uno come para alimentarse, y no también, y sobre todo, para deleitarse con la comida.
Si la literatura no es lo que se dice, sino cómo se cuenta; si la pintura no es el asunto que muestra el lienzo, sino el modo en que el artista ubica colores, formas, texturas, perspectivas, composiciones…, si el fútbol, digo, se convierte sólo en el afán por la victoria, no en el modo en que ésta se alcance, ya no me interesa. Demasiado daño han hecho ya a este deporte algunos determinados modos de vencer. Se trata de un juego, de un pasatiempo, de divertirse durante el ocio, no de una operación quirúrgica, no de una obra de ingeniería subterránea, como tender tuberías que garanticen el suministro de agua a cada hogar… Se trata de un relato o un poema, no de un escrito administrativo que tramita o despacha asuntos ordinarios, se trata de pintar un cuadro, no los muros de una casa…
De partida, este joven de mirada astuta y pícara, parece que se rinde, porque para él —supongo que bien adiestrado por el entrenador— ganar y dar espectáculo son incompatibles, destinos diferentes, una contradicción en sus propios términos, por así decir. (¿De dónde nace semejante lógica, salvo del imperativo categórico de que sólo la victoria obtiene réditos inmediatos?)
Y ése será su error, probablemente el camino hacia su tumba futbolística en este campeonato. Ir contra lo que cada quien es, es el mejor sendero hacia el abismo del fracaso. Ser uno mismo, consecuente con su esencia, no garantiza el éxito —entendido desde la pobre perspectiva del triunfo—, de acuerdo; sin embargo ir contra sí mismo, asegura el fracaso.
Que la selección de fútbol de Brasil pretenda alcanzar su sexto título mundial buscando la victoria sin dar espectáculo, es como obligar a los niños a que no se tomen en serio las risas de sus juegos.
Vivir o practicar una profesión para que las estadísticas sean favorables, olvidando lo que late bajo la aparente frialdad de los números, qué sentido tiene.
Aunque no es imposible que Brasil venza poniendo en práctica semejante teoría, diría que es el camino adecuado para no conseguirlo. Otras selecciones hay más acostumbradas a semejante modo de ganar títulos, y en ningún caso permanecen en el recuerdo de los aficionados que, acaso, sea la victoria más apetecible, por más que no engrose ninguna estadística.

Doscientos sesenta. Abella ha pregonado la feria del libro de Segovia de este año que esta tarde se ha inaugurado. Sus palabras han sido un elogio a la lectura, pues en los libros anida lo que más humanos nos hace, las palabras. Un himno que invita a asomarnos a los libros como quien se asoma al paisaje más variado y más hermoso, un canto para que no cese el viaje más apasionante que puede emprender el ser humano, el que se inicia con cada libro que se abre y se lee.
Lo que menos me ha gustado de su loa ha sido el método que ha propuesto a los padres de los niños para que estos accedan a la lectura. A modo de broma irónica, supongo, y dado que las teles y las radios y los periódicos andan estos días ocupadas por el fútbol a casi cualquier hora, digo que ha propuesto que los progenitores prohíban a sus hijos leer y que, a cambio, les obliguen a ver balompié a todas horas, a cada minuto, que sólo contemplen partido tras partido, incluso repetidos, puesto que el ser humano tiende a desear aquello que le vetan y termina por repudiar la repetición incansable de lo mismo.
Y no me ha gustado, porque acaso Abella ignore el poder hipnótico del fútbol y, si algunos progenitores le hacen caso, lo mismo sucede que su propuesta deriva justamente en lo contrario de lo que pretende, y disminuyan, más aún, los lectores…
Además, ¿no hay tiempo para todo? ¿No se puede leer un poema entre un partido y otro? ¿No se puede escuchar un pregón entre un partido y otro?

Doscientos setenta y uno. Vuelve a estar mi nombre en el programa de la feria de este año. Y como en 2011, cuando con tres de mis amigos tinerfeños firmamos ejemplares de Oscurece en Edimburgo, la imprenta sigue pensando que Armando y Amando es lo mismo…
Me da un poco de rubor aparecer en el mismo programa en que figuran José Antonio Abella, Virginia Cantó, Gonzalo Giner, Carlos Álvaro, Aurora Sáncez Sousa, Jorge Iglesias, Alberto Olmos, Ignacio Sanz o Juan Carlos Mestre.
Es de agradecer que, de nuevo, los libreros de esta ciudad se acuerden de uno, y poder acaso, dedicar a algún desconocido Los andamios de los pájaros.

Doscientos sesenta y dos. ¿Debería borrar y que nadie supiera que escribí más arriba, ahora que el joven de frágil aspecto —el menos atlético de los jugadores de esta selección brasileña de fútbol—, se retuerce de dolor camino de un hospital y no podrá jugar más partidos de este torneo, ahora que el rodillazo desafortunado de un colombiano de charol con apellido vasco parece que ha resquebrajado por algo más de un mes la tercera vértebra lumbar del veinteañero futbolista?
Deseaba ver este partido con la esperanza utópica de que fuera el momento de la reconciliación de un equipo con su esencia, obligado por la propuesta de un rival cuyo convencimiento es que vence quien mejor juega.
Sin embargo, como desde el primer día, la canariña apela al músculo, no sólo para su tarea obvia, es decir, el esfuerzo físico como motor de su juego, sino que lo hace como si fuera el único ingrediente de su propuesta, como si pensaran, sintieran y jugaran sólo con el esternocleidomastoideo, los pectorales, los dorsales, los bíceps, los cuádriceps, el vasto, los gemelos…
En esta ocasión, quizá conscientes de las dudas que han ido sembrando en los encuentros previos, han planteado el partido como si tripularan a máxima velocidad y potencia una compañía de tanques sobre territorio enemigo; durante el primer tiempo han intentado devastar la, en apariencia, pobre resistencia colombiana que, sin embargo, como los juncos del cañaveral, ha sido lo suficientemente flexible como para no resquebrajarse del todo. Cuando el poderío físico de los cariocas, ya en la segunda parte, ha aminorado su vigor, poco a poco, aunque algo tarde y con un convencimiento no unánime de su escuadra, los caribeños han podido empezar a tejer su fútbol, siguiendo las primeras y decisivas puntadas que los botines de James Rodríguez han pespunteado.
Pero era tarde, o no era el día. Quizá empiece a pesar la historia del torneo, una tradición que se incorpora, acaso por ósmosis, a la hilatura y la urdimbre de las camisetas. Después de la ronda de octavos, teñida por la épica, salvo, precisamente en el caso del encuentro entre Colombia y Uruguay, sin duda la victoria más cómoda, holgada y convincente, la fase de cuartos quizá sea la que corresponda al señorío de la historia. Si va a ser así, los pronósticos no son complicados, las sorpresas, nulas y podríamos apuntar ya los otros tres equipos que disputarán las semifinales, lo que será muy doloroso para franceses, costarricenses y belgas. No obstante esperaré a que concluya el sábado, mejor no precipitarse.
Pero, a pesar de lo anterior, por mucho que la historia pese o se cite en cada camiseta, por mucho que los pronósticos previos coincidan con el resultado final, cualquier partido se explica desde la lógica o la irracionalidad intrínsecas a este juego. En este sentido, la labor del trencilla español no ha ayudado en exceso a que el fútbol de los cafeteros haya alcanzado su son habitual. Su arbitraje, perezoso a la hora de sancionar la dureza del juego, el exceso de faltas que cortaban el ritmo, penalizaba el sutil bordado del combinado colombiano, ayudaba más al tosco y poderoso hilván brasileño.
Hasta que al final, cuando la épica ya era el latido de la selección del país que se asoma al Atlántico y al Pacífico, el mayor artista de este juego deportivo ha sido víctima inocente de sus propias palabras de la víspera o al antevíspera, cuando afirmaba que no habían venido para dar espectáculo sino para ganar.
No creo que Zúñiga haya pretendido dañar a Neymar; ha sido el choque a excesiva velocidad de un vehículo muy potente contra otro de carrocería más endeble que no ha ofrecido ninguna resistencia, acaso desprevenido.
Tampoco creo que Velasco Carballo haya querido favorecer a Brasil, simplemente quería evitar un exceso de tarjetas, quería pasar desapercibido, quería, quizá, arribar a la final del Mundial usando un método al que no está acostumbrado, pues por aquí los jueces centrales (como les dicen en Colombia a los árbitros) castigan hasta las miradas en los calentamientos… No es que hubiera mala intención en las entradas, sino un celo desmedido. Como un exceso de velocidad continuo que convierte al automóvil en un bólido que puede causar un accidente en cualquier momento, porque es más difícil de controlar. Como un caballo demasiado exigido por su jinete que acaba desbocándose, indomable de pronto…
En fin, el árbitro ha interpretado un papel, ha dejado de ser él mismo y, a la postre lo ha hecho mal, ha sido criticado, juzgado y casi insultado por todos… Un sutil mal arbitraje que ha dañado a todos por igual, y ha sido permisivo en exceso desde el primer minuto.

Doscientos sesenta y tres. no cejo en el empeño, tomo notas, procuro dejar por escrito lo más relevante…, pero no encuentro el tono, el camino, el hilo del ovillo que sirva para que el libro —si lo es al final— se convierta en algo más que una mera recopilación de algunos resúmenes insulsos e insustanciales de los partidos. Y más cunado los pronósticos se ajustan, como un guante, a la realidad...