Trescientos ocho. Cuando no se
conoce el lugar al que se va, hasta en el pueblecito más pequeño es posible, si
no perderse, tener que dar unas cuantas vueltas para dar con el lugar al que se
desea acudir, y al final tener que preguntar, no una, sino dos o tres veces…
El viernes pasado, acudimos a Revenga —una pedanía de la
capital, a penas a siete kilómetros— para contemplar una reducida muestra, de
la obra de Ángel Cristóbal, que para mí fue como entrar en el espacio más
íntimo del pintor, fallecido hace unos pocos meses.
Su viuda —cómo duele y extraña la palabra aplicada a su
compañera de tantos años, a esa mujer que vemos a diario tan vital y extrovertida—
pensó rendirle un homenaje doméstico y entrañable, en el estudio donde
trabajaba cada día y esta idea de alcance poco más que familiar, fue recogida
por el alcalde del pueblo, para cambiar el significado de la exposición y
ampliarlo hasta tornarla actividad de la semana cultural que precede a las
fiestas patronales.
Una vez alcanzado nuestro destino, ya digo, cuando uno no sabe a
dónde va, hasta en los sitios más pequeños es difícil encontrar lo que se
busca, lo primero que nos llamó la atención fue la intensa luminosidad del
lugar, quizá no tanto su volumen, pues su estudio es poco mayor que el de mi
hermano, sin embargo me encandiló esa luz del ventanal que, a modo de pared
diáfana, se abre al mediodía y al poniente, dejando a los sueños del artista
los horizontes del piedemonte del Guadarrama, en dirección opuesta a sus cimas
más altas.
Pero más allá del espacio físico, sentí que me podía asomar a
los recovecos de su inspiración. Sería tópico decir que buena parte de los
objetos que aparecían diseminados por mesas y paredes, se nos mostraban tal y
como los dejó el último día que estuvo en su estudio, quizá pensando ya en
retratar otros paisajes y ciudades que ninguno de nosotros conoce aún, pero,
como sucede con los tópicos, es que así es, hasta la paleta que usaba en el
último cuadro en el que trabajaba —Venecia de nuevo, su Venecia detenida y como
latiendo siempre en sus lienzos— aún tenía los colores húmedos, dispuestos a
ser pálpito del cuadro.
Algunas piezas fueron cedidas por amigos, una o dos más las
había pintado para su casa, pero la mayor parte de lo que allí vimos eran
cuadros inacabados, cuadros que, en cierto sentido, podría decirse que aún
estaban en el lento proceso de su maduración. Quizá alguno de ellos eran obras
de las que no se sentía satisfecho y que abandonó antes de darlas por
rematadas. No lo sé. Probablemente nadie lo sabe. Ni él mismo, porque también
es posible que pensase que lo que hoy no era, mañana se completaría satisfactoriamente.
De nuevo contemplé sus instantáneas de un Nueva York oculto, el
amor que profesaba a Venecia, la felicidad y la intensidad que debió sentir cuando
viajó a Senegal… Pero sobre todo volví a gozar con el lirismo de sus bodegones,
poemas sobre lo cotidiano, estilización de la suma de las humildes cosas que
contienen nuestros días, objetos cuya mezcla o yuxtaposición en un cuadro, a
primera vista resultan inconcebibles: un tubo de óleo, una botella de anís,
alguna pieza de fruta, un antiguo aparato de radio, un sifón… Y más aún se
percibe este afán en sus pinturas detenidas en los rincones más humildes y, a
priori, menos retratables de una
casa, los menos glamorosos, aquellos que sólo se muestran a los verdaderos
amigos: la fregona apoyada en un rincón de la cocina, junto a un fregadero con
toscas puertas de madera entreabiertas, donde asoma algún útil necesario para
la intendencia; en fin, repito, una metáfora de la vida, porque, o así lo veo, no
pretende sólo componer un conjunto armónico en el color, equilibrado en formas
y volúmenes, incluso sorprendente para ciertas miradas más atenazadas a la
tradición, sino que busca plasmar la huella invisible de lo humano; vale decir
que los objetos que sitúa en el lienzo, bien en sus bodegones, bien en esos
cuadros que protagonizan los elementos más humildes de cualquier casa, pretenden
ser espejo de los deseos y sentimientos de las mujeres y los hombres que los
han usado o los han disfrutado o los han padecido.
Me volvió a fascinar su capacidad para encontrar en el blanco
infinitos matices, gradaciones que para la inmensa mayoría de mortales son apenas
perceptibles.
Me pareció intuir, pero quizá esto sólo sea una divagación ajena
a la realidad, que el camino de búsqueda que todos los artistas emprenden había
virado suavemente y tomaba el rumbo de la estilización, hacia la esencia, quizá
camino de encontrar en las cosas su luz.
Y entre los cuadros, los apuntes, las fotografías, el aparato de
radio real junto al retratado, los bosquejos, las facturas, los pinceles, las
cartas, los tubos de óleo, el sifón de cristal azul, los caballetes, la luz del
ocaso, un ejercicio propuesto a los alumnos que le sirvió para dibujarse a sí
mismo trabajando frente al caballete, las nubes que querían regar mínimamente
el césped del jardín, entre todo eso, en silencio, pero muy locuaz un cuadro de
su hija que —como tantos jóvenes españoles de cualquier profesión— en Alemania
se intenta abrir paso, se está abriendo paso. Se trata de un cuadro homenaje a
su padre, que viene a ser la confirmación de lo que tantas veces he sostenido
al afirmar que en realidad los artistas (incluso en su categoría de eternos
aprendices, y perdón por la petulancia) somos un sencillo eslabón dentro de una
cadena infinita. Un cuadro de tema sencillo, un cuadro que, en el fondo, o eso
me pareció, es como si ella reconociera, y nos lo contara, que su asidero es la
pintura de su padre y que ella continuará su camino, el que nadie más puede
recorrer por ella, sin imitarlo, pero sabiendo dónde bebe y se arraiga su tarea.
Sí, ya sé que es un jarrón de cristal con una flor dentro, apenas insinuados
sus perfiles, infiltrados de luz y de lirismo, pero vi también que allí se
cifraba un mensaje no sólo de agradecimiento, sino, y sobre todo, de amor indestructible.
Trescientos nueve. ¿Y ahora qué, aquí,
parado, ante la pantalla, ante este cursor que parpadea o tiembla o late, qué
hago?
Estancado en una suerte de repetición o de bucle o de vacío o de
nada. Tras varios días en que me quedé como saturado después de un relato al
que aún no le puedo dar el visto bueno, supuse que no sería muy malo o muy contraproducente
desconectar algo, esperar a que otra idea golpeara con sus nudillos a la puerta
de mi interior.
Y cuando he vuelto a las páginas, de pronto, vuelve a no haber
nada. Ni nadie.
¿Fantasmas…? Quizá. En cualquier caso vacío.
Silencio.
Atasco.
Me quedan estas páginas y me queda la música de Bach.
Trescientos diez. Pasó dormida por
encima de la muerte, y la muerte parece haber mirado a otra parte.
Me temo que su rostro de bella durmiente, una de las más bellas
durmientes que se haya visto nunca, no habrá alcanzado la meta.
¿Cómo habrá sido esa travesía en medio de la barca de juguete,
ajena a los peligros, sin su padre, sin su madre cerca?
¿Cuánto habrán durado las horas de agonía de los padres, sobre
todo de la madre, hasta que ha sabido que llegó dormida, tranquila por tanto, y
sana, a la orilla sur del Paraíso?
Trescientos once. Siempre he
sostenido que para comprender a otro, aunque sea una porción insignificante o mínima
de su ser, es imprescindible ponerse en su lugar, intentarlo al menos.
(Quizá habría que determinar si es o no necesario comprender a
los demás, acercarse hasta sus anhelos o miedos, fracasos e ilusiones. Hago esta
interrupción en el discurso porque después de ver y leer a tantos, parece que uno
debiera pedir perdón por ello; me da la impresión de que esta época vive aferrada
en la egolatría, en cierto ensimismamiento que según mi forma de ver las cosas
nos conduce al desastre).
No es sencilla esta tarea, la de comprender a otro, digo, no sólo
porque a veces no es del toda cierta la pretensión inicial, no en tantas ocasiones
como se afirma se busca un entendimiento de la otra persona, pero cuando es
sincero el deseo, ubicarse en su vida no es fácil, porque su existencia respecto
de la nuestra puede ser tan dispar como lo sería la de seres procedentes de
otro planeta.
Detengo la escritura, pues me estoy dando cuenta de que, en el
fondo, esa empatía imprescindible para alcanzar un grado de conocimiento mínimo
de la otra persona es poco menos que imposible en prácticamente cualquier caso;
por mucho que sea sincera nuestra actitud, por mucho que la experiencia del
otro se asemeje a la nuestra, por mucho que, incluso, mi deseo coincida con el
suyo —el suyo de darse a conocer, el suyo de intentar ser comprendido o
aprendido o aprehendido—, siempre hay un abismo casi insalvable, un abismo que
evita la colisión de los planetas, o impide su contacto.
Por tanto, me digo, si es imposible la plenitud absoluta de ese
anhelo, al menos intentar edificar la infraestructura mínima o básica de tal
conocimiento que impida un nivel tal de incomprensión que acabe por considerar
al otro no sólo diferente, sino adversario.
Una de las realidades del mundo contemporáneo que más me cuesta comprender
es la de la emigración de África a Europa. Aunque la emigración siempre ha formado
parte de la esencia del ser humano, pues de hecho —o eso nos cuentan quienes
saben del asunto— se podría decir que, en sus inicios, la humanidad era una
especie migratoria, al menos nómada, especie en perenne movimiento como fórmula
para la supervivencia, me cuesta mucho trabajo comprender que alguien intente
una aventura semejante con tanto riesgo de su vida.
No me sirve el argumento de una mejora de la calidad de vida; no
me sirve como razón la promesa de un contrato a cambio de una suma de dinero. Salvo
quizá los más niños, esas criaturas que, como Princesa —Fátima—, van y vienen
donde les envíen, donde les metan, ajenos por completo a cualquier
circunstancia, indefensos ante cualquier tropelía, no me sirven estos argumentos
así expuestos porque dudo que alguno de ellos desconozca que se exponen, primero,
a la muerte en el mar —camino de Tarifa, camino de Lampedusa, igual da—, al menos
posible, quizá probable, y, si la vida aún anima sus cuerpos tras la travesía,
se exponen a la probable expulsión, tras un periodo de hacinamiento y otras
penurias que deberían hacernos claudicar de nuestro orgullo como europeos y
representantes de ese mundo donde los derechos humanos son como el pan en cada
comida del día.
A veces, para comprender un poco el problema, para acercarse un
poco a entender una decisión así, la única solución es formularse una pregunta,
una pregunta carente de afeites o edulcorantes: ¿Por qué razones o por qué razón
abandonaría mi país, y cruzaría el mar en patera o saltaría una verja con
concertinas alevosas, exponiéndome a la muerte casi segura, sabiendo que ese
casi se corresponde a un noventa por ciento de posibilidades? Quizá después,
tras el silencio que siga a la pregunta, ese silencio que deja traslucir el
modo en que funciona el engranaje del cerebro, se pueda entender algo más el motivo
de ese desesperado intento de no suicidio.
Quizá, si quien puede hacer algo concreto para evitarlo, se
hiciera la misma pregunta con igual crudeza, y se respondiera con absoluta sinceridad,
se empezaría a poner en práctica la verdadera solución a este problema. La
única realmente factible.
La más evidente, dicho sea de paso.
Trescientos doce. Llevo semanas
queriendo poder escribir sobre la novela que estoy leyendo (me refiero a una de
papel impreso, no a las novelas cortas del concurso), cuya lectura se está
demorando porque me ha dado por embarcarme en un proyecto que no lleva a
ninguna parte (no me refiero a las novelas cortas del concurso, sino a un algo perpetrado por mí), y porque no
quiero que se me termine, porque intuyo que cuando lo haga y busque otra que
ocupe su puesto sobre la mesa, será difícil que encuentre otra que me seduzca
del mismo modo.
(He parado un buen rato, porque he sustituido el verbo varias
veces, y probablemente en el verbo palpite la clave que explica mi relación con
esta novela).
Me repugna cierta parte de lo que relata.
Me identifico al mil por cien con otras.
Me gusta cómo lo cuenta.
Me repugna por doble motivo, porque es certera y porque —otra
vez viva la contradicción—, quisiera estar allí, o al menos haber estado y así
poder hablar con la voz de la experiencia sobre la farsa, la podredumbre y la
mentira.
Me identifico, y acaso me sirve de consuelo, pero al mismo tiempo
me invita a desertar, me invita a recoger los bártulos y abandonar esta insensatez
en que vivo, es aquella que sin pudor, casi con ostentación escatológica,
relata las dificultades propias de la tarea de escribir, sobre todo la cantidad
de horas en que uno está ante una pantalla, o un folio, o la hoja de un cuaderno,
para no avanzar nada, para tachar, romper o triturar el archivo, las líneas,
las dos o tres frases iniciales.
Lo que más me seduce de la novela, es cómo cuenta lo que cuenta,
de qué modo es capaz de poner por escrito algo que puede ser más o menos banal,
más o menos misterioso, más o menos llamativo, más o menos literario. Se confirma
por enésima vez que escribir un libro no es lo mismo que hacer literatura, porque
hacer literatura no es contar algo, sino el modo en que se cuenta. Y aunque uno
tenga muy claro que es imposible hacer una novela —o relato más o menos corto—
donde no suceda nada, donde no haya una trama o argumento o al menos su posibilidad
anunciada o insinuada de que puede haberlo, lo importante no son los sucesos o
los avatares, sino cómo se exponen al lector. En algo se ha de diferenciar lo
literario de lo periodístico, de lo televisivo, de lo meramente documental.
Y como deseó —o quizá pronosticó— Alberto Olmos en su
dedicatoria, cuando compré Alabanza reconozco
(y me reconozco) en los personajes, pero sobre todo me emociono algunas veces. Más
incluso de las que pudo prever su autor.
Trescientos trece. Según deduzco del
número de lecturas que he hecho, de los comentarios, de las reseñas, de los quejíos y de las palmas, la
postmodernidad de los profesionales, esta contemporaneidad de inicios del siglo
XXI consiste básicamente en juzgar como ínfimo cualquier tarea que se lleve a
colmo, sin regatear para ello epítetos, cargas de ácidos corrosivos e incluso,
si tal fuera posible, disparos con munición de grafía venenosa y exterminadora.
(Del mismo modo, y hecho un análisis similar, entre los aficionados
que juzgan la tarea de otros como ellos, la postmodernidad de este primera parte
de siglo consiste en todo lo contrario, considerar la tarea del colega algo así
como sublime, como irremplazable, como digna de un premio nacional de algo…
hasta que deje de fluir su alabanza hacia la tarea propia).
Pero volvamos al inicio, al supuesto de los profesionales o
pretendidos profesionales o aspirantes a profesionales. Quizá lo que Trapiello
en su día bautizó como el Club de las Almendritas Saladas…
Deduzco —aunque no está mi escaso tiempo autorizado para indagar
en exceso en el asunto—, que buena parte de toda esta artillería del navajeo
corporativo viene de atrás, quizá de largo. Y no sería imposible, más bien apostaría
lo contrario, que quien hoy, o hace unos meses, era navajeado sin piedad, quizá
apuñaló en su día.
Pongamos que hablo de Madrid, pongamos que hablo de Lope y de
Cervantes o Calderón, pongamos que hablo de Quevedo y Góngora, pongamos que
hablo de la generación del 27 y de JRJ, da igual lo que pongamos, la conclusión
es que poco o nada ha cambiado con los siglos lo que es universalmente conocido
como el mundillo literario del que no
formo parte (ni puedo hacerlo, seamos sensatos), ni siquiera sé si, en caso de
poder, me gustaría ser parte.
Precisaré. Si esto mismo me lo hubieran planteado hace treinta
años o hace veinte o hace quince o hace diez o hace cinco, la respuesta, no hay
duda, hubiera sido afirmativa. (De hecho en cierto momento de mi vida tuve
miedo de dar el paso que quizá me hubiera acercado a la posibilidad de
aproximarme a la taquilla donde se compraban los tiques para entrar en la sala.
Si el miedo o la indecisión o no hacer sufrir a quien correspondía abonar el
precio de la localidad, no me lo hubiera ‘impedido’, es decir, y en resumen, si
no hubiera sido cobarde, a estas alturas no dudaría, ya tendría una respuesta:
bien sería una parte del engranaje o bien sería una pieza arrojada al vertedero
por defecto de fábrica).
Sin embargo, hoy sé a ciencia cierta dos cosas: que me
desagradaría formar parte del mundillo,
suponiendo que aún se pueda considerar su existencia y que nada, ni el
silencio, podrá con mi afán por escribir, que a la postre es lo que cuenta,
aunque sin lector el escritor sea como una mirada ante un espejo sin imagen.
Ahora bien, que nadie me pregunte por qué escribo, para qué
escribo. De hecho ahora mismo no sé por qué se escribe, ni para qué se escribe.
Y quizá la única respuesta sensata que se me ocurre es que se
hace sin razón, ni objeto, es un impulso de tal potencia (alberga en sí la
fuerza de miles de caballos, no sé si de vapor o de los otros, los de músculos
brillantes de sudor y galopadas en busca de abrazar el horizonte), que si no se
le hace caso uno acabaría cayendo primero en tristeza, luego en melancolía,
seguiría malhumorándose, continuaría exhalando ira para desembocar en la
ansiedad, en la angustia, en la locura…
¿No será al contrario? ¿No será que uno logra escapar de la
locura cuando escribe…?