Trescientos catorce. ¿Por qué el
escritor, este escritor en concreto, se afana tanto en subrayar la década en la
que nacieron los autores que reseña, lee, cita, admira o critica?
Quizá mi impresión
sea nebulosa y me lleve al error, pero aunque no sea lo mismo haber nacido en
los sesenta que en los cuarenta o en los noventa, tampoco me parece algo muy
trascendente, salvo, si acaso, entender por qué algún tema aparece en unos, y
en otros es tan desconocido como una sobremesa en Marte.
Trescientos quince. A todos nos pasa o
nos ha pasado que, al llegar esa primera vez, ese momento inaugural de la
primera publicación de alguno de nuestros libros, aunque sepamos la verdad del
engaño o del robo que pretenden perpetrar con nosotros aquellos que se dicen
editores, pero van pidiendo dinero por delante para que nuestras letras vean la
luz. Sin embargo, caemos, o estamos a punto de caer en la misma trampa. Después
de haberlo pensado muchas veces desde hace años, llego a la conclusión de que
se trata del poder del ego, la sensación de verse editado, el autoengaño de
saberse escritor.
Tuve suerte o más
vista o más años, o menos opciones en una ciudad como ésta, en la que hace
treinta y tres años no había ninguna editorial. Sea por lo que fuere, al menos puedo
afirmar que nunca he dado dinero a ninguna editorial para que me publicara… Como
tampoco me fié de la distribución que pudiera tener aquel poemario en manos de
algún supuesto editor, preferí acortar el sendero y ese dinero se lo dimos
directamente a la imprenta. Al menos no me engañaron con el disfraz de editor;
si acaso me engañé a mí mismo al creer que una autoedición me declaraba
formalmente escritor.
Trescientos dieciséis. Algunas veces
tengo la suerte de ver confirmadas mis teorías por las opiniones de
especialistas. Leo en la prensa que un famoso psiquiatra o psicólogo apunta que
vivir es más sencillo de lo que parece, que tendemos a complicarnos la
existencia con demasiadas cosas y afanes, cuando, en realidad la enumeración de
lo imprescindible apenas ocuparía los dedos de una mano, una vez salvadas las
necesidades básicas: salud, alimentación, cobijo, educación.
He llegado a leer
uno de sus argumentos que parece habérmelo copiado: lo único realmente insalvable
es la muerte y ésa, antes o después, la tenemos garantizada todos y cada uno.
Sin embargo, muchas
veces también he pensado que, llevado al extremo este argumento, quizá
condujera a cierta al nihilismo o inacción absolutos. Tengo para mí que el
desarrollo del género humano y de cada uno de sus individuos tiene que ver un
poco con la teoría opuesta, es decir, con apelar a la consideración o, al
menos, al sentimiento de imprescindible y fundamental de todo cuanto se haga (o
se deshaga, para abarcar cualquier clase de actividad humana), porque algunos
logros de los que hoy todos nos beneficiamos sólo se pudieron alcanzar gracias
al esfuerzo, a veces sobrehumano, de alguna mujer u hombre que fue capaz de ‘des-vivirse’ porque, aquello que se
traía entre manos le parecía tan imprescindible e importante, o más, que su
propia vida. Y pienso, casi al mismo tiempo, en médicos, científicos,
inventores, pintores, escultores, músicos, escritores, filósofos, santos,
revolucionarios… Incluso podría incluir en la lista algún político, casi a mi
pesar.
Sentir algo, a
alguien, desear algo, a alguien, luchar por algo, por alguien —contra algo,
contra alguien—, actuar a favor, en contra de algo, de alguien, entregarse a
algo, a alguien, en fin, vivir por algo, por alguien como lo único que importa,
como lo único que da sentido a la vida, pero sabiendo, al mismo tiempo, (e intentando
vivir bajo esa sintonía) que nada es imprescindible y si, por las mil y una
razón que fuere, tal sentimiento, deseo, lucha, acto, en fin, si tal modo de
vida, incluso si tal vida se van al traste, se continuará adelante, puesto que
no es lo mismo querer que necesitar.
Trescientos diecisiete. Durante estas
semanas Segovia ha tenido unos residentes especiales, unos residentes que cada
año llegan —aunque siempre sean personas diferentes—, durante el mes de agosto
para descubrir nuestro paisaje y acaso para descubrirnos a nosotros mismos el entorno
en que nos movemos, esta ciudad donde transcurren nuestros días, quizá menos
anodinos de lo que parece a primera vista, pues, al fin y al cabo, emprender
cada jornada es una noticia de incomparable trascendencia, por más que al ser
habitual, sea un pensamiento que no ocupe espacio en nuestra mente. Me refiero
al curso de pintores pensionados auspiciado por la Academia de Historia y Arte
de San Quirce y patrocinado por las instituciones y por alguna que otra fundación
y empresa.
Se trata de los
jóvenes que acaban de concluir con mejor calificación su formación en Bellas
Artes (facultades universitarias o escuelas superiores). Esta iniciativa cultural
es una de las más veteranas que existen en la ciudad, desde finales de la
década de los cuarenta del siglo pasado.
Siempre me he
preguntado cómo nos verán quienes nos visitan, y no son pocos, como es notorio.
Pero es difícil que el visitante (ya sea excursionista, turista o viajero)
llegue a asomarse a los segovianos, en realidad lo que ve quien se acerca hasta
aquí es la ciudad que nos acuna y nos soporta y hasta perdona nuestras
vejaciones hacia ella, o sea, el visitante (excursionista, turista, viajero…)
ve su luz, su perfil, sus calles, sus monumentos, sus fachadas, los horizontes
que se pueden contemplar… Quizá algunos sólo atisben, otros intuyan, otros
miren y unos pocos lleguen escudriñar con hondura, e incluso haya alguien que
se emocione.
Sin embargo los ojos
de una pintora o un pintor —y mucho más si es tan joven, por tanto más proclive
a poseer mirada limpia, casi desocupada de comparaciones y prejuicios, también
de saberes—, suponen un modo de mirar distinto. No sé si más hondo, pero sí
diferente, aunque sólo sea porque sus pupilas están hechas a contemplar cuanto
ven, a dejarse ocupar por lo que está ante ellas, y no sólo por su apariencia,
sino por su latido, acaso escondido para el resto… Sus ojos son un fonendoscopio
puesto sobre el pecho del paciente, auscultan el corazón de un rincón, de una
línea de horizonte, de un modo de caer un rayo sobre un punto más o menos amplio,
más o menos reducido, de una caricia de la sombra sobre aquella fachada o este
arco.
Y siempre, desde
siempre, los últimos días de su estancia, concluyen con una exposición
colectiva donde cada uno de los pensionados muestra su obra a cuantos segovianos
queramos acercarnos… Y no somos pocos los que en este puñado de jornadas,
cuatro o cinco, acudimos a la sala, acaso con la curiosidad de ver cómo hemos
salido retratados por los pinceles de estas pintoras y pintores; al fin y al
cabo, pienso, ver la pintura de la luz, de una calle, de un monumento, de unos
árboles, que habitualmente son nuestra casa común, es un modo de vernos
retratados.
Hoy ha sido la
inauguración de la exposición, y me he acercado, más que nada —para qué
engañarme—, porque mi hermano formaba parte del jurado encargado de seleccionar
y premiar las tres obras que entre todas las expuestas, han recibido un
galardón.
Como siempre sucede,
hay tantos estilos como artistas, e incluso, en ocasiones, el artista es lo
suficientemente versátil como para parecer distinto en un cuadro u otro. Como
siempre sucede, unos me han gustado más que otros. En este asunto, mis
conocimientos son tan básicos y simples, que el gusto es el único argumento que
puedo sacar a pasear, si tuviera que decantarme por alguna de las piezas.
Llama la atención
cómo han trabajado estos jóvenes. No ha sido difícil ver en estas semanas a
alguno de ellos con sus trebejos por alguna de nuestras calles, pero es que —la
prensa casi a diario se ha hecho eco— han estado ocupadísimos, pues este año
los encargados de dirigir y coordinar el curso, un elenco de académicos de san
Quirce (Juancho, Antonio Ruiz, Francisco Lorenzo Tardón y quizá alguno más que
yo desconozca ahora) además de los viajes tradicionales por puntos de la
provincia, han aumentado el número de actividades con charlas, visitas o coloquios
que pretendían, supongo, enriquecer la perspectiva de su mirada. Por ejemplo,
nosotros les vimos una tarde visitando la ciudad guiados, nada menos, que por
Antonio Ruiz, y quizá ellos no sepan valorar que han sido unos auténticos
privilegiados. Se ha hablado de Segovia, literatura y paisaje, se les ha
ilustrado sobre las tradiciones y el folklore…
Y han pintado. Y han
pintado mucho. Y han pintado bien.
Sin embargo, cuando
he salido de la Alhóndiga, donde se celebra la exposición, la misma sala que
apenas hace cuatro meses acogió la última muestra de mi hermano, un sabor
extraño, un tanto agridulce ocupaba mis pensamientos.
Aunque velado, he
podido percibir —y supongo que no sólo yo— una suerte de desencuentro entre
instituciones que no venía a cuento, según mi parecer. Y aún así, esto no ha
sido lo que peor sabor de boca me ha dejado. He echado muy de menos la mención
al antiguo equipo encargado de coordinar el curso. Es de agradecer, valorar y
ensalzar el nuevo impulso, las renovadas ganas que tienen quienes ahora llevan
las riendas, las ideas frescas con que, sin duda, se engrandecerá y consolidará
más aún este curso, pero me ha faltado una cita, un recuerdo, una referencia a
quien hoy ya no está y tanto tiempo dedicó a este curso.
Trescientos dieciocho. Me preguntaba
ella, después de haber contemplado unos lienzos que, supongo, pretendían plasmar
cierta condición de la luz de la ciudad, cómo van mis escritos. Se trataba, era
evidente, de una pregunta amable, aunque no exenta de verdadero interés, es
decir no era una mera pregunta protocolaria, había algo que la alejaba de ese
calificativo.
Le he contestado la
verdad, lo que se viene diciendo en estas páginas, que ahora ando con un nuevo
proyecto entre manos, pero que me he atascado.
Y quizá por su
distancia sobre el asunto o porque lleva toda la vida compartiéndola con un
pintor —y son ya muchos años que ahora empieza a alegrarle de vez en cuando un
nieto—, me ha dado un consejo que reputo como sabio, acaso el más adecuado:
—Pues depura —me ha
dicho—. Vuelve atrás y corrige, seguro que así te vuelven las ideas.
No es muy difícil
imaginarla de vez en cuando, escuchando a su marido sobre tardes en blanco en
el estudio, cuando no hay nada, cuando todo se hace duda, cuando la composición
o la luz o el tono de un cuadro se resisten, cuando el primer bosquejo es
anulado por un boceto que a su vez las primeras pinceladas alteran… Y no es
difícil imaginarla, cargada de paciencia, y con dulzura, intentar aconsejar al
artista que no se preocupe, que corrija cuanto haga falta, que no importa, que
puede ser incluso bueno para que llegue una idea.
No, no es muy
difícil.
Trescientos diecinueve. Ya sé, lo he
apuntado varias veces, que pretender aproximarse a lo que sucede en el mundo
con el objeto de entenderlo, es casi imposible, si se parte de la base de que
ni siquiera uno se comprende del todo a sí mismo.
Sin embargo, creo
que se me interpretará bien cuando afirme que cada día que pasa entiendo menos
a unos cuantos individuos de este mundo, cuyo único afán real es el de alcanzar
el poder a cualquier precio y a costa de cualquier vida.
Ojalá yerre, pero
empiezo a barruntar que su estrategia camina en pos de la provocación absoluta,
buscan una reacción violenta, muy violenta, algo que procure la generalización
del conflicto, el momento en que la única razón sea la sinrazón de la guerra.
Trescientos veinte. He vuelto a la
exposición de los pintores pensionados. La otra tarde fue apenas un contacto superficial,
una mirada demasiado sutil, o más bien distraída, puesto que la inauguración es
un momento que flirtea entre lo institucional, lo social y el reencuentro con
unas personas y otras, personas a quienes quizá no se les haya saludado en
varios meses.
El caso es que esta
tarde, al menos a primera hora, estaba la sala poco transitada. Pero es mejor así
para contemplar (o intentarlo si es que uno tiene la capacidad y el ánimo para
hacerlo) la obra de estos jóvenes artistas.
Uno desconoce su
trayectoria pictórica, quiero decir que no sé si habrán expuesto antes de
ahora, pero, en todo caso, quizá sea ésta la primera muestra que realizan fuera
de su lugar de residencia habitual, salvo para el autor segoviano, obvio es
decirlo.
Y se notaba en sus
caras, en el modo en que miraban a los escasos visitantes que nos hemos ido
acercando durante el rato en que he estado frente a sus cuadros.
Vuelvo a repetir lo
que ya he apuntado algo más arriba y lo mismo que le he dicho al grupito de
seis o siete que estaban en la entrada: han trabajado mucho y han trabajado bien.
Se hace curioso ver,
unos juntos a otros, estilos tan variopintos. Sería muy pretencioso afirmar que
están representados todos los posibles estilos de la pintura, pero sí se puede
observar una buena panoplia de ellos.
Pero mi tarea —por
suerte— no es la de criticar el resultado de su laboreo de estas semanas
pasadas, sino intentar empaparme de lo que ellas y ellas han querido plasmar y
decir en sus lienzos. Porque, y esto es lo importante, aunque aún no hayan
alcanzado su plenitud, y deban avanzar en el proceso creativo no es nada
difícil comprobar que poseen la semilla del artista.
Y además de
descubrir cómo han visto la ciudad en este tiempo de verano, apenas canicular, quizá
lo que mejor se atisbe sea su paisaje, la luz con que sus pupilas contemplan el
mundo.
Supongo que este
curso habrá supuesto muchas cosas y muy buenas para los pensionados, pero quizá
los mayores beneficiados seamos los segovianos, pues esta ciudad, su horizonte,
su luz, ya forma parte de su bagaje y, a lo mejor, sin ser muy conscientes de
ello en cada cuadro que salga de sus pinceles, una brizna de esta luz iluminará
sus obras.