Trescientos veintiuno. A uno le gustaría,
entre otras muchas cosas, pues ya se sabe que los deseos son casi infinitos,
aunque no sean iguales para cada persona, que cada vez que se pone a leer no
sintiera la mente pesada y lenta, saturada y vencida, como si le costara respirar, como si cada conexión cerebral hubiera padecido una bajada de tensión.
Lo malo no es tal sensación, pues sé el modo en que me recupero:
unas horas sin lectura, un paseo tonificante, en fin, algo tan poco poético
como lograr que el oxígeno oree el ambiente cargado y a ratos pestilente, lo
malo no es que a veces no se disponga de ese tiempo, sino que de mi lectura, al
menos en parte, dependa evaluar la calidad del texto y de esa decisión, además,
su futuro. Cuando se dan estas circunstancias, me entra el miedo a cometer
injusticia, más aún, me acosa el pánico de hacer daño a quien edificó su historia
desde el deseo y el esfuerzo y la ilusión, narración que cristalizó en las
frases que leo, y que a causa de mi torpeza o mi hastío o mi cansancio, mi
inteligencia o mi intuición o mi sensibilidad no sepan descubrir el verdadero
valor de lo que allí se encierra.
Trescientos
veintidós. No es la primera vez que lo escribo. Quizá no sea la última.
Todo el mundo se empeña en vender, lo cual en una sociedad cuyo cimiento
económico es el comercio parece lógico, e incluso justo: si necesito o me
apetece algo y alguien ha invertido su tiempo, sus energías, incluso parte de
su capital en realizarlo, parece obvio que algo he de abonarle como pago. Hasta
ahí, pues, no hay problema.
Tampoco hay problema cuando uno entra porque le da la realísima
gana, por la razón que fuera o por ninguna, en un mechinal, mercado de abastos,
tienda, supermercado o mercado, hipermercado, centro comercial, bazar, tienda
virtual y alguien pretende hacerle ver las bondades de tal o cual producto.
Uno ya está tristemente acostumbrado y resignado a que la televisión,
la radio, los periódicos, incluso los buzones particulares (los del correo
postal, los del correo electrónico), parezcan terreno invadido por la
publicidad, que todo lo embasura.
Pero sigo sin entender y tolero mal que crucen ese umbral de la
intimidad que interrumpan mi no hacer nada o lo que me traiga entre manos en
ese instante, con el teléfono (móvil o fijo), o paseando por la calle, e
incluso en el colmo de la desfachatez e intromisión llamando al timbre de casa.
Sé que me repito, pero lo vuelvo a escribir: por muchas
necesidades que las empresas tengan de vender, todo tiene un límite. Y añado
que soy consciente de quien tiene el encargo de teclear mi número, llamar a la
puerta o abordarme en mitad de la calle, no es culpable de nada (aunque a veces
un poco más de educación y delicadeza no vendría mal), por ello procuro ser
amable en mi negativa, aunque siempre soy firme.
Según mi criterio la blandengue regulación que impide la
publicidad telefónica a partir de las doce de la noche o durante los fines de
semana no es suficiente. ¿Es que un miércoles a las seis y trece minutos de la
tarde, por decir algo, estoy disponible para quién se le ocurra intentar
ofrecerme cualquier cosa, por maravillosa que ésta sea?
Sé que mi queja no lleva a ninguna parte, y será tenida en nada
o será criticada por retrógrada o por ir contra el sistema o por poco solidaria
con los pobres trabajadores que se dedican a tan enjundiosa tarea, pero por si
alguien implicado lo leyera, que no va a suceder, aseguro nuevamente que cuanto
se me ofrece por estos medios (teléfono, calle, llamando a la puerta de casa)
es candidato seguro a no ser adquirido o contratado por mí, sólo porque quien
es capaz de entrar en la intimidad de alguien de estos modos —me refiero a las
empresas no a los trabajadores y trabajadoras que cumplen con su mandato— ya ha
perdido completamente mi confianza, se entromete en mi intimidad y acosa mi libertad.
Trescientos
veintitrés. La muerte del editor Jaume Valcorba Plana el sábado pasado,
pasará silenciosa por entre nosotros y completamente ajena a nuestras vidas.
Alguna mirada a la foto que aparece en la prensa, quizá de soslayo, alguna
referencia más o menos explícita de algunas bitácoras. Poco más… Sin embargo,
¿cuántos libros de Acantilado, una de
las editoriales que creó y dirigió, nos han hecho un poco mejores y un poco más
felices? ¿A cuántos autores, de aquí y de fuera, hemos dado en conocer gracias
a sus publicaciones? Alguien que escribe o dice esto, según ha publicado en su
bitácora J. Julio Perlado, está llamado a convertir a los lectores en seres
felices: “Editar es amor. Un editor tiene
responsabilidades. Las ventas no lo son todo. El editor está escondido tras las
páginas, se hace "invisible" y transparente.”
Ojalá que alguno de los buenos editores que ya voy conociendo de
primera mano alcancen alguna vez un lugar parecido. Estoy pensando en cuatro o
cinco con nombres y apellidos, con fisonomía concreta, con voz propia, con sensibilidad
y conocimientos exquisitos. Quizá sea difícil alcanzar ese puesto, siquiera
aproximarse a él, pero por desear que no quede. Deberían existir más de cinco y
más de diez editores de esta categoría, acaso sumando sus esfuerzos sería más
factible equilibrar la balanza, para que el lector, tantas veces despistado
cuando entra en una librería, no sólo se encuentre con el libro del momento,
esa publicación cuyo único afán tiene que ver con el balance de una cuenta de
resultados y no tanto con la literatura. Da igual que se edite en papel o en
libro electrónico o en cualquier otro formato que ahora mismo somos incapaces
de imaginar. Me refiero a esa capacidad para sentir que la edición de un libro
es algo más que intentar venderlo, aunque se menester hacerlo.
Trescientos
veinticuatro. Me ha preguntado en un correo electrónico por las razones que
me empujaron a rechazarle el texto, simplemente para aprender, decía.
Una especie de abismo se ha abierto ante mis pies, quién soy yo,
me decía, para dar ningún consejo a nadie, si llevo meses como incapacitado
para hilvanar un relato medio decente, y petrificado ante el manantial de los
versos, incapaz de hacer que alguno me nazca desde los adentros.
Pero me ha parecido tan sincera su pregunta, tan directa, tan
ajena al ego, tan deseosa de ser cierta, que me he lanzado al vacío. Y además,
precisamente por tales razones, me he imaginado a una persona joven, repleta de
vitalidad, ansiosa de dar cauce al volcán de sentimientos que lo inunda.
Me ha vuelto a contestar, casi de inmediato, y me ha agradecido
los consejos, pues le han servido de mucho, me decía.
Luego he repasado mi mensaje, y tampoco me parece que sea para
tanto, en el fondo he transitado los lugares comunes (algo que le reprochaba de
su texto). Y, sin embargo, estoy convencido de que le habrá sonado a novedad
absoluta que lea y lea y lea, que se prepare, que no se quede en lo puramente
enunciativo, que huya hasta donde pueda de los temas más manidos, pues son los
más propicios para repetir los que otros ya dijeron, que la literatura no es el
qué, sino el cómo, que una cosa es escribir y otra, publicar.
Trescientos
veinticinco. Sigo dando vueltas a la misma cuestión. No es fácil quitársela
de la cabeza cuando sospecho que cada vez que abra mi cuenta de correo habrá
algún texto sobre el que deba manifestarme de un modo u otro.
Desde esta perspectiva cada día admiro más a los editores, a ese
grupo de valientes que dedican su fuerza, su inteligencia, su sensibilidad y su
dinero (no se olvide este detalle) a entregar a los lectores libros que según
su perspectiva pueden ser de su agrado por una u otra razón.
Estoy hablando —¿es necesaria la aclaración?— de ese grupo de editores
cuya característica primordial y acaso definitiva sea el enamoramiento absoluto
por la literatura, grupo menos pequeño de lo que los medios de comunicación,
las grandes superficies y los escaparates de la mayoría de librerías dejan entrever,
grupo al que se va conociendo a medida que uno toma el machete entre los
dientes, se pone el traje de camuflaje y se adentra por los pasillos de las
librerías o rebusca por Internet.
Qué responsabilidad, me digo, decidir entre unos libros u otros,
entre esta escritora o aquel autor. Es obvio que muchos de las obras
presentadas para su juicio serán desechadas sin mucha dificultad. Habrá otro
grupito que se publicarán sin discusión de ningún tipo, llegarán a la mirada
del editor, de la editora, y no será necesario mucho más. Sin embargo habrá una
cantidad, acaso la más numerosa, en que haya algo que quizá pudiera merecer la
pena, pero está tan rodeado de adherencias que lo ensombrecen, que quien ha de
decidirse por convertir en libro circulado todo ese material, duda. Lo bueno
está presente, pero quizá hace falta más tarea del autor; sin embargo tanto material
empuja las espaldas del libro… ¿Cómo decir que no? ¿Cómo no hacer daño, cómo
intentar que no se rinda quien lo ha escrito en estas circunstancias?
Y en la misma línea habría que apuntar a la tarea del crítico
literario. Si bien es cierto que su responsabilidad es menor, puesto que la
obra ya está a disposición del lector, no por ello su punto de vista deja de
tener trascendencia para quien escribe. Que algo sea juzgado, no quiere decir
que sea condenado. Un juicio admite un arcoíris con más gradaciones que el que
vemos en el cielo, pues podría ir, al menos en teoría, desde un panegírico
hasta la declaración de anatema, pasando por todos los matices que se puedan ocurrir
a cualquiera. La tarea del crítico no sólo está amparada, sino que uno
apostaría porque es necesaria y deseable.
Sin embargo, entre los dedos de un crítico puede estar el
posterior devenir del autor. A veces una valoración poco o mal argumentada, puede
ser el final de una tarea que apenas era incipiente. Comprendo que muchos
arguyan que quien publica se expone a la critica, y que el crítico debe ser
libre de opinar sin cortapisas; más aún, comprendo que muchos digan que ante la
avalancha de títulos publicados cada semana, hay que ser muy exigentes, es necesario
que alguien evite disgustos a los lectores…
Todo es cierto, todo está bien, pero quizá fuera menester que
cada uno tuviera bien presente la responsabilidad que le compete y que sea
cuidadoso en lo que dice y en cómo lo dice.
Y los primeros los autores que, acaso, debiéramos ser los
críticos más mordaces y cáusticos con nuestra obra. Sin embargo el ego nos
puede, derrota nuestra objetividad, y cualquier escritor, sobre todo cuando
empieza, aunque no sólo entonces, a poco que posea imaginación y paciencia, a
poco que sepa hilvanar un rebaño de frases, piensa que su historia va a sustituir
al Quijote en el pódium literario, como mínimo.
Trescientos
veintiséis. Todavía tiene cabida un poco de romanticismo en el fútbol.
Todavía es posible encontrar unas migajas de pureza en ese mundo donde las
únicas palabras posibles en apariencia son el triunfo a toda costa y el dinero,
el manejo de cantidades absolutamente astronómicas y desproporcionadas y
ofensivas para la razón que, sin embargo, se justifican por la pasión, las más
de las veces irracional, que rodean a este juego deportivo, que además de
espectáculo es, sobre todo, un negocio de dimensiones casi inconmensurables,
muy rentable para unos cuantos, aunque también puede ser ruinoso para no pocos.
Pero de vez en vez, reaparece entre la élite algún club cuya
filosofía y su esencia chocan frontalmente con todo este plan contemporáneo, y
se cuelan en el ámbito de los poderosos. Hoy ha sido el Ath. de Bilbao. Un
temblor de historias de viejos tiempos, incluidas sus sombras y su frío, para
qué negarlo, ha ocupado un espacio que parecía reservado en exclusiva a quienes
tienen como único argumento, o argumento más poderoso, la cuenta corriente
frente al sentimiento..
Trescientos veintisiete. Nunca creí que
alguna vez lo escribiría, pero con el tiempo estoy llegando a la conclusión que
la facilidad para la autoedición puede ser el principio del fin de la
literatura.
Ya sé que decirle esto a alguien que escribe su primera novela,
su primer poemario y que se encuentra en la encrucijada de escalar el Everest y
además hacerlo en solitario, sin medios, sin un serpa siquiera, o avanzar por la
aparente autopista llamada autoedición, que aún se ha ampliado más con la
impresión digital o con la autoedición de libro electrónico, es poco acertado,
más aún, podrá ser tildado de esnob, como poco, o de poco solidario con quien
no tiene medios ni formas para darse a conocer. Y mucho más aún, cuando se
sabe, pues nunca lo he ocultado, que me he autoeditado en tres ocasiones. Pero
en mi descargo debo decir que en los tres casos no me lancé a la aventura sin
antes someter a juicio riguroso mis textos, sin antes haber recibido el plácet,
más aún, sin antes haber recibido el impulso de personas con formación
literaria sólida.
Quiero decir, y esta es la idea, que sería muy bueno que los
autores, sobre todo los noveles, antes de lanzarse a la aventura de autoeditarse,
como mínimo consigan algunos lectores —tres o cuatro—, a ser posible ajenos a
su círculo y preparados.
No es lo mismo escribir que publicar, no todo cuanto se escribe
puede ser publicado. Todo cuanto se publica —y más si va a suponer un
desembolso para quien lo lea— debería ser sometido a la criba, por un triple
respeto, el que se debe uno a sí mismo, el que se debe al lector, y, sobre
todo, el que se debe a la literatura.
Trescientos
veintiocho. Como cada tarde de este agosto que concluye, vengo con el sol
de cara y el calor en cada poro de la piel. Junto a la parada de los autobuses
urbanos próxima a la sombra del Acueducto, me cruzo con dos personas (padre e
hija por las trazas) en principio desconocidas, aunque al pasar mi rostro junto
al suyo algo rebulle en el inconsciente. El ruido del tráfico me impide
escuchar bien, pero me parece que ha habido un saludo, como si quien se ha
cruzado conmigo, también hubiera sentido ese mismo movimiento interno. Me detengo,
me giro, le miro más despacio y esta vez sí, esta vez lo reconozco sin posible
duda; con certeza encajo su rostro, su sonrisa, su fisonomía en el recuerdo,
como si ubicara la pieza de un puzzle. No es que fuera del grupo de los
íntimos, pero siempre fue más que un conocido. ¿Cuántos años?
Ahora que lo escribo, y por tanto obligo a mi memoria a recorrer
días del pasado, me doy cuenta que no hace tanto, quizá dos años, hubo otro
encuentro fugaz, más fugaz aún que éste, un recuerdo que apenas es un flash
difuso en el tiempo. Pero el recuerdo de una conversación un poco larga, un
poco sosegada, aunque fuera dentro de un grupo más amplio se me va hacia atrás,
hacia la sombra, hacia el olvido. ¿Cuántos años? ¿Quince, veinte…? ¿Tantos…?
Doce años lleva en Liverpool, me dice. Y el dato me sorprende,
es como una mariposa que entra en un recinto nuevo y desconocido. Tengo que
apresurar los movimientos de mis neuronas para encajar esta noticia y colocarla
donde corresponde. Y pienso, además, que voy a necesitar ayuda de otros
conocidos y amigos para que me ayuden a vestir y ordenar este asunto. Supongo
que él pensara que sé de sus andanzas, y es lógico pues tantos amigos y
conocidos y saludados comunes estarán al cabo de la calle de su peripecia vital
que dará por supuesto —y con razón— que también soy uno de ellos, pues acaso
debiera serlo.
Y no es así.
Si me hubieran preguntado por él, hubiera dicho que…, en
realidad no sé qué hubiera dicho. Que no sabía nada, que le suponía en Madrid
o, pensándolo mejor, en otra ciudad más alejada de la nuestra, pues si
residiera en la capital no sería infrecuente cruzarse muchos fines de semana
con él, y más sabiendo en la zona en que residía mientras vivió en Segovia,
zona donde recalará siempre que regrese, o eso doy por supuesto, sin que haya
ninguna razón objetiva que lo acredite. ¿No murió su padre unos años después de
haberlo hecho su madre? ¿O fue al revés? ¿O no murió ninguno y estoy
confundiendo esta circunstancia con la de otro amigo? ¿No sería posible que la
casa de Segovia se haya vendido, o se haya alquilado o simplemente esté cerrada
y para sus estancias entre nosotros, tan fugaces, prefiera un hotel o incluso
prefiera instalarse en Madrid y desde allí acercarse a saludar a algunos viejos
amigos o respirar nuestros paisajes? Él mismo me lo dice de algún modo, cuando
me comenta que procura regresar al menos una vez al año.
Tiene prisa, se nota. Quizá alguna cita, quizá (lo más probable
por el sitio del encuentro, por la hora) una escapada con sus hijas a Madrid. A
pesar de que después de tantos años y tanta distancia, la teoría viene a
sugerir que hay mucho de lo que hablar, mientras nos saludamos tengo la
impresión de que no sería fácil.
Sucede a menudo, al menos a mí me pasa, que cuanto mayor es la
lejanía (sobre todo la del tiempo, no tanto el espacio), más difícil se hace
entablar una conversación. Es menester, antes que nada, apelar al cuerpo de
zapadores que todos llevamos dentro, para que reconstruyan —aunque sea en
tiempo récord— unos puentes que permitan atravesar esa distancia. Apuesto a que
en este caso en concreto con un café hubiera bastado, su mirada así lo
atestigua, pero no ha sido posible. Espero que no transcurran otros doce años
antes del próximo encuentro… un encuentro que supere el minuto o minuto y
medio.
Trescientos
veintinueve. Lees la entrada de un blog, apenas un puñado de líneas
hilvanadas con la habitual maestría de su autor y llegas a la conclusión —otra
vez— de que en verdad estás rodeado de palabras y palabras y palabras, pero
sólo unas pocas son tan certeras que se hacen imprescindibles, y, casi de inmediato,
te besa de nuevo la idea de reducirte, de hacerte parte explícita del silencio,
como una más de sus moléculas.
Trescientos treinta. Vuelvo a constatar
que una prueba de inteligencia, una de las más sutiles, es la de saberse ir a
tiempo. Y a pesar de mis vaticinios de hace un par de meses, creo que, por
suerte, he errado.
Quizá por ello fueron clave en la victoria, porque además de la
técnica, el esfuerzo y la dosis de azar necesaria para que todo salga de cara,
son inteligentes.