Cómplices

Lunes 25 a domingo 31 de agosto de 2014

Trescientos veintiuno. A uno le gustaría, entre otras muchas cosas, pues ya se sabe que los deseos son casi infinitos, aunque no sean iguales para cada persona, que cada vez que se pone a leer no sintiera la mente pesada y lenta, saturada y vencida, como si le costara respirar, como si cada conexión cerebral hubiera padecido una bajada de tensión.
Lo malo no es tal sensación, pues sé el modo en que me recupero: unas horas sin lectura, un paseo tonificante, en fin, algo tan poco poético como lograr que el oxígeno oree el ambiente cargado y a ratos pestilente, lo malo no es que a veces no se disponga de ese tiempo, sino que de mi lectura, al menos en parte, dependa evaluar la calidad del texto y de esa decisión, además, su futuro. Cuando se dan estas circunstancias, me entra el miedo a cometer injusticia, más aún, me acosa el pánico de hacer daño a quien edificó su historia desde el deseo y el esfuerzo y la ilusión, narración que cristalizó en las frases que leo, y que a causa de mi torpeza o mi hastío o mi cansancio, mi inteligencia o mi intuición o mi sensibilidad no sepan descubrir el verdadero valor de lo que allí se encierra.

Trescientos veintidós. No es la primera vez que lo escribo. Quizá no sea la última. Todo el mundo se empeña en vender, lo cual en una sociedad cuyo cimiento económico es el comercio parece lógico, e incluso justo: si necesito o me apetece algo y alguien ha invertido su tiempo, sus energías, incluso parte de su capital en realizarlo, parece obvio que algo he de abonarle como pago. Hasta ahí, pues, no hay problema.
Tampoco hay problema cuando uno entra porque le da la realísima gana, por la razón que fuera o por ninguna, en un mechinal, mercado de abastos, tienda, supermercado o mercado, hipermercado, centro comercial, bazar, tienda virtual y alguien pretende hacerle ver las bondades de tal o cual producto.
Uno ya está tristemente acostumbrado y resignado a que la televisión, la radio, los periódicos, incluso los buzones particulares (los del correo postal, los del correo electrónico), parezcan terreno invadido por la publicidad, que todo lo embasura.
Pero sigo sin entender y tolero mal que crucen ese umbral de la intimidad que interrumpan mi no hacer nada o lo que me traiga entre manos en ese instante, con el teléfono (móvil o fijo), o paseando por la calle, e incluso en el colmo de la desfachatez e intromisión llamando al timbre de casa.
Sé que me repito, pero lo vuelvo a escribir: por muchas necesidades que las empresas tengan de vender, todo tiene un límite. Y añado que soy consciente de quien tiene el encargo de teclear mi número, llamar a la puerta o abordarme en mitad de la calle, no es culpable de nada (aunque a veces un poco más de educación y delicadeza no vendría mal), por ello procuro ser amable en mi negativa, aunque siempre soy firme.
Según mi criterio la blandengue regulación que impide la publicidad telefónica a partir de las doce de la noche o durante los fines de semana no es suficiente. ¿Es que un miércoles a las seis y trece minutos de la tarde, por decir algo, estoy disponible para quién se le ocurra intentar ofrecerme cualquier cosa, por maravillosa que ésta sea?
Sé que mi queja no lleva a ninguna parte, y será tenida en nada o será criticada por retrógrada o por ir contra el sistema o por poco solidaria con los pobres trabajadores que se dedican a tan enjundiosa tarea, pero por si alguien implicado lo leyera, que no va a suceder, aseguro nuevamente que cuanto se me ofrece por estos medios (teléfono, calle, llamando a la puerta de casa) es candidato seguro a no ser adquirido o contratado por mí, sólo porque quien es capaz de entrar en la intimidad de alguien de estos modos —me refiero a las empresas no a los trabajadores y trabajadoras que cumplen con su mandato— ya ha perdido completamente mi confianza, se entromete en mi intimidad y acosa mi libertad.

Trescientos veintitrés. La muerte del editor Jaume Valcorba Plana el sábado pasado, pasará silenciosa por entre nosotros y completamente ajena a nuestras vidas. Alguna mirada a la foto que aparece en la prensa, quizá de soslayo, alguna referencia más o menos explícita de algunas bitácoras. Poco más… Sin embargo, ¿cuántos libros de Acantilado, una de las editoriales que creó y dirigió, nos han hecho un poco mejores y un poco más felices? ¿A cuántos autores, de aquí y de fuera, hemos dado en conocer gracias a sus publicaciones? Alguien que escribe o dice esto, según ha publicado en su bitácora J. Julio Perlado, está llamado a convertir a los lectores en seres felices: “Editar es amor. Un editor tiene responsabilidades. Las ventas no lo son todo. El editor está escondido tras las páginas, se hace "invisible" y transparente.”
Ojalá que alguno de los buenos editores que ya voy conociendo de primera mano alcancen alguna vez un lugar parecido. Estoy pensando en cuatro o cinco con nombres y apellidos, con fisonomía concreta, con voz propia, con sensibilidad y conocimientos exquisitos. Quizá sea difícil alcanzar ese puesto, siquiera aproximarse a él, pero por desear que no quede. Deberían existir más de cinco y más de diez editores de esta categoría, acaso sumando sus esfuerzos sería más factible equilibrar la balanza, para que el lector, tantas veces despistado cuando entra en una librería, no sólo se encuentre con el libro del momento, esa publicación cuyo único afán tiene que ver con el balance de una cuenta de resultados y no tanto con la literatura. Da igual que se edite en papel o en libro electrónico o en cualquier otro formato que ahora mismo somos incapaces de imaginar. Me refiero a esa capacidad para sentir que la edición de un libro es algo más que intentar venderlo, aunque se menester hacerlo.

Trescientos veinticuatro. Me ha preguntado en un correo electrónico por las razones que me empujaron a rechazarle el texto, simplemente para aprender, decía.
Una especie de abismo se ha abierto ante mis pies, quién soy yo, me decía, para dar ningún consejo a nadie, si llevo meses como incapacitado para hilvanar un relato medio decente, y petrificado ante el manantial de los versos, incapaz de hacer que alguno me nazca desde los adentros.
Pero me ha parecido tan sincera su pregunta, tan directa, tan ajena al ego, tan deseosa de ser cierta, que me he lanzado al vacío. Y además, precisamente por tales razones, me he imaginado a una persona joven, repleta de vitalidad, ansiosa de dar cauce al volcán de sentimientos que lo inunda.
Me ha vuelto a contestar, casi de inmediato, y me ha agradecido los consejos, pues le han servido de mucho, me decía.
Luego he repasado mi mensaje, y tampoco me parece que sea para tanto, en el fondo he transitado los lugares comunes (algo que le reprochaba de su texto). Y, sin embargo, estoy convencido de que le habrá sonado a novedad absoluta que lea y lea y lea, que se prepare, que no se quede en lo puramente enunciativo, que huya hasta donde pueda de los temas más manidos, pues son los más propicios para repetir los que otros ya dijeron, que la literatura no es el qué, sino el cómo, que una cosa es escribir y otra, publicar.

Trescientos veinticinco. Sigo dando vueltas a la misma cuestión. No es fácil quitársela de la cabeza cuando sospecho que cada vez que abra mi cuenta de correo habrá algún texto sobre el que deba manifestarme de un modo u otro.
Desde esta perspectiva cada día admiro más a los editores, a ese grupo de valientes que dedican su fuerza, su inteligencia, su sensibilidad y su dinero (no se olvide este detalle) a entregar a los lectores libros que según su perspectiva pueden ser de su agrado por una u otra razón.
Estoy hablando —¿es necesaria la aclaración?— de ese grupo de editores cuya característica primordial y acaso definitiva sea el enamoramiento absoluto por la literatura, grupo menos pequeño de lo que los medios de comunicación, las grandes superficies y los escaparates de la mayoría de librerías dejan entrever, grupo al que se va conociendo a medida que uno toma el machete entre los dientes, se pone el traje de camuflaje y se adentra por los pasillos de las librerías o rebusca por Internet.
Qué responsabilidad, me digo, decidir entre unos libros u otros, entre esta escritora o aquel autor. Es obvio que muchos de las obras presentadas para su juicio serán desechadas sin mucha dificultad. Habrá otro grupito que se publicarán sin discusión de ningún tipo, llegarán a la mirada del editor, de la editora, y no será necesario mucho más. Sin embargo habrá una cantidad, acaso la más numerosa, en que haya algo que quizá pudiera merecer la pena, pero está tan rodeado de adherencias que lo ensombrecen, que quien ha de decidirse por convertir en libro circulado todo ese material, duda. Lo bueno está presente, pero quizá hace falta más tarea del autor; sin embargo tanto material empuja las espaldas del libro… ¿Cómo decir que no? ¿Cómo no hacer daño, cómo intentar que no se rinda quien lo ha escrito en estas circunstancias?
Y en la misma línea habría que apuntar a la tarea del crítico literario. Si bien es cierto que su responsabilidad es menor, puesto que la obra ya está a disposición del lector, no por ello su punto de vista deja de tener trascendencia para quien escribe. Que algo sea juzgado, no quiere decir que sea condenado. Un juicio admite un arcoíris con más gradaciones que el que vemos en el cielo, pues podría ir, al menos en teoría, desde un panegírico hasta la declaración de anatema, pasando por todos los matices que se puedan ocurrir a cualquiera. La tarea del crítico no sólo está amparada, sino que uno apostaría porque es necesaria y deseable.
Sin embargo, entre los dedos de un crítico puede estar el posterior devenir del autor. A veces una valoración poco o mal argumentada, puede ser el final de una tarea que apenas era incipiente. Comprendo que muchos arguyan que quien publica se expone a la critica, y que el crítico debe ser libre de opinar sin cortapisas; más aún, comprendo que muchos digan que ante la avalancha de títulos publicados cada semana, hay que ser muy exigentes, es necesario que alguien evite disgustos a los lectores…
Todo es cierto, todo está bien, pero quizá fuera menester que cada uno tuviera bien presente la responsabilidad que le compete y que sea cuidadoso en lo que dice y en cómo lo dice.
Y los primeros los autores que, acaso, debiéramos ser los críticos más mordaces y cáusticos con nuestra obra. Sin embargo el ego nos puede, derrota nuestra objetividad, y cualquier escritor, sobre todo cuando empieza, aunque no sólo entonces, a poco que posea imaginación y paciencia, a poco que sepa hilvanar un rebaño de frases, piensa que su historia va a sustituir al Quijote en el pódium literario, como mínimo.

Trescientos veintiséis. Todavía tiene cabida un poco de romanticismo en el fútbol. Todavía es posible encontrar unas migajas de pureza en ese mundo donde las únicas palabras posibles en apariencia son el triunfo a toda costa y el dinero, el manejo de cantidades absolutamente astronómicas y desproporcionadas y ofensivas para la razón que, sin embargo, se justifican por la pasión, las más de las veces irracional, que rodean a este juego deportivo, que además de espectáculo es, sobre todo, un negocio de dimensiones casi inconmensurables, muy rentable para unos cuantos, aunque también puede ser ruinoso para no pocos.
Pero de vez en vez, reaparece entre la élite algún club cuya filosofía y su esencia chocan frontalmente con todo este plan contemporáneo, y se cuelan en el ámbito de los poderosos. Hoy ha sido el Ath. de Bilbao. Un temblor de historias de viejos tiempos, incluidas sus sombras y su frío, para qué negarlo, ha ocupado un espacio que parecía reservado en exclusiva a quienes tienen como único argumento, o argumento más poderoso, la cuenta corriente frente al sentimiento..

Trescientos veintisiete. Nunca creí que alguna vez lo escribiría, pero con el tiempo estoy llegando a la conclusión que la facilidad para la autoedición puede ser el principio del fin de la literatura.
Ya sé que decirle esto a alguien que escribe su primera novela, su primer poemario y que se encuentra en la encrucijada de escalar el Everest y además hacerlo en solitario, sin medios, sin un serpa siquiera, o avanzar por la aparente autopista llamada autoedición, que aún se ha ampliado más con la impresión digital o con la autoedición de libro electrónico, es poco acertado, más aún, podrá ser tildado de esnob, como poco, o de poco solidario con quien no tiene medios ni formas para darse a conocer. Y mucho más aún, cuando se sabe, pues nunca lo he ocultado, que me he autoeditado en tres ocasiones. Pero en mi descargo debo decir que en los tres casos no me lancé a la aventura sin antes someter a juicio riguroso mis textos, sin antes haber recibido el plácet, más aún, sin antes haber recibido el impulso de personas con formación literaria sólida.
Quiero decir, y esta es la idea, que sería muy bueno que los autores, sobre todo los noveles, antes de lanzarse a la aventura de autoeditarse, como mínimo consigan algunos lectores —tres o cuatro—, a ser posible ajenos a su círculo y preparados.
No es lo mismo escribir que publicar, no todo cuanto se escribe puede ser publicado. Todo cuanto se publica —y más si va a suponer un desembolso para quien lo lea— debería ser sometido a la criba, por un triple respeto, el que se debe uno a sí mismo, el que se debe al lector, y, sobre todo, el que se debe a la literatura.

Trescientos veintiocho. Como cada tarde de este agosto que concluye, vengo con el sol de cara y el calor en cada poro de la piel. Junto a la parada de los autobuses urbanos próxima a la sombra del Acueducto, me cruzo con dos personas (padre e hija por las trazas) en principio desconocidas, aunque al pasar mi rostro junto al suyo algo rebulle en el inconsciente. El ruido del tráfico me impide escuchar bien, pero me parece que ha habido un saludo, como si quien se ha cruzado conmigo, también hubiera sentido ese mismo movimiento interno. Me detengo, me giro, le miro más despacio y esta vez sí, esta vez lo reconozco sin posible duda; con certeza encajo su rostro, su sonrisa, su fisonomía en el recuerdo, como si ubicara la pieza de un puzzle. No es que fuera del grupo de los íntimos, pero siempre fue más que un conocido. ¿Cuántos años?
Ahora que lo escribo, y por tanto obligo a mi memoria a recorrer días del pasado, me doy cuenta que no hace tanto, quizá dos años, hubo otro encuentro fugaz, más fugaz aún que éste, un recuerdo que apenas es un flash difuso en el tiempo. Pero el recuerdo de una conversación un poco larga, un poco sosegada, aunque fuera dentro de un grupo más amplio se me va hacia atrás, hacia la sombra, hacia el olvido. ¿Cuántos años? ¿Quince, veinte…? ¿Tantos…?
Doce años lleva en Liverpool, me dice. Y el dato me sorprende, es como una mariposa que entra en un recinto nuevo y desconocido. Tengo que apresurar los movimientos de mis neuronas para encajar esta noticia y colocarla donde corresponde. Y pienso, además, que voy a necesitar ayuda de otros conocidos y amigos para que me ayuden a vestir y ordenar este asunto. Supongo que él pensara que sé de sus andanzas, y es lógico pues tantos amigos y conocidos y saludados comunes estarán al cabo de la calle de su peripecia vital que dará por supuesto —y con razón— que también soy uno de ellos, pues acaso debiera serlo.
Y no es así.
Si me hubieran preguntado por él, hubiera dicho que…, en realidad no sé qué hubiera dicho. Que no sabía nada, que le suponía en Madrid o, pensándolo mejor, en otra ciudad más alejada de la nuestra, pues si residiera en la capital no sería infrecuente cruzarse muchos fines de semana con él, y más sabiendo en la zona en que residía mientras vivió en Segovia, zona donde recalará siempre que regrese, o eso doy por supuesto, sin que haya ninguna razón objetiva que lo acredite. ¿No murió su padre unos años después de haberlo hecho su madre? ¿O fue al revés? ¿O no murió ninguno y estoy confundiendo esta circunstancia con la de otro amigo? ¿No sería posible que la casa de Segovia se haya vendido, o se haya alquilado o simplemente esté cerrada y para sus estancias entre nosotros, tan fugaces, prefiera un hotel o incluso prefiera instalarse en Madrid y desde allí acercarse a saludar a algunos viejos amigos o respirar nuestros paisajes? Él mismo me lo dice de algún modo, cuando me comenta que procura regresar al menos una vez al año.
Tiene prisa, se nota. Quizá alguna cita, quizá (lo más probable por el sitio del encuentro, por la hora) una escapada con sus hijas a Madrid. A pesar de que después de tantos años y tanta distancia, la teoría viene a sugerir que hay mucho de lo que hablar, mientras nos saludamos tengo la impresión de que no sería fácil.
Sucede a menudo, al menos a mí me pasa, que cuanto mayor es la lejanía (sobre todo la del tiempo, no tanto el espacio), más difícil se hace entablar una conversación. Es menester, antes que nada, apelar al cuerpo de zapadores que todos llevamos dentro, para que reconstruyan —aunque sea en tiempo récord— unos puentes que permitan atravesar esa distancia. Apuesto a que en este caso en concreto con un café hubiera bastado, su mirada así lo atestigua, pero no ha sido posible. Espero que no transcurran otros doce años antes del próximo encuentro… un encuentro que supere el minuto o minuto y medio.

Trescientos veintinueve. Lees la entrada de un blog, apenas un puñado de líneas hilvanadas con la habitual maestría de su autor y llegas a la conclusión —otra vez— de que en verdad estás rodeado de palabras y palabras y palabras, pero sólo unas pocas son tan certeras que se hacen imprescindibles, y, casi de inmediato, te besa de nuevo la idea de reducirte, de hacerte parte explícita del silencio, como una más de sus moléculas.

Trescientos treinta. Vuelvo a constatar que una prueba de inteligencia, una de las más sutiles, es la de saberse ir a tiempo. Y a pesar de mis vaticinios de hace un par de meses, creo que, por suerte, he errado.
Quizá por ello fueron clave en la victoria, porque además de la técnica, el esfuerzo y la dosis de azar necesaria para que todo salga de cara, son inteligentes.