Cómplices

Lunes 1 a domingo 7 de septiembre de 2014

Trescientos treinta y uno. Siempre he reconocido que el único premio literario que he recibido fue un segundo en un certamen de cuentos navideños. Pero no es cierto. Se me olvida (no lo hago a propósito) que obtuve otro segundo puesto en un concurso de relatos organizado hacia 1976 o 1977, no recuerdo con precisión, por la Cruz Roja de Segovia.
¿Por qué, si no lo tengo casi nunca en la memoria, ahora lo recuerdo?
La respuesta es sencilla: por una noticia que se desliza estos días en segundo o tercer plano de la actualidad. Me refiero al caso de la familia King. Para ser preciso las primeras informaciones que surgieron: la huida de la familia del hospital, la llamada de los médicos y las autoridades británicas para que se diera cuanto antes con ellos, ya que el niño corría peligro de morir en caso de no ser atendido del modo conveniente, y, sobre todo, el hecho de que se dijera —¿con alguna intención?— que la familia pertenece los Testigos de Jehová.
Mi relato —quizá por ello no lo recuerde casi nunca— partía de un supuesto que siempre me pareció ciencia ficción, pero del que de vez en cuando se oía hablar, y a mí me impresionaba: el hijo de un testigo de Jehová necesitaba de una transfusión sanguínea para poder sanar de una enfermedad gravísima; la madre está decidida a saltarse el precepto que prohíbe (entonces creí que era así, entonces era un adolescente quizá muy tendencioso, ahora simplemente lo desconozco, aunque en alguna parte he leído que la cuestión tiene matices) este tipo de actos médicos; el padre, no; el padre prefiere la muerte de su hijo a que se contradiga un precepto tan importante de su iglesia, un precepto que emana como una flecha desde algún versículo del Antiguo Testamento.
Pasados los primeros días, leo informaciones que matizan algo lo sucedido, aunque todo es aún extraño, como si quedaran flecos por resolver, casi todos en realidad.
Para quien también es padre es sencillo imaginar algo similar. Sin embargo, y precisamente por eso, se me hace muy complicado, casi imposible, pensar que por buscar un tratamiento más eficaz —es la explicación que ha dado el hermano mayor de Ashya King, defendiendo así la decisión tomada por sus padres—, se huya del hospital, no ya sin su consentimiento, que pudiera ser, sino sin su conocimiento..
No quisiera descender la pendiente de un mal pensar, pero el caso es que por culpa de ese sutil dato que escuché en la radio y he leído en la prensa, he recordado aquel relato y he temido que, a lo peor, lo que siempre creí muy excesivo, quizá no lo sea tanto.

Trescientos treinta y dos. Cuando afirmo que soy poco menos que el componente más pequeño de un átomo en este asunto de las letras, no construyo una metáfora ni una pirueta verbal que subraye una humildad, por otra parte cuestionable. Los datos matemáticos demuestran la precisión científica de mis palabras.
Si una hormiga pretende ser gacela, acabará problemas de autoestima, lo que en poco tiempo le conducirá a la angustia o a la depresión o a la locura.
Sin embargo las hormigas nunca pretenden ser gacelas, ni los leones saben que son los reyes de la sabana, o los cuervos no buscan cirugía estética que elimine el mal fario que produce su plumaje enlutado. La hormiga cumple con su tarea, igual que el cuervo vive ajeno a lo horrísono de sus graznidos y a los efectos repulsivos que su color nos provoca. Somos los humanos quienes andamos a la gresca con nuestra esencia, y en demasiadas ocasiones quisiéramos ser justamente aquello que no somos.
No me refiero a un conformismo que desemboque en la inacción absoluta, ni me refiero a que deba someterme a los poderosos. No estoy hablando, en fin, de una organización social que ampare la desigualdad o la injusticia basadas en la resignación cuyo origen sea la calidad de la cuna o del ajuar que la recubra. Estoy hablando de aptitudes, actitudes y capacidades individuales. O dicho de otro modo, no por haber nacido en la familia más rica del universo, alguien es mejor en cualquier actividad que se proponga o tiene más derechos que cualquier otro…
Pero me desvío de la idea inicial. Como siempre, por evitar una confusión o una mala interpretación, altero el rumbo de mis palabras y las dirijo por vericuetos imprevistos. Así que vuelvo al inicio…
Ser electrón de átomo, por ejemplo, no quiere decir que, empujado por su pequeñez infinita, renuncie a dejar de serlo y a abandonar la tarea que me corresponde. Asumir que soy porción ínfima de una cadena infinita, no es sinónimo de renuncia a mi fracción de paraíso — inapreciable para el resto—, pues es bien sabido que en una porción infinitesimal del universo, está el universo entero.
Tener conciencia de lo que soy, sólo debe significar que pretender ser otro es alterar mi esencia y, por tanto, el mejor camino hacia mi infelicidad. Reconocerme como eslabón de cadena ilimitada, significa que mi anhelo es ser un buen eslabón que trabaja a diario, con conciencia clara de que lo que importa es esa joya que se extiende y cuyo final sólo llegará, si llega, cuando nuestra especie no sea. En definitiva, si soy eslabón no es por mi voluntad, sino, primero, porque existe la cadena y, después, porque ha permitido que una fracción de la longitud inabarcable de su esencia se deba a mi tarea. Por tanto nada me debe, por tanto, soy yo quien a ella se debe.

Trescientos treinta y tres. Un juez británico, ha exculpado de cualquier delito a la familia King. Se ha demostrado, o así parece indicarlo esta resolución, la rectitud de su intención cuando explicaron que decidieron huir del hospital con su hijo pequeño gravemente enfermo, sin informar a los médicos, porque pretendían vender el piso que tenían en Málaga para así hacer frente al costoso tratamiento de protones, menos agresivo y más eficaz, según parece, que la quimioterapia.
Bien está lo que bien acaba. Mejor aún, si el fantasma de la intransigencia religiosa, ese integrismo cuyo único afán es ocultar y envilecer el verdadero rostro de Dios, pura misericordia, perdón puro, amor desmedido para con sus criaturas, nada ha tenido que ver en todo este tema.
Sin embargo —aunque quizá exista explicación de la que no me he enterado—, me resulta curioso, a fecha de hoy, que los padres de Ashya King no estén acusados de nada, pero hayan perdido la custodia del niño. Me suena a disposición preventiva, como a precaución que pretende evitar lo que aún no se ha producido pero tiene posibilidades de suceder. Como cuando un padre le quita unas tijeras al hijo pequeño que aún no sabe cómo usar, no porque se haya cortado, sino para evitar que antes o después suceda.

Trescientos treinta y cuatro. Ser jurado de un premio literario es una labor que a uno le carga de responsabilidad, y normalmente más tediosa de lo que parece.
Sin embargo, en ocasiones, se alcanzan momentos de satisfacción muy alta. Encontrar lo que podría denominarse alma gemela es uno de esos premios. Quizá falte calidad, pero eso sentimiento es una realidad incontestable y que me emociona.

Trescientos treinta y cinco. ¿Por qué el cuarenta o el cuarenta y cinco por ciento de los votos es más que el sesenta o el cincuenta y cinco, si a sesenta o cincuenta y cinco se llega sumando otras dos cifras, por ejemplo treinta y ocho más veintidós, o treinta y cinco más veinte? ¿Por qué, si de este número depende la elección de un alcalde, se votan listas y no personas? ¿Por qué se habla de la elección de una persona cuando el sistema de gobierno local es colegiado ya que las decisiones más trascendentes para el municipio (elaboración y aprobación de presupuestos, adjudicación de grandes obras, suministros o servicios, aprobación de planes urbanísticos) no dependen de la voluntad del Alcalde —cuyas competencias están tasadas—, sino de los acuerdos tomados por el Pleno? ¿O es que se pretende que estos asuntos también sean competencia exclusiva y excluyente del Alcalde? ¿Por qué los acuerdos alcanzados entre concejales de diferentes grupos políticos van en contra de la democracia, si la voluntad popular plasmada en el resultado final del conteo de los votos no permite a un grupo en solitario llevar a la práctica un programa completo y determinado gracias a la mayoría absoluta?
¿Por qué se dice que la aplicación de la propiedad asociativa de la suma en un ayuntamiento va en contra de la gobernabilidad? ¿No es más ingobernable un municipio cuya mayoría de concejales no esté de acuerdo con las propuestas del alcalde?¿O es que la única forma de gobierno admisible es la que evite la negociación, el diálogo, la cesión de parte de los deseos propios y, al mismo tiempo, la asunción de los anhelos de los otros? ¿O es que se trata, simplemente, de salir cada día en la prensa, aprovechar todas las técnicas de publicidad que van adentrándose en el subconsciente de los individuos?
Hay algo que huele muy mal en esta propuesta, y lo peor de esta fetidez no es que se pretendan ocupar más poltronas con el argumento que roza la estulticia de que cuarenta es un número mayor que veintisiete más treinta y tres, o que aunar las propuestas de dos grupos en un pacto de legislatura es alterar la voluntad de los votantes en los despachos. La pestilencia apunta hacia otros derroteros.
Si lo que importa es la persona que encarne la alcaldía, cambiemos las normas de funcionamiento de los consistorios, aumentemos las competencias (y responsabilidades) del alcalde, pero —sobre todo— votemos a la persona no a la lista, no al partido. En cualquier caso, a diez minutos del final del partido nadie está legitimado para cambiar las reglas del juego.
Es tan descarada, pobre y torticera la propuesta que, a poco que se piense, empieza a asustar el destino hacia donde apunta el nuevo rumbo propuesto.

Trescientos treinta y seis. El problema que padecen muchos expertos y especialistas, según mi criterio, es que únicamente les preocupa su parcela de saber. Quizá en algunos asuntos tal cuestión sea de trascendencia nimia; incluso en determinados momentos hasta sea una bendición. Sin embargo en otros (pienso en educación, pienso en medicina), puede llegar a ser contraproducente olvidarse de que el individuo es más complejo y sus necesidades o sus intereses no sólo se inclinan hacia un lado, o son ajenas a otras necesidades a otros intereses.
En demasiadas ocasiones los especialistas sólo miran a un punto muy concreto y se olvidan del resto, como si su asignatura fuera el centro del universo, como si la enfermedad fuera el paciente. Actúan con la precisión de un microscopio, es verdad, pero avanzan como los burros con orejeras.
Aunque quizá yerre, pienso que el mejor modo de afrontar lo concreto y específico sea ubicarlo en el contexto en que se desarrolla, pues como sostenía Ortega y Gasset, las circunstancias son, también, elemento fundamental a la hora de constituir y explicar la esencia del yo, de la persona. Olvidarse de las circunstancias, pues, es no tener en cuenta la mitad del individuo y, por tanto, un modo muy preciso de evitar los resultados que se pretendían.