Cómplices

Lunes 18 a domingo 24 de agosto de 2014

Trescientos catorce. ¿Por qué el escritor, este escritor en concreto, se afana tanto en subrayar la década en la que nacieron los autores que reseña, lee, cita, admira o critica?
Quizá mi impresión sea nebulosa y me lleve al error, pero aunque no sea lo mismo haber nacido en los sesenta que en los cuarenta o en los noventa, tampoco me parece algo muy trascendente, salvo, si acaso, entender por qué algún tema aparece en unos, y en otros es tan desconocido como una sobremesa en Marte.

Trescientos quince. A todos nos pasa o nos ha pasado que, al llegar esa primera vez, ese momento inaugural de la primera publicación de alguno de nuestros libros, aunque sepamos la verdad del engaño o del robo que pretenden perpetrar con nosotros aquellos que se dicen editores, pero van pidiendo dinero por delante para que nuestras letras vean la luz. Sin embargo, caemos, o estamos a punto de caer en la misma trampa. Después de haberlo pensado muchas veces desde hace años, llego a la conclusión de que se trata del poder del ego, la sensación de verse editado, el autoengaño de saberse escritor.
Tuve suerte o más vista o más años, o menos opciones en una ciudad como ésta, en la que hace treinta y tres años no había ninguna editorial. Sea por lo que fuere, al menos puedo afirmar que nunca he dado dinero a ninguna editorial para que me publicara… Como tampoco me fié de la distribución que pudiera tener aquel poemario en manos de algún supuesto editor, preferí acortar el sendero y ese dinero se lo dimos directamente a la imprenta. Al menos no me engañaron con el disfraz de editor; si acaso me engañé a mí mismo al creer que una autoedición me declaraba formalmente escritor.

Trescientos dieciséis. Algunas veces tengo la suerte de ver confirmadas mis teorías por las opiniones de especialistas. Leo en la prensa que un famoso psiquiatra o psicólogo apunta que vivir es más sencillo de lo que parece, que tendemos a complicarnos la existencia con demasiadas cosas y afanes, cuando, en realidad la enumeración de lo imprescindible apenas ocuparía los dedos de una mano, una vez salvadas las necesidades básicas: salud, alimentación, cobijo, educación.
He llegado a leer uno de sus argumentos que parece habérmelo copiado: lo único realmente insalvable es la muerte y ésa, antes o después, la tenemos garantizada todos y cada uno.
Sin embargo, muchas veces también he pensado que, llevado al extremo este argumento, quizá condujera a cierta al nihilismo o inacción absolutos. Tengo para mí que el desarrollo del género humano y de cada uno de sus individuos tiene que ver un poco con la teoría opuesta, es decir, con apelar a la consideración o, al menos, al sentimiento de imprescindible y fundamental de todo cuanto se haga (o se deshaga, para abarcar cualquier clase de actividad humana), porque algunos logros de los que hoy todos nos beneficiamos sólo se pudieron alcanzar gracias al esfuerzo, a veces sobrehumano, de alguna mujer u hombre que fue capaz de ‘des-vivirse’ porque, aquello que se traía entre manos le parecía tan imprescindible e importante, o más, que su propia vida. Y pienso, casi al mismo tiempo, en médicos, científicos, inventores, pintores, escultores, músicos, escritores, filósofos, santos, revolucionarios… Incluso podría incluir en la lista algún político, casi a mi pesar.
Sentir algo, a alguien, desear algo, a alguien, luchar por algo, por alguien —contra algo, contra alguien—, actuar a favor, en contra de algo, de alguien, entregarse a algo, a alguien, en fin, vivir por algo, por alguien como lo único que importa, como lo único que da sentido a la vida, pero sabiendo, al mismo tiempo, (e intentando vivir bajo esa sintonía) que nada es imprescindible y si, por las mil y una razón que fuere, tal sentimiento, deseo, lucha, acto, en fin, si tal modo de vida, incluso si tal vida se van al traste, se continuará adelante, puesto que no es lo mismo querer que necesitar.

Trescientos diecisiete. Durante estas semanas Segovia ha tenido unos residentes especiales, unos residentes que cada año llegan —aunque siempre sean personas diferentes—, durante el mes de agosto para descubrir nuestro paisaje y acaso para descubrirnos a nosotros mismos el entorno en que nos movemos, esta ciudad donde transcurren nuestros días, quizá menos anodinos de lo que parece a primera vista, pues, al fin y al cabo, emprender cada jornada es una noticia de incomparable trascendencia, por más que al ser habitual, sea un pensamiento que no ocupe espacio en nuestra mente. Me refiero al curso de pintores pensionados auspiciado por la Academia de Historia y Arte de San Quirce y patrocinado por las instituciones y por alguna que otra fundación y empresa.
Se trata de los jóvenes que acaban de concluir con mejor calificación su formación en Bellas Artes (facultades universitarias o escuelas superiores). Esta iniciativa cultural es una de las más veteranas que existen en la ciudad, desde finales de la década de los cuarenta del siglo pasado.
Siempre me he preguntado cómo nos verán quienes nos visitan, y no son pocos, como es notorio. Pero es difícil que el visitante (ya sea excursionista, turista o viajero) llegue a asomarse a los segovianos, en realidad lo que ve quien se acerca hasta aquí es la ciudad que nos acuna y nos soporta y hasta perdona nuestras vejaciones hacia ella, o sea, el visitante (excursionista, turista, viajero…) ve su luz, su perfil, sus calles, sus monumentos, sus fachadas, los horizontes que se pueden contemplar… Quizá algunos sólo atisben, otros intuyan, otros miren y unos pocos lleguen escudriñar con hondura, e incluso haya alguien que se emocione.
Sin embargo los ojos de una pintora o un pintor —y mucho más si es tan joven, por tanto más proclive a poseer mirada limpia, casi desocupada de comparaciones y prejuicios, también de saberes—, suponen un modo de mirar distinto. No sé si más hondo, pero sí diferente, aunque sólo sea porque sus pupilas están hechas a contemplar cuanto ven, a dejarse ocupar por lo que está ante ellas, y no sólo por su apariencia, sino por su latido, acaso escondido para el resto… Sus ojos son un fonendoscopio puesto sobre el pecho del paciente, auscultan el corazón de un rincón, de una línea de horizonte, de un modo de caer un rayo sobre un punto más o menos amplio, más o menos reducido, de una caricia de la sombra sobre aquella fachada o este arco.
Y siempre, desde siempre, los últimos días de su estancia, concluyen con una exposición colectiva donde cada uno de los pensionados muestra su obra a cuantos segovianos queramos acercarnos… Y no somos pocos los que en este puñado de jornadas, cuatro o cinco, acudimos a la sala, acaso con la curiosidad de ver cómo hemos salido retratados por los pinceles de estas pintoras y pintores; al fin y al cabo, pienso, ver la pintura de la luz, de una calle, de un monumento, de unos árboles, que habitualmente son nuestra casa común, es un modo de vernos retratados.
Hoy ha sido la inauguración de la exposición, y me he acercado, más que nada —para qué engañarme—, porque mi hermano formaba parte del jurado encargado de seleccionar y premiar las tres obras que entre todas las expuestas, han recibido un galardón.
Como siempre sucede, hay tantos estilos como artistas, e incluso, en ocasiones, el artista es lo suficientemente versátil como para parecer distinto en un cuadro u otro. Como siempre sucede, unos me han gustado más que otros. En este asunto, mis conocimientos son tan básicos y simples, que el gusto es el único argumento que puedo sacar a pasear, si tuviera que decantarme por alguna de las piezas.
Llama la atención cómo han trabajado estos jóvenes. No ha sido difícil ver en estas semanas a alguno de ellos con sus trebejos por alguna de nuestras calles, pero es que —la prensa casi a diario se ha hecho eco— han estado ocupadísimos, pues este año los encargados de dirigir y coordinar el curso, un elenco de académicos de san Quirce (Juancho, Antonio Ruiz, Francisco Lorenzo Tardón y quizá alguno más que yo desconozca ahora) además de los viajes tradicionales por puntos de la provincia, han aumentado el número de actividades con charlas, visitas o coloquios que pretendían, supongo, enriquecer la perspectiva de su mirada. Por ejemplo, nosotros les vimos una tarde visitando la ciudad guiados, nada menos, que por Antonio Ruiz, y quizá ellos no sepan valorar que han sido unos auténticos privilegiados. Se ha hablado de Segovia, literatura y paisaje, se les ha ilustrado sobre las tradiciones y el folklore…
Y han pintado. Y han pintado mucho. Y han pintado bien.
Sin embargo, cuando he salido de la Alhóndiga, donde se celebra la exposición, la misma sala que apenas hace cuatro meses acogió la última muestra de mi hermano, un sabor extraño, un tanto agridulce ocupaba mis pensamientos.
Aunque velado, he podido percibir —y supongo que no sólo yo— una suerte de desencuentro entre instituciones que no venía a cuento, según mi parecer. Y aún así, esto no ha sido lo que peor sabor de boca me ha dejado. He echado muy de menos la mención al antiguo equipo encargado de coordinar el curso. Es de agradecer, valorar y ensalzar el nuevo impulso, las renovadas ganas que tienen quienes ahora llevan las riendas, las ideas frescas con que, sin duda, se engrandecerá y consolidará más aún este curso, pero me ha faltado una cita, un recuerdo, una referencia a quien hoy ya no está y tanto tiempo dedicó a este curso.

Trescientos dieciocho. Me preguntaba ella, después de haber contemplado unos lienzos que, supongo, pretendían plasmar cierta condición de la luz de la ciudad, cómo van mis escritos. Se trataba, era evidente, de una pregunta amable, aunque no exenta de verdadero interés, es decir no era una mera pregunta protocolaria, había algo que la alejaba de ese calificativo.
Le he contestado la verdad, lo que se viene diciendo en estas páginas, que ahora ando con un nuevo proyecto entre manos, pero que me he atascado.
Y quizá por su distancia sobre el asunto o porque lleva toda la vida compartiéndola con un pintor —y son ya muchos años que ahora empieza a alegrarle de vez en cuando un nieto—, me ha dado un consejo que reputo como sabio, acaso el más adecuado:
—Pues depura —me ha dicho—. Vuelve atrás y corrige, seguro que así te vuelven las ideas.
No es muy difícil imaginarla de vez en cuando, escuchando a su marido sobre tardes en blanco en el estudio, cuando no hay nada, cuando todo se hace duda, cuando la composición o la luz o el tono de un cuadro se resisten, cuando el primer bosquejo es anulado por un boceto que a su vez las primeras pinceladas alteran… Y no es difícil imaginarla, cargada de paciencia, y con dulzura, intentar aconsejar al artista que no se preocupe, que corrija cuanto haga falta, que no importa, que puede ser incluso bueno para que llegue una idea.
No, no es muy difícil.

Trescientos diecinueve. Ya sé, lo he apuntado varias veces, que pretender aproximarse a lo que sucede en el mundo con el objeto de entenderlo, es casi imposible, si se parte de la base de que ni siquiera uno se comprende del todo a sí mismo.
Sin embargo, creo que se me interpretará bien cuando afirme que cada día que pasa entiendo menos a unos cuantos individuos de este mundo, cuyo único afán real es el de alcanzar el poder a cualquier precio y a costa de cualquier vida.
Ojalá yerre, pero empiezo a barruntar que su estrategia camina en pos de la provocación absoluta, buscan una reacción violenta, muy violenta, algo que procure la generalización del conflicto, el momento en que la única razón sea la sinrazón de la guerra.

Trescientos veinte. He vuelto a la exposición de los pintores pensionados. La otra tarde fue apenas un contacto superficial, una mirada demasiado sutil, o más bien distraída, puesto que la inauguración es un momento que flirtea entre lo institucional, lo social y el reencuentro con unas personas y otras, personas a quienes quizá no se les haya saludado en varios meses.
El caso es que esta tarde, al menos a primera hora, estaba la sala poco transitada. Pero es mejor así para contemplar (o intentarlo si es que uno tiene la capacidad y el ánimo para hacerlo) la obra de estos jóvenes artistas.
Uno desconoce su trayectoria pictórica, quiero decir que no sé si habrán expuesto antes de ahora, pero, en todo caso, quizá sea ésta la primera muestra que realizan fuera de su lugar de residencia habitual, salvo para el autor segoviano, obvio es decirlo.
Y se notaba en sus caras, en el modo en que miraban a los escasos visitantes que nos hemos ido acercando durante el rato en que he estado frente a sus cuadros.
Vuelvo a repetir lo que ya he apuntado algo más arriba y lo mismo que le he dicho al grupito de seis o siete que estaban en la entrada: han trabajado mucho y han trabajado bien.
Se hace curioso ver, unos juntos a otros, estilos tan variopintos. Sería muy pretencioso afirmar que están representados todos los posibles estilos de la pintura, pero sí se puede observar una buena panoplia de ellos.
Pero mi tarea —por suerte— no es la de criticar el resultado de su laboreo de estas semanas pasadas, sino intentar empaparme de lo que ellas y ellas han querido plasmar y decir en sus lienzos. Porque, y esto es lo importante, aunque aún no hayan alcanzado su plenitud, y deban avanzar en el proceso creativo no es nada difícil comprobar que poseen la semilla del artista.
Y además de descubrir cómo han visto la ciudad en este tiempo de verano, apenas canicular, quizá lo que mejor se atisbe sea su paisaje, la luz con que sus pupilas contemplan el mundo.
Supongo que este curso habrá supuesto muchas cosas y muy buenas para los pensionados, pero quizá los mayores beneficiados seamos los segovianos, pues esta ciudad, su horizonte, su luz, ya forma parte de su bagaje y, a lo mejor, sin ser muy conscientes de ello en cada cuadro que salga de sus pinceles, una brizna de esta luz iluminará sus obras.