Cómplices

Viernes 1 a domingo 10 de agosto

Doscientos noventa y ocho. Llega la noche. Al fin.
Vuelvo a los horarios habituales, a los que suponen un ejercicio similar al de una excavación para dejar un vestigio de dos líneas, un rastro tenue, fláccido, insignificante, una huella imperceptible, por tanto prescindible.
Regreso a mi rutina, y echo de menos, creo que más que otros años, las dos semanas pasadas. Pero abracemos lo que nos resta de la jornada. Habrá que hacer, o intentarlo, como los agricultores que viven y laborean en los bordes del desierto aprovechando cada gota de agua como si fuera la última.
Lamentarse es alentar y nutrir a las malas hierbas  del enfado, la frustración y  la melancolía.

Doscientos noventa y nueve. Buena parte de los escritores contemporáneos que a sí mismos se consideran grandes literatos, futuribles vecinos de las páginas más leídas de las enciclopedias del mañana o de los manuales universitarios especializados de pasado mañana, muñen artificios (a veces artefactos) literarios cuyo protagonista es (más o menos disfrazado) el propio autor. No es inusual tampoco que muchas otras profesiones se nutran de asuntos cuyos protagonistas son los mismos forjadores: periodistas que hablan de su oficio, arquitectos que divagan sobre su tarea, médicos que se explayan en los recovecos de su quehacer, y, como diría una buena amiga, así siguiendo…
A veces pienso que rozamos esta egolatría tan insoportable y, por otra parte, además, tan estéril, salvo las contadas excepciones que cualquiera está pensando, porque es nuestro tiempo quien ha abierto la verdadera Caja de Pandora y ha perdido cualquier referencia que determine algún punto fijo sobre el que apoyarse, sobre el que establecer un puntal o el cimiento del edificio: todo se desmorona y lo único que queda es el individuo visto por sí mismo, como mucho contemplado en cáfila gremial y casi siempre a la defensiva, como una manada acosada por el miedo a perder cualquiera de sus privilegios, si es que alguno queda.
Pero otras veces pienso que se va llegando a esta situación por pura pereza intelectual, por puro esnobismo acomodaticio. En ocasiones me da la impresión que es muy cómodo sentirse plenamente contemporáneo y adalid de un porvenir inexistente, por más previsible que sea, otorgando al escritor el papel de héroe (igual vale si escribiera antihéroe, pues también sería el protagonista que, en el fondo es lo que importa, lo único que importa). Como si Homero al escribir La Ilíada hubiera sustituido a Aquiles por sí mismo, y en vez de narrar todo cuanto al héroe corresponde, hubiera invertido su tiempo en relatar los padecimientos que le acosaban mientras escribió la obra. Y me da en la nariz que todo esto sucede más a menudo de lo que parece, porque falta imaginación y sobra autocontemplación.
Uno tiene claro que una cosa es el agricultor y otra la cosecha, el coche es uno y su mecánico otro, la tarta difiere del pastelero… A veces, sin embargo, no es tan fácil saber cuándo el escritor no es el personaje, el pintor no es su modelo, el periódico, los avatares de sus periodistas…
No ayuda mucho, más bien lo acentúa este camino hacia la incomunicación, el que la última moda sean, precisamente, los selfies, monumento, salvo algún caso quizá justificable, a la egolatría y cada vez más a la supina estulticia por la que, me temo, será conocida esta generación a la que pertenezco.

Trescientos. Me doy cuenta, tras anotar lo anterior —¡viva la contradicción!— que lo que estoy escribiendo ahora, no me refiero a este diario sino al proyecto que se anda gestando a velocidad de galápago, también podría instalarse en ese concepto amplio, difuso, pero, sin embargo, entendido por la mayoría, de literatura del yo.
Quizá por ello, para huir de un solipsismo excesivo, es por lo que sobre la primera idea, en realidad muy difusa, apenas como un horizonte intuido tras la niebla en una noche cerrada, he cambiado o estoy intentando variar su rumbo.
Y es que es muy fácil predicar, pero cuando se trata de dar trigo…

Trescientos uno. Comentaba a M. la otra tarde, hace algunas tardes, quizá alguna semana, que el ébola no empezaría a preocuparnos de verdad, hasta que, por desgracia, no hubiera alguno de los nuestros contagiado por ese virus que, según escuché el otro día a un experto, es el virus de la miseria pues parece que, además de las causas puramente físicas u orgánicas que pueden provocar el contagio, se desarrolla o nace o prolifera, sobre todo, porque no existen las normas mínimas y elementales de salubridad o higiene, y si no existen sólo se debe a la extrema pobreza.
No es que uno esté especialmente cualificado o titulado en ninguna universidad como adivino o futurólogo. Es la reacción habitual. Y más aún si, como en esta epidemia, los poderes y sus voceros, se encargan de convencernos que esta enfermedad no nos afectará.
El problema, y quizá es a lo que me quiera referir, es que no tengo la capacidad suficiente como para sentir en mí el sufrimiento de otros seres humanos si, como mínimo, estos no tienen algo en común conmigo, por ejemplo la nacionalidad. Y ahora que un compatriota ha sido infectado por este virus, aunque no lo perciba exactamente como propio, al menos hay algo que sacude, si no mi conciencia, al menos mi interés sincero. Es como si este contagio —del que espero quede indemne el sacerdote de la orden de San Juan de Dios—, hubiera tenido la capacidad de espabilar la atención o el cerebro y advertirme que no estaba asistiendo a una película, sino que los muertos en Liberia, Sierra Leona, Guinea o Nigeria son seres humanos exactamente igual que yo. Probablemente bastante mejores que yo.
Leo algunas cosas, escucho otras, y me doy cuenta de que si los primeros quince días son claves, y que la única alternativa hasta ahora es poco más que la de aliviar algunos de los síntomas, a la espera de que la fortaleza o la disposición física del contagiado sea capaz de vencer al virus creando los antígenos, y si ni siquiera somos capaces de que esos sueros y esos antipiréticos estén en los dispensarios (llamar hospitales a alguno de ellos es una hipérbole destinada a limpiar conciencias, supongo) en cantidades abundantes, entonces, quizá, debamos empezar a preocuparnos por nuestra esencia, y por el discurso solidario con que armamos nuestra mirada paternalista y bucólica del Tercer Mundo (la denominación, la verdad, es ya vomitiva de por sí, pero, para nuestro sonrojo, certera como un disparo de Guillermo Tell).
Soy muy consciente de mi incapacidad para entender hasta lo más cercano a mí —empezando por mí mismo—; por tanto soy muy consciente de mi ceguera para intentar atisbar alguna idea mínimamente próxima a esa realidad del ébola que está matando en África occidental.
Intuyo, no obstante, que no es casual que haya sido un misionero el primer contagiado español; preveo que no será el último ni el único. Y todavía no entiendo por qué no se intenta evitar en la raíz el problema, por qué no se ayuda a que esta enfermedad, o el SIDA, o el cólera o la malaria, o el hambre (quizá la peor de todas, acaso el mayor agente patógeno de la zona), no aparezcan. ¿Será verdad, como dicen algunos, que a ciertos grupos de poder económico muy fuertes de nuestra zona del Planeta les interesa que la epidemia continúe, pero que lo haga bien lejos, aunque quizá esa lejanía ya no sea tanta después de los contagios de dos o tres norteamericanos y de uno o dos españoles? Quiero pensar que tal afirmación es una insidia, producto de ciertas paranoias, pero hay algo que huele a extraño, a negocio de colosales dimensiones.
Entretanto, y mientras la OMS se decide, o no, a dar más pasos por intentar frenar el avance de este virus con nombre de río, las niñas, los niños, las mujeres, los hombres que viven sobre la miseria en este fragmento africano del mundo se deshidratan en medio de fiebre, vómitos y diarrea, pueden sentir cómo las bubas inundan su piel, y, a veces, por si tanto sufrimiento fuera escaso, se desangran a causa de hemorragias internas.

Trescientos dos. Nadie discute a estas horas que la muerte, al menos desde la perspectiva de nuestros poderes, es ese enemigo a quien todos odiamos, pero es el único invencible, cuya derrota es, acaso, el tema que más quimeras ha suscitado entre los humanos a lo largo de la historia.
Sin embargo, y aún a sabiendas de ese destino insoslayable para todos, no se explica que algunos individuos de la misma especie, sean sus esclavos, sus más devotos y fervientes seguidores, pues pareciera que todo su afán es sembrar de cadáveres humanos el pedazo de planeta que habitan y todo por pensar diferente, por creer distinto o de otra manera. Cuando se manejan armas poderosas, sofisticadas, destructivas usando los mismos o parecidos resortes cerebrales a los que empujaban a espolear caballos, blandir espadas o poner en ristre lanzas, el resultado es aún más terrible y devastador.
Todos, creo yo, sabemos que cuando se abre la veda del ser humano en nombre de un dios, una raza, una bandera o una patria, se oculta toda la verdad, pues quien pone en marcha el mecanismo de odio, violencia y destrucción no suele tener en mente ni dios ni raza ni bandera ni patria, salvo que el uno o las otras sean la autopista que le conduzca al poder y a la riqueza a él y a su estirpe, única realidad que nos aproxima vagamente a la idea de eternidad.

Trescientos tres. Ver en la misma página del periódico una información sobre la epidemia de ébola, otra sobre las fechorías yihadistas en el norte de Iraq, que late junto al genocidio que con la excusa de la autodefensa perpetra Israel en la franja de Gaza, y otra sobre los beneficios físicos y morales que supone la práctica del nudismo, pasando por algunas sobre distintos modos de robo, engaño y fraude, resume bien que no todas las criaturas de este planeta habitamos la misma explanada de la historia, ni siquiera parcelas propincuas…, salvo que la historia sea una ensalada cuyos ingredientes son de lo más dispares, varios, venenosos.
Quizá para remediar algunas situaciones fuera menester mirar hacia el pasado, percatarse de que determinados instrumentos en circunstancias muy concretas, además de inútiles, resultan contraproducentes.
Ponerme a mí, que no sé conducir, un volante entre las manos, a mi derecha una palanca de cambios y bajo los pies tres pedales para acelerar, embragar marchas o frenar, no es que no sirva para nada, al contrario, me convierte en posible arma de destrucción masiva en el improbable caso de que me diera por girar la llave de contacto y poner en marcha el vehículo… suponiendo que logre que el coche ande, que no se me cale nada más arrancarlo.
Si bien estimo que la democracia no es una panacea (quizá fuera preciso diferenciar más veces entre camino y horizonte, método y objetivos), reconozco que es el mejor de los sistemas de gobierno y organización social, el que mejor garantiza, hasta la fecha, unos determinados niveles de libertad, igualdad y justicia. Sin embargo, si no existe un terreno adecuado y bien abonado para que germinen tales frutos, la democracia se convierte en disfraz, a veces muy tosco y zafio, que sólo consiste en convocar a las urnas a los ciudadanos cíclicamente. Acudir a las urnas y depositar un voto no garantiza que alguien sea en verdad demócrata, bien lo sabe el reciente pasado europeo.

Trescientos cuatro. Hasta no hace tanto, aunque quizá ya la distancia sea amplia, no me gustaba tener empezado más de un libro. Era de los que tenía que acabar uno para comenzar el siguiente. Ahora, no sé si a mi pesar —prefiero no cuestionármelo, porque algunas preguntas provocan estropicios en la mente—, suelo tener varios libros en estado de lectura, como si esta mesa fuera una nevera de libros: tengo mediados una novela, un libro de relatos, algún ensayo, varios poemarios… Es como cuando abro el frigo y veo la botella de vino, las de agua, los refrescos, los envases de leche, los botes de mermelada, una tarrina de margarina, y todo está empezado o mediado o a punto de ir acabándose.
Ya he dejado de pelearme con mis recuerdos. Me he rendido a la vida que ahora llevo. No comparo. No es peor ni es mejor, es la que ahora me toca vivir, supongo que por elección propia, porque no se me debe olvidar que nada, absolutamente nada de lo que se hace, se queda sin consecuencia.
Si no me parece un despropósito que para descorchar una botella de vino, haya que acabar la de agua primero, o no pueda desayunar leche porque esté su envase cerrado, y debo hacerlo con vino porque permanece abierta, ¿qué me impide actuar igual con los libros avanzando un día en la lectura de la novela, y al siguiente chapoteando en el poemario escrito por la amiga?
Eso suponiendo que deposite mi mirada en alguno de ellos, cosa que a veces parece tan difícil como escalar una montaña.

Trescientos cinco. No se trata de contradecirme, aunque sea bastante habitual en mí, por eso no me desdeciré de lo afirmado sobre la calamitosa situación que en muchas partes del planeta acucia a los humanos: no me refiero a nuestra crisis, o no me refiero a ella en uno de los diez o doce primeros lugares de la lista, lo nuestro, comparado con otras naciones o regiones del mundo, es menos preocupante, un politraumatismo que, según los expertos, evoluciona favorablemente.
(Si entendiéramos el planeta como un hospital, nuestra dolencia no sería de las más graves, ni de las que presentan un peor o más incierto pronóstico. De hecho es probable que seamos uno de los celadores del centro sanitario que sufrió un accidente cuya consecuencias fueron múltiples fracturas mientras practicaba un deporte de riesgo al que no estaba acostumbrado, siniestro por el que hubo de ser ingresado, pero quizá pronto vuelva a su puesto de trabajo. Aunque sea la parte más baja del escalafón, alejado de Gerencia, Dirección Médica, Dirección de Enfermería, facultativos, enfermeras, auxiliares de clínica, a todos los efectos, sobre todo sociales, es trabajador del centro. A pesar de que su tarea sea muy subalterna, aspira, sin que pueda ser tildado de utópico por ello, a engrosar el equipo de mantenimiento, cuyas tareas y responsabilidades, como todos saben, son clave para el funcionamiento del hospital. Sin embargo, algunas veces, una pesadilla muy repetida le conduce al territorio de un contrato temporal que le obliga a recalar entre el personal de limpieza. Pero ya se sabe cómo funcionan las pesadillas: nada más firmar un contrato como adjunto al TELMET, o sea, técnico especialista en limpieza y mantenimiento de elementos traslúcidos (vulgo limpiacristales), los que mandan, externalizan el servicio y deja de pertenecer al personal del hospital y se convierte de la noche a la mañana en trabajador ajeno a él, aunque en él trabaje).
Pero a lo que me quería referir era que aunque sea cierto que este mundo padece demasiado sufrimiento e injusticias, no es menos cierto que casi todo este dolor que se acumula sobre la mayoría, no se debe a los errores de diseño del planeta —como muchos tienden a pensar, o al menos así lo manifiestan—, sino a mal uso del manual de instrucciones, y quizá el primero de los errores, el más garrafal, es buscar un culpable de un mal proyecto o de la deficiencia de los materiales utilizados. El libro no tiene la culpa de ser hojeado por quien no sabe leer, ni se puede acusar al escritor de una mala traducción.
Es muy cómodo achacar a un creador incompetente los destrozos que provoca nuestras torpezas o desmanes, y muy injusto, además de falaz, invocar su intervención cuando el ser humano dispone de capacidades suficientes para determinar su propio camino.
Se suele elevar la voz sin tino y sin razón, contra terremotos o inundaciones o volcanes o galernas porque si no se produjeran no habría muertos. La conclusión lógica de nuestra mente es que el mundo está mal hecho porque se producen estas catástrofes. Y a continuación de ello, como es más fácil deslizar la responsabilidad propia a otro, cuando se produce una injusticia provocada por el propio ser humano (como las hambrunas, las guerras y los muertos que de inmediato producen como daños colaterales según la terminología puesta en marcha por el ejército más poderoso del mundo, o una epidemia que sería evitable instalando simplemente cuartos de baño y agua corriente), con voz en cuello gritamos acusadoramente, como si disparásemos, ¿por qué Dios permite esto? ¿Entonces, Dios —damos por hecha su existencia—, debería evitar, debería haber evitado ya desde el siglo XIV o XV, las políticas económicas y comerciales y coloniales que las que hoy son grandes potencias y primer mundo vienen haciendo con determinados países y que en buena parte son la causa de estas injusticias? ¿O acaso se pretende una reunión mensual con Él y nuestros gobernantes para que sepa en qué parte debe hacer un milagro, dónde debe parar un terremoto, dónde desviar la lava del volcán, y que, de paso acalle las bocas de los ilusos que dicen poner voz a los pobres miserables de África y que llueva un poco por allí, que no haya tanta sequía, para que dé fruto aquello que cultiven, sea lo que sea, a quién le interesa, para que no protesten, pero que no piensen y que no se mueran de hambre, pues queda fatal en este siglo que algunos pobres se mueran porque tienen poco o nada que llevarse a la boca?
Como es frecuente entre los individuos de la raza humana que engrosan la ciudadanía del primer mundo (incluso el celador del hospital que aún va con un brazo en cabestrillo, algunas costillas y las dos piernas rotas) somos pasto de nuestro orgullo desmedido, de esa egolatría que nos sitúa como pivote de todo cuanto sucede, no sólo en la tierra, sino en el cosmos todo.
Este planeta es como es, funciona —bastante bien— de una manera determinada. Con ese modo de funcionamiento lo habitamos millones de especies animales y vegetales, entre ellas la humana, la única capaz de trascender de vez en cuando los meros impulsos instintivos, gesto que nos distingue y diferencia de las demás criaturas.
Si creemos —como parece que toca aceptar en este momento de la historia, a la espera de que la ciencia siga aportando datos— que el universo está en constante evolución, desde el bigbang de hace unos trece mil millones de años y sabemos que esta bola de sílice y viento, forma parte de él, la conclusión es bien sencilla: el mundo está en evolución, o lo que es lo mismo, nada hay definitivo ni perfecto. Por otra parte en ese manual de instrucciones referido no figura anotado que unos seres humanos deban atesorar más que otros, ni se dispone que algunos puedan usar a otros como si fueran animales (quizá tampoco figure escrito que se use de los animales como esclavos), ni figura reglado que unos pasen hambre cuando otros desperdician alimentos, ni está contemplado que unos decidan sobre la vida de otros, ni se prevé que unos deban robar o matar a otros para poder comer, claro que en ningún sitio se previó que unos poseyeran más allá de las necesidades personales, familiares y de grupo.
El mundo está bien hecho, porque en caso contrario, no estaríamos, no existiríamos, así de sencillo.
Desde que el mundo es tal (pongamos que unos cuatro mil quinientos millones de años), ‘sólo’ en los últimos cincuenta millones ha tenido homínidos entre sus criaturas, poco más uno por ciento del tiempo. Si hablamos del ser humano más antiguo, el llamado homo habilis, hemos de referirnos a un exiguo 0,05%, que en el caso del famoso homo sapiens se reduce al 0,0027% del tiempo del planeta, unos ciento veinte mil años, según parece; de estos, los últimos doce mil, aproximadamente, sin otra especie humana con quien compartir o disputar planeta. Aplicando esa proporcionalidad a una medida de tiempo que, más o menos quepa en mi mente, si la Tierra llevara existiendo diez años, el homo sapiens, llevaría sobre ella dos días y poco más de ocho horas.
Pues bien esta criatura que lleva habitando una suspiro de eternidad, en unos momentos, o sea en los últimos cien años, ha sido capaz de poner en peligro la vieja bola de sílice que habita, y todo porque la lectura del manual de instrucciones de uso del planeta ha sido incorrecta. 

Trescientos seis. Lo pregunta en serio, convencida de lo que dice. Que lo haga en la radio, en un programa cuya audiencia es más o menos amplia ni pone ni quita nada.
¿Cómo hacía nuestra generación para comunicarse, si no existían los móviles o Internet? Tiene la edad de mi hija y a quien se lo cuestiona, acaso muy próxima a la mía. Y lo dice en serio.


Trescientos siete. Sin embargo, no todos los ejemplares de homo sapiens leen con incorrección el manual de instrucciones. Muchos saben que en sus manos —en su hacer o en su deshacer— está conseguir que la superficie de este planeta continúe girando alrededor del sol en su viaje con la galaxia mientras el cosmos continúa su expansión, no como un cementerio vacío, sino como un santuario de la vida que se perpetúa a sí misma.
Y entre ellos los astrónomos que miran al cielo para descubrir el alfabeto de este diminuto y maravilloso planeta, como acabo de escuchar en la radio, en esta noche de superluna, en que la lluvia de Perseidas será menos visible que otros años. Ha afirmado el entrevistado que nadie como los poetas es capaz de explicar mejor la belleza del universo y que muchos astrónomos se aficionaron a observar el universo gracias a Walt Whitman, acaso Canto de mí mismo.
Y quizá, no lo sé, vencer al ébola y atravesar con un telescopio una distancia de más de diez mil millones de años luz, en el fondo, sea parte de la misma tarea: escribir un verso, descifrar un alfabeto.