Doscientos noventa y
ocho.
Llega la noche. Al fin.
Vuelvo a los horarios habituales, a los que suponen un ejercicio
similar al de una excavación para dejar un vestigio de dos líneas, un rastro
tenue, fláccido, insignificante, una huella imperceptible, por tanto
prescindible.
Regreso a mi rutina, y echo de menos, creo que más que otros
años, las dos semanas pasadas. Pero abracemos lo que nos resta de la jornada.
Habrá que hacer, o intentarlo, como los agricultores que viven y laborean en los bordes del desierto aprovechando cada gota de agua como si fuera la última.
Lamentarse es alentar y nutrir a las malas hierbas del enfado, la frustración y la melancolía.
Doscientos noventa y
nueve.
Buena parte de los escritores contemporáneos que a sí mismos se consideran
grandes literatos, futuribles vecinos de las páginas más leídas de las
enciclopedias del mañana o de los manuales universitarios especializados de
pasado mañana, muñen artificios (a veces artefactos) literarios cuyo protagonista
es (más o menos disfrazado) el propio autor. No es inusual tampoco que muchas
otras profesiones se nutran de asuntos cuyos protagonistas son los mismos
forjadores: periodistas que hablan de su oficio, arquitectos que divagan sobre
su tarea, médicos que se explayan en los recovecos de su quehacer, y, como
diría una buena amiga, así siguiendo…
A veces pienso que rozamos esta egolatría tan insoportable y,
por otra parte, además, tan estéril, salvo las contadas excepciones que
cualquiera está pensando, porque es nuestro tiempo quien ha abierto la
verdadera Caja de Pandora y ha perdido cualquier referencia que determine algún
punto fijo sobre el que apoyarse, sobre el que establecer un puntal o el
cimiento del edificio: todo se desmorona y lo único que queda es el individuo
visto por sí mismo, como mucho contemplado en cáfila gremial y casi siempre a
la defensiva, como una manada acosada por el miedo a perder cualquiera de sus
privilegios, si es que alguno queda.
Pero otras veces pienso que se va llegando a esta
situación por pura pereza intelectual, por puro esnobismo acomodaticio. En
ocasiones me da la impresión que es muy cómodo sentirse plenamente
contemporáneo y adalid de un porvenir inexistente, por más previsible que sea,
otorgando al escritor el papel de héroe (igual vale si escribiera antihéroe,
pues también sería el protagonista que, en el fondo es lo que importa, lo único
que importa). Como si Homero al escribir La
Ilíada hubiera sustituido a Aquiles por sí mismo, y en vez de narrar todo
cuanto al héroe corresponde, hubiera invertido su tiempo en relatar los
padecimientos que le acosaban mientras escribió la obra. Y me da en la nariz
que todo esto sucede más a menudo de lo que parece, porque falta imaginación y
sobra autocontemplación.
Uno tiene claro que una cosa es el agricultor y otra la cosecha,
el coche es uno y su mecánico otro, la tarta difiere del pastelero… A veces,
sin embargo, no es tan fácil saber cuándo el escritor no es el personaje, el
pintor no es su modelo, el periódico, los avatares de sus periodistas…
No ayuda mucho, más bien lo acentúa este camino hacia la
incomunicación, el que la última moda sean, precisamente, los selfies, monumento, salvo algún caso
quizá justificable, a la egolatría y cada vez más a la supina estulticia por la
que, me temo, será conocida esta generación a la que pertenezco.
Trescientos. Me doy cuenta,
tras anotar lo anterior —¡viva la contradicción!— que lo que estoy escribiendo
ahora, no me refiero a este diario sino al proyecto que se anda gestando a
velocidad de galápago, también podría instalarse en ese concepto amplio,
difuso, pero, sin embargo, entendido por la mayoría, de literatura del yo.
Quizá por ello, para huir de un solipsismo excesivo, es por lo
que sobre la primera idea, en realidad muy difusa, apenas como un horizonte
intuido tras la niebla en una noche cerrada, he cambiado o estoy intentando
variar su rumbo.
Y es que es muy fácil predicar, pero cuando se trata de dar
trigo…
Trescientos uno. Comentaba a M. la
otra tarde, hace algunas tardes, quizá alguna semana, que el ébola no empezaría
a preocuparnos de verdad, hasta que, por desgracia, no hubiera alguno de los
nuestros contagiado por ese virus que, según escuché el otro día a un experto,
es el virus de la miseria pues parece que, además de las causas puramente
físicas u orgánicas que pueden provocar el contagio, se desarrolla o nace o
prolifera, sobre todo, porque no existen las normas mínimas y elementales de
salubridad o higiene, y si no existen sólo se debe a la extrema pobreza.
No es que uno esté especialmente cualificado o titulado en
ninguna universidad como adivino o futurólogo. Es la reacción habitual. Y más
aún si, como en esta epidemia, los poderes y sus voceros, se encargan de
convencernos que esta enfermedad no nos afectará.
El problema, y quizá es a lo que me quiera referir, es que no
tengo la capacidad suficiente como para sentir en mí el sufrimiento de otros
seres humanos si, como mínimo, estos no tienen algo en común conmigo, por
ejemplo la nacionalidad. Y ahora que un compatriota ha sido infectado por este
virus, aunque no lo perciba exactamente como propio, al menos hay algo que
sacude, si no mi conciencia, al menos mi interés sincero. Es como si este
contagio —del que espero quede indemne el sacerdote de la orden de San Juan de
Dios—, hubiera tenido la capacidad de espabilar la atención o el cerebro y advertirme
que no estaba asistiendo a una película, sino que los muertos en Liberia,
Sierra Leona, Guinea o Nigeria son seres humanos exactamente igual que yo.
Probablemente bastante mejores que yo.
Leo algunas cosas, escucho otras, y me doy cuenta de que si los
primeros quince días son claves, y que la única alternativa hasta ahora es poco
más que la de aliviar algunos de los síntomas, a la espera de que la fortaleza
o la disposición física del contagiado sea capaz de vencer al virus creando los
antígenos, y si ni siquiera somos capaces de que esos sueros y esos
antipiréticos estén en los dispensarios (llamar hospitales a alguno de ellos es
una hipérbole destinada a limpiar conciencias, supongo) en cantidades
abundantes, entonces, quizá, debamos empezar a preocuparnos por nuestra
esencia, y por el discurso solidario con que armamos nuestra mirada
paternalista y bucólica del Tercer Mundo (la denominación, la verdad, es ya
vomitiva de por sí, pero, para nuestro sonrojo, certera como un disparo de
Guillermo Tell).
Soy muy consciente de mi incapacidad para entender hasta lo más
cercano a mí —empezando por mí mismo—; por tanto soy muy consciente de mi
ceguera para intentar atisbar alguna idea mínimamente próxima a esa realidad
del ébola que está matando en África occidental.
Intuyo, no obstante, que no es casual que haya sido un misionero
el primer contagiado español; preveo que no será el último ni el único. Y todavía
no entiendo por qué no se intenta evitar en la raíz el problema, por qué no se
ayuda a que esta enfermedad, o el SIDA, o el cólera o la malaria, o el hambre
(quizá la peor de todas, acaso el mayor agente patógeno de la zona), no
aparezcan. ¿Será verdad, como dicen algunos, que a ciertos grupos de poder
económico muy fuertes de nuestra zona del Planeta les interesa que la epidemia
continúe, pero que lo haga bien lejos, aunque quizá esa lejanía ya no sea tanta
después de los contagios de dos o tres norteamericanos y de uno o dos
españoles? Quiero pensar que tal afirmación es una insidia, producto de ciertas
paranoias, pero hay algo que huele a extraño, a negocio de colosales
dimensiones.
Entretanto, y mientras la OMS se decide, o no, a dar más pasos
por intentar frenar el avance de este virus con nombre de río, las niñas, los
niños, las mujeres, los hombres que viven sobre la miseria en este fragmento
africano del mundo se deshidratan en medio de fiebre, vómitos y diarrea, pueden
sentir cómo las bubas inundan su piel, y, a veces, por si tanto sufrimiento
fuera escaso, se desangran a causa de hemorragias internas.
Trescientos dos. Nadie discute a
estas horas que la muerte, al menos desde la perspectiva de nuestros poderes,
es ese enemigo a quien todos odiamos, pero es el único invencible, cuya derrota
es, acaso, el tema que más quimeras ha suscitado entre los humanos a lo largo
de la historia.
Sin embargo, y aún a sabiendas de ese destino insoslayable para
todos, no se explica que algunos individuos de la misma especie, sean sus
esclavos, sus más devotos y fervientes seguidores, pues pareciera que todo su
afán es sembrar de cadáveres humanos el pedazo de planeta que habitan y todo
por pensar diferente, por creer distinto o de otra manera. Cuando se manejan
armas poderosas, sofisticadas, destructivas usando los mismos o parecidos resortes
cerebrales a los que empujaban a espolear caballos, blandir espadas o poner en
ristre lanzas, el resultado es aún más terrible y devastador.
Todos, creo yo, sabemos que cuando se abre la veda del ser
humano en nombre de un dios, una raza, una bandera o una patria, se oculta toda
la verdad, pues quien pone en marcha el mecanismo de odio, violencia y destrucción
no suele tener en mente ni dios ni raza ni bandera ni patria, salvo que el uno
o las otras sean la autopista que le conduzca al poder y a la riqueza a él y a
su estirpe, única realidad que nos aproxima vagamente a la idea de eternidad.
Trescientos tres. Ver en la misma
página del periódico una información sobre la epidemia de ébola, otra sobre las
fechorías yihadistas en el norte de Iraq, que late junto al genocidio que con
la excusa de la autodefensa perpetra Israel en la franja de Gaza, y otra sobre
los beneficios físicos y morales que supone la práctica del nudismo, pasando
por algunas sobre distintos modos de robo, engaño y fraude, resume bien que no
todas las criaturas de este planeta habitamos la misma explanada de la
historia, ni siquiera parcelas propincuas…, salvo que la historia sea una ensalada
cuyos ingredientes son de lo más dispares, varios, venenosos.
Quizá para remediar algunas situaciones fuera menester mirar
hacia el pasado, percatarse de que determinados instrumentos en circunstancias
muy concretas, además de inútiles, resultan contraproducentes.
Ponerme a mí, que no sé conducir, un volante entre las manos, a
mi derecha una palanca de cambios y bajo los pies tres pedales para acelerar,
embragar marchas o frenar, no es que no sirva para nada, al contrario, me
convierte en posible arma de destrucción masiva en el improbable caso de que me
diera por girar la llave de contacto y poner en marcha el vehículo… suponiendo
que logre que el coche ande, que no se me cale nada más arrancarlo.
Si bien estimo que la democracia no es una panacea (quizá fuera
preciso diferenciar más veces entre camino y horizonte, método y objetivos),
reconozco que es el mejor de los sistemas de gobierno y organización social, el
que mejor garantiza, hasta la fecha, unos determinados niveles de libertad,
igualdad y justicia. Sin embargo, si no existe un terreno adecuado y bien
abonado para que germinen tales frutos, la democracia se convierte en disfraz,
a veces muy tosco y zafio, que sólo consiste en convocar a las urnas a los
ciudadanos cíclicamente. Acudir a las urnas y depositar un voto no garantiza
que alguien sea en verdad demócrata, bien lo sabe el reciente pasado europeo.
Trescientos cuatro. Hasta no hace
tanto, aunque quizá ya la distancia sea amplia, no me gustaba tener empezado
más de un libro. Era de los que tenía que acabar uno para comenzar el
siguiente. Ahora, no sé si a mi pesar —prefiero no cuestionármelo, porque
algunas preguntas provocan estropicios en la mente—, suelo tener varios libros
en estado de lectura, como si esta mesa fuera una nevera de libros: tengo mediados
una novela, un libro de relatos, algún ensayo, varios poemarios… Es como cuando
abro el frigo y veo la botella de vino, las de agua, los refrescos, los envases
de leche, los botes de mermelada, una tarrina de margarina, y todo está empezado
o mediado o a punto de ir acabándose.
Ya he dejado de pelearme con mis recuerdos. Me he rendido a la
vida que ahora llevo. No comparo. No es peor ni es mejor, es la que ahora me
toca vivir, supongo que por elección propia, porque no se me debe olvidar que
nada, absolutamente nada de lo que se hace, se queda sin consecuencia.
Si no me parece un despropósito que para descorchar una botella
de vino, haya que acabar la de agua primero, o no pueda desayunar leche porque
esté su envase cerrado, y debo hacerlo con vino porque permanece abierta, ¿qué
me impide actuar igual con los libros avanzando un día en la lectura de la
novela, y al siguiente chapoteando en el poemario escrito por la amiga?
Eso suponiendo que deposite mi mirada en alguno de ellos, cosa
que a veces parece tan difícil como escalar una montaña.
Trescientos cinco. No se trata de
contradecirme, aunque sea bastante habitual en mí, por eso no me desdeciré de
lo afirmado sobre la calamitosa situación que en muchas partes del planeta
acucia a los humanos: no me refiero a nuestra crisis, o no me refiero a ella en
uno de los diez o doce primeros lugares de la lista, lo nuestro, comparado con
otras naciones o regiones del mundo, es menos preocupante, un politraumatismo
que, según los expertos, evoluciona favorablemente.
(Si entendiéramos el planeta como un hospital, nuestra dolencia
no sería de las más graves, ni de las que presentan un peor o más incierto
pronóstico. De hecho es probable que seamos uno de los celadores del centro
sanitario que sufrió un accidente cuya consecuencias fueron múltiples fracturas
mientras practicaba un deporte de riesgo al que no estaba acostumbrado, siniestro
por el que hubo de ser ingresado, pero quizá pronto vuelva a su puesto de
trabajo. Aunque sea la parte más baja del escalafón, alejado de Gerencia, Dirección
Médica, Dirección de Enfermería, facultativos, enfermeras, auxiliares de
clínica, a todos los efectos, sobre todo sociales, es trabajador del centro. A
pesar de que su tarea sea muy subalterna, aspira, sin que pueda ser tildado de
utópico por ello, a engrosar el equipo de mantenimiento, cuyas tareas y
responsabilidades, como todos saben, son clave para el funcionamiento del hospital.
Sin embargo, algunas veces, una pesadilla muy repetida le conduce al territorio
de un contrato temporal que le obliga a recalar entre el personal de limpieza. Pero
ya se sabe cómo funcionan las pesadillas: nada más firmar un contrato como
adjunto al TELMET, o sea, técnico especialista en limpieza y mantenimiento de elementos
traslúcidos (vulgo limpiacristales), los que mandan, externalizan el servicio y deja de pertenecer al personal del
hospital y se convierte de la noche a la mañana en trabajador ajeno a él,
aunque en él trabaje).
Pero a lo que me quería referir era que aunque sea cierto que este
mundo padece demasiado sufrimiento e injusticias, no es menos cierto que casi
todo este dolor que se acumula sobre la mayoría, no se debe a los errores de diseño
del planeta —como muchos tienden a pensar, o al menos así lo manifiestan—, sino
a mal uso del manual de instrucciones, y quizá el primero de los errores, el
más garrafal, es buscar un culpable de un mal proyecto o de la deficiencia de
los materiales utilizados. El libro no tiene la culpa de ser hojeado por quien no
sabe leer, ni se puede acusar al escritor de una mala traducción.
Es muy cómodo achacar a un creador incompetente los destrozos
que provoca nuestras torpezas o desmanes, y muy injusto, además de falaz,
invocar su intervención cuando el ser humano dispone de capacidades suficientes
para determinar su propio camino.
Se suele elevar la voz sin tino y sin razón, contra terremotos o
inundaciones o volcanes o galernas porque si no se produjeran no habría
muertos. La conclusión lógica de nuestra mente es que el mundo está mal hecho
porque se producen estas catástrofes. Y a continuación de ello, como es más
fácil deslizar la responsabilidad propia a otro, cuando se produce una injusticia
provocada por el propio ser humano (como las hambrunas, las guerras y los muertos
que de inmediato producen como daños colaterales según la terminología puesta
en marcha por el ejército más poderoso del mundo, o una epidemia que sería evitable
instalando simplemente cuartos de baño y agua corriente), con voz en cuello
gritamos acusadoramente, como si disparásemos, ¿por qué Dios permite esto? ¿Entonces,
Dios —damos por hecha su existencia—, debería evitar, debería haber evitado ya
desde el siglo XIV o XV, las políticas económicas y comerciales y coloniales
que las que hoy son grandes potencias y primer mundo vienen haciendo con
determinados países y que en buena parte son la causa de estas injusticias? ¿O
acaso se pretende una reunión mensual con Él y nuestros gobernantes para que
sepa en qué parte debe hacer un milagro, dónde debe parar un terremoto, dónde
desviar la lava del volcán, y que, de paso acalle las bocas de los ilusos que
dicen poner voz a los pobres miserables de África y que llueva un poco por
allí, que no haya tanta sequía, para que dé fruto aquello que cultiven, sea lo
que sea, a quién le interesa, para que no protesten, pero que no piensen y que
no se mueran de hambre, pues queda fatal en este siglo que algunos pobres se mueran
porque tienen poco o nada que llevarse a la boca?
Como es frecuente entre los individuos de la raza humana que
engrosan la ciudadanía del primer mundo (incluso el celador del hospital que aún
va con un brazo en cabestrillo, algunas costillas y las dos piernas rotas)
somos pasto de nuestro orgullo desmedido, de esa egolatría que nos sitúa como
pivote de todo cuanto sucede, no sólo en la tierra, sino en el cosmos todo.
Este planeta es como es, funciona —bastante bien— de una manera
determinada. Con ese modo de funcionamiento lo habitamos millones de especies
animales y vegetales, entre ellas la humana, la única capaz de trascender de
vez en cuando los meros impulsos instintivos, gesto que nos distingue y diferencia
de las demás criaturas.
Si creemos —como parece que toca aceptar en este momento de la
historia, a la espera de que la ciencia siga aportando datos— que el universo
está en constante evolución, desde el bigbang de hace unos trece mil millones
de años y sabemos que esta bola de sílice y viento, forma parte de él, la
conclusión es bien sencilla: el mundo está en evolución, o lo que es lo mismo, nada
hay definitivo ni perfecto. Por otra parte en ese manual de instrucciones referido
no figura anotado que unos seres humanos deban atesorar más que otros, ni se
dispone que algunos puedan usar a otros como si fueran animales (quizá tampoco
figure escrito que se use de los animales como esclavos), ni figura reglado que
unos pasen hambre cuando otros desperdician alimentos, ni está contemplado que
unos decidan sobre la vida de otros, ni se prevé que unos deban robar o matar a
otros para poder comer, claro que en ningún sitio se previó que unos poseyeran
más allá de las necesidades personales, familiares y de grupo.
El mundo está bien hecho, porque en caso contrario, no estaríamos,
no existiríamos, así de sencillo.
Desde que el mundo es tal (pongamos que unos cuatro mil quinientos
millones de años), ‘sólo’ en los últimos cincuenta millones ha tenido homínidos
entre sus criaturas, poco más uno por ciento del tiempo. Si hablamos del ser humano más antiguo, el llamado homo habilis, hemos de referirnos a un exiguo
0,05%, que en el caso del famoso homo sapiens
se reduce al 0,0027% del tiempo del planeta, unos ciento veinte mil años,
según parece; de estos, los últimos doce mil, aproximadamente, sin otra especie
humana con quien compartir o disputar planeta. Aplicando esa proporcionalidad a
una medida de tiempo que, más o menos quepa en mi mente, si la Tierra llevara
existiendo diez años, el homo sapiens, llevaría sobre ella dos días y poco más
de ocho horas.
Pues bien esta criatura que lleva habitando una suspiro de
eternidad, en unos momentos, o sea en los últimos cien años, ha sido capaz de poner
en peligro la vieja bola de sílice que habita, y todo porque la lectura del manual
de instrucciones de uso del planeta ha sido incorrecta.
Trescientos seis. Lo pregunta en
serio, convencida de lo que dice. Que lo haga en la radio, en un programa cuya
audiencia es más o menos amplia ni pone ni quita nada.
¿Cómo hacía nuestra generación para comunicarse, si no existían
los móviles o Internet? Tiene la edad de mi hija y a quien se lo cuestiona, acaso muy próxima a la mía. Y lo dice en serio.
Trescientos siete. Sin embargo, no todos los ejemplares de homo sapiens leen con incorrección el manual de instrucciones. Muchos saben que en sus manos —en su hacer o en su deshacer— está conseguir que la superficie de este planeta continúe girando alrededor del sol en su viaje con la galaxia mientras el cosmos continúa su expansión, no como un cementerio vacío, sino como un santuario de la vida que se perpetúa a sí misma.
Trescientos siete. Sin embargo, no todos los ejemplares de homo sapiens leen con incorrección el manual de instrucciones. Muchos saben que en sus manos —en su hacer o en su deshacer— está conseguir que la superficie de este planeta continúe girando alrededor del sol en su viaje con la galaxia mientras el cosmos continúa su expansión, no como un cementerio vacío, sino como un santuario de la vida que se perpetúa a sí misma.
Y entre ellos los astrónomos que miran al cielo para descubrir
el alfabeto de este diminuto y maravilloso planeta, como acabo de escuchar en
la radio, en esta noche de superluna, en que la lluvia de Perseidas será
menos visible que otros años. Ha afirmado el entrevistado que nadie como los
poetas es capaz de explicar mejor la belleza del universo y que muchos astrónomos se aficionaron a observar el universo gracias a Walt Whitman, acaso Canto de mí mismo.
Y quizá, no lo sé, vencer al ébola y atravesar con un telescopio
una distancia de más de diez mil millones de años luz, en el fondo, sea parte
de la misma tarea: escribir un verso, descifrar un alfabeto.